John y Paula Zerzan
En Inglaterra, primera nación industrial, la primera y más importante empresa del capital, que iniciaba sus pasos en el ramo del textil, surgió el movimiento revolucionario extendido ampliamente entre 1810 y 1820 y conocido bajo el nombre de luddismo. La lucha contra el levantamiento de los ludditas -y su derrota- fue de gran importancia para la evolución ulterior de la sociedad moderna. La destrucción de las máquinas, arma esencial, anuncia -desde luego certeramente- estos sucesos a lo largo de todo el siglo XVIII. Por supuesto, este levantamiento no fue exclusivo de los obreros del textil ni de Inglaterra. Los obreros agrícolas, los mineros, los molineros y muchos otros coincidieron en la destrucción de las máquinas, a menudo en contra de lo que se suele denominar sus propios «intereses económicos». De la misma manera, como recuerda Fulop Miller, los obreros de Eurpen y Aix la Chapelle destruyeron las importantes fábricas de Cockerill, los tejedores de Schmollen y Crimmitschau arrasaron las fábricas de estas ciudades y muchos otros hicieron lo mismo en los comienzos de la revolución industrial.
Ahora bien, fueron los obreros ingleses del ramo textil -calceteros, tejedores, hilanderos y demás- quienes iniciaron un movimiento tal que, como Thompson escribe, «la simple violencia revolucionaria rara vez ha estado tan extendida en la historia inglesa», afirmación que seguramente está por debajo de la realidad. Generalmente este levantamiento ha sido caracterizado como ciego, desorganizado, reaccionario, limitado e ineficaz, pero la rebelión espontánea durante un tiempo contra el nuevo orden económico tuvo mucho éxito y fines revolucionarios. El Times del 2 de febrero de 1812 describe «la aparición de una guerra abierta» en Inglaterra más encarnizada en las zonas más desarrolladas y particularmente en el centro y norte. El comandante Wood escribe el 17 de junio de 1812 a Fitzwilliam, miembro del gobierno, que «salvo lugares determinados que están ocupados por soldados, el país está prácticamente en manos de los rebeldes». Los ludditas fueron verdaderamente irresistibles en varias etapas de la segunda década del siglo y desarrollaron una conciencia propia y una moral elevada. Como escriben Cole y Postgate, «la verdad es que no se podía detener a los ludditas; las tropas corrían en todas direcciones, impotentes, ridiculizadas por el silencio y la confabulación de los trabajadores». Un examen posterior de partes de prensa, cartas y octavillas demuestra que la insurrección estaba claramente orientada; por ejemplo, «todos los nobles y los tiranos deben ser derrocados», declara una octavilla distribuida en Leeds. Los preparativos para una revolución general explícita eran evidentes, por ejemplo en Yorkshire y Lancashire, ya en 1812.
Se destruyeron enormes cantidades de bienes, entre los que se contaban numerosísimos telares para hacer medias que habían sido readaptados para una producción de calidad inferior. De hecho, el movimiento extrajo su nombre del joven Ned Ludd, que, antes de producir las chapuzas que se le solicitaban, destrozó el telar a martillazos. Controlar los instrumentos de producción o destruirlos; esta idea exaltaba la imaginación popular y proporcionaba a los ludditas un apoyo unánime. Hobsbawn afirma que «los que destrozaban las máquinas encontraban una simpatía desbordante en todas las capas de la población», lo que para Churchill, en 1813, suponía «la inexistencia total de medios para mantener el orden público». Los obreros que destrozaban telares llevaron a cabo una ofensiva importante en 1812 y hubo que oponerles efectivos cada vez más numerosos, que llegaron a sobrepasar en número a las tropas que Wellington tuvo a sus órdenes contra Napoleón. Mas el ejército no sólo era débil por ser disperso, sino que además no era seguro, pues se sospechaba que simpatizaba con el enemigo a causa de la presencia de muchos ludditas enrolados en sus filas. Además, apenas se podía contar con los magistrados y los policías locales, y el empleo sistemático de espías era ineficaz frente a la clara solidaridad del pueblo. Como era de suponer, la milicia voluntaria regida por el Watch and Ward Act (Ley de Guarda y Tutela) sólo servía para «armar a los que eran más violentos en su desacuerdo» (según Hammonds), de modo que bajo el gobierno de Peel hubo de instituirse el sistema moderno de policía profesional.
Intervenciones de esta naturaleza apenas podían bastar teniendo en cuenta el camino seguido por el luddismo, que a cada acontecimiento parecía más revolucionario. Cole y Postgate, por ejemplo, describieron a los ludditas posteriores a 1815 como más radicales que sus predecesores y llegaron a la conclusión de que «se ponían en contra del sistema de fábricas en general». Thompson observa también que incluso en 1819 todavía parecía abierta la vía a una insurrección general victoriosa.
Contra lo que Mathias llamaba «la tentativa de destruir la nueva sociedad», hacia falta un arma mucho más cercana al punto de producción y especialmente la búsqueda de una aceptación del orden fundamental a través del sindicalismo. Aunque esté claro que la ascensión del sindicalismo fue consecuencia tanto del luddismo como de la creación de una policía moderna, debemos también comprender que antes de las sublevaciones ludditas había existido entre los obreros textiles y otros una tradición, por mucho tiempo tolerada, de sindicalismo. De ahí, como Morton y Tate señalan casi en solitario, que la destrucción de las máquinas en este período no pueda considerarse como la explosión desesperanzada de los obreros faltos de otra salida. A pesar de las Combinations Acts, que fueron una prohibición reforzada de los sindicatos entre 1799 y 1824, el luddismo no se movió en el vacío, sino que durante cierto tiempo se opuso eficazmente al rechazo de un aparato sindical extensivo que buscaba un compromiso con el capital. De hecho, la elección entre ambos era posible y los sindicatos fueron dejados de lado en provecho de una organización directa de los trabajadores que servía a sus fines radicales.
Durante el período en cuestión, está perfectamente claro que se consideraba al sindicalismo como fundamentalmente distinto del luddismo y, precisamente por ello, era estimulado con la esperanza de que absorbiera la autonomía de los ludditas. Contrariamente a las disposiciones de las Combinations Acts, en ocasiones los sindicatos eran considerados legales por los tribunales y cuando los sindicalistas eran perseguidos sólo recibían castigos ligeros o no los recibían, mientras que los ludditas habitualmente eran ahorcados. Algunos miembros del Parlamento acusaban abiertamente a los propietarios del desbarajuste social de no utilizar plenamente la vía sindical para resolverlo. Esto no quiere decir que los objetivos de los sindicatos y su control fueran tan claros y bien definidos como hoy, pero la indispensable función de los sindicatos frente al capital se clarificaba, iluminada por la crisis existente y por la necesidad que se experimentaba de tener aliados para la pacificación de los trabajadores. Los diputados de los condados de las Midlands presionaban a Gravenor Henson, líder del sindicato de la corporación de tejedores, para que combatiera el luddismo, como si tal cosa fuera necesaria. Su método de estímulo de la represión era, naturalmente, su infatigable propaganda en pro de la fuerza del sindicato. El comité sindical de la corporación de tejedores, según el estudio de Church sobre Nottingham, «daba a los trabajadores instrucciones precisas de no estropear los telares». Y el sindicato de Nottingham, la principal fuerza del sindicato general industrial, se oponía también al luddismo y no empleó nunca la violencia.
Si bien los sindicatos apenas fueron aliados de los ludditas, puede decirse que fueron el estadio siguiente al luddismo en el sentido de que el sindicalismo tuvo una participación esencial en su derrota por medio de las divisiones, la confusión y el agotamiento de energías que produjeron los sindicatos. El sindicalismo «reemplazó» al luddismo del mismo modo que salvó a los empresarios de los insultos de los niños en plena calle y del poder directo de los productores. El reconocimiento pleno de los sindicatos por la anulación en 1824 y 1825 de las Combinations Acts «tuvo un efecto moderado sobre el descontento popular», en palabras de Darvall. La campaña en pro de su anulación, llevada a cabo por Place y Hume, triunfó fácilmente en el Parlamento, sin modificar y con el testimonio favorable tanto de patronos como de sindicalistas, con sólo la oposición de un puñado de reaccionarios. De hecho, mientras entre los argumentos conservadores de Place y Hume figuraba la predicción de un número menor de huelgas después de la anulación, muchos patronos comprendían el papel catártico y pacificador de las huelgas y apenas se conmovieron ante la ola de huelgas que siguió a la anulación. El decreto de anulación relegaba al sindicalismo, por supuesto, a sus tradicionales tareas marginales referidas a los salarios y el tiempo de trabajo. Una legalidad de la cual deriva la presencia universal de cláusulas sobre los «derechos de dirección» en los convenios colectivos laborales de hoy.
La campaña de mitad de la década de 1830 contra los sindicatos llevada a cabo por algunos patronos sólo subrayó, a su manera, el papel central de los sindicatos: esta campaña era posible por que los sindicatos habían conseguido romper el radicalismo de los obreros del período anterior, que recurrían a la acción directa. Lecky tenía, pues, toda la razón al decir un poco más tarde «que no cabía la menor duda de que los sindicatos más grandes, más ricos y mejor organizados habían hecho mucho en favor de la disminución de conflictos de trabajo»; del mismo modo, los Webbs reconocieron que en el siglo XIX hubo muchas más revueltas laborales mientras el sindicalismo no constituyó una regla.
Pero volviendo a los ludditas, no encontramos al respecto más que unos cuantos relatos en primera persona y una tradición prácticamente secreta, principalmente por que se proyectaron a sí mismos en sus actos y no en una ideología. Pero ¿esto es todo?. Stearns, quizá el comentarista más cercano a los hechos, escribió: «los ludditas desarrollaron una doctrina basada en las supuestas virtudes de los métodos manuales». Casi les llama con condescendencia «los miserables retrasados», y hay seguramente algo de verdad en esta afirmación. El ataque de los ludditas no estaba ocasionado por la introducción de máquinas nuevas, como suele creerse, puesto que no hay ninguna evidencia de ello en 1811 y 1812, cuando el luddismo comenzó a actuar. La destrucción se practicaba sobretodo contra los nuevos métodos de producción chapucera, dictados para hacer funcionar las nuevas máquinas. No era un ataque contra la producción sobre bases económicas, sino que era ante todo la respuesta violenta de los obreros textiles (pronto secundados por otros) a las tentativas de degradación en forma de un trabajo inferior: baratijas, piezas montadas deprisa y corriendo, eran por lo general las causas principales.
Las ofensivas ludditas generalmente correspondieron a períodos de depresión económica; el motivo es que los patronos aprovecharon en ocasiones tales períodos para introducir nuevos métodos de producción. Pero también es cierto que no todos los períodos de pobreza engendraron luddismo, pues este aparecía en zonas no especialmente empobrecidas. Leicestershire, por ejemplo, fue el peor punto en los malos momentos y era una zona productora de manufacturas laneras de la mejor calidad; Leicestershire fue un poderoso núcleo luddita.
Preguntarse qué podía tener de radical un movimiento que al parecer «se limitaba» a pedir el abandono de las labores fraudulentas es no captar la íntima verdad de un supuesto acertado, que ambas partes asumieron entonces: la relación entre la destrucción de maquinaria y la sedición. Como si la lucha del productor por la integridad de su trabajo vital pudiera llevarse a cabo sin poner en tela de juicio el capitalismo entero. La petición del abandono de labores fraudulentas supone necesariamente un desastre y, en la medida en que se exija, una batalla de derrota total o victoria total. Lo cual afecta directamente al núcleo de las relaciones capitalistas y a su dinámica.
Otro aspecto del fenómeno luddita generalmente considerado con condescendencia a base de ignorarlo por completo, es el aspecto organizativo. Los ludditas, como ya sabemos, golpeaban salvaje y ciegamente, mientras que sólo los sindicatos proporcionaban formas de organización a los trabajadores. Pero, de hecho, los ludditas se organizaron local e incluso federalmente agrupando a los obreros de todos los ramos con una coordinación sorprendente. Evitando cualquier estructura alienante, su organización, sabiamente, no era formal ni permanente. Su tradición de revuelta carecía de núcleo y prevaleció durante largo tiempo a modo de «código no escrito»; la suya era una comunidad no manipulable, una organización que se sustentaba en sí misma. Todo lo cual, desde luego, resultó esencial para la aparición del luddismo y para su enraizamiento. En la práctica, «ningún nivel de actividad de los magistrados ni la ampliación de los contingentes militares extirpó el luddismo. Todos sus ataques revelaban un plan y un método», constata Thompson, que da crédito también a su «altiva seguridad y a sus comunicaciones». Un oficial de la armada comprendió en Yorkshire que estaban en posesión de «un nivel extraordinario de acuerdo y de organización». William Cobbett comentaba en 1812, en relación con un informe al gobierno: «Y tal es la circunstancia que más ha de inquietar al gobierno. No se pueden encontrar agitadores. Es un movimiento del pueblo mismo».
No obstante, y a pesar de las afirmaciones de Cobbett, los líderes ludditas colaboraron con las autoridades. No se trataba de un movimiento totalmente igualitario, aunque estuvieran más cerca de ello de lo que cabe suponer sopesando su interés por evitar el liderazgo y el corto número de quienes lo soslayaron. Como es natural, el «refinamiento político» surgió por entonces más eficazmente de entre los líderes, del mismo modo que a partir de ellos se desarrollaron en algunos casos los cuadros sindicales.
En los tiempos «pre-políticos» de los ludditas -como en nuestros tiempos «post-políticos»- el pueblo detestaba abiertamente a los dirigentes. La muerte de Pitt, en 1806, les alegró; y, todavía en mayor medida el asesinato de Perceval en 1812. Tales manifestaciones ante la muerte de los primeros ministros evidencian la debilidad de las mediaciones entre dirigentes y dirigidos, la falta de integración entre ambos. La definición política de los trabajadores era, desde luego, menos importante que su definición o integración industrial por la vía sindical; por tal motivo aquella sobrevino más lentamente. De todos modos, hubo una poderosa arma pacificadora: los intensos esfuerzos realizados para interesar al pueblo en las actividades jurídicas, especialmente con vistas a ampliar la base electoral del Parlamento. Cobbett, generalmente considerado el más enérgico panfletista de la historia inglesa, animó a muchos a unirse a los Hampdon Clubs en pro de la reforma electoral y se caracterizó también, en palabras de Davis, por su «condena sin paliativos de los ludditas». Los efectos perniciosos de esta campaña de reforma y división pueden medirse hasta cierto punto comparando las enérgicas manifestaciones previas antigubernamentales de los Gordon Riots (1780) y los atropellos al rey en Londres (1795) con masacres y fiascos como los levantamientos de Pentridge y Peterloo, más o menos coincidentes con la derrota del luddismo, poco antes de 1820.
Volviendo, para concluir, a mecanismos más fundamentales, confrontaremos de nuevo los problemas del trabajo y el sindicalismo. Este último ha de reconocerse que llegó a ser permanente debido al divorcio invariable entre los trabajadores y el control de los medios de producción; y, desde luego, como hemos visto, el sindicalismo contribuyó sustancialmente a este divorcio. Algunos, entre los que se cuentan, claro está, los marxistas, vieron esta derrota y sus formas y la victoria del sistema fabril como salidas inevitables y deseables, por más que tuvieran que admitir que una parte significativa de la dirección de las operaciones industriales, incluso en la actualidad, depende de la realización del trabajo. Un siglo después de Marx, Galbraith considera que el mantenimiento del sistema de productividad en contra del de creatividad reside en la básica renuncia sindical a toda reivindicación relacionada con el trabajo. Mas el trabajo, según todos los ideólogos, es un área cerrada e inmune a la falsificación. Las actividades laborales son un núcleo impenetrable a intromisiones de la ideología y de sus formas tales como la mediación y la representación. Así pues, los ideólogos ignoran la incesante y universal reclamación luddita del control del proceso productivo. En consecuencia, la lucha de clases es algo totalmente diferente para el trabajador que para el ideólogo.
En los primeros tiempos del movimiento de las Trade Unions hubo altas dosis de democracia. Por ejemplo, estaba muy extendida la práctica de nombrar delegados por rotación o sorteo. Pero no puede ser legítimamente considerada democrática la derrota que se halla en la base del éxito de los sindicatos, derrota que hacía de éstos una organización cómplice, una caricatura de la comunidad. A este nivel no se podía disimular que el sindicalismo era el agente de la aceptación y mantenimiento de un mundo grotesco.
El balance marxiano considera que la productividad es el bien supremo; igualmente, los izquierdistas ignoran la verdadera historia de los ludditas (el final del poder real de los trabajadores) llegando así, por increíble que parezca, a considerar que los sindicatos es lo mejor que pueden desear los trabajadores desprotegidos. El oportunismo y el elitismo de todas las internacionales, así como la historia del izquierdismo, abocan finalmente al fascismo cuando las represiones acumuladas dan su fruto: cuando el fascismo puede apelar con resultados positivos a los trabajadores presentándose como dispersador de inhibiciones, como «socialismo de acción», etc; en resumen, como revolucionario. Ha de quedar bien claro cuánto se perdió con el luddismo y qué terrible anti-historia empezaba entonces.
Hay quienes vuelven a fijar la etiqueta de «época de transición» a la creciente crisis actual, esperando tranquilamente que todo se resuelva con otra derrota de los ludditas. Vemos hoy la misma necesidad de reforzar la disciplina en el trabajo, como en los viejos tiempos, e idéntica conciencia popular del sentido del progreso. Pero es muy posible que hoy podamos reconocer a nuestros enemigos con mayor claridad de modo que esta vez la transición esté en manos de los creadores.
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