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lunes, 10 de enero de 2011

Espartaco Howard Fast

ESPARTACO
HOWARD FAST
http://www.librodot.com

Este libro está dedicado a mi hija, Rachel, y a mi hijo, Jonathan. Es una historia sobre hom-bres y mujeres valientes que vivieron hace mu-cho tiempo, pero cuyos nombres nunca han si-do olvidados. Los héroes de esta historia albergaron el ideal humano de la libertad y la dignidad del hombre y vivieron noble y honra-damente. Lo he escrito para, que aquellos que lo lean –mis hijos y los hijos de otros– adquieran gracias a él fortaleza para afrontar nuestro tur¬bulento futuro y puedan luchar contra la opre¬sión y la injusticia, de modo que el sueño de Espartaco llegue a ser posible en nuestro tiempo.

PRÓLOGO A LA PRIMERA EDICIÓN

No es tarea fácil para un autor que publica sus propias obras escribir lo que los editores llaman presentación; es decir, un llamamiento o reclamo para los lectores. Las fra¬ses altisonantes usadas en tales ocasiones surgen con mu¬cha menos facilidad de la pluma de quien ha escrito el li¬bro y sabe con qué esperanzas, dificultades y esfuerzos lo ha hecho.
Ésta es la historia de Espartaco, que encabezó la gran rebelión de los esclavos contra la República romana en los años finales de ésta. He escrito esta novela porque creo que es una historia importante en el momento que nos ha to¬cado vivir. No se trata de establecer mecánicamente un pa¬ralelismo, sino de que de este episodio se puedan extraer esperanzas y fuerza, y resaltar el hecho de que Espartaco no vivió sólo para su tiempo, sino que su figura constituye un ejemplo para la humanidad de todas las épocas. He es¬crito este libro para infundir esperanzas y valor a quienes lo lean, y durante el proceso de su escritura yo mismo me sentí con más ilusiones y más coraje.
Se precisa mucho tiempo para escribir una novela. Mediante la escritura de una obra narrativa pueden resol¬verse muchos problemas y conocer y comprender los an¬helos y las esperanzas que sustentan las luchas de estos pue¬blos. Algo de eso obtuve al escribir esta novela y convivir durante tanto tiempo con los hombres y mujeres que apa¬recen en sus páginas. Confío en que parte de esa satisfac¬ción se transmita también a quien la lea.
Si algún valor tiene mi propia opinión sobre este li¬bro, debo confesar que se trata de la novela que más me gus¬ta de cuantas he escrito hasta la fecha. Fue la que más me costó escribir y la redacté en los momentos más difíciles de mi vida, pero cuando le puse el punto final sentí la sa¬tisfacción de haber cumplido cabalmente una tarea.
1951

ESPARTACO Y LA LISTA NEGRA

Cuando me senté a iniciar la larga y dura tarea de escribir la primera versión de Espartaco –hace de eso ya cuarenta años– acababa de salir de prisión. Había estado trabajan¬do mentalmente en algunos aspectos de la novela mien¬tras me hallaba en la cárcel, que fue un escenario idóneo para tal labor. Mi delito había sido negarme a entregar al Comité de Actividades Antiamericanas una lista de los miembros de la organización denominada Joint Antifascist Refugee Comittee (Comité de Ayuda a los Refugiados Antifascistas).
Con la victoria de Francisco Franco sobre la Repúbli¬ca Española legalmente constituida, miles de soldados republicanos, defensores de la República y sus familias ha¬bían cruzado los Pirineos para dirigirse a Francia, y buena parte de ellos se habían establecido en Toulouse, muchos de ellos enfermos o heridos. Su situación era desesperada. Un grupo de antifascistas recaudó dinero para comprar un antiguo convento y convertirlo en un hospital, y los cuá¬queros aceptaron trabajar en ese hospital si nosotros con¬seguíamos el dinero para mantenerlo en funcionamiento. En esa época había un impresionante apoyo a la causa de la España republicana entre la gente de buena volun¬tad, y entre la que se contaban muchos ciudadanos cono¬cidos. Fue la lista de estas personas la que nosotros nos negamos a entregar al Comité, y en consecuencia todos los miembros de nuestro grupo fueron considerados cul¬pables de desacato y enviados a prisión.
Fueron malos tiempos, los peores tiempos que yo y mi querida esposa hemos vivido jamás. Nuestro país se parecía más que nunca en su historia a un estado policial. J. Edgar Hoover, el director del FBI, desempeñó el papel de un mezquino dictador. El miedo a Hoover y su archivo de miles de liberales impregnó el país. Nadie se atrevió a pronunciarse o a levantar su voz contra nuestro encarcela¬miento. Como he dicho en alguna ocasión, no era el peor momento para escribir un libro como Espartaco.
Cuando concluí el manuscrito se lo envié a Angus Cameron, por entonces mi editor en Little, Brown and Company.* Le entusiasmó la novela y escribió que para él sería un placer y un orgullo editarla, pero J. Edgar Hoo¬ver envió una carta a Little, Brown and Company advir-tiéndoles de que no deberían publicar el libro, y después de eso el original pasó por las manos de otros siete cono¬cidos editores. Todos ellos se negaron a publicarla. El úl¬timo de estos siete fue Doubleday, y tras una reunión del comité editorial, George Hecht, jefe de la cadena de li-brerías de Doubleday, salió de la sala enfadado y disgus¬tado, me llamó por teléfono y me dijo que nunca hasta entonces había asistido a un acto de cobardía tal en Dou¬bleday, y me aseguró que si publicaba el libro por mi cuen¬ta me haría un pedido de seiscientos ejemplares. Yo nun¬ca había publicado una obra por mi cuenta, pero encontré apoyo en los medios liberales y llevé adelante el proyec¬to con el escaso dinero que nos proporcionaban nuestros empleos regulares; y de algún modo el libro al fin vio la luz.
Para mi sorpresa, se vendieron más de cuarenta mil ejemplares de la obra en tapa dura, y varios millones más unos años más tarde cuando el clima de terror se hubo di¬sipado. Fue traducida a 56 lenguas y, finalmente, diez años después de haber sido escrita, Kirk Douglas convenció a los estudios Universal para que rodara una adaptación ci¬nematográfica. Pasados los años, esa película se ha he¬cho extraordinariamente famosa, y aún puede verse en el momento en que escribo estas líneas.
Supongo que algo le debo a ese período que pasé en¬tre rejas. La guerra y la prisión son temas difíciles de tra¬tar para un escritor que no ha tenido experiencia directa de ellas.


* El inglés distingue entre el editor, quien trabaja sobre el manuscrito original del autor (aquí en cursiva), y el publisher, quien toma la decisión de publicarlo.
Yo no sabía latín, así es que adquirir unos buenos conocimientos de esa lengua, que prácticamente ya he ol¬vidado por completo, fue también parte del proceso de es¬critura. Nunca he renegado de mi pasado, y si mi propia experiencia carcelaria en algo me ayudó a escribir Espar¬taco, creo que fue lo mejor que obtuve de ella.

1996

Esta historia comienza el año 71 a. C.

PRIMERA PARTE
De cómo viajó Cayo Craso por el camino
de Roma a Capua en el mes de mayo

I

Hay constancia de que ya a mediados del mes de marzo había sido abierta nuevamente al tránsito la ruta que iba de la Ciudad Eterna, Roma, a la de Capua, que aunque algo más pequeña no era por ello menos hermosa, pero esto no quiere decir que el tráfico por aquel camino hu¬biera vuelto inmediatamente a la normalidad. Porque, en realidad, durante los últimos cuatro años, ningún ca¬mino de la República había gozado de la pacífica y prós¬pera corriente comercial y de personas que era de espe¬rarse de un camino romano. En mayor o menor medida, en todas partes había habido disturbios y no sería ine¬xacto afirmar que el camino entre Roma y Capua era sím¬bolo de tales disturbios. Se decía –y con razón– que tal como andaban los caminos así andaba Roma; si en los caminos había paz y prosperidad también las había en la ciudad.
Por doquier en Roma habían sido fijados anuncios con el aviso de que cualquier ciudadano que tuviera nego¬cios en Capua podía viajar allí para tramitarlos, pero por el momento no se aconsejaban los viajes de placer a aquel lugar. No obstante, con el transcurso del tiempo y habién¬dose adueñado de las tierras de Italia la apacible y dulce primavera, las restricciones fueron dejadas sin efecto y una vez más la hermosa arquitectura y los espléndidos paisajes de Capua atrajeron a los romanos.
Además del natural atractivo de la campiña de Campania, aquellos que gustaban de los buenos perfumes, a pesar de sus precios, exageradamente elevados, encontra¬ban en Capua el placer junto al beneficio. Allí estaban si¬tuadas las fábricas de perfumes de mayor envergadura, sin igual en el mundo entero; y a Capua se fletaban esencias raras y aceites de toda la tierra, perfumes exóticos y exqui¬sitos, aceites de rosas de Egipto, el perfume de lilas de Saba, las amapolas de Galilea, el aceite de ámbar gris y de corteza de limón y de naranja, las hojas de salvia y de menta, palo de rosa y sándalo, y así casi hasta el infinito. Los perfumes podían ser adquiridos en Capua poco me¬nos que a la mitad de lo que se pedía por ellos en Roma, y cuando se considera la creciente popularidad de los per¬fumes en aquel tiempo, tanto para los hombres como pa¬ra las mujeres –así como la falta que hacían–, es posible comprender que bien podía emprenderse un viaje a Ca¬pua por esa sola y única razón.


II

El camino había sido abierto en marzo y dos meses más tarde, a mediados de mayo, Cayo Craso, su hermana He¬lena y su amiga Claudia Mario se dispusieron a pasar una semana con unos parientes de Capua.
Salieron de Roma la mañana de un día luminoso, cla¬ro y fresco, un día perfecto para viajar, y siendo los tres jó¬venes les brillaban los ojos y les deleitaba el viaje y las aven¬turas que con certeza habrían de ocurrirles. Cayo Craso, joven de veinticinco años, cuyos obscuros cabellos caían en abundantes y suaves rizos y cuyas facciones regulares le ha¬bían dado reputación de bien parecido al igual que de bien nacido, montaba un caballo árabe blanco, que le habría regalado su padre el año anterior con motivo de su cum¬pleaños, y las dos muchachas viajaban en literas descubier¬tas. Cada litera era llevada por cuatro esclavos, adiestrados para los caminos y que podían hacer dieciséis kilómetros a marcha uniforme sin descanso. Planeaban pasar cinco días de viaje, deteniéndose cada noche en la casa de cam¬po de algún amigo o pariente, y de ese modo, mediante etapas pausadas y agradables, llegar a Capua. Sabían antes de partir que el camino estaba señalado con símbolos de castigo, pero pensaron que aquello no alcanzaría a inco¬modarles. A decir verdad, las muchachas estaban bastan¬te excitadas por las descripciones que habían oído, y por lo que a Cayo se refería, siempre tenía reacciones placen-teras y algo sensuales frente a tales vistas, y también estaba orgulloso de su estómago y del hecho de que cosas como aquéllas no lo afectaran excesivamente.
–Después de todo –les decía a las muchachas– es me¬jor mirar a un crucifijo que estar en él.
–Nosotras miraremos siempre hacia delante –comen¬tó Helena.
Era mejor parecida que Claudia, que era rubia y lán¬guida, de tez muy blanca y pálidos ojos y un aire de fatiga que gustaba destacar. Su cuerpo era pleno y atractivo, pe¬ro Cayo la encontraba bastante tonta y se preguntaba qué era lo que su hermana veía en ella, enigma que estaba de¬cidido a descifrar en ese viaje. Anteriormente, en varias oportunidades se había propuesto seducir a la amiga de su hermana y siempre su resolución había sido abando¬nada frente a la desaliñada indiferencia de la muchacha, desinterés que no era específicamente con relación a él, sino general. Estaba hastiada y Cayo tenía la seguridad de que únicamente su aburrimiento impedía que fuera to¬talmente insoportable. Su hermana era otra cosa. Le ex¬citaba en forma perturbadora; era tan alta como él, muy similar a él en el aspecto, mejor parecida, si fuera posible, y era considerada hermosa por hombres que no se deja¬ban intimidar por su resolución y su fortaleza. Su her¬mana lo excitaba y él tenía conciencia de que al planear el viaje a Capua había acariciado la esperanza de que tal excitación encontrara alguna solución. Su hermana y Clau¬dia hacían una combinación extraña pero atractiva, y Ca¬yo estaba a la espera de los incidentes con que había de recompensarle el viaje.
A escasos kilómetros de Roma comenzaron los sím¬bolos de castigo. Había un lugar donde el camino cruzaba un pequeño erial de rocas y arena, de unos cuantos acres de extensión, y la persona a cargo de la exhibición, con un claro sentido del efecto, había elegido dicho lugar para instalar el primer crucifijo. La cruz había sido talla¬da en madera fresca de pino, que exudaba resina y, des¬de que el terreno se hundía detrás del lugar, emergía en¬hiesta, solitaria, formando ángulo contra el cielo mañanero, tan alta e impresionante –más grande de lo normal, ya que era la primera– que difícilmente se advertía el cuer¬po desnudo del hombre que colgaba de ella. Caía lige¬ramente oblicuo, como muy a menudo ocurre con el cru¬cifijo demasiado grande, y esto le añadía cualidades extrañas y semihumanas. Cayo detuvo su caballo y luego lo dirigió hacia el crucifijo; y Helena, con un ligero gol¬pe de su elegante látigo, ordenó a los esclavos de la li¬tera que lo siguieran.
–¿Podemos descansar, oh señora, oh señora? –susu¬rró el encargado de marcar el paso de la litera de Helena, cuando se detuvieron ante el crucifijo. Era hispánico y su latín era imperfecto y cauto.
–Por supuesto –repuso Helena. La joven tenía tan só¬lo veintitrés años, pero ya manifestaba un carácter fuerte, tal como el de todas las mujeres de su familia, y desprecia¬ba la crueldad insensata hacia los animales, ya fueran escla¬vos o bestias. Entonces, los lecticiarios descendieron suave¬mente los carruajes, sentándose en cuclillas, agradecidos, junto a ellos.
Pocos metros frente al crucifijo, en una silla de paja, a la sombra de un toldo remendado, estaba sentado un hombre gordo y afable, que denotaba distinción y pobre¬za a la vez. Su distinción se manifestaba en cada una de sus varias papadas y en la dignidad de su enorme vientre, y su pobreza, no exenta de abandono, era claramente evidente por sus raídos y sucios vestidos, sus uñas negras y la barba hirsuta. Su afabilidad era la máscara gastada del político profesional; y podía advertirse de un vistazo que durante años se había alimentado de dádivas en el Foro y en el Se¬nado como también en los barrios. Allí estaba ahora, a un peldaño de convertirse en mendigo, con sólo una estera en algún albergue; pero su voz aún vibraba con el recio acento del vociferador de feria. Eran las suertes de las gue¬rras, como claramente lo dejó expresado. Algunos eligen el partido vencedor con misteriosa facilidad. Él siempre había elegido el perdedor, y de nada valía decir que esen¬cialmente ambos no se diferenciaban. Así era como había llegado donde se encontraba, pero hombres mejores lo pasaban peor.
–Me perdonarán por no ponerme de pie, mi gentil señor y mis gentiles damas, pero el corazón... el corazón. –Puso la mano sobre su gran abdomen, en la zona adecua¬da–. Veo que han salido temprano y temprano debieron salir, ya que ésa es la hora de viajar. ¿Capua?
–Capua –dijo Cayo.
–Capua, claro está; una atrayente ciudad, una hermo¬sa ciudad, una próspera ciudad, una verdadera gema de ciudad. ¿A visitar parientes?
–Así es –respondió Cayo. Las muchachas sonreían. Él era afable; era un gran payaso. Su dignidad se esfu¬mó. Mejor hacer el payaso para aquellos jóvenes. Cayo comprendió que el dinero tenía algo que ver con tan inesperado proceder, pero no le importó. Porque, por otra parte, nunca se le había negado el dinero suficien¬te para sus necesidades o caprichos y, además, deseaba impresionar a las muchachas como hombre de mundo, y ¿cómo hacerlo mejor que sirviéndose de aquel munda¬no y gordo payaso?
–Ustedes ven en mí un guía, un narrador de histo¬rias, un pequeño proveedor de migajas de castigo y de jus¬ticia. ¿Acaso un juez hace más? La posición social es dife¬rente, y no obstante es preferible aceptar un denario y la vergüenza que implica, que mendigar...
Las muchachas no podían apartar sus ojos del hom¬bre muerto que pendía del crucifijo. En ese momento esta¬ba directamente sobre ellas, desnudo, ennegrecido por el sol, picoteado por los pájaros y ellas no dejaban de lanzar¬le rápidas miradas. Los cuervos ensayaban veloces caídas so¬bre el cadáver. Las moscas se amontonaban sobre su piel. Por la forma en que había quedado colgado, separado de la cruz, daba la impresión de estar cayendo, siempre en mo-vimiento, un grotesco movimiento de la muerte. La cabeza colgaba hacia delante, y los cabellos, largos y rubios, cubrían lo que de horror pudo haber habido en su rostro.
Cayo dio una moneda al hombre gordo; el agradeci¬miento no fue mayor que lo que correspondía. Los lecticiarios permanecían en cuclillas, silenciosos, sin levantar la vista hacia el crucifijo, la mirada clavada en el suelo; estaban amansados en el camino y bien adiestrados.
–Éste es simbólico, por así decirlo –manifestó el hom¬bre gordo–. No lo miren, señoras mías, como algo huma¬no u horrible. Roma da y Roma quita y, más o menos, el castigo corresponde al delito. Éste está aquí solo y llama vuestra atención a lo que seguirá. Entre este lugar y Capua, ¿saben ustedes cuántos?
Ellas lo sabían, pero esperaron a que él lo dijera. Ha¬bía algo de precisión en aquel hombre gordo y jovial que los introdujo en lo inenarrable. Él era una prueba de que no se trataba de nada inenarrable, sino común y natural. Les iba a dar una cifra exacta. Podría no ser ver¬dadera, pero sería precisa.
–Seis mil cuatrocientos setenta y dos –dijo. Algunos de los lecticiarios se movieron. No estaban descansando; estaban rígidos. Si alguien los hubiera mira¬do, lo habría advertido. Pero nadie los miraba.
–Seis mil cuatrocientos setenta y dos –repitió el gordo. Cayo hizo la observación pertinente: «¡Cuánta madera!». Helena sabía que era una pose, pero el hombre gordo in¬clinó la cabeza apreciativamente. Ahora se comprendían. Entonces el gordo extrajo un bastón de entre los pliegues de su túnica y señaló hacia el crucifijo.
–Éste... simplemente un símbolo. Un símbolo de sím¬bolos, por así decir.
Claudia dejó escapar una risita nerviosa. –No obstante, de interés y de importancia. Puesto aparte con razón. La razón es Roma y Roma es razonable. –Le gustaban las máximas.
–¿Ése es Espartaco? –preguntó Claudia tontamente, pero el hombre gordo fue paciente con ella. La forma en que se lamió los labios probaba que su actitud paternal no estaba desprovista de emoción, y Cayo pensó: «¡Este viejo lujurioso!».
–Es difícil que sea Espartaco, querida mía... –Su cadáver nunca fue hallado –dijo Cayo con impa¬ciencia.
–Hecho pedazos –declaró pomposamente el hom¬bre gordo–. Hecho pedazos, mi querida niña. Mentes tiernas para tan desagradables pensamientos, pero ésa es la verdad...
Claudia se estremeció, pero deliciosamente, y Cayo vio un brillo en sus ojos que nunca había observado antes. «Cuídate de los juicios superficiales», le había dicho cier¬ta vez su padre y, aunque su padre pensaba en cosas de mucha más importancia que valorizar a las mujeres, la advertencia venía al caso. Claudia nunca le había mirado en la forma en que miraba ahora al hombre gordo, y éste continuó:
–... la sencilla verdad del caso. Y ahora dicen que Es¬partaco nunca existió. ¡Ah! ¿Existo yo? ¿Existe usted? ¿Hay o no hay seis mil cuatrocientos setenta y dos cadáveres colgando de crucifijos desde aquí a Capua, a lo largo de la vía Apia? ¡Ya lo creo que sí! Y permítanme que les haga otra pregunta, jóvenes... ¿Por qué tantos? Un símbolo de casti¬go es un símbolo de castigo. ¿Pero por qué seis mil cuatro¬cientos setenta y dos?
–Esos perros se lo merecían –respondió Helena con rapidez.
–¿Se lo merecían? –El hombre gordo arqueó suave¬mente sus sofisticadas cejas. Era un hombre de mundo, les advirtió claramente, y si ellos estaban en mejor posi¬ción social eran lo suficientemente jóvenes como para de¬jarse impresionar–. Es posible que se lo merecieran, pero ¿para qué desollar tanta carne si uno no puede comer¬la? Les diré. Mantiene altos los precios. Estabiliza las co¬sas. Y más que nada, decide algunas delicadas cuestiones de propiedad. Ahí tienen ustedes la respuesta en pocas palabras. Ahora, en cuanto a éste –agregó señalando con el bastón–, mírenlo bien. Fairtrax, el galo, muy importan¬te, muy importante. Hombre muy cercano a Espartaco, sí, ya lo creo, y he observado cómo moría. Sentado aquí mis¬mo, he observado cómo moría. Fueron necesarios cuatro días. Fuerte como un toro. ¡Ay, ay, ay! Ustedes nunca cree¬rían en tal fortaleza. En modo alguno lo creerían. Esta si¬lla me la dio Sexto, el de la Tercera Guerra. ¿Lo conocen? Un caballero... verdaderamente un gran caballero, y muy bien dispuesto hacia mí. Se sorprenderían de la cantidad de gente que vino a mirar, y era algo que valía la pena mirar.
No se trata de que yo podía cobrarles la cantidad apropia¬da... pero la gente da si uno ofrece algo a cambio. Justa medida por justa medida. Me tomé la molestia de infor¬marme. Se sorprenderían de la ignorancia que hay en to¬das partes respecto a las guerras de Espartaco. Veamos, por ejemplo: esta joven dama me pregunta: «¿Ése es Es¬partaco?». Una pregunta natural. Pero no sería extraor¬dinariamente antinatural si tal fuera. Ustedes, mis genti¬les amigos, viven una vida protegida, muy protegida, ya que de otro modo la joven dama debería haber sabido que Espartaco fue destrozado en tal forma que nunca lle¬gó a encontrarse ni un cabello de él. Muy distinto de és¬te... a éste lo apresaron. Un poco lastimado, es cierto... Miren aquí...
Con un bastón señaló el trazado de una extensa cica¬triz en el costado del cadáver que pendía sobre él.
–Numerosas cicatrices... y muy interesantes. Al costa¬do o delante. Ninguna en la espalda. Ustedes no dan im¬portancia a tales detalles, que encantan a la chusma, pero en verdad, les diré que...
Los lecticiarios lo observaban ahora y escuchaban mientras les centelleaban los ojos tras la mata de sus largos cabellos.
–... fueron los mejores soldados que jamás han pisa¬do el suelo de Italia. Duele pensar en una cosa así. Volva¬mos a nuestro amigo de aquí arriba. Fueron necesarios cuatro días para que muriera y habría durado mucho más si no le hubieran abierto una vena y sangrado un poco. Claro que ustedes no tienen por qué saberlo, pero eso hay que hacerlo cuando se los pone en la cruz. O se los sangra o se hinchan como una vejiga. Y si se los sangra debida¬mente entonces se secan también debidamente y pueden estar colgados allí arriba hasta un mes sin otro agravio que un poquito de mal olor. Lo mismo que curar un trozo de carne, y hace falta mucho sol para lograrlo. Bien; éste era feroz, en verdad; desafiante, orgulloso... pero perdió. El primer día, colgado allí arriba, insultaba a cualquier de¬cente ciudadano que viniera a mirarlo. Lenguaje obsceno, espantoso. A nadie le habría gustado que hubiera por aquí damas que oyeran tal lenguaje. Falta de modales. Un es¬clavo es un esclavo, pero no le guardo rencor. Aquí estaba yo y allí estaba él, y de vez en cuando yo le decía: «Tu des¬gracia es mi fortuna y si bien la tuya no será la manera más confortable de morir, la mía no es en modo alguno la for¬ma más confortable de vivir. Y bien, poco voy a percibir si sigues hablando de ese modo». No parecía enternecerse mucho, sea como fuere, pero hacia el atardecer del segun¬do día enmudeció. Se encerró en sí mismo como una os¬tra. ¿Saben qué fue lo último que dijo?
–¿Qué? –susurró Claudia.
–«Volveré y seré millones.» Eso es lo que dijo. Gracio¬so, ¿verdad?
–¿Qué quiso decir con eso? –preguntó Cayo. A pesar suyo, el hombre gordo había tejido un hechizo en torno a sí mismo.
–¿Que qué es lo que quiso decir, joven señor? No ten¬go más idea que la que pueda tener usted, y nunca más pronunció palabra alguna. Lo aguijoneé un poco al día si¬guiente, pero nunca volvió a decir palabra. Simplemente me miraba con esos ojos sanguinolentos que tiene; me mi¬raba como si quisiera matarme, pero ya no estaba en con¬diciones de matar a nadie. Así pues, querida mía –agregó dirigiéndose nuevamente a Claudia–, no era Espartaco, pe¬ro era uno de sus lugartenientes, un hombre duro. Cerca¬no a Espartaco, pero no tan duro. El que era duro de ver¬dad era Espartaco; duro como no hay otro. No les resultaría agradable encontrárselo a lo largo de esta carretera, y por cierto que nunca lo encontrarán, porque está muerto y pu-driéndose. Y ahora ¿qué otra cosa querrían saber?
–Creo que hemos oído lo suficiente –dijo Cayo, la¬mentando ahora el denario. Debemos seguir nuestro ca¬mino.

III

En aquellos días, Roma era como un corazón que irriga¬ba con su sangre todos los rincones del mundo a lo largo de los caminos romanos. Otra nación hubiese vivido mil años y en ellos habría construido una tercera parte de los caminos que acaso unieran sus principales ciudades. En Roma era diferente. «¡Construidnos un camino!», decía el Senado. Tenían habilidad para hacerlos. Los ingenieros los planeaban; se extendían los contratos y los constructo¬res los ponían en ejecución; entonces las cuadrillas de ope¬rarios lo realizaban cual si lanzaran flechas en la dirección en que el camino debía extenderse. Si una montaña se in¬terponía en el trazado, se libraban de la montaña; si se trataba de un valle profundo, se creaba un viaducto a través del valle; si había un río, lo cruzaban con un puen¬te. Nada detenía a Roma y nada se interponía a los cami¬nos romanos.
Aquella ruta por la que viajaban de Roma a Capua los tres alegres jóvenes se llamaba vía Apia. Era un camino ancho, bien construido, de capas alternadas de cenizas vol¬cánicas y grava, cubiertas con piedras. Estaban hechos pa¬ra durar. Cuando los romanos construían un camino no lo hacían para ese año o el siguiente, sino para que dura¬ra siglos. Así se construyó la vía Apia. Fue un símbolo del progreso de la humanidad, de la productividad de Roma y de la perdurable capacidad de organización del pueblo romano. Dejaba sentado con bastante claridad que el sis¬tema romano era el mejor sistema que hubiera concebido la humanidad, un sistema de orden, justicia e inteligencia. La evidencia de la inteligencia y del orden estaba en todas partes, y la gente que viajaba por los caminos lo daba por sentado de tal manera que difícilmente pensaban en ello.
Por ejemplo, las distancias estaban especificadas, no calculadas aproximadamente. Más o menos cada dos kiló¬metros de camino había un hito. Cada hito daba la infor¬mación pertinente que pudiera necesitar un viajero. En cualquier lugar se sabía con precisión a qué distancia se estaba de Roma, de Formia o de Capua. Cada ocho kiló¬metros había una posada con caballeriza, donde podían encontrarse caballos, alimentos y, si fuera necesario, alo¬jamiento para pasar la noche. Muchos de esos estableci¬mientos eran de gran magnificencia, con amplias terrazas en las que se servían bebidas y alimentos. Algunos tenían baños, en los que los agotados viajeros podían refrescarse, y otros permitían pernoctar en dormitorios buenos y có-modos. Los nuevos establecimientos públicos eran cons¬truidos al estilo de los templos griegos, sumándose de es¬ta manera a la belleza natural de los paisajes que bordeaban los caminos.
Allí donde el terreno era bajo, pantanoso o llano, el camino era terraplenado y se elevaba de tres a cinco me¬tros por encima del paisaje que lo circundaba. Si el terre¬no era accidentado o montañoso, el camino cortaba el te¬rreno o pasaba a través de gargantas o arcos de piedra.
Los caminos constituían una evidencia de estabilidad y por su superficie fluían todos los elementos de la esta¬bilidad romana. Marchando por los caminos los soldados podían hacer cincuenta kilómetros en un solo día y repetían los mismos cincuenta kilómetros al día siguiente. Convoyes de equipajes afluían por los caminos, repletos de los productos de la República, trigo y cebada y mineral de hierro y maderas aserradas y lino y lana y aceite y frutas y quesos y carne ahumada. En los caminos había ciudadanos ocupados en los quehaceres propios de los ciudadanos, gentiles yendo y viniendo de sus residen¬cias campestres, comerciantes viajeros y viajeros por pla¬cer, caravanas de esclavos yendo y viniendo del mercado, gente de todos los pueblos y de todas las naciones, todos ellos recibiendo prueba de la firmeza y del ordenamien¬to del dominio de Roma.
Y en ese tiempo, a un costado del camino había si¬do enclavado un crucifijo cada pocos metros y de cada cru¬cifijo pendía un hombre muerto.

IV

La mañana resultó ser más calurosa de lo que Cayo ha¬bía esperado, y, después de un tiempo, el olor de los muer¬tos se hizo bastante desagradable. Las muchachas em¬paparon sus pañuelos con perfume, que aspiraban constantemente, pero eso no era suficiente para cubrir las súbitas oleadas del fétido y nauseabundo olor que flo¬taba en el camino, ni podían impedir que se reacciona¬ra contra tal hedor. Las muchachas estaban descompues¬tas y Cayo finalmente tuvo que quedarse atrás, ir a un lado del camino y buscar allí alivio para sí mismo. Casi se les arruina la mañana.
Felizmente, en un trecho de poco menos de un kiló¬metro, hasta la posada donde se detuvieron para almorzar, no había crucifijos, y si bien era escaso el apetito que les quedaba, pudieron al menos sobreponerse a su indisposi¬ción. Aquella taberna junto al camino había sido construi¬da en estilo griego; se trataba de un curvo edificio de un piso con una agradable terraza. La terraza, donde habían sido puestas las mesas, estaba construida sobre una peque¬ña barranca por la que corría un arroyo, y enfrente ha¬bía una gruta rodeada por grupos de fragantes y verdes pi¬nos. Allí no se aspiraba otra cosa que olor a pino, el húmedo, el dulce olor de los bosques, y no había otro rui¬do que el cortés rumor de las conversaciones de los comensales y la música del arroyuelo. «¡Qué lugar tan delicioso!» exclamó Claudia, y Cayo, que ya había estado allí antes encontró una mesa para ellos y comenzó a ordenar el almuerzo con gran autoridad. El vino de la casa, una be¬bida burbujeante y ambarina, seca y reconfortante, les fue servido de inmediato y mientras lo sorbían les volvió el ape¬tito. Estaban en la parte de atrás de la casa, separados del ambiente general del frente, donde comían los soldados, los que conducían carromatos y los extranjeros; allí había sombra y se estaba fresco y, aunque raras veces se suscita¬ba la cuestión, se reconocía que era sitio para servir sólo a caballeros y patricios. Esto no hacía del lugar nada exclu¬sivo, ya que los caballeros eran viajantes de comercio, ne¬gociantes y manufactureros y comisionistas y tratantes de esclavos; pero era una posada y no una residencia privada. Además, desde fecha reciente, los caballeros imitaban las maneras de los patricios, lo que los hacía menos bullicio¬sos, inoportunos y desagradables.
Cayo ordenó pato frío ahumado y prensado y naran¬jas glaseadas y, hasta que llegó la comida, estuvo conver¬sando sobre la última obra representada en Roma, una co¬media más bien artificial, una pobre imitación del teatro griego, como tantas había.
La trama se refería a una mujer fea y vulgar que ha¬bía hecho un pacto con los dioses de entregarles, a cam¬bio de un día de gracia y de belleza, el corazón de su espo¬so. El esposo había dormido con la amante de uno de los dioses, y el argumento, complicado y falso, se basaba en una débil cuestión de venganza. Por lo menos, eso era lo que pensaba Helena, pero Cayo protestaba de que a pesar de su superficialidad, tenía a su entender varios pasajes diestramente concebidos.
–A mí me gustó –dijo sencillamente Claudia.
–A mí me parece que estamos demasiado preocupa¬dos con lo que una cosa dice en vez de la forma en que se dice –sonrió Cayo–. Por mi parte, yo voy al teatro a en¬tretenerme con lo que es original. Si uno prefiere el dra¬ma de la vida y de la muerte, puede ir al circo y ver cómo los gladiadores se destrozan entre sí. He observado, sin embargo, que no son los tipos particularmente brillantes o profundos los que frecuentan las peleas.
–Estás justificando el escribir mal –protestó Helena.
–De ninguna manera. Simplemente, creo que la ca¬lidad de lo que se escribe para el teatro no tiene mayor im¬portancia. Es más barato emplear a un escritor griego que a un lecticiario, y yo no soy de los que hacen un culto de los griegos.
Al decir esto último Cayo advirtió que había un hom¬bre de pie junto a la mesa. Las otras mesas estaban ocupa¬das y el hombre, un tipo de comerciante viajero, dudaba si podía unirse a ellos o no.
–Tan sólo un bocado y me iré –dijo–. Si no les moles¬ta la intromisión.
Era alto, musculoso, bien plantado, evidentemente próspero, costosamente vestido y nada respetuoso, salvo pa¬ra el rango y abolengo de aquellos jóvenes. En los tiempos pasados los caballeros no habían tenido tal actitud hacia la nobleza terrateniente; fue tan sólo cuando ésta se convir¬tió en una clase muy acaudalada cuando descubrieron que el abolengo era uno de los lujos más difíciles de adquirir y, en consecuencia, su valor aumentó. Cayo, al igual que tan¬tos de sus amigos, hacía notar a menudo la contradicción que existía entre los estentóreos sentimientos democráti¬cos de esa gente y sus intensas aspiraciones de clase.
–Me llamo Cayo Marco Servio –dijo el caballero–. No vacilen, si no les agrada mi presencia.
–Haga el favor de sentarse –respondió Helena.
Cayo se presentó a sí mismo y presentó a las mucha¬chas y le satisfizo la reacción del otro.
–He hecho algunos negocios con familiares suyos –hi¬zo notar el caballero.
–¿Negocios?
–Hemos negociado en ganado, por decirlo así. Soy fabricante de salchichas. Tengo una fábrica en Roma y otra en Tarracina, que es de donde vengo ahora. Si ustedes han comido salchichas, han probado las que yo fabrico.
–Estoy seguro –sonrió Cayo pensando: «Odia mi es¬tirpe, mírenlo, pero sin embargo está encantado de sen¬tarse aquí. ¡Qué puercos que son!».
–Negocios en puercos –dijo Servio, como si hubiera leído el pensamiento del otro.
–Estamos encantados de haberlo conocido y transmi¬tiremos a nuestro padre sus saludos –declaró Helena con amabilidad. Sonrió cortésmente a Servio y él la miró nue¬vamente, como diciendo: «Así que eres una mujer, queri¬da, patricia o no». Y así fue como lo entendió Cayo: «¿Te gustaría acostarte conmigo, putita?». Se sonrieron mutua¬mente y Cayo hubiera querido matarlo, pero mayor era el odio hacia su hermana.
–No he querido interrumpir vuestra conversación –dijo Servio–. Continuad, por favor.
–Nos aburríamos hablando de obras teatrales abu¬rridas.
La comida llegó en ese momento y comenzaron a al¬morzar. De pronto Claudia retuvo el trozo de pato que se llevaba a la boca y dijo lo que a Cayo se le ocurrió tiempo después ser la cosa más sorprendente:
–Usted debe de haberse alterado mucho por los sím¬bolos.
–¿Qué símbolos?
–Las crucifixiones.
–¿Alterado?
–Por el desperdicio de tanta carne fresca –dijo Clau¬dia con calma, no con maña, simplemente con calma, y continuó comiendo pato. Cayo tuvo que reprimirse para no estallar en una carcajada, y Servio se puso primero ro¬jo y luego intensamente pálido. Pero Claudia, sin la me¬nor idea de lo que había ocasionado, se limitó a seguir co¬miendo. Solamente Helena intuyó una dureza mayor que la ordinaria en el fabricante de salchichas y su piel experi¬mentó una picazón premonitoria. Quería que replicara y se alegró cuando lo hizo.
–Alterado no es la palabra –repuso finalmente Ser¬vio–. No me gusta el derroche.
–¿Derroche? –preguntó Claudia, dividiendo en pe¬queños trozos la naranja glaseada y colocando delicada¬mente cada uno de los trozos entre sus labios. «¿Derro¬che?» Claudia sentía piedad por algunos hombres y otros pocos la irritaban; y hacía falta un hombre extraordinario para que sus sentimientos sobrepasaran esos límites.
–Hombres bien plantados, los de Espartaco –explicó Marco Servio– y también bien alimentados. Supongamos que pesaran por término medio setenta kilos cada uno. Hay más de seis mil esclavos colgados allí afuera, como si fueran pavos trufados. Son cuatrocientos veinte mil kilos de carne fresca... o que por lo menos fue fresca.
«¡Oh, no!, no puede decirlo en serio», pensó Hele¬na. Todo su cuerpo se erizó, a la expectativa, pero Clau¬dia, que prosiguió comiendo naranja glaseada, sabía que el otro había hablado en serio. Y Cayo preguntó:
–¿Por qué no hizo usted una oferta?
–La hice.
–¿Pero no querían vender?
–Me las arreglé para comprar ciento diez mil kilos.
« –Qué es lo que andará buscando éste? –se preguntó Cayo, y pensó–: Trata de asombrarnos. En sus mane¬ras vulgares, en sus puercas maneras, va a replicar lo que dijo Claudia». Helena, sin embargo, vio el fondo de la ver¬dad y Cayo tuvo la satisfacción de comprender que por fin algo había aparecido bajo la epidermis de su hermana.
–¿De hombres? –susurró Claudia.
–De instrumentos –declaró con precisión el fabri¬cante de salchichas–, para citar a ese admirable joven fi¬lósofo, Cicerón. Instrumentos inservibles. Los ahumé, los piqué y los mezclé con cerdo, especias y sal. La mitad va para Galia; la otra mitad a Egipto. Y el precio es bastante razonable.
–Me parece que su broma es un poco pesada –gruñó Cayo.
Era muy joven y le resultó difícil soportar la madura mordacidad del fabricante de salchichas. El caballero ja¬más olvidaría en su vida el insulto de Claudia y lo referiría también a Cayo por haber cometido éste el error de es¬tar presente.
–No estoy bromeando –dijo Servio con naturalidad–. La joven hizo una pregunta y yo le respondí. He compra¬do ciento diez mil kilos de esclavos para convertirlos en salchichas.
–Eso es lo más horripilante y desagradable que ha¬ya oído en mi vida –dijo Helena–. Su natural grosería, se¬ñor, ha tomado un extraño rumbo.
El caballero se puso de pie y los miró uno a uno.
–Con su perdón –dijo, y dirigiéndose a Cayo, agre¬go–: Pregúntele a su tío, Silio. Él se encargó de la tran¬sacción, y obtuvo una sustancial ganancia al hacerlo.
En seguida se alejó. Claudia prosiguió comiendo con calma la naranja glaseada, deteniéndose tan sólo para co¬mentar:
–¡Qué individuo imposible resultó ser!
–Sin embargo, estaba diciendo la verdad –comentó Helena.
–¿Qué?
–¡Claro que sí! ¿Por qué habría de asombrarte tanto?
–Fue una estúpida mentira –dijo Cayo–, inventada a propósito para molestarnos.
–La diferencia entre nosotros, querido, es que yo sé cuándo alguien está diciendo la verdad.
Claudia se puso más pálida que de costumbre. Se le¬vantó, se excusó y con estudiada dignidad y se dirigió ha¬cia los aseos; Helena sonrió levemente, casi para sí misma, y Cayo comentó:
–Nada nos choca a nosotros, ¿verdad, Helena?
–¿Por qué habría de chocarnos?
–Por lo menos yo nunca volveré a comer salchichas.
–Yo nunca las he comido –dijo Helena.

V

Mientras iban por el camino, a primera hora de la tarde, se encontraron con un sirio vendedor de ámbar cuyo nombre era Muzel Shabaai, cuya barba, cuidadosamen¬te rizada, resplandecía de fragante aceite y cuya larga tú¬nica bordada colgaba a ambos costados del hermoso ca¬ballo blanco que montaba. Sus dedos centelleaban de costosas joyas. Detrás de él trotaba una docena de es¬clavos, egipcios y beduinos, llevando cada uno de ellos un macizo atado sobre la cabeza. En tiempos del domi¬nio romano, el camino era un gran nivelador, y Cayo se encontró de pronto en una animada conversación con el acaudalado comerciante, si bien la contribución del joven no pasaba de un ocasional asentimiento. Shabaai se sentía enormemente honrado de conocer a cualquier romano, ya que sentía por éstos la más profunda admi¬ración, especialmente cuando se trataba de romanos de buena cuna y de buena posición, como evidentemente era el caso de Cayo. Había algunos orientales que no en¬tendían ciertas cosas de los romanos, por ejemplo la li¬bertad de acción que tenían sus mujeres; pero Shabaai no era de ésos. «Profundiza en un romano y encontra¬ras su veta de hierro, como lo prueban esos símbolos a lo largo del camino», pensaba el sirio, y estaba encantado por la lección que aprendían sus esclavos por el simple hecho de ver aquellos crucifijos, por demás aleccio-nadores.
–Difícilmente lo creerá, joven señor–dijo Muzel Shabaai en su latín fluido pero curiosamente acentuado–, pe¬ro en mi tierra había gente que esperaba que Roma sucum¬biera ante Espartaco y hasta hubo un pequeño levantamiento entre nuestros esclavos, que tuvimos que so¬focar con medidas drásticas. ¡Qué poco entienden ustedes a Roma!, les decía. Ustedes comparan a Roma con lo que conocieron en el pasado o con lo que ven a su alrededor. Ustedes olvidan que Roma es algo nuevo en esta tierra. ¿Có¬mo podía describirles Roma? Por ejemplo, yo digo gravi¬tas. ¿Qué significa esa palabra para ellos? Más aún, ¿qué sig¬nifica para cualquiera que no haya visto Roma con sus propios ojos y que no haya estado en compañía y no haya conversado con los ciudadanos de Roma? Gravitas: para los más serios, para los que tienen sentido de la responsabili¬dad, significa ser serios y tener intenciones serias. Levitas lo comprendemos, es nuestra maldición; jugamos con las co¬sas, estamos ansiosos de placeres. El romano no bromea; es un estudioso de la virtud. Industria, disciplina, frugalitas, clementia... Para mí esas palabras especiales son Roma. Ése es el secreto de la paz de los caminos romanos y del domi¬nio romano. ¿Pero, cómo explicarlo, joven señor? Por mi parte, yo miro con seria satisfacción estos símbolos de cas¬tigo. Roma no bromea. El castigo corresponde al delito, y con eso usted tiene la justicia de Roma. La desfachatez de Espartaco estuvo en desafiar todo cuanto era excelso. Ofre¬cía rapiña y asesinato y desorden; Roma es orden y, en con¬secuencia, Roma lo repelió.
Cayo escuchaba y escuchaba, hasta que finalmente exteriorizó algo de su aburrimiento y disgusto. Inmediata¬mente el sirio, con muchas reverencias y disculpas, obsequió collares de ámbar a Helena y a Claudia. Se recomendó a ellos y a sus familiares y a los posibles amigos comercian¬tes y a continuación se alejó.
–¡Gracias, Dios! –exclamó Cayo.
–¡Tan atento! –sonrió Helena.

VI

Más avanzada la tarde, poco antes de dejar la vía Apia por un estrecho camino que conducía a la casa de campo don¬de iban a pasar la noche, ocurrió un incidente que rom¬pió la monotonía de la jornada. Un manípulo de la Terce¬ra Legión, que patrullaba el camino, estaba descansando en una estación caminera. Había pabellones de scuta, pi¬la y cassis galeae en filas de pequeñas tiendas de campaña triangulares, los largos escudos asegurados en las cortas lanzas, con tres yelmos colgando de cada pila, como si fue¬ra un campo con gavillas de cereales. Los soldados se api¬ñaban en el patio común, empujándose los unos a los otros bajo la sombra del toldo, pidiendo más y más cerveza, bebiéndola de jarros de madera de medio litro de capacidad llamados jofainas. Era un conjunto de hombres fuertes, de rostros rudos y cuerpos bronceados, plenos del penetran¬te olor de sus pantalones y chaquetones de cuero empapa¬dos en sudor, bulliciosos y parlanchines, conscientes aún de que los símbolos de castigo que había a lo largo del ca¬mino eran resultado de su reciente trabajo.
Al detenerse Cayo y las muchachas para observarlos, el capitán salió del pabellón con una copa de vino en una mano, saludando con la otra a Cayo, lo más entusiastamen¬te posible, ya que Cayo venía acompañado de dos hermo¬sas jóvenes.
Era un viejo amigo de Cayo, un hombre joven, llamado Selio Quinto Bruto, que había abrazado la carrera de soldado, muy arrojado y también bien parecido. A Helena ya la conocía y se mostró encantado de conocer a Claudia y asumió una actitud muy profesional y sin cumplidos al preguntarles qué pensaban de sus muchachos.
–Una pandilla de bulliciosos malhablados –declaró Cayo.
–Así es..., pero son eficientes.
–Yo no temería a nada, teniéndolos a mi lado –dijo Claudia, y agregó–: Salvo a ellos.
–Y ellos son a partir de ahora sus esclavos, y los ten¬drá a su lado –respondió Bruto galantemente–. ¿Hacia dón¬de se dirigen?
–Esta noche nos quedaremos en Villa Salaria –dijo Cayo– y, si te acuerdas, queda a unos tres kilómetros por este camino lateral.
–Entonces, durante tres kilómetros, nada tendrán que temer en el mundo –exclamó Bruto, y preguntó a He¬lena–: ¿Alguna vez ha marchado usted con una guardia de honor de legionarios?
–No soy ni nunca he sido tan importante.
–Ahí está precisamente lo importante que usted es para mí –dijo el joven oficial–. Déme una oportunidad. Tan sólo limítese a observar. Los pongo a sus pies. La com¬pañía es suya.
–Son la última cosa en el mundo que quisiera tener a mis pies –protestó Helena.
Bruto terminó el vino y tiró la copa al esclavo por¬tero y llamó con el pequeño silbato de plata que llevaba pendiente de un lazo en torno a su cuello. Se produjo un insólito gorjeo de cuatro notas ascendentes y cuatro descendentes, imperativas, y en respuesta los legionarios engulleron su cerveza, juraron entre dientes y se dirimieron de dos en dos a los lugares donde estaban sus lanzas escudos y yelmos. Bruto volvió a hacer oír una y otra vez su silbato, enhebrándose las notas en una melodía agu¬da e insistente, y la división respondió como si las notas actuaran directamente sobre su sistema nervioso. Se reu¬nieron, se agruparon en escuadrones, giraron, se aparta¬ron y volvieron a formar en dos columnas, una a cada la¬do del camino, en un despliegue verdaderamente asombroso de disciplina. Las muchachas rompieron en aplausos y hasta Cayo, algo molesto por las bufonadas de su amigo, se vio obligado a admirar la precisión con que actuaba la compañía.
–¿Son tan eficientes cuando combaten? –inquirió.
–Pregúntale a Espartaco –le contestó Bruto, y Clau¬dia exclamó:
–¡Bravo!
Bruto hizo una reverencia y se cuadró y ella estalló en carcajadas. Era una reacción poco común en Claudia, pero ese día había mucho en ella que había resultado po¬co común para Cayo. Había brillantes colores en sus me¬jillas y sus ojos resplandecían de entusiasmo ante los ejer¬cicios que había ejecutado el manípulo. Cayo se sintió menos excluido que asombrado por la forma en que ella comenzó a charlar con Bruto, que se había colocado en¬tre las dos literas haciéndose dueño de la situación.
–¿Qué más saben hacer? –preguntó Claudia.
–Marchar, luchar, jurar...
–¿Matar?
–Matar... sí, son asesinos. ¿No lo parecen?
–Me agrada el aspecto que tienen –declaró Claudia.
Bruto la examinó fríamente y luego respondió en voz baja: «Realmente, me parece que le gustan, querida mía».
–¿Qué más?
–Qué más quiere? –preguntó Bruto–. ¿Quiere oír–Marcha en cadencia! –gritó, y la profunda voz de las tropas marcó el paso.
–¡Cielo, tierra, camino, piedra! ¡El acero corta has¬ta el hueso!
La copla se hizo borrosa y ruda en sus gargantas, y re¬sultaba difícil entender las palabras.
–¿Qué es lo que significa? –quiso saber Helena.
–Nada, en realidad. Es simplemente una cadencia de marcha. Hay cientos de ellas y no tienen significado algu¬no. Cielo, tierra, camino, piedra... nada en realidad, pe¬ro marchan mejor. Ésta proviene de la Guerra de los Es¬clavos. Algunas no son apropiadas para los oídos de una dama.
–Algunas lo son para mis oídos –dijo Claudia.
–Se las susurraré –replicó sonriendo, y se inclinó ha¬cia ella mientras se le acercaba. Luego se enderezó y Clau¬dia volvió la cabeza y se quedó mirándolo. Una vez más los crucifijos se alineaban y los cadáveres colgaban cual cuen¬tas ensartadas a lo largo del camino. Bruto los señaló.
–¿Quería que fuese gentil? Ése es su trabajo. Mi ma¬nípulo crucificó a ochocientos. No son delicados; son ru¬dos y fuertes y sanguinarios.
–¿Y eso los hace mejores soldados? –preguntó Helena.
–Se supone que sí.
Claudia dijo:
–Ordene que uno de ellos venga aquí.
–¿Para qué?
–Porque yo quiero.
–Está bien –dijo encogiéndose de hombros, y gritó–: ¡Sexto! ¡Rompa fila y preséntese!
Un soldado salió de las filas, giró dos veces, una vez frente a las literas y otra entre ellas, saludó y se cuadró an¬te el oficial. Claudia se enderezó en su asiento, se cruzó de brazos y lo estudió detenidamente. Era de mediana esta¬tura, de tez obscura, musculoso. Sus antebrazos, el cuello la garganta y el rostro, desnudos, eran de un pardo casi caoba. Sus músculos eran firmes, sobresalientes, estrecha¬mente ajustados a la piel, húmeda ésta por la transpira¬ción. Llevaba casco de metal, y su gran escudo de más de un metro colgaba de la espalda sobre la mochila. En una mano llevaba el pilo, una lanza gruesa de madera dura de casi dos metros de longitud y cinco centímetros de diáme¬tro, provista en el extremo de una amenazante y pesada punta de hierro triangular de unos cuarenta y cinco cen¬tímetros de largo. Llevaba una espada hispánica, pesada y corta, y a la chaqueta de cuero tenía atadas, con lazos, tres planchas de hierro que le cruzaban el pecho y otras tres en¬ganchadas en cada hombro. Otras tres más, sujetas a la cin¬tura, golpeaban contra sus piernas mientras marchaba. Lle¬vaba pantalones de cuero y botas altas también de cuero, y, bajo el enorme peso del metal y de la madera, marcha-ba ágilmente y, en apariencia, sin esfuerzo. El metal que llevaba estaba aceitado, al igual que su armamento; el he¬dor del aceite, del sudor y del cuero se mezclaban y se con¬vertían en el olor de una profesión, de una fuerza, de una máquina.
Desde donde cabalgaba tras ellos, Cayo podía ver el perfil de Claudia, los labios entreabiertos, que acariciaba con la lengua, los ojos fijos en el soldado.
–Lo quiero junto a la litera –susurró Claudia a Bruto.
Él se encogió de hombros y dio una orden al solda¬do, cuyos labios se encogieron en una imperceptible son¬risa al volverse y marchar hasta colocarse junto a Claudia.
Sólo una vez sus ojos se fijaron en ella y luego miraron derecho hacia delante. Ella se asomó fuera de la litera y le tocó el muslo levemente allí donde los músculos estaban tensos bajo el cuero, y entonces le ordenó a Bruto:
–Dígale que se vaya. Apesta. Está inmundo.
El rostro de Helena estaba rígido. Bruto volvió a en¬cogerse de hombros. Y ordenó al soldado que volviera a las filas.

VII

Villa Salaria tenía un nombre bastante irónico, que recor¬daba los tiempos en que gran parte de las tierras del sur de Roma eran pantanos salobres infectados de malaria. Pe¬ro esta sección hacía tiempo que había sido ganada a los pantanos, y el camino privado que arrancaba de la vía Apia y conducía a la propiedad había sido casi tan bien cons¬truido como la propia ruta principal. Antonio Cayo, due¬ño de la propiedad, estaba emparentado con Cayo y Hele¬na por vía materna; y si bien su casa de campo no era tan primorosa como otras, por estar ubicada más bien cerca de la ciudad, seguía siendo una gran plantación por sus cabales y se destacaba como lugar digno de señalar dentro del latifundio.
Una vez que Cayo y las dos muchachas hubieron de¬jado la vía Apia, tuvieron que recorrer aún más de seis ki¬lómetros de camino privado antes de llegar a la casa pro¬piamente dicha. La diferencia se advertía de inmediato; cada palmo de tierra estaba primorosamente cuidado. Los árboles habían sido podados como si pertenecieran a un parque. Las laderas tenían terrazas y entre dichas terrazas había varios cultivos de vides que producían uvas del ta¬maño de un dedo, y que estaban comenzando a extender sus primeros brotes primaverales. Otros campos estaban plantados con cebada –costumbre que iba abandonándose poco a poco en la medida en que los pequeños terratenientes eran absorbidos por el latifundio– y en otros había interminables líneas de olivos. En todas partes el paisaje era hermoso, lo que únicamente podía lograrse mediante una provisión casi inagotable de trabajo esclavo, y nuevamente los tres jóvenes advirtieron pequeñas gru¬tas bellas, musgosas, verdes y frescas, con diminutas répli¬cas de templos griegos en su interior, bancos de mármol, fuentes de transparente alabastro y senderos de piedra blanca que conducían a los vallecitos arbolados. Vista co¬mo era en ese momento en que la tarde comenzaba a re¬frescar mientras el sol se escondía tras las bajas colinas, la escena tenía un encanto de ensueño que hizo que Clau¬dia, que no había estado allí antes, lanzara una y otra vez exclamaciones de deleite. Esto correspondía a la «nueva Claudia», y Cayo reflexionó sobre cómo una joven deli¬cada, y más bien pictórica, pudo haberse transformado de ese modo bajo la influencia de los símbolos de castigo, tal como los llamaban los mejor pensados.
A esa hora del día, conducían el ganado hacia aden¬tro y constantemente se oía el tintineo de los cencerros y el bucólico llamado de las trompetas de cuerno. Pastores de cabras, tracios y armenios, desnudos, salvo tiras de cue¬ro en sus ijares, andaban por los bosques gritando a los dis¬persos animales y Cayo se preguntó quiénes tenían más apariencia humana, si las cabras o los esclavos. Reflexiona¬ba ahora, como a menudo lo había hecho antes, sobre las riquezas de su tío. Por ley, estaba prohibido a las vie¬jas y nobles familias todo tipo de transacciones comerciales, pero Antonio Cayo –como muchos de sus contemporáneos– encontró en la ley más un conveniente manto que una cadena. Se decía que era poseedor, por intermedio de gentes, de más de diez millones de sestercios colocados a interés, intereses que frecuentemente eran del ciento por ciento. También se decía que era dueño de intereses dominantes en catorce quinqueremes en el comercio egipcio y que poseía la mitad de una de las más ricas minas de plata de España. Aunque nadie, salvo los caballeros ocupaban los cargos de directores de las grandes compa¬ñías de capital social que habían nacido desde las gue¬rras púnicas, los deseos de Antonio Cayo eran escrupulo¬samente satisfechos por esos directores.
Resultaba imposible decir cuan rico era, y aunque a Villa Salaria se la consideraba un lugar de buen gusto y be¬lleza, con más de cuatro mil hectáreas de tierras y bosques comprendidos dentro de ella, no era en modo alguno la mayor ni la más espléndida del latifundio. Ni hacía Anto¬nio Cayo el ostentoso despliegue de riqueza habitual por ese entonces en tantas familias nobles recién promovidas, prontas a apadrinar grandes exhibiciones de gladiadores o a servir mesas de indescriptible lujo y entretenimientos al estilo oriental. La mesa de Antonio era buena y abun¬dante, pero no recibía la gracia de las pechugas de pavo, las lenguas de colibrí o los intestinos de ratas de Libia re¬llenos. Aún se fruncía el entrecejo ante ese tipo de comidas y los escándalos de la familia no eran objeto de ostentación. Antonio era un romano chapado a la antigua por su dignidad, y Cayo –que lo respetaba, pero que no gustaba particularmente de él– nunca se sintió totalmen¬te a sus anchas en su presencia.
Parte de esa incomodidad era debida a la manera de ser de Antonio Cayo, que no era precisamente la per¬sona más gastadora del mundo; pero la principal inco¬modidad se originaba en el hecho de que Cayo siempre sintió de parte de su tío una estimación de la diferencia entre lo que su sobrino era en realidad y lo que Antonio hubiera querido que fuera el joven romano. Cayo sospechaba que la leyenda de la virtuosa y austera juventud romana, dedicada a los deberes cívicos, que co¬menzaba siendo un valeroso soldado ascendiendo paso a paso hacia la oficialidad, desposaba luego a alguna proba doncella romana, descendiente de familia como la de los Gracos; que servía al estado desinteresadamente y bien, y que avanzaba de puesto en puesto para llegar fi¬nalmente a cónsul, reverenciado y honrado por la gen¬te llana y simple, al igual que por los poseedores de títulos y riqueza, de moral y conceptos elevados, nunca fue menos real que en ese entonces; y el propio Cayo no te¬nía noticia de tales jóvenes romanos. Los jóvenes que ro¬deaban a Cayo en la vida social de Roma estaban intere¬sados en muchas cosas; algunos se dedicaban a la conquista de un número astronómico de jovencitas; otros adquirían la enfermedad del dinero a tierna edad y, ya a los veinte años, se veían envueltos en numerosas tran¬sacciones comerciales de tipo ilegal; otros aprendían el oficio de guardaespaldas, encanallados en la sucia rutina del diario trabajo en los barrios, comprando y vendien¬do votos, sobornando, conviniendo acomodos, haciendo de cómplices, aprendiendo desde el fondo mismo del ofi¬cio que sus padres practicaban con tanta habilidad; otros hacían carrera con las comidas, convirtiéndose en saga¬ces gourmets, y muy pocos ingresaban en el ejército, ca¬rrera que para los jóvenes se hacía cada día menos popular. De modo que Cayo, como miembro del grupo más numeroso, el que se dedicaba a la tediosa tarea de pasar los días lo más ociosa y placenteramente posible, que se consideraba a sí mismo como un inofensivo si no indispensable ciudadano de la Gran República, se sentía agraviado por la acusación insinuada que su tío Antonio tan frecuentemente expresaba. Para Cayo vivir y dejar vivir resumía una filosofía civilizada y viable.
Pensaba en ello mientras entraban a la vasta exten¬sión de jardines y céspedes que rodeaba la residencia misma. Los grandes graneros, corrales y viviendas para los esclavos, que constituían la base industrial de la plan¬tación, estaban separados de la residencia y ningún ves¬tigio de su fealdad y fatigoso ajetreo podía en modo al¬guno perturbar la clásica serenidad de la mansión. La residencia en sí, una enorme casa cuadrada construida en torno a un patio y un estanque centrales, se alzaba en la base de una suave elevación. Pintada de blanco, con techos de tejas rojas, no era desagradable y la severidad de sus líneas sencillas estaba atenuada por el gusto con que habían sido dispuestos los altos cedros y álamos que la circundaban. El terreno estaba cubierto de jardines, que seguían el trazado de lo que se conocía como esti¬lo jónico, con numerosos arbustos que se elevaban en formas no usuales, uniformes prados, glorietas de már-moles de colores, fuentes de alabastro para peces tropi¬cales y numerosos ejemplares de la tradicional estatua¬ria destinada a los jardines, constituida por ninfas y dioses Pan y faunos y querubines. Antonio Cayo mantenía una oferta de compra permanente, a los precios más eleva-dos de los mercados de Roma, donde se vendían los há¬biles escultores y jardineros griegos; jamás escatimó gas¬tos en este rubro, aunque se decía que personalmente no tenía gusto alguno y que se limitaba a seguir los con¬sejos de su esposa, Julia. Cayo lo creía, ya que no care¬ciendo él de gusto, no veía trazas de ello en su tío. Si bien había muchas otras residencias más espléndidas que Villa Salaria, algunas cual palacios de potentados orientales, Cayo reconocía que no había otra con mayor despliegue de buen gusto y mejor decoración. Claudia estaba de acuerdo con él. Mientras cruzaban la puerta de acceso y avanzaban por el camino de ladrillos que unía a la casa, Claudia dejó escapar una exclamación de sorpresa y dijo a Helena:
–¡Nunca soñé con nada igual! Parece sacado de un mito griego.
–Es un lugar muy agradable –convino Helena.
Las dos pequeñas hijas de Antonio Cayo los vieron primero y corrieron a través del césped a darles la bienve¬nida, seguidas con más tranquilidad por su madre, Julia, mujer de aspecto agradable, de tez trigueña, algo regordeta. Poco después salió de la casa Antonio, seguido por otros tres hombres. Era puntilloso en materia de comportamien¬to, tanto consigo como con los demás, y saludó a su so¬brina y su sobrino y a su amiga con grave cortesía, pasan¬do luego a presentar muy formalmente a sus huéspedes. Cayo conocía muy bien a dos de ellos, Léntelo Graco, un astuto y exitoso político de la ciudad, y Licinio Craso, el general que había ganado renombre durante la rebelión de los esclavos y que durante un año fue la comi¬dilla de la ciudad. El tercer hombre del grupo resultó des¬conocido para Cayo; era más joven que los otros, pero no mucho mayor que Cayo, modesto, con la sutil modestia de quien no había nacido patricio; arrogante, con la menos sutil arrogancia del intelectual romano; calculador respec¬to a los recién llegados y moderadamente bien parecido. Se llamaba Marco Tulio Cicerón, y saludó con modesto retraimiento a Cayo y a las dos hermosas jóvenes que acababan de serle presentadas. Pero no pudo disimular su inquieta curiosidad y hasta Cayo, que no era la más perspicaz de las personas, comprendió que Cicerón los estaba examinando, sopesando, tratando de computar sus antecedentes, el monto de sus bienes familiares al igual que su influencia.
Claudia, entretanto, había decidido que Antonio Cayo era el más deseable de los elementos masculinos allí presentes, dueño de la imponente residencia y de las in¬finitas tierras. Teniendo solamente un concepto abstrac¬to de la política y una noción más bien vaga de la gue¬rra, no se sintió muy impresionada ni por Graco ni por Craso, y Cicerón no sólo era un desconocido –lo que equi¬valía a carecer de importancia para Claudia–, sino, eviden¬temente, formaba parte de esa clase de caballeros ávidos de dinero que le habían inculcado despreciar. Julia ya se había pegado a Cayo, uno de sus favoritos, ronroneando junto a él al igual que una enorme y desgarbada gatita, y Claudia hizo un perspicaz cálculo sobre Antonio, que Ca¬yo nunca pudo hacer. Ella vio en aquel corpulento y mus¬culoso terrateniente de nariz ganchuda un cúmulo de re¬presiones y apetitos insatisfechos. Percibió el sentido recóndito de sensualidad en su puritanismo evidentemen¬te postizo, y Claudia prefería a los hombres poderosos aun¬que fuesen impotentes. Antonio Cayo jamás sería indis¬creto o fastidioso. Todo esto ella se lo hizo saber con una aparente e inquieta sonrisa.
El grupo estaba ya dentro de la casa. Cayo había des¬montado y un esclavo egipcio se había llevado su caballo. Los lecticiarios, agotados por los kilómetros que habían andado, sudando, se acuclillaron al lado de sus cargas y ti¬ritaron bajo el frescor del anochecer. Sus delgados cuer¬pos estaban rendidos, cual si fueran animales, y sus mús¬culos se contraían bajo el dolor del agotamiento, como ocurre hasta con los animales. Nadie se fijó en ellos; na¬die advirtió su presencia; nadie se ocupó de ellos. Los cin¬co hombres, las tres mujeres y las dos niñas entraron en la casa y no obstante los lecticiarios continuaron en cuclillas junto a las literas, esperando. Uno de ellos, un muchacho de no más de veinte años, comenzó a sollozar, más y más incontroladamente, pero los otros no le prestaron atención. Allí se quedaron por lo menos durante veinte minutos antes de que un esclavo fuera hacia ellos para conducirlos hasta la barraca donde recibirían alimento y albergue durante la noche.

VIII

Cayo compartía su baño con Licinio Craso y se sintió ali¬viado al constatar que el gran hombre no era de la es¬cuela de los que lo tomaban a él, Cayo, para que perso¬nalmente realizara todas las envejecidas cualidades de la juventud bien nacida de su tiempo. Encontró a Craso agradable y afable, y advirtió que tenía ese modo cauti¬vador que consiste en solicitar la opinión de los demás, aunque se trate de personas sin mayor importancia. Se tendieron en el baño, chapoteando perezosamente en el agua, flotando para atrás y para adelante, gozando del agua tibia y perfumada, bien impregnada de sales aro¬máticas. El cuerpo de Craso estaba en forma; nada del vientre de la edad mediana, sino recio y neto, y él era ju¬venil y vivaz. Le preguntó a Cayo si habían llegado por el camino de Roma.
–Sí, en efecto, y mañana seguiremos hacia Capua.
–¿No les molestaron los símbolos de castigo?
–Teníamos mucha curiosidad por verlos –respon¬dió Cayo–. Pero en realidad no nos molestaron demasia¬do. De vez en cuando había un cadáver despanzurrado por los pájaros, que resultaba poco agradable, especial¬mente si el viento soplaba en nuestra dirección, pero eso no podía impedirse, de modo que las muchachas corrie¬ron las cortinas de sus literas. Sin embargo, usted sabe, se sintieron afectados y en algunos casos los lecticiarios se indispusieron.
–Supongo que advirtieron la identidad –dijo sonrien¬do el general.
–Es posible. ¿Usted cree que entre los esclavos hay ese tipo de sentimientos? Nuestros lecticiarios han naci¬do en establos en su mayor parte, y muchos de ellos han sido amansados a latigazos durante la infancia, en la es¬cuela de Appio Mundelio, y si bien son fuertes, su condi-ción no es superior a la de los animales. ¿Podrían ellos identificarse? Me resulta difícil creer que haya cualidades semejantes entre los esclavos. Pero usted debe de estar mejor informado. ¿Cree usted que todos los esclavos sin¬tieron algo por Espartaco?
–Creo que la mayor parte de ellos.
–¿Realmente? Es como para intranquilizarse.
–De otro modo no hubiera sido partidario de este asunto de las crucifixiones –explicó Craso–. Es un derro¬che y no me gusta el derroche por el derroche mismo. Ade¬más, pienso que matar puede volverse contra quienes lo ha¬cen... el exceso de matanza. Creo que a nosotros nos hace algo que más tarde puede dañarnos.
–¡Pero son esclavos! –protestó Cayo.
–¿Cómo es eso que tanto le gusta decir a Cicerón?... El esclavo es el instrumentum vocale, que se distingue de la bestia, el instrumentum semi–vocale, que se distingue de la herramienta común, que podríamos denominar el instru¬mentum mutum. Es una forma muy hábil de plantear la cues¬tión y estoy seguro de que Cicerón es un individuo muy in¬teligente, mas él no tuvo que luchar contra Espartaco. Ciceron no tuvo que calcular el potencial lógico de Espartaco porque no tuvo que pasar noches en vela, como yo, tratando de prever lo que Espartaco estaba pensando.
Cuando usted lucha contra ellos, descubre de pronto que los esclavos son algo más que instrumenta vocalia.
–¿Acaso usted lo conoció a él..., quiero decir personalmente?
–¿A él?
–Me refiero a Espartaco.
El general sonrió pensativamente.
–No, en realidad –manifestó–. Me hice mi propia ima¬gen de él, uniendo esto y aquello, pero no conozco a na¬die que lo haya conocido. ¿Cómo podía no conocerlo? Si usted tiene un perrito que de pronto ataca furiosamente y lo hace con mucha inteligencia, seguirá siendo un perri¬to, ¿no es así? Difícil de saber. Me hice mi propia imagen de Espartaco, pero no me atrevería a escribir una descrip¬ción suya. No creo que nadie pueda hacerlo. Los que po¬drían haberlo hecho están colgados a lo largo de la vía Apia y el hombre mismo es ya como si hubiera sido un sueño. Nosotros lo reharemos ahora en su vieja condición de esclavo.
–Que es lo que era –dijo Cayo.
–Sí... sí, supongo que sí.
A Cayo le resultaba difícil continuar con el tema. No se trataba de que tuviera escasa experiencia de la guerra; la verdad era que ésta no le interesaba; y, sin embargo, la guerra era obligatoria para su casta, para su clase, para su condición de vida. ¿Qué pensaba Craso de él? ¿Serían sinceras su atención considerada y su cortesía? De todos modos la familia de Cayo no podía ser ignorada o negárse¬le importancia, y Craso necesitaba amigos; porque, por iró¬nico que parezca, el general que libró las más cruentas ba¬tallas de la historia romana obtuvo muy escasa gloria de ellas. Luchó contra esclavos y los derrotó... cuando esos esclavos casi habían derrotado a Roma. Todo el asunto constituía una curiosa contradicción, y la humildad de Craso bien podía haber sido real. Sobre Craso no podían tejerse leyendas ni canciones para cantar. La necesidad de olvidar esa guerra rebajó notablemente el alcance de sus victorias.
Salieron del baño y las esclavas que los esperaban los recibieron con toallas calientes. Más de un lugar con más ostentación que la residencia de Antonio Cayo no podría haber sido mejor en anticipar y satisfacer los menores deseos de sus huéspedes. Cayo pensó en eso mientras lo se¬caban. En los viejos tiempos, según le habían contado, exis¬tió un mundo lleno de pequeños principados y diminutos reinos y ducados, pero pocos de ellos pudieron haber vi¬vido y atendido en el estilo en que lo hacía Antonio Cayo, terrateniente no del todo poderoso o importante y ciuda¬dano de la República. Dijeran lo que dijeran, la manera de vivir romana era un reflejo de los mejor dotados y más capaces de gobernar.
–Nunca me he podido acostumbrar a ser vestido y to¬cado por mujeres –dijo Craso–. ¿A usted le gusta?
–Nunca he prestado mucha atención al asunto –res¬pondió Cayo.
Lo cual no era enteramente cierto, ya que el joven encontraba un indudable placer y cierta excitación en ser tocado por esclavas. Su propio padre no lo permitía y en ciertos círculos se lo criticaba; pero en los últimos cinco o seis años la actitud hacia los esclavos había cambiado considerablemente, y Cayo, al igual que tantos de sus ami¬gos, los había despojado de la mayoría de los elementos Romanos. Era una manera muy sutil de condicionar la cosas, en ese momento no sabía en realidad qué aspecto tenían las tres mujeres que los estaban atendiendo y, si de pronto se lo hubieran preguntado, no habría podido describirlas. La pregunta del general hizo que las observara.
Pertenecían a alguna tribu o lugar de Hispania, jóvenes, de esqueleto menudo, no mal parecidas en su modo sua¬ve y silencioso. Descalzas, vestían túnicas cortas y lisas, y sus ropas estaban humedecidas por el vapor de agua del baño y salpicadas de manchas de transpiración, a causa del esfuerzo que realizaban. Lo excitaban un poco, sola¬mente a consecuencia de su propia desnudez, pero Cra¬so atrajo hacia sí a una de ellas, la manoseó bobaliconamente y le sonrió, mientras ella se retorcía servilmente, pero sin ofrecer resistencia.
Aquello desconcertó enormemente a Cayo; sintió un súbito menosprecio por aquel gran general que manosea¬ba a una muchacha de casa de baños; no quiso mirar. Le pa¬reció algo pequeño y sucio, que restaba dignidad a Craso, y Cayo pensó además que, cuando Craso lo recordara más adelante, se volvería también contra él, por haber estado presente.
Se dirigió a la mesa de masajes y se tendió y poco des¬pués se le acercó Craso.
–Hermosa cosita –comentó Craso. Y Cayo se pregun¬tó si aquel hombre era completamente idiota en cuestión de mujeres. Pero Craso no estaba perturbado.
–Espartaco –dijo, retomando el hilo de la conversa¬ción anterior– era tan enigmático para mí como lo es pa¬ra usted. Nunca lo vi... pese a los endemoniados bailes a que me condujo.
–¿Así que usted nunca lo vio?
–Nunca, pero eso no significa en absoluto que no lo conociera. Pieza por pieza lo compuse. Me gusta eso. Otra gente compone música o arte. Yo compuse un re¬trato de Espartaco.
Craso se extendió complacido bajo los hábiles de¬dos de la masajista. Una de las mujeres tenía un pequeño recipiente con aceite perfumado, del que dejaba caer ruidosa y constantemente el lubricante necesario bajo los dedos de la masajista, quien iba venciendo la tensión de un músculo tras otro. Craso se retorcía cual un enorme ga¬to a quien le acariciaran el lomo, suspirando de placer.
–¿Qué aspecto tenía... su retrato? –preguntó Cayo.
–A menudo me pregunto qué idea tendría él de mí –dijo Craso con una mueca–. Al final vino a buscarme. Al menos eso dicen. No podría jurar haberlo oído, pero ase¬guran que gritaba: «¡Craso, espérame, bastardo!» o algo por el estilo. No se hallaba a más de cuarenta o cincuen¬ta metros de distancia, y empezó a abrirse paso a hachazos en dirección a mí. Fue algo asombroso. No era un hom¬bre muy grande... tampoco muy fuerte, pero estaba poseí¬do por la furia. Ésa es la palabra, precisamente. Cuando luchaba con sus propios brazos, era algo así, una furia, una cólera. Y, en efecto, se abrió paso hasta medio camino de donde yo estaba. En esa desenfrenada carrera final debe de haber dado muerte por lo menos a diez o doce hom¬bres y no se detuvo hasta que lo destrozaron.
–¿De modo que es verdad que nunca fue hallado su cuerpo? –preguntó Cayo.
–Así es. Lo cortaron en pedazos, y no quedó nada de él. ¿Usted sabe lo que es un campo de batalla? Allí hay car¬ne y sangre y resulta muy difícil decir de quién es esa carne y de quién esa sangre. Así que se fue por donde vino, de la nada hacia la nada, del circo al puesto del carnicero. Vi¬vimos por la espada y morimos por la espada. Así fue Es¬partaco. Yo lo saludo.
Lo que había contado el general le hizo recordar a Cayo la conversación que había tenido con el fabricante de salchichas, y estuvo a punto de formular la pregunta pertinente, pero en cambio inquirió:
–¿No lo odia?
–¿Por qué? Fue un buen soldado y un condenado y sucio esclavo. ¿Qué es lo que debería yo odiar en particu¬lar? Él está muerto y yo estoy vivo. A mí me gusta eso –di¬jo mientras se retorcía de agrado bajo los dedos de la ma¬sajista, pero dando por sentado que sus palabras eran algo aparte de ella y más allá de ella–, pero mi experiencia es limitada. Usted no pensaría lo mismo, seguramente, pero su generación mira las cosas de forma distinta. No hablo de porquerías, sino de refinamientos, como éste. ¿Hasta dónde puede uno llegar, Cayo?
Al principio el joven no se dio cuenta de qué estaba hablando el general y se le quedó mirando con curiosidad. Los músculos de la nuca de Craso evidenciaban su vehe¬mencia y todo su cuerpo se veía poseído por la pasión. Ca¬yo se turbó y sintió un poco de miedo; hubiera querido sa¬lir rápidamente de la habitación, pero no había modo de hacerlo con decoro; y no porque le importara qué era lo que iba a ocurrir sino porque estaba dispuesto a estarse allí para verlo ocurrir.
–Puede preguntarle a ella–dijo Cayo.
–¿Preguntarle a ella? ¿Se imagina que este animalejo habla latín?
–Todos hablan un poco.
–¿Sugiere que le pregunte directamente?
–¿Por qué no? –repuso entre dientes Cayo y, a con¬tinuación, se volvió boca abajo y cerró los ojos.

IX

Mientras Cayo y Craso se hallaban en el baño, y mientras las últimas horas previas a la puesta del sol derramaban su halo dorado sobre los campos y jardines de Villa Salaria, Antonio Cayo llevó a la amiga de su sobrina a caminar por los campos en dirección a la pista de equitación. Antonio Cayo no se permitía aquellos ostentosos despliegues co¬mo, por ejemplo, una carrera de caballos privada o un cir¬co propio para los juegos. Tenía una teoría particular de que para sobrevivir en la posesión de riqueza había que usarla discretamente y carecía en absoluto de la inseguri¬dad social que exige un llamativo exhibicionismo, como ocurría comúnmente con la nueva clase de los hombres de negocios que estaba surgiendo en la República. Pero, al igual que sus amigos, Antonio Cayo gustaba de los caba¬llos y pagaba elevadas sumas de dinero por animales de buen pedigrí y gozaba enormemente en sus caballerizas. Por aquel entonces el precio de un buen caballo era por lo menos cinco veces superior al precio de un buen es¬clavo, pero el motivo era que a veces hacían falta cinco es-clavos para cuidar adecuadamente un caballo de carreras. El caballo corrió, saltó una cerca y después se tendió so¬bre un amplio prado. Las caballerizas y los corrales se en¬contraban en un extremo y a poca distancia de allí había una cómoda galería de piedra con capacidad para más de cincuenta personas, desde donde se dominaban el estadio y un amplio corral.
Al acercarse a las caballerizas oyeron el relincho im¬perioso de un potro, nota de insistencia y anhelo descono¬cida para Claudia, emocionante pero terrible.
–¿Qué es eso? –preguntó a Antonio Cayo.
–Un potro excitado. Lo compré en el mercado ha¬ce apenas dos semanas. Sangre tracia, de gran osamenta, salvaje, pero es una belleza. ¿Le gustaría verlo?
Caminaron hasta el establo y Antonio ordenó al ca¬pataz, un esclavo egipcio pequeño, encogido e indeciso, que lo llevara al gran corral de exhibición. Luego fueron a sentarse en la galería, donde otros esclavos habían dis¬puesto para ellos un nido de almohadones. Claudia no de¬jó de advertir el buen adiestramiento y la diligencia de los esclavos de Antonio Cayo, y cómo se anticipaban a cual¬quier deseo de éste a la menor indicación. Ella había cre¬cido entre esclavos y conocía perfectamente las dificulta¬des que podían originar. Cuando se lo hizo notar a él, éste dijo:
–Yo no azoto a mis esclavos. Cuando hay dificultades, mato a uno. Eso impone disciplina, pero en cambio no los desmoraliza.
–A mí me parece que tienen excelente ánimo –asin¬tió Claudia.
–No es fácil tratar a los esclavos y los caballos. Es mu¬cho más fácil tratar a los hombres.
Llevaron el potro al corral. Era un enorme animal de color rubio, ojos sanguinolentos y boca rebosante de es¬puma. Le habían puesto freno, pero aun así a los dos es¬clavos que lo llevaban de las riendas les resultaba difícil im¬pedir que se encabritara y hocicara. Tironeó durante todo el trayecto hasta el centro del corral y, una vez que los esclavos lo dejaron en libertad y corrieron a ponerse a salvo, lanzó contra ellos tremendas coces. Claudia rió y aplaudió con entusiasmo.
–¡Es espléndido, espléndido! –exclamó–. Pero ¿por qué está en ese estado, tan furioso?
–¿No se da cuenta?
–Me imaginé que debía rebosar amor, no odio.
–Ambos sentimientos se mezclan. Nos odia a noso¬tros porque le impedimos hacer lo que quiere. ¿Le gusta¬ría verlo?
Claudia asintió. Antonio dirigió unas pocas palabras a los esclavos, que se mantenían a poca distancia de él, y corrieron en dirección a las caballerizas. La yegua era de color castaño obscuro; estaba nerviosa e indecisa. Galopó a través del corral y el potro relinchó y dio un volteo para cortarle el paso. Pero Antonio Cayo no miraba a la yegua; sus ojos estaban fijos en Claudia, absorta en la contempla¬ción de la escena que se desarrollaba ante sus ojos.

X

Terminado el baño, afeitado, perfumado, con el cabello ligeramente aceitado y delicadamente rizado, con fres¬cas ropas para la cena, Cayo se dirigió a la glorieta de enredaderas para beber una copa de vino antes de que llamaran a la mesa. La glorieta de Villa Salaria era una combinación de azulejos fenicios de color rosado con te¬cho de vidrio delicadamente amarillento pálido. A esa hora del día, el resultado era un agradable halo de pe-numbra que transformaba los obscuros helechos y las plan¬tas tropicales de grandes hojas en una fantasía de for¬mas. Cuando Cayo entró Julia ya estaba allí, sentada en un banco de alabastro, con una de sus niñitas a cada la¬do, favorecida y satisfecha por la tenue luz del lugar. Sen¬tada como estaba, con su larga túnica blanca, el cabe¬llo peinado con gusto hacia arriba, un brazo en torno a cada una de las criaturas, constituía el perfecto retra¬to de la matrona romana, gentil, tranquila y digna; y si no hubiera resultado tan evidente e infantil la pose que había adoptado, con toda seguridad que a Cayo le ha¬bría hecho recordar cada una de las pinturas de la ma¬dre de los Gracos que había visto. Reprimió el impulso de aplaudir o de decir: «¡Bravo, Julia!». Era muy fácil des¬truir a Julia, ya que sus afectaciones eran siempre paté¬ticas, pero nunca hostiles.
–Buenas tardes, Cayo –dijo ella sonriente, con una agra¬dable combinación de simulada sorpresa y de real agrado.
–No sabía que estabas aquí, Julia –se disculpó él.
–Al contrario; quédate. Quédate y deja que te sirva una copa de vino.
–Encantado –convino Cayo, y cuando ella indicó a las niñas que se fueran, protestó diciendo–: Déjalas, si quie¬ren quedarse...
–Es que ya es hora de que les sirvan la cena –dijo. Y cuando las niñas se hubieron ido, agregó–: Ven y sién¬tate a mi lado, Cayo. Siéntate junto a mí, Cayo.
Él se sentó y ella sirvió vino para ambos. Chocó su co¬pa con la de él y bebió mirándolo a los ojos.
–Eres demasiado guapo para ser bueno, Cayo.
–No tengo deseo alguno de ser bueno, Julia.
–¿Qué es lo que deseas, Cayo, si es que algo deseas?
–Placer –respondió él con franqueza.
–Y joven como eres te resulta cada vez más difícil, ¿ver¬dad, Cayo?
–¿En verdad, Julia, tengo un aspecto particularmen¬te triste?
–O particularmente feliz.
–El papel de virgen vestal, Julia, no sienta bien.
–Eres mucho más inteligente que yo, Cayo. Yo no pue¬do ser tan cruel como tú.
–No quiero ser cruel, Julia.
–¿Querrías besarme y probarlo?
–¿Aquí?
–Antonio no vendrá. En este preciso momento está dándole satisfacción a su nuevo potro, para edificación de esa rubita que trajiste.
–¿Qué? ¿Para Claudia? Oh, no... no. –Cayo comenzó a reírse para sus adentros.
–Qué malévolo eres. ¿Vas a besarme?
Él la besó suavemente en los labios.
–¿Eso es todo? ¿Quieres... esta noche, Cayo?
–En realidad, Julia...
–No me digas que no a mí, Cayo –lo interrumpió ella–. No, por favor. De todos modos esta noche no ten¬drás a tu Claudia. Conozco a mi marido.
–Ella no es mi Claudia y tampoco la quiero para esta noche.
–Entonces...
–Está bien –dijo él–, está bien, Julia. No hablemos de eso ahora.
–Tú no quieres...
–No se trata de si quiero o si no quiero, Julia. Simple¬mente, no deseo seguir hablando de eso ahora.

XI

La comida de la noche en Villa Salaria demostró, como ya lo habían hecho otras costumbres de la casa, cierta resis¬tencia a cambios ya comunes en la cosmopolita Roma. De parte de Antonio Cayo se trataba menos de un conserva¬durismo inculcado que de un deseo de diferenciarse de la nueva clase de los ricos mercaderes, enriquecidos a costa de las guerras y a través de la piratería, la minería y el co¬mercio, y que adoptaban con avidez cualquier innovación que proviniera de Grecia o Egipto. En lo que se refería a las comidas, Antonio Cayo no podía gozar de una cena re¬costado en un canapé; le hacía difícil la digestión y los pe-queños bocados de delicadezas dulces y saladas, que esta¬ban tan de moda, lo distraían de la verdadera comida. Sus huéspedes se sentaban a la mesa y comían en la mesa, y mientras les obsequiaba con caza y aves de corral, con sa¬broso asado y exquisitos pasteles, con las mejores sopas y las frutas más suculentas, no había allí en cambio nada de deliciosas mezcolanzas, como las que se servían en las me¬sas de tantos nobles romanos. Tampoco alentaba el baile o la música durante las comidas; sus comidas consistían bá¬sicamente en buenos alimentos, buenos vinos y buena con¬versación. Tanto su padre como su abuelo habían sabido leer y escribir con soltura; él mismo se consideraba un hom¬bre educado, y mientras su abuelo había salido a trabajar a los campos junto a sus esclavos, Antonio Cayo manejaba su vasto latifundio en forma muy parecida a la que debía de haber empleado un príncipe oriental de tono menor en el gobierno de su pequeño imperio. No obstante, le gustaba imaginarse a sí mismo como un esclarecido gober¬nante, bien versado en historia griega, filosofía y drama, a la par que como persona de actividad política. Sus hués¬pedes reflejaban sus gustos, y cuando se reclinaban en sus asientos, después de las comidas, bebiendo vinos de pos¬tre –las mujeres momentáneamente en la glorieta–, Cayo reconocía en ellos la flor y nata que había forjado la gran¬deza de Roma y que gobernaba la urbe con tanta tenaci¬dad y capacidad.
Cayo reconocía más que admitía tal hecho, y él mis¬mo no albergaba ambiciones en ese sentido. Para ellos él carecía de valor y no era de mayor importancia, ya que lo consideraban solamente como un joven inútil de buena familia sin más talento que el de saber comer y vestir, lo que en cierta medida era una nueva tendencia, un produc¬to no conocido que se remontaba tan sólo a un par de ge¬neraciones atrás. Y sin embargo no carecía de importan¬cia; tenía envidiables conexiones familiares y, cuando muriera su padre, heredaría una gran fortuna, y no era de descartar la posibilidad de que, por algún golpe de buena suerte, se convirtiera en una persona de importancia po¬lítica. Así pues, Cayo era algo más que tolerado y se le tra¬taba un poco mejor que a un perfumado joven petime¬tre bien parecido, con cabello aceitado y escaso cerebro. Y Cayo les temía. Había algo enfermizo en ellos, pe¬ro no por ello parecían más débiles. Allí estaban sentados, después de haber ingerido sabrosas comidas y vinos gene¬rosos, y aquellos que habían desafiado su poder pendían de los crucifijos a lo largo de kilómetros y kilómetros en la vía Apia. Espartaco era carne, simple carne, como la car¬ne de la mesa de trabajo del carnicero; ni siquiera en can¬tidad suficiente para el crucifijo. Pero nadie llegaría nun¬ca a crucificar a Antonio Cayo, sentado allí tan tranquilo y seguro a la cabecera de la mesa, hablando de caballos, estableciendo el hecho extremadamente lógico de que me¬jor era enjaezar dos esclavos a un arado que un caballo, ya que jamás caballo alguno aguantaría ni la mitad del tra¬tamiento que se dispensaba a un esclavo.
Una leve sonrisa iluminó el rostro de Cicerón mien¬tras escuchaba. Cicerón inquietaba a Cayo más que los otros. ¿Cómo podía alguien gustar de Cicerón? ¿Acaso hubiera querido él tal cosa? En una oportunidad Cicerón lo había mirado, como diciendo: «Oh, te conozco, muchacho. Del fondo a la superficie, de arriba abajo, por dentro y por fue¬ra». Y se preguntaba si los otros temían a Cicerón, para ter¬minar deseando estar lejos de él y que Dios lo condenara al infierno. Craso escuchaba con urbano interés. Craso tenía que ser cortés. Era el prototipo del militar romano, erecto, de rostro cuadrado, firme, de rasgos duros, piel bronceada, sedosos cabellos negros... y Cayo pensó en él, cuando estaba en el baño, y dio un respingo. ¿Cómo pudo hacer eso? Del otro lado de la mesa, frente a Cayo, estaba sentado el político, Graco, un hombre enorme con voz tonante, la cabeza hundida en un collar de grasa, las ma¬nos grandes, regordetas, infladas, casi todos los dedos cu¬biertos con anillos. Replicaba con las respuestas profundas, condicionadas, del político profesional; su risa era una ri¬sa amplia; cuando aprobaba, aprobaba con decisión, bien que cuando desaprobaba lo hacía condicionadamente. Sus declaraciones eran pomposas, pero nunca necias.
–Por supuesto que usted tendrá mejores resultados con esclavos en el arado –observó Cicerón, después de que Graco hubiera manifestado cierta incredulidad–. La bestia que puede pensar es mucho más deseable que la bestia que no puede pensar. Eso es razonable. Además, el caballo es un objeto de valor. No hay tribus de caballos contra las cua¬les podamos hacer la guerra y traernos de regreso ciento cincuenta mil con destino a la subasta pública. Y si usted usa caballos, los esclavos los arruinarán.
–No me parece que sea así –dijo Graco. –Pregúntele a su huésped.
–Es verdad –asintió Antonio–. Los esclavos matarían a un caballo. No sienten respeto por nada que pertenezca a sus amos... excepto ellos mismos.
Llenó otro vaso de vino y preguntó:
–¿Es que vamos a hablar de los esclavos?
–¿Por qué no? –reflexionó Cicerón–. Siempre están con nosotros y nosotros somos el único producto de los es¬clavos y de la esclavitud. Eso es lo que hace de nosotros ro¬manos, si es que hemos de ir directos al grano. Nuestro huésped vive en esta gran finca rústica (por lo que le en-vidio) gracias a un millar de esclavos. Toda Roma habla de Craso, debido al levantamiento de esclavos que sofocó, y Graco percibe ingresos del mercado de esclavos, ubicado en un barrio del que es amo y señor, que no me atrevo a calcular. Y este joven –agregó inclinándose y sonriendo a Cayo–, este joven es, sospecho, el producto único de los esclavos aun en medida mayor, ya que estoy seguro de que lo criaron, le dieron de comer, lo transportaron en sus salidas y lo educaron y...
Cayo se sonrojó, pero Graco estalló en risas y luego exclamó:
–¿Y usted, Cicerón?
–Para mí ellos constituyen un problema. Para vivir decentemente en Roma en estos días se necesitan por lo menos diez esclavos. Y comprarlos, alimentarlos, darles alo¬jamiento... Bueno, ahí está mi problema.
Graco continuó riendo, pero Craso dijo: –No puedo aceptar con usted que los esclavos sean un factor determinante en lo que lleguemos a ser nosotros los romanos.
La retumbante risa de Graco continuó. Bebió un lar¬go sorbo de vino y pasó a contar la historia de una mucha¬cha esclava que había comprado en el mercado el mes an¬terior. Se hallaba algo bebido, su rostro estaba enrojecido, y la risa ahogada salía con ruido sordo de su enorme ba¬rriga espaciando sus palabras. Hizo una descripción muy detallada de la muchacha que había comprado. Cayo en¬contró el relato vulgar y sin sentido, pero Antonio aprobó gravemente y Craso se entusiasmó por la descripción tan materialista que hacía el gordo. Cicerón, durante el rela¬to, sonrió fina y reflexivamente.
–Pero yo insisto en la declaración de Cicerón –dijo Craso, empecinado.
–¿Lo he ofendido? –preguntó Cicerón.
–Nadie ha sido ofendido aquí –repuso Antonio–. Es¬tamos en compañía de gente civilizada.
–No... ofensa, no... Usted me confunde –dijo Craso.
–Es extraño –convino Cicerón– que cuando la eviden¬cia de las cosas nos rodea, nos resistimos sin embargo a la ló¬gica de sus partes componentes. Los griegos son diferen¬tes. La lógica tiene para ellos un irresistible atractivo, independientemente de las consecuencias; pero nuestra vir¬tud es la obstinación. Pero miren alrededor –uno de los es¬clavos a cargo de la atención de la mesa reemplazó los recipientes vacíos por otros llenos, y otro ofreció frutas y nueces a los hombres–, ¿cuál es la esencia de nuestras vi¬das? No somos simplemente un pueblo cualquiera; somos el pueblo romano, y lo somos precisamente por haber sido los primeros en comprender plenamente el uso del esclavo.
–Pero antes de que existiera Roma ya había esclavos –objetó Antonio.
–En efecto, los había; unos pocos aquí, unos pocos allá. Es verdad que los griegos tenían plantaciones... y tam¬bién las había en Cartago. Pero nosotros destruimos Gre¬cia y nosotros destruimos Cartago, para dar lugar a nues¬tras propias plantaciones. Y las plantaciones y los esclavos son una y la misma cosa. Allí donde los otros pueblos te¬nían un esclavo, nosotros tenemos veinte... y ahora noso¬tros vivimos en una tierra de esclavos, y nuestra más gran¬de realización es Espartaco. ¿Qué le parece eso, Craso? Usted tuvo trato íntimo con Espartaco. ¿Alguna otra na¬ción que no fuera Roma podría haberlo engendrado?
–¿Acaso nosotros engendramos a Espartaco? –se pre¬guntó Craso. El general estaba confundido. Cayó pensó que, fueran cuales fueran las circunstancias, el pensar pro¬fundamente le aburría... y mucho más cuando se enfren¬taba con una mente como la de Cicerón. En realidad, no había entre ellos terreno en común para encontrarse–. Yo pienso –prosiguió Craso– que fue el infierno lo que engen¬dró a Espartaco. –Difícilmente.
Sin dejarse impresionar, Graco gruñó confortable¬mente, bebió vino y, como pidiendo disculpas, observó a Cicerón que, siendo un buen romano, era un pobre filó¬sofo. De todos modos, allí estaba Roma y allí estaban los esclavos, ¿y qué era lo que Cicerón proponía?
–Que lo comprendan –respondió Cicerón.
–¿Por qué? –inquirió Antonio Cayo.
–Porque de otro modo los esclavos nos destruirán a nosotros.
Craso rió y miró a Cayó al hacerlo. Fue ése el pri¬mer lazo de simpatía tendido entre ellos, y el joven sin¬tió que un escalofrío de excitación le corrió por la es¬pina dorsal. Craso estaba bebiendo abundantemente, pero cuando Cayo tuvo aquella sensación, no sintió de¬seos de beber.
–¿Vino usted por la carretera? –preguntó Craso.
Cicerón movió la cabeza; nunca resultaba fácil con¬vencer a un militar de que no todos los asuntos se decidían por el uso de la fuerza.
–No hablo de la simple lógica de un puesto de car¬nicería. Es un proceso. Aquí, en las tierras de nuestro buen huésped, hubo una vez por lo menos tres mil fami¬lias de campesinos. Si considera cada familia a razón de cinco personas, eso hace quince mil personas. Y esos cam-pesinos eran muy buenos soldados. ¿Qué me dice de eso, Craso?
–Eran buenos soldados. Me gustaría que hubiera más como ellos por aquí.
–Y buenos agricultores –prosiguió Cicerón–. No pa¬ra cuidar prados y jardines, sino para cultivar la cebada. Simplemente cebada... pero los soldados romanos mar¬chan sostenidos por la cebada. ¿Acaso una sola hectárea de su tierra produce tanta cebada, Antonio, como la que los campesinos obtenían de ella?
–Ni la cuarta parte –admitió Antonio Cayo.
Aquello se había vuelto excesivamente pesado y abu¬rrido para Cayo. Al compás de sus imágenes interiores su rostro se acaloró y ruborizó. La excitación lo poseyó e ima¬ginó que cuando un soldado entraba en batalla debía de sentir lo mismo que él. Apenas si escuchaba ya a Cicerón. Continuó observando a Craso, preguntándose por qué Ci¬cerón persistía en tan tedioso tema.
–¿Y por qué?... ¿Por qué? –preguntaba Cicerón–. ¿Por qué sus esclavos no pueden producir? La respuesta es muy sencilla.
–Porque no quieren –dijo categóricamente Antonio. –Precisamente... no quieren. ¿Por qué habrían de querer? Cuando se trabaja para un amo, lo único logra¬do es inutilizar el trabajo. De nada vale afilar sus arados, porque los mellarán inmediatamente. Rompen las guada¬ñas, destrozan los mayales y el derroche se convierte en un principio para ellos. Tal es el monstruo que hemos crea¬do para nosotros mismos. Aquí, en cuarenta mil hectáreas, antes vivían quince mil personas, y ahora hay mil esclavos y la familia de Antonio Cayo, y los campesinos padecen hambre en las barriadas y callejuelas de Roma. Tenemos que comprender esto. Fue muy sencillo, cuando el cam¬pesino volvió de la guerra y sus tierras estaban cubiertas por la maleza y su mujer se había acostado con algún otro y sus hijos no lo reconocían, darle un puñado de monedas de plata por sus tierras y dejarlo ir a Roma a vivir en las ca¬lles. Pero el resultado es que nosotros vivimos ahora en una tierra de esclavos, y ésta es la base de nuestras vidas y el sentido de nuestras vidas... y toda la cuestión de nuestra libertad, de la libertad humana, de la República y del fu¬turo de la civilización, será determinado por nuestra acti¬tud hacia ellos. Ellos no son humanos; tenemos que com¬prender esto y dejar de lado el insensato sentimentalismo de los griegos en sus charlas sobre la igualdad de todos cuantos caminan y hablan. El esclavo es el instrumentum vocale. Seis mil herramientas de esa clase se alinean a lo lar¬go del camino. ¡No es un derroche, sino una necesidad! Estoy harto de oír hablar de Espartaco, de su valor... sí, de su nobleza. ¡No hay valor ni hay nobleza en un perro vil que de repente lanza una dentellada al talón de su amo!
La frialdad de Cicerón no había desaparecido; por el contrario, se había transparentado en una palidez iracun¬da, igualmente fría, pero que había transfigurado a quie¬nes le escuchaban, convirtiéndose él en amo de ellos, de modo que lo miraban en una actitud en que se mezclaban, a partes iguales, el encantamiento y el temor.
Únicamente entre los esclavos que andaban en tor¬no a la mesa, sirviendo frutas, nueces y dulces, reponien¬do el vino, no hubo reacción. Cayo lo advirtió, ya que aho¬ra estaba totalmente sensibilizado y el mundo era diferente para él, criatura de excitaciones y reacciones. Vio cuan inal¬terables habían quedado los rostros de los esclavos, cuan estáticas eran sus expresiones, cuan letárgicos sus movi¬mientos. Era verdad entonces lo que había dicho Cicerón, que no bastaba el hecho de que andarán y hablaran para que fueran seres humanos. No supo por qué aquello le había resultado reconfortante, pero así fue.

XII

Cayo se disculpó mientras ellos seguían bebiendo y hablan¬do. Se le contraía el estómago y sintió que se volvería loco si hubiera de continuar sentado allí y seguir escuchando el mismo tema. Se excusó con el pretexto de la fatiga del viaje, pero una vez que hubo salido del comedor sintió una imperiosa necesidad de respirar aire fresco, y por la entra¬da posterior de la casa, que le daba acceso, se encaminó hacia la terraza, íntegramente construida en mármol, sal-vo en el centro, donde había una fuente de agua. En el centro de la fuente una ninfa rosa emergía de un racimo de serpientes. De la concha marina que aquéllas sujetaban surgía un chorro de agua que se diluía y brillaba a la luz de la luna. Aquí y allí, en la terraza, había bancos de ala¬bastro y verde piedra volcánica, artísticamente dotados de una atmósfera de intimidad gracias a los cipreses, planta¬dos en grandes jarrones labrados en lava negra. La terra-za, que se extendía a todo lo ancho de la enorme casa y que se adelantaba unos quince metros de ella, estaba cir¬cundada por una baranda de mármol, salvo en el centro, donde una serie de amplios escalones blancos conducía a los jardines más rústicos de la parte de abajo. Era típico de Antonio Cayo el ocultar así aquella excesiva exhibi¬ción de opulencia detrás de su casa, y Cayo estaba tan acostumbrado a ese derroche en piedra y piedra labrada, que apenas si echó una mirada a los detalles del lugar. Es posible que Cicerón hubiera observado el genio de un pue¬blo manifestado en el uso de la piedra y la afectación que emana de una decoración incidental en términos de eter¬nidad; pero esa idea nunca se le ocurrió a Cayo.
Aun en el curso normal de las cosas, muy pocas ideas se le ocurrían que no le fueran sugeridas por otros, y por lo general se relacionaban con la comida y el sexo. No es que Cayo careciera de imaginación o fuera estúpido; la ver¬dad es que su papel en la vida nunca le exigía imaginación ni pensamientos originales y el único problema que se le planteaba por el momento era el de comprender totalmen¬te la mirada que le había dirigido Craso antes de salir del comedor. Estaba pensando en eso mientras miraba las co¬linas bañadas de luz lunar de la finca cuando una voz le interrumpió.
–¿Cayo?
Julia era la última persona con la cual hubiera queri¬do verse a solas en aquella terraza.
–Me alegro de haber venido aquí afuera, Cayo.
Él se encogió de hombros sin responder y ella se en¬caminó hacia él, puso una mano en cada uno de sus bra¬zos y lo miró a la cara.
–Sé amable conmigo, Cayo –le dijo.
«Por qué no parará de babear y lloriquear», pensó él.
–Lo que tú das es tan insignificante, te cuesta tan po¬co, Cayo. Y a mí me cuesta tanto pedírtelo. ¿No compren¬des eso?
Él dijo:
–Estoy muy fatigado, Julia, y quiero irme a la cama.
–Me imagino que me lo merezco –murmuró ella.
–Por favor, no te lo tomes así, Julia.
–¿Cómo quieres que me lo tome?
–Estoy fatigado... eso es todo.
–Eso no es todo, Cayo. Te miro, me pregunto lo que eres y me odio a mí misma. Eres tan guapo... y además tan corrupto...
No la interrumpió. «Que diga lo que quiera.» Así se vería libre de ella más pronto.
Ella prosiguió:
–No..., no más corrupto que cualquier otro, supon¬go. Sólo contigo se me ocurre expresarlo. Pero todos esta¬mos corrompidos, todos estamos enfermos, llenos de muer¬te, bolsas de muerte.... Estamos enamorados de la muerte. ¿Acaso no lo estás tú, Cayo, y no fue por eso por lo que viniste por el camino para poder ver los símbolos de casti¬go? ¡Castigo! Lo hacemos porque nos gusta... la forma en que tú haces las cosas que haces, porque te gusta hacer¬las. ¿Sabes cuan hermoso eres aquí, a la luz de la luna? El joven romano, la crema del mundo entero en su mayor resplandor de belleza y juventud... y no tienes tiempo pa¬ra una mujer. Soy tan corrupta como tú, Cayo, pero yo te odio tanto como te amo. Quisiera que estuvieras muerto. ¡Quisiera que alguien te matara y te cortara esa misera¬ble cabecita que tienes!
Hubo luego un prolongado silencio, y después Cayo preguntó con calma:
–¿Eso es todo, Julia?
–No... no, no es todo, Cayo. También yo quisiera es¬tar muerta.
–Ambos deseos pueden ser satisfechos –replicó Cayo.
–¡Qué despreciable eres...!
–Buenas noches, Julia –dijo Cayo secamente, y salió de la terraza.
Su determinación de no enfadarse había sido que¬brantada por la irritación que le produjeron los insensatos arranques de su tía. Si ella hubiera tenido el menor sen¬tido de la proporción, habría podido ver el ridículo es¬pectáculo que proporcionaba con sus baboseos de sen-timentalismo barato. Pero Julia nunca había tenido ese sentido y no era de extrañar que Antonio la encontrara exasperante.
Cayo fue directamente a su habitación. Había una lámpara encendida y dos esclavos estaban a la expectativa, jóvenes egipcios a los que Antonio proporcionaba un tra¬to de favor dándoles trabajo de domésticos. Cayo los des¬pidió. Luego se desvistió, agitado y tembloroso. Se friccio¬nó todo con un suave perfume, empolvó partes de su cuerpo, se puso una túnica de lino, apagó la lámpara y se tendió sobre el lecho. Cuando sus ojos se acostumbraron a la obscuridad pudo distinguir bastante bien, ya que por la ventana abierta entraba un amplio haz de luz lunar. La ha¬bitación era agradablemente fresca, inundada por la fra¬gancia de los perfumes y las emanaciones de los arbustos del jardín.
No habrían transcurrido más que unos cuantos mi¬nutos, pero a Cayo le pareció que hacía horas que estaba allí recostado, esperando. Entonces se oyó un suave golpe en la puerta.
–Adelante –dijo Cayo.
Craso entró, cerrando tras sí la puerta. El gran gene¬ral nunca tuvo un aspecto más masculino que en ese mo¬mento, de pie allí, sonriendo al joven que lo esperaba.

XIII

El rayo de luna había cambiado de posición y Cayo estaba fatigado y satisfecho, y sensual como un gato despereza¬do... que era la imagen que él mismo evocaba para sí, mien¬tras decía a propósito de nada en particular:
–Odio a Cicerón.
Craso era paternal, encantado de sí mismo, y suave, y le preguntó:
–¿Por qué odias a Cicerón... al justo Cicerón? Cice¬rón, el justo. Sí, ¿por qué lo odias?
–No sé por qué lo odio. ¿Es que debo saber por qué odio a cierta gente? A algunos los amo, a otros los odio.
–¿Sabías que había sido por insinuación de Cicerón (no solamente suya, pero en gran parte) que se decidió hacer símbolos de castigo con los seis crucificados de la vía Apia? ¿Por eso es por lo que lo odias?
–No.
–¿Qué sentiste cuando viste los crucifijos? –pregun¬tó el general.
–En algunos momentos me sentí excitado, pero en general no. Las muchachas se excitaron más que yo.
–¿Sí?
–Pero mañana será diferente –dijo Cayo sonriendo.
–¿Por qué?
–Porque tú los pusiste allí.
–En realidad, no. Fueron Cicerón, otros. A mí no me importó, me es igual.
–Pero tú destruíste a Espartaco.
–¿Tiene eso alguna importancia?
–Por eso te quiero... A él lo odio.
–¿A Espartaco?–preguntó Craso.
–Sí, a Espartaco.
–Pero nunca lo conociste.
–No importa. Lo odio... más que a Cicerón. Cicerón no me importa. Pero a él, el esclavo, lo odio. ¡Si yo hu¬biera podido matarlo! ¡Si hubieras podido traérmelo y de¬cirme, oye, Cayo, córtale la cabeza! Si tú hubieras podido...
–Bueno, estás hablando como una criatura –dijo in¬dulgentemente el general.
–¿Te parece? ¿Por qué no? –replicó Cayo con un de¬je plañidero en la voz–. ¿Por qué no he de ser una criatu¬ra? ¿Se gana tanto siendo mayor?
–Pero ¿por qué odias a Espartaco de ese modo si nun¬ca lo conociste?
–Es posible que lo haya visto. Hace cuatro años, sabes, fui a Capua. Tenía entonces tan sólo veintiún años; era muy joven.
–Todavía eres muy joven –dijo el general.
–No... yo no me siento joven. Pero entonces lo era. Fuimos un grupo de cinco o seis. Mario Braco me llevó con él; me tenía mucha simpatía.
Cayo lo dijo deliberadamente, por el efecto que po¬dría producir. Mario Braco había muerto durante la rebe¬lión de los esclavos, de modo que no había motivo para que aquella relación constituyera un problema en el pre¬sente, pero él quería que Craso supiera que no era el úni¬co ni el primero. El general se puso rígido, pero no habló, y Cayo prosiguió:
–Sí, estábamos Mario Braco, yo y un hombre y una mujer, amigos suyos, y otros dos más, me parece, cuyos nombres no recuerdo. Mario estaba actuando a lo gran¬de... sí, muy a lo grande.
–¿Te interesaba mucho él?
–Me apenó su muerte –respondió Cayo con un enco¬gimiento de hombros, y el general pensó:
«¡Qué animalito eres! ¡Qué asqueroso animalito!».
–El caso es que fuimos a Capua y Braco nos prome¬tió un espectáculo circense especial, lo que era mucho más caro entonces que ahora. Para hacerlo en Capua había que ser muy rico.
–¿Léntulo Baciato tenía entonces una escuela de gla¬diadores allá, no es cierto? –preguntó el general.
–Sí, y se dice que era la mejor escuela de Italia. La mejor y la más costosa, y se podía comprar un elefante por lo que había que pagar para que combatieran un par de sus muchachos. Dicen que con eso se ganó un millón, pe¬ro de todos modos era un cerdo. ¿Tú lo conociste? Craso sacudió la cabeza.
–Háblame de él; me interesa mucho. Fue antes de la huida de Espartaco, ¿verdad?
–Creo que unos ocho días antes. Sí, Baciato se hizo fa¬moso porque mantenía un verdadero harén de mujeres es¬clavas y a la gente no le gustan esas cosas. Por lo menos que se haga abiertamente. Está bien si se hace en una habita¬ción, con las puertas cerradas, pero difícilmente será de buen gusto hacerlo en la vía pública. Y eso es precisamente lo que él hizo. Y también usó a sus muchachos como semen¬tales y a las mujeres las destinó a la reproducción, lo que es¬tá muy bien, supongo, pero no sabía hacer nada con deli¬cadeza. Era un hombre grande, gordo como un toro, de cabello negro, barba negra y recuerdo lo sucias que estaban las ropas, completamente cubiertas de manchas de comi¬da. Mientras hablaba con nosotros se le veía una mancha de huevo, una mancha fresca de huevo, sobre su túnica.
–¡Qué memoria que tienes! –exclamó sonriendo el general.
–Lo recuerdo. Fui a verlo con Braco, y Braco quería dos peleas a muerte. Pero Baciato no se mostraba incli¬nado a hacerlo. Baciato decía que no había posibilidad de lograr una pelea con estilo o con técnica o un juego pre¬ciso si cada caballero rico y aburrido de Roma venía en busca de su propio espectáculo particular. Pero Braco te¬nía una generosa bolsa y el dinero manda.
–Manda con esa clase de gente –puntualizó el gene¬ral–. Todos los lanistae son despreciables, pero ese Bacia¬to era un cerdo. Sabrás que era propietario de tres de las mayores casas de vecindad de Roma y de una cuarta que se desmoronó el año pasado. La mitad de los vecinos mu¬rieron entre las ruinas. Era capaz de hacer cualquier co¬sa por dinero.
–No sabía que lo conocieras.
–Hablé con él. Era una fuente de información acer¬ca de Espartaco... La única fuente, supongo, que supiera realmente algo sobre Espartaco.
–Cuéntame –pidió Cayo.
–Tú me estabas contando...que era posible que hu¬bieras conocido a Espartaco.
–Tú, cuenta –dijo Cayo con petulancia.
–A veces es extraordinario cómo te pareces a una mu¬chacha –dijo con una sonrisa el general.
–¡No digas eso! ¡No quiero que vuelvas a decirlo nunca. Como un gato, Cayo se puso tenso y montó en cólera.
–¿Pero qué es lo que he dicho para que te enojes con¬migo en esa forma? –exclamó el general–. ¿Quieres que te cuente sobre Baciato? Fue hace algo más de un año, creo, y entonces los esclavos nos estaban atacando seriamente con saña. Por eso quise averiguar sobre ese Espartaco. Es más fácil derrotar a un hombre si lo conoces...
Cayo sonreía mientras escuchaba. No tenía una no¬ción muy clara de por qué odiaba tanto a Espartaco, pe¬ro a veces encontraba una satisfacción más profunda en el odio que en el amor.

SEGUNDA PARTE
Que es la historia que Craso, el gran general, contó a
Cayo Craso, en relación a la visita que Léntulo Baciato,
que tenía una escuela de gladiadores en Capua,
hizo a su campamento

I

(Esto, pues –dijo Craso mientras yacía recostado junto al joven– ocurrió poco después de que se me hubiera dele¬gado el mando, ese tipo de honor que uno se lleva consi¬go rápidamente a la tumba. Los esclavos habían hecho pe¬dazos a nuestras legiones y, desde un punto de vista práctico, eran los que gobernaban Italia. Y a esto me di¬jeron que había que ponerle fin. Ve y derrota a los escla¬vos, me dijeron. Mis peores enemigos me rindieron hono¬res. Por ese entonces yo tenía acampadas mis tropas en la Galia Cisalpina, y envié un mensaje a tu amigo, el gor¬do Léntulo Baciato.)

* * *

Y la lluvia caía suavemente cuando Léntulo Baciato se acer¬caba al campamento de Craso. Todo el paisaje era depri¬mente y desolado, y él también se sentía desolado, lejos del hogar y del tibio sol de Capua. Ni siquiera disfrutaba de la comodidad de una litera; había cabalgado en un flaco ca¬ballo alazán, pensando:
«Cuando los militares toman el poder, los hombres ho¬nestos danzan al compás que ellos les marcan. La propia vi¬da ya no le pertenece a uno. La gente me envidia porque tengo un poco de dinero. Es bueno tener dinero cuando se es un caballero. Es aún mejor tener dinero cuando se es un patricio. Pero si uno no es ninguna de ambas cosas, si¬no solamente un hombre honesto que ha ganado honesta¬mente su dinero, entonces es imposible pensar en descan¬sar tranquilo un solo momento. Si no sobornas a un inspector es porque le pagas al guardaespaldas de algún político, y si te libras de los dos, es porque tienes a un tribuno en tu lis¬ta de sueldos. Y cada vez que te despiertas te sorprendes de no haber sido asesinado mientras dormías. Y ahora un con¬denado general me hace el honor de arrastrarme a través de media Italia... para hacerme algunas preguntas. Si mi nom¬bre fuera Craso, o Graco, o Sileno, o Menio, sería, por su¬puesto, una historia muy diferente. Ésa es la justicia romana y la igualdad romana en la República de Roma.»
Y a continuación Léntulo Baciato tuvo una serie de pensamientos poco halagüeños respecto a la justicia de Roma y a ciertos generales romanos. En tales pensamien¬tos fue interrumpido por una cortante pregunta de los guar¬dias camineros apostados antes de que se llegara al campa¬mento. Detuvo obediente su caballo y se sentó allí bajo la fina y fría lluvia, mientras dos soldados avanzaban y lo examinaban. Ya que ellos de todos modos tenían que permanecer bajo la lluvia durante el tiempo de su guar¬dia, no tenían prisa alguna por evitarle tal incomodidad. Lo examinaron fría y descortésmente y le preguntaron quién era.
–Mi nombre es Léntulo Baciato.
Como eran ignorantes campesinos, no reconocieron su nombre, y quisieron saber dónde creía que iba.
–Este camino conduce al campamento, ¿verdad? –
–Así es.
–Bueno, yo voy hacia el campamento.
–¿Para qué?
–Para hablar con el comandante.
–Nada menos que para eso. ¿Qué es lo que usted de¬sea vender?
«¡Oigan a estos sucios bastardos!», pensó Baciato, pe¬ro contestó armándose de paciencia:
–No vendo nada. Estoy aquí porque he sido invitado.
–¿Invitación de quién?
–Del comandante. –Y sacó de su cartera la orden que Craso le había enviado.
No sabían leer, pero bastaba un pedazo de papel para que le dieran paso, y se le permitió marchar junto a su ja¬melgo de color rubio hasta el camino militar que conducía al campamento. Al igual que muchos de los ciudadanos que iban surgiendo en aquel tiempo, Baciato medía todo en tér¬minos de dinero; y no pudo menos que calcular, mientras avanzaba, lo que habría costado construir aquel tipo de camino, un camino provisional, trazado tan sólo para como-didad del campamento, pero no obstante un camino mejor que el que él había podido construir como acceso a su es¬cuela de Capua. Sobre una base de tierra y grava se habían fijado ladrillos de piedra arenisca, sobre una distancia de casi dos kilómetros en línea recta hacia el campamento.
«Si estos malditos generales pensaran un poco más en combatir y menos en construir caminos, todo marcha¬ría mejor», pensó; pero al mismo tiempo se sintió un po¬co orgulloso. Había que admitir que aún en un sucio, llu¬vioso y deprimente rincón como aquél se hacía sentir la civilización romana. Eso era indiscutible.
Se acercaba ahora al campamento. Como siempre, el lugar temporal de estacionamiento de los legionarios era como una ciudad; a donde iban las legiones allí iba la ci¬vilización; y allí donde las legiones acampaban, así fuera por una noche, surgía la civilización. Ahí estaba aquella poderosa zona amurallada, de más de un kilómetro cua¬drado, fijada con tanta precisión como la del arquitecto que dibuja su diagrama sobre la mesa de dibujo. Primero había una zanja, de casi cuatro metros de ancho y casi cua¬tro metros de profundidad; tras dicha zanja una larga em¬palizada, también, de casi cuatro metros de altura. El ca¬mino cruzaba la zanja por una entrada, donde al acercarse se abrieron dos pesadas puertas de madera. Un trompeta hizo resonar la orden de entrada y un manípulo empezó a moverse en torno suyo al entrar. No era que le estuvie¬ran rindiendo honores, sino que se trataba de la discipli¬na por la disciplina misma. No había fanfarronería alguna cuando se decía que jamás en la historia del mundo había habido tropas tan disciplinadas como las legiones. Hasta Baciato, con su enorme amor por el derramamiento de san¬gre y la lucha –y consecuentemente su desprecio por los sol-dados enrolados– quedó impresionado por la precisión mecánica de todo cuanto estaba vinculado al ejército.
No se trataba solamente del camino o de la zanja o de la empalizada y sus más de tres kilómetros de longitud, o de las amplias calles de aquel campamento ciudad, o de las zanjas de desagüe, o del pavimento de piedra arenis¬ca que cubría el centro de la calle, o toda la múltiple vida y movimiento y orden de este campamento romano de treinta mil hombres; sino más bien el conocimiento de que aquel poderoso producto del esfuerzo y de la razón huma¬nos era el vigoroso fruto del trabajo de legiones en mar¬cha. No era hablar con ligereza afirmar que era más fácil derrotar a los esclavos mediante la vista del campamento de una legión pernoctando que entrando en combate con una de ellas.
Mientras Baciato desmontaba, frotándose su gordo trasero que había tenido tan largo e íntimo contacto con la montura, se acercó un joven oficial y le preguntó quién era, y qué andaba haciendo por allí.
–Léntulo Baciato, de Capua.
–Ah sí... sí –dijo el oficial arrastrando las palabras. Era un joven de no más de veinte años, bien parecido, pro¬ducto perfumado y bien vestido de una de las mejores fa¬milias. La clase de persona que más odiaba Baciato.
–Sí –dijo el joven–. Léntulo Baciato, de Capua.
Él sabía; lo sabía todo con respecto a Léntulo Bacia¬to de Capua y quién era y qué representaba y por qué se le había citado allí en el campamento del ejército de Craso.
«Sí –pensó Baciato–, me odias, verdad, hijito de pu¬ta, y estás ahí despreciándome; pero vienes a verme y llo¬riqueas y me compras cosas y son los tipos de tu clase los que hacen de mí lo que soy; pero te parece que eres de¬masiado bueno para acercarte a mí, porque mi aliento pue¬de ensuciarte, ¡tú, pequeño bastardo!» Eso pensó, pero se limitó a asentir y no dijo nada.
–Sí –confirmó el joven–. El comandante lo ha estado esperando. Lo sé. Quiere que se presente ante él inmedia¬tamente. Lo acompañaré hasta allá.
–Quisiera descansar y comer algo.
–El comandante se ocupará de eso. Es un hombre que piensa en todo –dijo sonriendo el joven oficial, y lue¬go gritó a uno de los soldados–: ¡Coged el caballo, dadle de comer y beber y llevadlo a la caballeriza!
–No he comido nada desde el desayuno –dijo Bacia¬to–, y me parece que, si vuestro comandante ha esperado tanto tiempo, bien puede esperar un poco más.
Los ojos del joven se achicaron, pero declaró en un tono cordial:
–Eso lo decidirá él.
–¿Ustedes dan de comer primero a los caballos?
El joven oficial sonrió y asintió.
–Sígame –le dijo.
–¡Yo no estoy en vuestra maldita legión!
–Está en el campamento de una legión.
Durante un momento se enfrentaron cara a cara; des¬pués Baciato se encogió de hombros y decidió que no ga¬naría nada con seguir discutiendo en medio de la lluvia que lo penetraba con sus aguijonazos, por lo que envolvió como pudo su húmedo abrigo en torno a su cuerpo y siguió al ofi¬cial, al que ya había caracterizado como un sucio mocoso patricio. Pero para sí pensó al mismo tiempo que, después de todo, él había visto correr más sangre en una sola tarde que la que hubiera podido ver en toda su carrera aquel mo¬zalbete, en cuyos labios aún no debía de haberse secado la leche del seno de su madre. Pero, pensara lo que pensara, el gordo quedó a la altura de un pequeño carnicero en me¬dio de un gran matadero, teniendo como única recompen¬sa el conocimiento de que no era totalmente ajeno a las fuer¬zas que habían llevado a las legiones hasta aquel lugar.
Siguió al joven por la amplia avenida central del cam¬pamento, mirando con curiosidad las carpas, manchadas de lodo, emplazadas a uno y otro lado, eficaces como te¬cho pero abiertas en el frente, y a los soldados tendidos en sus lechos de hierba, charlando, jurando, cantando o ju¬gando a los dados. En su mayoría eran campesinos italia¬nos, duros, con el rostro bien afeitado, de piel color oliva. En algunas de las carpas había pequeños hornillos, pero por lo general los soldados soportaban el frío con el mis¬mo talante con que aguantaban el calor, al igual que cum¬plían con los interminables ejercicios militares y la des¬piadada disciplina; los débiles morían rápidamente; los fuertes se hacían cada vez más fuertes, provistos de acero y barba de ballena, unidos a un pequeño y eficaz cuchillo se había convertido en el más mortífero de los instrumentos de destrucción en masa de que se tuviera noticia. Directamente en el centro del campamento, en la intersección de dos líneas tendidas entre las cuatro esquinas, estaba el pabellón del general, el praetonum, que no era sino una amplia carpa dividida en dos secciones o habita¬ciones. La entrada a la carpa estaba cerrada y a ambos la¬dos de ella había un centinela, provistos ambos de una larga y delgada lanza, en lugar del pesado y mortal pilo, y un escudo circular y un cuchillo curvo al estilo tracio en vez del macizo broquel y de la espada corta hispánica re¬glamentarios. Vestían túnicas blancas de lana, que esta¬ban empapadas por la lluvia, y se mantenían como si hu¬bieran sido tallados en piedra, chorreando el agua del casco, las ropas y las armas. Por alguna razón esto impre¬sionó a Baciato mucho más que cualquier otra cosa que hubiera visto en su vida. Se sentía complacido cuando un ser de carne y hueso era capaz de ir más allá de lo que se esperaba que hiciera un ser de carne y hueso, y esto le agradó.
Cuando se acercaron, los centinelas saludaron y apar¬taron y mantuvieron en alto las cortinas que cubrían la en¬trada. Ambos, Baciato y el oficial, pasaron al interior de la carpa a media luz, y Baciato se encontró así en medio de una habitación de unos doce metros de ancho por unos seis de largo, que constituía la mitad frontal del praetorium. Su único mobiliario lo constituían una larga mesa de ma¬dera con una docena de sillas plegadizas en torno. En un extremo de la mesa, acodado a la misma, mirando un ma¬pa extendido delante de él, estaba sentado el comandan¬te en jefe, Marco Licinio Craso.
Craso se puso de pie cuando entraron Baciato y el oficial, y el gordo se sintió complacido al notar con qué espontaneidad el general avanzó hacia ellos y le tendió la mano, dándole la bienvenida.
–¿Léntulo Baciato... de Capua? ¿No es así?
Baciato asintió y devolvió el apretón de manos. Aquel general era verdaderamente bien parecido, de hermosas facciones y constitución masculina y sin nada condescen¬diente en él.
–Encantado de conocerlo, señor –dijo Baciato.
–Ha hecho usted un largo viaje, con gran amabilidad y esto habla muy bien de usted. Seguramente estará usted empapado, con apetito y fatigado.
Craso expresó aquello con interés y con cierta timi¬dez, lo que reconfortó a Baciato; pero el joven oficial con¬tinuó mirando al gordo con la misma altanería de antes. Si Baciato hubiera sido algo más perspicaz, habría compren¬dido que ambas actitudes carecían por igual de significa¬do. El general tenía ante sí un plan de trabajo; el joven ofi¬cial mantenía la actitud de un caballero ante gente como Baciato.
–Usted lo ha dicho –respondió Baciato–. Empapado y fatigado, pero más que nada, muerto de hambre. Le pre¬gunté a este joven si era posible comer algo, pero pensó que era un pedido falto de sentido.
–Estamos obligados a cumplir órdenes con mucha pre¬cisión –dijo Craso–. Mis órdenes eran las de traerlo a us¬ted a mi presencia tan pronto llegara. Por supuesto que aho¬ra será para mí un placer satisfacer cualquier deseo suyo. Tengo plena conciencia de la pesada jornada que ha reali¬zado. Ropas secas, por supuesto... de inmediato. ¿Quiere to¬mar un baño?
–El baño puede esperar. Quiero meter algo entre mis costillas.
Sonriendo, el joven oficial salió de la tienda.

II

Habían terminado con el pescado asado y los huevos du¬ros, y Baciato había pasado a devorar un pollo, que despe¬dazaba hasta dejar los huesos limpios. Al mismo tiempo se servía regularmente de una fuente de madera con potaje y ayudaba a bajar los alimentos con poderosos tragos de vi¬no. Tenía la boca sucia de pollo, potaje y vino; la limpia tú¬nica ya mostraba manchas de trocitos de comida, y sus ma¬nos estaban cubiertas con grasa de pollo.
Craso lo observaba con interés. Tal como ocurría con los romanos de su clase y de su generación, sentía un es¬pecial desprecio social por el lanista, el hombre que en¬señaba y adiestraba a los gladiadores, que los compraba y los vendía y que los alquilaba para el circo. En los últi¬mos veinte años, los lanistae se habían convertido en un poder en Roma, un poder político y financiero, ya que fre¬cuentemente eran hombres de enorme riqueza, como ocu¬rría con aquel gordo grasiento sentado a la mesa delante de él. Una generación antes los combates en el circo eran intermitentes y no constituían aún un acontecimiento so¬cial de importancia. Siempre existieron; su popularidad era mayor en algunos medios, inferior en otros. Y enton¬ces, de pronto, se convirtieron en el furor de Roma. En to¬das partes se construyeron circos. Las más pequeñas ciu¬dades tenían su circo de madera para los combates. Las peleas de una pareja se convirtieron en las luchas de cien¬tos de parejas y un programa de juegos se prolongaba du-rante meses. Y en vez de llegar a un punto de saturación el entusiasmo del público creció al parecer sin límites.
Cultas matronas romanas y tunantes callejeros se in¬teresaron por igual en los juegos. Nació todo un lengua¬je nuevo para el circo. Veteranos del ejército no tenían otra preocupación que la limosna pública y los juegos, y diez mil ciudadanos desocupados y sin alojamiento no vivían por otra razón aparente que no fuera la de presenciar los juegos del circo. De pronto, el mercado de gladiadores pa¬só a ser un mercado rentable y nacieron las escuelas de gla¬diadores. La escuela de Capua, que dirigía Léntulo Baciato, era una de las mayores y más prósperas. Así como el ganado de ciertos latifundios era deseado en cualquier mercado, así se deseaba y apreciaba en cualquier circo a los gladiadores de Capua. Y para el hombre de la calle, un guardaespaldas de tercera categoría, Baciato, se había he¬cho rico y era uno de los más notables adiestradores de bustuarii en toda Italia.
«Si –pensó Craso mientras lo observaba– sigue siendo un hombre de la calle, aún es un animal vulgar, taimado, in¬trigante. ¡Mira cómo come!» Para Craso siempre fue difí¬cil comprender que hubiera tantos individuos mal naci¬dos y mal educados que poseyeran más dinero del que muchos de sus amigos ni siquiera soñarían llegar a tener. Evidentemente no eran menos inteligentes que aquel grue¬so adiestrador. Él mismo, por ejemplo; conocía sus reales valores como militar; tenía las virtudes romanas de la ente¬reza y la tenacidad, y no creía que las tácticas militares fue¬ran nada que poseyera uno por instinto. Había estudiado todas las campañas de que hubiera antecedentes y había leí¬do todo lo mejor de los historiadores griegos. No había cometido el error –en que incurrieran todos los generales implicados anteriormente en aquella guerra– de subestimar a Espartaco. Y, no obstante, estaba allí sentado a la mesa frente a aquel grueso individuo y en cierta manera, por furioso que pareciera, se sentía inferior.
Se encogió de hombros y le dijo a Baciato:
–Usted debe comprender que nada siento sobre Espartaco con relación a usted, ni siquiera con relación a la guerra, por esa razón. No soy un moralista. He querido te¬ner esta conversación con usted porque usted puede de¬cirme lo que ningún otro podría.
–¿Y en concreto de qué se trata? –preguntó Baciato.
–De la naturaleza de mi enemigo.
El gordo se sirvió más vino y miró de soslayo al gene¬ral. Un centinela entró en la tienda y colocó dos lámparas encendidas sobre la mesa. Ya era de noche.
A la luz de las lámparas, Léntulo Baciato era una per¬sona distinta. La penumbra lo había favorecido. La luz se deslizaba por su rostro mientras Baciato lo frotaba con la servilleta, derramando manchas de sombra sobre las ca¬pas de su carne colgante. Su nariz, grande y chata, tem¬blaba de manera constante y poco favorecedora, y, lenta¬mente, el hombre se estaba embriagando. Un frío destello de sus ojos advirtió a Cayó que no había que juzgarlo mal, ni pensar que se tratara de un afable necio. No era un ne¬cio, por cierto.
–¿Qué es lo que yo sé de su enemigo?
Afuera resonaron las trompetas. Los ejercicios habían terminado y el retumbar de los calzados de cuero sobre el empedrado cesó en el campamento.
–Sólo tengo un enemigo. Espartaco es mi enemigo –dijo Craso cautelosamente.
El gordo sonó su nariz en la servilleta.
–Y usted conoce a Espartaco –añadió el general.
–¡Por Dios, si lo conozco!
–Nadie más. Usted solamente. Nadie que haya lu¬chado contra Espartaco lo conocía. Ellos fueron a com¬batir contra esclavos. Esperaban hacer sonar sus trompe¬tas, redoblar sus tambores, lanzar sus pilos... y los esclavos huirían. A pesar de la cantidad de veces que las legiones fueron derrotadas, seguían esperando eso. Lo pasado no puede repetirse y hoy Roma hace su último esfuerzo y, si fracasa, ya no habrá Roma. Usted lo sabe tan bien co¬mo yo.
El gordo rió ruidosamente. Se sujetó el abdomen y se meció para atrás en su silla plegadiza.
–¿Le resulta divertido? –preguntó Craso.
–La verdad siempre es divertida.
Craso se contuvo y dominó su temperamento a la es¬pera de que el gordo dejara de reír.
–No habrá más Roma..., sólo habrá Espartaco.
El gordo había rebajado su euforia a una risita en fal¬sete y Craso, al observarlo, se preguntaba si realmente es¬taba en sus cabales o tan sólo estaba borracho. ¡Qué cosas puede producir un país! Allí estaba el lanista, que compra¬ba esclavos y los adiestraba para luchar; por supuesto, se estaba riendo de eso. Él, Craso, también adiestraba hom¬bres para la lucha.
–Usted debería ahorcarme, no alimentarme –mur¬muró Baciato tratando de congraciarse mientras se servía otra copa de vino.
–Suelo soñar –dijo el general orientando la conver¬sación a lo que le interesaba– una especie de pesadilla. Uno de esos sueños que vuelven a repetirse, una y otra vez...
Baciato asintió comprensivamente.
– Y en ese sueño peleo con los ojos vendados. Es horrible pero lógico. Sepa que yo no creo que todos los sueños sean presagios. Ciertos sueños son tan sólo reflejos de los problemas que uno afronta estando despierto. Espartaco es lo desconocido. Si libro la batalla contra él, mis ojos están vendados. Ése no es el caso en cualquier otra circuns¬tancia. Yo sé cómo pelean los galos; yo sé por qué luchan los griegos, los hispánicos y los germanos. Ellos luchan por las mismas razones, si bien con lógicas variaciones, por las que lucho yo. Pero yo no sé por qué luchan estos esclavos. Yo no sé cómo toma él a la chusma, toda la inmundicia y la basura del mundo entero, y la usa para destruir a las me¬jores tropas que haya habido sobre la tierra. Para formar a un legionario son necesarios cinco años..., cinco años pa¬ra hacerle comprender que su vida carece de importancia, que la legión y solamente la legión es lo que cuenta, que una orden debe ser obedecida, cualquier orden. Cinco años de adiestramiento, diez horas diarias, todos los días... y entonces se los puede llevar a una barranca y ordenarles que sigan marchando más allá de la orilla y ellos obedece¬rán. Y, sin embargo, esos esclavos han destruido las mejo¬res legiones de Roma. Por eso es por lo que le he pedido que venga aquí desde Capua..., para que me hable de Es¬partaco. De modo que yo pueda sacarme la venda que me cubre los ojos.
Baciato asintió sombríamente. En ese instante se sen¬tía más relajado. Era el confidente y consejero de grandes generales, de manera que tenía que estar a la altura.
–En primer lugar –dijo Craso– está el hombre. Hábleme de él. ¿Qué aspecto tiene? ¿Dónde dio con él?
–Los hombres nunca tienen el aspecto de lo que son.
–Cierto, muy cierto, y cuando se comprende eso se conoce a los hombres...
Esta frase constituía el mejor halago que podía ofre¬cérsele a Baciato.
–Era dócil, muy dócil, casi humilde, y es tracio; eso es todo lo que hay de cierto respecto a él. –Baciato hun¬dió un dedo en el vino e hizo correr la punta sobre la me¬sa–. Dicen que es un gigante..., no, no, de ninguna ma¬nera. No hay tal gigante. Ni siquiera es lo que puede decirse alto. Más o menos de su altura, diría. Cabellos negros, ri¬zados; ojos de color marrón obscuro. Tenía la nariz quebra¬da; de no ser así podría haberse dicho que era bien pare¬cido. Pero la nariz rota le daba a su rostro una expresión ovina. Cara ancha y expresión dulce, rasgos sumamente engañosos. Habría matado a cualquier otro que hubiera hecho lo que él hizo.
–¿Qué es lo que hizo? –preguntó Craso.
–¡Ah!...
–Quiero hablar con franqueza porque quiero tener una descripción franca –dijo Craso lentamente–. Quie¬ro que sepa que cualquier información que me propor¬cione será sobre la base de la más estricta confidencia¬lidad. –Y por el momento dejó de lado el incidente por el cual Baciato habría matado a Espartaco–. También quiero conocer sus antecedentes..., dónde lo compró y qué era él.
–¿Qué es un gladiador? –sonrió Baciato abriendo sus manos–. No es simplemente un esclavo, comprende..., o por lo menos los gladiadores de Capua no son simples esclavos. Son especiales. Si usted hace pelear a perros, no compra perros falderos mimados por niñitas. Si usted hace luchar a hombres, querrá hombres que peleen. Hom¬bres que rumien su hiél. Hombres que odien. Hombres con bazo. Así que yo requiero de los agentes que tengo en el mercado que busquen hombres con bazo. Ese tipo no es conveniente para esclavo doméstico ni tampoco es bue¬no para los latifundios.
–¿Por qué para los latifundios? –pregunto Craso.
–Porque si un hombre está deshecho, yo no lo quiero. Y si usted no puede doblegar a un hombre, usted pue¬de matarlo, pero no puede hacerlo trabajar. Hará mal el trabajo. Echará a perder a los otros que trabajan. Es como una enfermedad.
–¿Y por qué lucha, entonces?
–¡Ah!..., he aquí la pregunta, y si usted no puede con¬testarla, entonces no puede trabajar con gladiadores. En los tiempos pasados a los luchadores del circo se les llamaba bustuarii, y luchaban por amor a la lucha; estaban mal de la cabeza, había muy pocos y, detalle importantísimo, no eran esclavos. –Se tocó la cabeza significativamente–. Nadie lu¬cha hasta derramar sangre sin estar mal de la cabeza. A na¬die le agrada. Al gladiador no le gusta combatir. Pelea por¬que se le da un arma y se le quitan las cadenas. Y cuando tiene el arma en sus manos, sueña con que es libre..., y eso es lo que quiere, tener un arma en sus manos y soñar que es libre. Y entonces es vuestro ingenio contra su ingenio, porque él es un demonio y usted también tiene que ser un demonio.
–¿Y dónde encuentra a tales hombres? –preguntó Cra¬so, intrigado y cautivado por el relato simple y llano de un hombre que conocía su negocio.
–Hay sólo un lugar donde encontrarlos..., esos que yo prefiero. Sólo un lugar: las minas. Tiene que ser en las minas. Deben venir de algún lugar que, comparado con el, la legión es un paraíso; el latifundio es un paraíso, y has¬ta el patíbulo es una bendita merced. Allí es donde los en¬cuentran mis agentes. Allí es donde encontraron a Espartaco... y era koruu. ¿Sabe lo que quiere decir esa palabra?
–Creo que es un término egipcio.
Craso sacudió la cabeza.
–Quiere decir tres generaciones de esclavos –expli¬có Baciato–. El nieto de un esclavo. En lengua egipcia, tam¬bién sirve para designar a cierto tipo de abominable ani¬mal. Una bestia abyecta. Una bestia intocable entre las bestias, sí, aún para las bestias mismas. Koruu. Podríamos preguntarnos por qué surgió esto de Egipto. Yo se lo diré. Hay cosas peores que ser lanista. Cuando vine a su campa¬mento, su oficial me miró desdeñosamente. ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Todos somos carniceros, o no lo somos, acaso?, y nues¬tro comercio es la carne trinchada. ¿Entonces, por qué?
Estaba ebrio. Sentía pena de sí mismo aquel gordo entrenador de gladiadores que dirigía la escuela de Capua. Le salió el alma; hasta un gordo y sucio cerdo que tiene un ludus, allí donde la arena se convierte en relleno para mor¬cillas tiene un alma.
–¿Y Espartaco era koruu? –inquirió suavemente Cra¬so–. ¿Espartaco vino de Egipto?
Baciato asintió.
–Era tracio, pero vino de Egipto. Los explotadores de minas de oro de Egipto compran en Atenas y cuando pue¬den, compran koruu, y a los tracios se los aprecia.
–¿Por qué?
–Existe la leyenda de que son buenos bajo tierra.
–Comprendo. ¿Pero por qué dicen que a Espartaco lo compraron en Grecia?
–¿Sé yo acaso por qué se dicen todas las tonterías que se dicen? Pero yo sé dónde fue comprado él, porque yo lo compré. En Tebas. ¿Duda de lo que digo? ¿Soy un menti¬roso? Soy un gordo lanista, un hombre solitario sentado bajo esta asquerosa lluvia de Galia. ¿Por qué vivo tan soli¬tario? ¿Qué derecho tiene usted a mirarme con desprecio? Su vida es su vida. La mía es la mía.
–Me siento muy honrado de tenerlo por huésped. Yo no lo miro con desprecio –dijo Craso.
Baciato sonrió y se inclino hacia el.
–¿Sabe lo que yo quiero? ¿Sabe lo que yo necesito? Somos dos hombres de mundo, usted y yo. Necesito una mujer. Esta noche. –Su voz se volvió suave y ronca y supli¬ente–. ¿Por qué necesito una mujer? No por placer, sino por soledad. Para cicatrizar las heridas. Usted tiene mujeres... Los hombres nunca se apartan voluntariamente de las mujeres.
–Hábleme de Espartaco y Egipto –dijo Craso–. Des¬pués hablaremos de mujeres.

III

De modo que ocurrió que antes de que se hablara de un infierno cristiano en libros y en sermones –y posiblemen¬te también después– ya existía en la tierra un infierno que los hombres habían visto y al que miraban y conocían muy bien. Porque está en la naturaleza del hombre el que so¬lamente pueda escribir sobre los infiernos que él mismo ha creado primero.
En el mes de julio, cuando el tiempo es seco y ho¬rrible, sube por el Nilo desde Tebas. Sube hasta la prime¬ra catarata. Te encontrarás ya en la propia tierra del de¬monio. ¡Mira cómo la cinta verde a lo largo de la ribera se ha encogido y blanqueado! ¡Mira cómo las colinas y mon¬tículos del desierto lo son de arena cada vez más fina! Hu¬mo y polvo; el viento las toca y vuelan aquí y se levanta en tentáculos más allá. Cuando el río discurre lentamen¬te –y así ocurre durante el tiempo seco– una costra de pol¬vo blanco lo cubre. El polvo está también en el aire y ya el calor es intenso.
Pero por lo menos corre un poco de viento en el lu¬gar. Ahora has pasado la primera catarata y debes internar¬te en el desierto de Nubia, que se extiende hacia el sur y hacia el este.
Intérnate en el desierto lo suficiente como para de¬jar atrás el escaso viento que sopla sobre el río, pero no tanto como para alcanzar al menos un soplo de la brisa del mar Rojo. Y ahora sigue hacia el sur.
De pronto el viento se ha detenido y la tierra está muerta. Únicamente el aire está vivo, cristalizado, y resplandece por el calor, y los sentidos humanos carecen ya de valor porque el hombre ya no ve nada tal como es; todo está altera¬do y se ve encorvado y torcido y combado por el calor. Y el desierto también ha cambiado. Es una idea errada la que tie¬ne mucha gente de que el desierto es igual en todas partes; pero desierto significa solamente falta de agua y esta falta de agua varía enormemente en grados, y el desierto varía tam¬bién de acuerdo con la naturaleza del suelo y del paisaje don¬de se encuentra. Hay desiertos rocosos y desiertos montaño¬sos y desiertos de arena, y blancos desiertos de sal y desiertos de lava... y existe también el desierto del movedizo polvo blanco, donde la muerte es el mandato absoluto.
Aquí no crece absolutamente nada. No se conocen aquí los arbustos secos, retorcidos, duros, del desierto de rocas; ni la solitaria maleza rastrera del desierto de are¬na; aquí no se conoce nada.
Entra, pues, en este desierto. Avanza con ahínco por el polvo blanco y siente cómo golpea en tus espaldas ola tras ola de terrible calor. Tan caliente como todo lo ima¬ginable pero lo suficiente como para permitir que un hom¬bre viva, tal es el calor que existe allí. Abre una huella a través de este desierto caliente y terrible, y tiempo y espa¬cio se harán infinitos y monstruosos. Pero seguirás y segui¬rás y seguirás. ¿Qué es el infierno? El infierno comienza cuando los más sencillos y necesarios actos de la vida se ha¬cen monstruosos, y esta convicción ha sido compartida en todas las edades por aquellos que han probado los infier¬nos que el hombre hace sobre la tierra. Ahora es espanto¬so caminar, respirar, ver, pensar.
Pero esto no sigue así para siempre. De pronto se ob¬serva un trazado y aparece un aspecto más del infierno. Ante ti surgen negras colinas, extrañas colinas negras de pesadilla. Éste es el campamento de las piedras negras. Avanzas hacia la piedra negra y entonces ves que está toda veteada con filones de brillante mármol blanco. ¡Oh, cuan blanco es este mármol! ¡Oh, cómo centellea y brilla y con qué celestial lustre, porque los senderos del cielo están pa¬vimentados con oro y el blanco mármol es rico en oro! Por eso es por lo que los hombres vienen a este lugar, y es por eso por lo que estás aquí, porque el mármol es rico y abun¬dante en oro.
Acércate más y mira. Hace mucho tiempo que los faraones egipcios descubrieron este campamento de ro¬cas, y en esos tiempos sólo disponían de herramientas de cobre y bronce. De modo que solamente pudieron picar y raspar en la superficie y nada más. Mas después de ge-neraciones de estar raspando la superficie, el oro se ago¬tó y fue necesario ir hacia la profundidad de la roca negra y echar a un lado el mármol blanco. Eso fue posible por¬que pasó la edad del cobre y vino la edad del hierro, y ahora los hombres pueden trabajar el mármol con picos y con cuñas de hierro y machos de diez kilos.
Pero fue necesaria una nueva clase de hombres. El calor y el polvo y las contorsiones físicas necesarias para se¬guir la retorcida vena conteniendo oro, dentro de la roca, hizo imposible el empleo de campesinos, ya fueran de Etio¬pía o de Egipto y el esclavo común costaba demasiado y moría muy pronto. De modo que a este lugar fueron traí¬dos endurecidos soldados hechos prisioneros y niños koruu, nacidos de esclavos que habían nacido de esclavos en un proceso en el que podían sobrevivir únicamente los más fuertes y duros. Y hacían falta niños, porque cuando la vena se estrechaba, en la profundidad del campamento de roca, únicamente un niño podía ir allí a trabajar.
El viejo esplendor y el poderío de los faraones desa¬pareció y las arcas de los reyes griegos de Egipto quedaron vacías, la mano de Roma había caído sobre ellos y los tra¬mites de esclavos de Roma se hicieron cargo de la explo¬tación de las minas. De todos modos, nadie como los ro¬manos sabía hacer trabajar verdaderamente a los esclavos.
Llegas a las minas como llegó Espartaco, con ciento veintidós tracios encadenados de cuello a cuello, arrastran¬do sus cadenas ardientes a través del desierto, por el largo camino desde la primera catarata. El duodécimo hom¬bre contando desde adelante es Espartaco. Está casi des-nudo, como están casi desnudos todos ellos, y pronto es¬tará completamente desnudo. Le cubre los ijares un jirón de género, y tiene largo cabello y le ha crecido la barba, tal como todos los hombres de la línea tienen barba y lar¬gos cabellos. Las sandalias están completamente gastadas, pero lleva lo poco que ha quedado de ellas por la protec¬ción que aún puedan proporcionarle; si bien la piel de sus pies tiene poco más de un centímetro de espesor y es du¬ra como el cuero, no por ello constituye suficiente protec¬ción contra el ardiente desierto de arena.
¿Qué apariencia tiene este hombre, Espartaco? Tie¬ne veintitrés años de edad ahora que arrastra la cadena a través del desierto, pero no se sabe por su aspecto; para los de su clase existe la intemporalidad de la herramienta, ni juventud ni madurez ni envejecimiento, sino la intem¬poralidad de la herramienta. De la cabeza a los pies, en los cabellos, en la barba y en el rostro, está cubierto con la pol¬vorienta arena blanca, pero debajo de la arena su piel es de un tostado marrón, como sus ojos obscuros e intensos que salen de su cadavérico rostro al igual que ardientes carbones de odio. La piel bronceada es inherente a la vi¬da de los de su tipo, porque los esclavos de piel blanca y rubios cabellos de las tierras nórdicas no pueden traba¬jar en las minas; el sol los quema y los mata, y mueren en medio de los más tremendos dolores.
Es difícil afirmar si es alto o bajo, porque los hom¬bres encadenados no caminan erectos, pero el cuerpo es¬tá curtido a latigazos, reseco por el sol, deshidratado pero no descarnado.
Porque en tantas generaciones hubo un proceso de espigamiento, de aventamiento y en las rocosas colinas de Tracia la vida nunca fue fácil, de modo que cuanto so¬brevive es fuerte y se aferra con denuedo a la vida. El pu¬ñado de trigo con que se alimentan a diario, los chatos y duros bizcochos de cebada son absorbidos hasta extraer¬les el último residuo de sustancia y el cuerpo es lo suficien¬temente joven para sostenerse a sí mismo. La nuca es grue¬sa y musculosa, pero presenta llagas ulceradas allí donde se asienta el collar de bronce. Los hombros están cubier¬tos de músculos y tan iguales son las proporciones del cuer¬po que el hombre parece más pequeño de lo que es. El rostro es ancho y debido a que la nariz le fue rota a raíz de un bastonazo asestado por un capataz, aparece más cha¬ta de lo que en realidad es, y como sus obscuros ojos están muy separados, adquiere una mansa expresión ovejuna. Bajo la barba y el polvo, la boca aparece ancha y con labios gruesos, sensuales y sensitivos, y si se contraen –en una mueca, nunca en una sonrisa– se ve que los dientes son blancos y parejos. Las manos son grandes y cuadradas y tan hermosas como suelen ser algunas manos; en realidad, lo único hermoso que tiene son las manos.
Éste, pues, es Espartaco, el esclavo tracio, hijo de un esclavo que fue a su vez hijo de esclavo. No hay hombre que conozca su destino y el futuro no es un libro que se pueda leer y aun el pasado –cuando el pasado es trabajo agotador y nada mas que trabajo agotador– puede disolverse en un lóbrego lecho de incontables dolores. Éste, pues es Espartaco, que no conoce el futuro y no tiene mo¬tivos para recordar el pasado y a quien nunca se le ha ocu¬rrido que los que trabajan puedan llegar jamás a hacer otra cosa que trabajar, ni tampoco que nunca llegue un tiem¬po en que el hombre pueda trabajar sin que el látigo fus¬tigue sus espaldas.
¿En qué piensa mientras avanza penosamente a tra¬vés de la arena caliente? Bueno, habría que saber que cuan¬do un hombre arrastra una cadena, piensa muy poco, en muy pocas cosas, y la mayor parte del tiempo lo mejor es no pensar en otra cosa que en cuándo se volverá a comer otra vez, beber nuevamente, dormir de nuevo. De modo que no hay pensamientos complicados en la mente de Es¬partaco o en la mente de cualquiera de los tracios, los camaradas que con él llevan las cadenas. A los hombres se los transforma en bestias y ellos no piensan en los ángeles.
Pero ahora estamos al final de un día y la escena es¬tá cambiando, y los hombres de ese tipo se aferran a pe¬queñas excitaciones y cambios. Espartaco mira hacia arri¬ba y allí está la negra cinta de la escarpa. Hay una geografía de los esclavos y aunque ellos no conocen la forma de los mares, la altura de las montañas o el curso de los ríos, co¬nocen muy bien las minas de plata de Hispania, las mi¬nas de oro de Arabia, las minas de hierro del África del Norte, las minas de cobre del Cáucaso y las minas de estaño de Galia. Tienen su propio léxico del horror, su propio refugio en el conocimiento de otros lugares peores que en el que están; pero en el mundo entero no hay nada peor las negras escarpas de Nubia.
Espartaco lo mira; los otros lo miran, y toda la línea detiene su penosa marcha, su empecinada marcha, y los camellos con sus cargas de agua y trigo también se detie¬nen, y hasta se detienen los capataces con sus látigos y sus picas. Todos miran a la negra cinta del infierno. Y enton¬ces la línea reanuda la marcha.
Cuando llegan a ella, el sol se está poniendo tras la negra roca, que ha ennegrecido aún más, que se ha torna¬do más salvaje, más siniestra. Ha terminado el día de tra¬bajo y los esclavos van saliendo de los pozos.
«¿Qué son ésos, qué son ésos?», piensa Espartaco.
Y el hombre que camina detrás de él murmura: «¡Dios me ayude!».
Pero Dios no los ayudará a ellos allí. Dios no se en¬cuentra allí; ¿qué podría estar haciendo Dios allí? Y enton¬ces Espartaco comprende que las cosas que ve no son ex¬trañas especies del desierto, sino hombres como él mismo y niños como él lo fuera una vez. Eso es lo que son. Pero la diferencia en ellos ha sido compuesta desde adentro y desde fuera; y para aquellas fuerzas que les dieron formas distintas a las de la humanidad ha habido una respuesta interior, un lento desaparecer del deseo de ser humano. Basta mirarlos... ¡Miradlos! El corazón de Espartaco, que con el transcurrir de los años se había endurecido como la piedra, comenzó a contraerse con miedo y horror. Las fuentes de su íntima piedad, que creía habíanse secado, aún estaban húmedas, y su deshidratado cuerpo todavía era capaz de verter lágrimas. Él los mira. El látigo cae so¬bre sus espaldas, para obligarlo a moverse, pero no obstan¬te se queda allí y los mira.
Se han estado arrastrando en las galerías y ahora que salen al exterior siguen arrastrándose como animales. No se han bañado desde que se encuentran aquí, y nunca más volverán a bañarse. Su piel es un conjunto de retazos de polvo negro y mugre marrón; su cabello es largo y esta apelotonado, y, cuando no son niños, tienen barbas. Algunos son negros y otros blancos, pero la diferencia es ahora tan pequeña que difícilmente se la toma en cuenta. Todos tienen desagradables callosidades en las rodillas y los codos, y están desnudos, completamente desnudos. ¿Por qué? ¿Es que las ropas los harán vivir más tiempo? La mina tiene un solo propósito, proporcionar beneficios a los accionistas romanos, y aun unas sucias hilachas de ves-tidos cuestan algo.
Pero hay algo que todos ellos llevan. Cada uno tie¬ne en su cuello un collar de bronce o de hierro, y cuan¬do van saliendo arrastrándose fuera de la roca negra, los capataces unen cada collar a una larga cadena y, cuando el número de encadenados llega a veinte, los hacen mar-char hacia su barraca. Debe tenerse en cuenta que jamás nadie escapó de las minas de Nubia; nadie pudo escapar. ¿Un año en las minas y cómo podría uno pertenecer nue¬vamente al mundo de los hombres? La cadena, más que una necesidad, es un símbolo.
Espartaco clava la vista en ellos y busca a los de su cla¬se, a su propia raza, al género humano, a la humanidad, que es la raza y la clase del hombre cuando el hombre es un esclavo. «Hablad», se dice a sí mismo, «hablad entre vo¬sotros». Pero no hablan. Están silenciosos y muertos. «Son¬reíd», se suplica a sí mismo. Pero nadie sonríe.
Llevan con ellos sus herramientas, los picos de hie¬rro, las barras y los formones. Muchos de ellos llevan rústicas lámparas atadas a sus cabezas. Los niños, flacos como arañas, se contorsionan al caminar y pestañean constantemente al entrar en contacto con la luz. Los niños nunca crecen: sirven para dos años a lo más, después de llegar a las minas, pero no hay otro modo de seguir la veta de oro de las piedras cuando se hace más delgada y cambia de rumbo. Llevan las cadenas junto a los tracios, pero ni si¬quiera vuelven la cabeza para mirar a los recién llegados No tienen curiosidad. No les importa.
Y Espartaco sabe. «Dentro de muy poco a mí tam¬poco me importará», se dice a sí mismo. Y esto es más ate¬rrador que cualquier otra cosa.
Ahora los esclavos van a comer y los tracios son lleva¬dos con ellos. La caverna en la piedra, que es su barraca, ha sido construida en la base de la propia escarpa. Fue construida hace mucho, mucho tiempo. Nadie recuerda cuándo fue construida. Está hecha de bloques macizos de piedra negra, y dentro no hay luz, y la ventilación provie¬ne únicamente de la abertura de cada extremo. Nunca se la ha limpiado. La suciedad depositada allí durante dé¬cadas se ha podrido y endurecido sobre el piso. Los capa¬taces nunca entran allí. Si dentro se produjera algún mo¬tín, se limitarían a suspender la ración de alimentos y agua; después de haber estado suficiente tiempo sin alimentos ni agua, los esclavos se volverán dóciles y se arrastrarán ha¬cia afuera, como animales que son. Cuando alguien mue¬re dentro, los esclavos sacan el cadáver. Pero a veces un niñito muere en la profundidad de la caverna y nadie lo advertirá ni nadie lo echará de menos hasta que la descom¬posición de su cuerpo lo ponga en evidencia. Tal clase de lugar es la barraca.
Los esclavos entran allí sin las cadenas. Al entrar se las retiran y les entregan un tazón de madera con alimen¬to y una bota de cuero con agua. La bota contiene poco menos de un cuarto, y ésta es la ración que les propor¬cionan dos veces al día. Pero dos cuartos de agua al día no son suficientes para reponer lo que el calor sustrae del cuerpo en un lugar tan seco, de modo que los esclavos están sujetos a un proceso progresivo de deshidratación. Si otras cosas no los matan, tarde o temprano aquello des¬truirá sus riñones y, cuando el dolor llegue al extremo de impedirles trabajar, serán abandonados en el desierto, pa¬ra que mueran.
Todo eso lo sabía Espartaco. El lo sabe todo respec¬to a los esclavos y la comunidad de los esclavos es la suya. Ha nacido en ella; ha crecido en ella; ha madurado en ella. Conoce el secreto fundamental de los esclavos. Es un deseo, no de placeres, comodidades, alimentos, música, risa, amor, abrigo, mujeres o vino; nada de eso. Es el de¬seo de aguantar, de sobrevivir. Eso y nada más que eso: so¬brevivir. No sabe por qué. No hay razón para tal supervi¬vencia ni lógica en ese sobrevivir; pero tampoco la hay en el conocimiento y en el instinto. Ningún animal podría sobrevivir en esa forina; el modo de sobrevivir no es sen¬cillo; no es una tarea fácil; es mucho más complejo y se re¬quiere más meditación y es más difícil que todos los pro-blemas que haya afrontado la gente que nunca afrontó este problema. Y también hay una razón para ello. Y lo que justamente no conoce Espartaco es la razón.
Pero quiere sobrevivir. Se adapta, se amolda, acepta las condiciones, se aclimata, se sensibiliza. El suyo es un or¬ganismo de profunda fluidez y flexibilidad. Su cuerpo con¬serva fuerza de la libertad de ser liberado de las cadenas. ¡Cuánto tiempo él y sus camaradas llevaron las cadenas a través del mar, remontando el río Nilo, cruzando el desier¬to.! ¡Semanas y semanas encadenado, y ahora se ve libre de ellas! Se siente más liviano que una pluma, pero esa for¬taleza que acaba de encontrar no debe ser desperdiciada. Acepta el agua... más agua de la que ha visto en sema¬nas. La guardará y la sorberá durante horas, de modo que cada gota caiga en los tejidos de su cuerpo. Toma sus ali¬mentos, trigo y cebada pisada cocida con langostas secas. Bueno, en las langostas secas hay fuerza y vida y el trigo y la cebada son el tejido de su carne. Ha comido peor, y hay que hacer honor a todo alimento; aquellos que no lo hon¬ran, aunque sea con el pensamiento, se convierten en ene¬migos de los alimentos, y pronto mueren.
Camina en la obscuridad de la barraca y la fétida olea¬da del olor a podrido agrede sus sentidos. Pero no hay hombre que muera por el mal olor, y solamente los tontos y los hombres libres se pueden dar el lujo de vomitar. Él no gastará un gramo del contenido de su estómago en co¬sa parecida. No luchará contra ese olor; no se puede lu¬char contra tales cosas. En cambio, abrazará ese olor; le dará la bienvenida y dejará que lo penetre y pronto no ten¬drá por qué aterrorizarse de él.
Marcha en la obscuridad y sus pies lo guían. Sus pies son como ojos. No debe ni tropezar ni caer, porque en una mano lleva la comida y en la otra el agua. Se orienta hacia la pared de piedra y se sienta con la espalda contra ella. No se está tan mal aquí. La piedra es fría y tiene donde apoyar la espalda. Come y bebe. Y en torno a él se sienten los mo¬vimientos y el masticar de otros hombres y niños que ha¬cen exactamente lo que hace él, y dentro de él los exper¬tos órganos de su cuerpo le ayudan y con experiencia extraen lo que necesitan del poco alimento y de la escasa agua. Ingiere los últimos granos de alimento de su tazón, bebe lo que pueda quedar y lame luego el interior del re¬cipiente. Esto no está condicionado por el apetito; alimen¬to es supervivencia; cada residuo insignificante de comi¬da constituye supervivencia.
Una vez comidos los alimentos, algunos de los que han comido se sienten más contentos y otros se entregan a la desesperación. No toda desesperación se ha desvanecido en este lugar; la esperanza puede perderse, pero la desesperación se aferra más empecinadamente, y se sien¬ten gemidos y suspiros y se vierten lágrimas, y en alguna arte se deja oír un grito tembloroso. Y hasta alguien ha¬bla un poco, una voz débil llama:
–¿Espartaco, dónde estás?
–Aquí, estoy aquí, tracios –responde.
–Aquí está el tracio –dice otra voz. «Tracio, tracio.» Ellos son su pueblo y se reúnen en torno de él. Siente sus manos mientras se apretujan junto a él. Tal vez los otros esclavos escuchan, pero de cualquier manera están pro¬fundamente silenciosos. Se trata solamente del cumplido de los recién llegados al infierno. Es posible que los que llegaron antes allí recuerden ahora qué era lo que más te¬mían recordar. Algunos entienden las palabras de la len¬gua ática y otros no. Es posible que en alguna parte hasta exista memoria de las montañas coronadas de nieve de Tracia, la bendita, la bendita frescura, los arroyuelos dis¬curriendo entre los bosques de pinos y las cabras negras brincando entre las rocas. ¿Quién sabe qué recuerdos per¬duran en el pueblo condenado de la escarpa negra?
«Tracio» lo llaman, y ahora los siente en todos lados, y cuando extiende una mano siente el rostro de uno de ellos, todos cubiertos de lágrimas.
Ah, las lágrimas son un derroche.
–¿Dónde estamos, Espartaco, dónde estamos? –mur¬mura uno de ellos.
–No estamos perdidos. Recordamos cómo hemos ve¬nido.
–¿Quién se acordará de nosotros?
–No estamos perdidos –repite.
–Pero ¿quién se acordará de nosotros?
No se puede hablar de esa manera.
Él es casi un pa¬dre para ellos.
Porque para hombres que lo doblan en años él es el padre, según la vieja costumbre de la tribu. Todos ellos son tracios, pero él es el tracio.
De modo que él les canta suavemente, al igual que un padre cuenta un cuen¬to a sus hijos:

Así como en la playa rompe impetuosa el agua.
En cerrada formación ante el viento del oeste,
Surgiendo translúcida desde el fondo del océano
Y encurvándose sobre la tierra al romper,
Su blanca espuma con decisión arroja lejos.
Así también y en tal orden los danaítas avanzaron,
Sin titubeos, hacia el frente de batalla...

Se posesiona de ellos y contiene sus penas, pensando pa¬ra sí mismo: «¡Qué maravilla, qué magia hay en la vieja can¬ción!». Los libera de aquella terrible obscuridad y los lleva a las perladas playas de Troya. ¡Allí están las blancas torres de la ciudad! ¡Allí están los dorados guerreros, cubiertos de bronce! El suave canto sube y desciende y suelta los nudos del terror y la ansiedad, y en la obscuridad se siente cómo se mueven y cómo gesticulan. Los esclavos no necesitan sa¬ber griego y, además, en el dialecto tracio de Espartaco po¬co queda de la lengua ática; ellos conocen ese canto, en que se conserva la vieja sabiduría de un pueblo y se la man-tiene para los tiempos de tribulaciones...
Finalmente Espartaco se echa a dormir. Dormirá. Jo¬ven como es, hace mucho que hizo frente y dominó al te¬rrible enemigo del insomnio. Ahora él mismo se sosiega y explora los recuerdos de la infancia. Quiere frescura, lim¬pios cielos azules y sol y suaves brisas, y allí está todo eso. Yace entre los pinos observando cómo pacen las cabras, y junto a él está un hombre viejo, muy viejo. El viejo le enseña a a leer con un palo, el viejo traza letras y más letras en la tierra.
–Lee y aprende, hijo mío –le dice el viejo–. Así noso¬tros los esclavos, llevamos un arma con nosotros. Sin ella, somos como las bestias del campo. El mismo Dios que le dio el fuego al hombre le dio el poder de escribir sus pen¬samientos, de modo que pueda recordar los pensamien¬tos de los dioses en los dorados tiempos pasados. En aquel entonces los hombres estaban cerca de los dioses y podían hablar con ellos cuando querían, y entonces no había es-clavos. Y ese tiempo volverá.
Y Espartaco recuerda y sus recuerdos se transforman en un sueño y duerme...
Por la mañana es despertado por el doblar del tam¬bor. Hacen doblar el tambor a la entrada de la barraca y su retumbar hace eco y vuelve a repetirse a lo largo de la caverna de piedra. Se levanta y en torno a él siente cómo se levantan sus compañeros esclavos. En la extrema obscuridad avanzan hacia la entrada. Espartaco lleva consigo su tazón y su bota; si los olvidara, no habría para él alimentos ni agua en ese día; pero él conoce bien la vida de la es-clavitud y no hay en ella variantes tales que no pueda pre¬ver. Al avanzar siente la presión de los cuerpos en torno a él y se deja llevar con ellos hacia la abertura del extremo de la barraca de piedra. Y durante todo ese tiempo el tam¬bor sigue retumbando.
Falta una hora para que amanezca y el desierto tiene la frescura que siempre tendrá. En esta única hora del día el desierto es un amigo. Una suave brisa refresca el ros¬tro de la escarpa. El cielo es de un maravilloso azul obscuro y el suave centelleo de las estrellas desaparece lentamen¬te, único signo de feminidad en aquel triste, desahuciado mundo de hombres. Hasta los esclavos de las minas de oro de Nubia –de las que ninguno volverá– deben tener un pequeño descanso; y entonces se les da la hora antes del amanecer, de modo que sus corazones se llenen de un punzante amargo dulzor que reviva sus esperanzas.
Los capataces están agrupados a un lado, mastican¬do pan y bebiendo agua. Hasta dentro de cuatro horas no se les dará ni pan ni agua a los esclavos, pero una cosa es ser capataz y otra es ser esclavo. Los capataces están envueltos en mantas de lana y cada uno de ellos lleva un látigo, una pesada cachiporra y un largo cuchillo. ¿Quiénes son estos hombres, los capataces? ¿Qué es lo que los trae a este te¬rrible lugar del desierto donde no habita mujer alguna?
Son hombres de Alejandría, amargos, duros, y están aquí porque se les paga bien y porque obtienen un por¬centaje sobre todo el oro que producen las minas. Están aquí con sus sueños de riqueza y ociosidad, y con la pro¬mesa de obtener la ciudadanía romana una vez que hayan servido cinco años en beneficio de la corporación. Viven para el futuro, cuando alquilen una vivienda en una casa de vecindad de Roma, cuando cada uno de ellos compre tres o cuatro o cinco muchachas esclavas para que duer¬man con ellos y para que les sirvan, y cuando pasen el día entero en los juegos o en los baños, y cuando se emborra¬chen todas las noches. Creen que viniendo a este infierno, anticipan su futuro paraíso terrenal; pero la verdad es que ellos, al igual que los guardianes de las cárceles, necesitan más del insignificante señorío sobre los condenados que el perfume, los vinos o las mujeres.
Son extraños hombres, producto único de los arra¬bales de Alejandría y hablan un lenguaje que es una jer¬ga de arameo y griego. Hace dos siglos y medio que los griegos conquistaron Egipto y estos capataces no son ni egipcios ni griegos, sino alejandrinos. Lo que quiere decir que son versátiles en su corrupción, cínicos en sus apre¬ciaciones e incrédulos de todo dios. Su codicia es gran¬de pero barata. Se acuestan con hombres y duermen ador¬mecidos por la droga del jugo de las hojas de Khat, que crece en las costas del mar Rojo. Tales son los hombres a los que observa Espartaco en la fresca hora anterior al ama¬necer, mientras los esclavos salen de las grandes barracas de piedra, echan al hombro sus cadenas y van hacia la es¬carpa. Ésos serán sus amos; y sobre él detentarán poder de vida y muerte; y por eso observa en busca de pequeñas di¬ferencias, costumbres, maneras e indicaciones. En las mi¬nas no hay guardianes buenos, pero es posible que algu¬nos sean menos crueles y menos sádicos que otros.
Observa cómo se apartan, uno a uno, para hacerse cargo allí donde están formando los esclavos. Aún hay de¬masiada obscuridad para poder distinguir sutilezas de ras¬gos o formas, pero sus ojos tienen práctica en tales cosas, y hasta en la manera de caminar y en el peso de un hom¬bre existe algo que los define.
Está fresco y los esclavos están desnudos. Ni siquiera un jirón de género oculta sus lastimosos, inútiles órganos sexuales quemados por el sol, y allí están de pie tiritando y cruzando sus brazos en torno al cuerpo. La ira llega len¬tamente hacia Espartaco, ya que la ira no es productiva en la vida de los esclavos, pero piensa: «Podemos sopor¬tar todo menos esto, porque cuando no hay ni un pedazo de genero para cubrir nuestras partes, somos como anima-les». Y entonces revisa mentalmente: «No, menos que ani¬males. Porque cuando los romanos se apoderaron de las tierras a que pertenecíamos y de las plantaciones en que trabajábamos, los animales quedaron en el campo y sola¬mente nosotros fuimos enviados a las minas».
Ahora ha cesado el maldito redoble del tambor y los cuidadores desenrollan sus látigos y ablandan la tiesura del cuero de modo que el ambiente se llena de chasquidos y estallidos. Descargan sus látigos al aire, porque es dema¬siado temprano para descargarlos sobre la carne, y la pan¬dilla avanza hasta el frente de las formaciones. Está más claro ahora y Espartaco puede ver el flaco niño que tirita a su lado y que deberá arrastrarse al fondo de la tierra para picar en la piedra blanca donde se encuentra el oro. Los otros tracios también ven, ya que se han reunido en torno a Espartaco, y algunos murmuran:
–Padre, oh padre, ¿qué clase de infierno es éste?
–Todo marchará bien –declara Espartaco; porque cuando a uno le llaman padre los suficientemente viejos como para ser padres de uno, ¿qué otra cosa se puede de¬cir? De modo que dice las palabras que debe decir.
Todos los grupos se han ido hacia la escarpa y sola¬mente ha quedado el desordenado grupo de los tracios. Queda una media docena de capataces, dirigido por uno de ellos. Avanzan hacia los recién venidos arrastrando los látigos, que dejan trazos sobre la arena. Uno de los capa¬taces habla y pregunta en su jerga:
–¿Quién es vuestro líder, tracios?
Nadie responde.
–Es demasiado pronto para el látigo, tracios. Espartaco interviene entonces:
–Ellos me llaman padre.
Los cuidadores lo miran de arriba abajo y lo miden.
–Eres demasiado joven para que te llamen padre.
–Ésa es la costumbre de nuestra tierra.
–Aquí tenemos otras costumbres, padre. Cuando los hijos pecan, los padres son azotados. ¿Me oyes?
–He oído.
–Entonces oíd todos vosotros, tracios. Éste es un mal lugar pero puede ser peor. Mientras viváis, os exigiremos trabajo y obediencia. Una vez hayáis muerto, no os exigi¬remos nada. En otros lugares es mejor vivir que morir. Pe¬ro aquí podemos hacer que sea preferible morir que vivir. ¿Me entendéis, tracios?
Está saliendo el sol. Se los encadena y llevan sus ca¬denas hacia la escarpa. Allí se las quitan. La breve frescu¬ra de la mañana ya ha desaparecido. Se les entregan he¬rramientas, picos de hierro, barrenos, barras. Se les muestra una veta blanca en la roca negra, en la base de la escar-pa. Puede ser el comienzo de una vena; puede no ser na¬da. Deben extraer la roca negra y dejar al descubierto la piedra que contiene oro.
El sol se ha remontado en el cielo y el terrible calor del día comienza de nuevo. Picos y barras y barrenos. Es¬partaco enarbola un martillo. Cada hora hay medio kilo más de peso en el martillo. Es fuerte, pero nunca antes en su vida de trabajo hizo un trabajo como éste, y pronto ca¬da músculo de su cuerpo se retuerce y gime bajo la ten¬sión. Es muy sencillo decir que el martillo pesa más de ocho kilos; pero no hay palabras para describir las torturas de un hombre que enarbola y descarga tal martillo hora tras hora. Y aquí, donde el agua es tan preciosa, Espartaco co¬mienza a sudar. El sudor mana de su piel, corre por su fren¬te, y le cae en los ojos. Con toda la fuerza de su voluntad quiere que el sudor cese. Sabe que en ese clima, sudar es perecer. Pero el sudor no se detiene y la sed se convierte en un terrible, salvaje, doloroso animal dentro de sí.
Cuatro horas se han ido para siempre. Cuatro horas son una eternidad. ¿Quién mejor que un esclavo sabe có¬mo controlar los deseos del cuerpo? Sin embargo, cuatro horas se han ido para siempre y, cuando las botas de agua circulan entre los grupos, Espartaco siente como si murie¬ra de sed, como lo sienten todos los tracios. Y extraen de las botas de cuero el verde y gorgoteante fluido bendito. Y entonces saben qué insensatez han hecho.
Así son las minas de oro de Nubia. Cuando es medio¬día, la fuerza y el poder de trabajo han disminuido y en¬tonces el látigo comienza a urgirlos. ¡Oh, qué gran maes¬tría la de los capataces en el manejo del látigo! Pueden tocar cualquier parte del cuerpo, con delicadeza, suave¬mente, amenazadoramente, como una advertencia. Pue¬den tocar la ingle del hombre o su boca o su espalda o su frente. Es igual que un instrumento y puede ejecutar mú¬sica en el cuerpo del hombre. La sed es ahora diez veces más intensa que antes, pero el agua se ha terminado y no se les proporcionará más hasta que termine la jornada de trabajo. Y un día así es una eternidad.
Y sin embargo termina. Todo termina. Hay un tiem¬po para comenzar y un tiempo para terminar. Una vez más redobla el tambor y la jornada de trabajo ha finalizado.
Espartaco deja caer el martillo y mira sus manos san¬grantes. Algunos de los tracios se sientan. Uno de ellos, un muchacho de dieciocho años, se revuelca y cae sobre el costado, las piernas encogidas en apretada agonía. Espar¬taco se dirige hacia él.
–¿Padre... padre, eres tú?
–Sí, sí –dice, y besa al muchacho en la frente.
–Bésame entonces en los labios, porque me estoy mu¬riendo, padre mío, y lo que queda de mi alma quiero dár¬tela a ti.
Y Espartaco lo besa, pero no puede llorar, porque es¬tá seco y chamuscado como cuero quemado.

IV

Así terminó Baciato su relato de cómo llegaron Espartaco y otros tracios a las minas de Nubia y cómo trabajaron des¬nudos frente a la negra escarpa. Le había llevado mucho tiempo el contarlo. La lluvia había parado. La obscuridad era profunda y total bajo el cielo plomizo, y los dos hom¬bres, uno entrenador de gladiadores y el otro un soldado patricio afortunado que algún día llegaría a ser el hombre más rico de su tiempo, estaban sentados en la fluctuante zona que formaba la luz de las lámparas. Baciato había be¬bido una buena cantidad de vino y los fofos músculos de su cara se habían vuelto más flácidos. Era ese tipo de sen¬sualista que combina el sadismo con una enorme capaci¬dad de autoconmiseración e identificación subjetiva, y su relato de las minas de oro había sido hecho con mucha fuerza, color y también piedad, y Craso estaba emociona¬do, a pesar suyo.
Craso no era ni ignorante ni insensible y había leído el vibrante ciclo que Esquilo escribió sobre Prometeo, y vio algo de lo que significaba para Espartaco emerger de don¬de había estado hasta el punto de que Roma no tuviera fuerzas suficientes que reunir para hacerles frente a sus es¬clavos. Tenía una necesidad casi apasionada de compren¬der a Espartaco, de imaginarse a Espartaco..., sí, y de arras¬trarse un poco dentro de Espartaco, por difícil que pudiera ser, de modo que el eterno enigma de su clase, el enigma del hombre encadenado que alcanza las estrellas, pudiera él despejarlo en algo. Miró a Baciato de soslayo y recono¬ció que en realidad era mucho lo que le debía a aquel hom¬bre obeso y feo, y pensó en cuál de las desaliñadas sirvien¬tas del campamento podía contarse para que compartiera su camastro por aquella noche. En líneas generales, tal lu¬juria no estaba dentro de la comprensión de Craso, cu-yos deseos actuaban diferentemente, pero el comandante era meticuloso en cuanto al pago de pequeñas deudas per¬sonales.
–¿Y cómo escapó Espartaco de aquel lugar? –pregun¬tó al lanista.
–No escapó. Nadie escapa de un lugar así. La virtud del lugar está en la rapidez con que destruye los deseos de los esclavos de volver al mundo de los hombres. Yo com¬pré a Espartaco allí.
–¿Allí? Pero ¿por qué? ¿Y cómo supo que estaba allí o quién era o cómo era?
–Yo no lo sabía. Pero usted piensa que mi reputación por los gladiadores es una leyenda, una ficción... Usted piensa que yo soy un gordinflón grasiento e inútil, que no sabe nada de nada. Pero, aun en mi profesión hay arte, se lo aseguro...
–Le creo –asintió Craso–. Cuénteme cómo compró a Espartaco.
–¿Está prohibido el vino en la legión? –preguntó Ba¬ciato, levantando en alto la botella vacía–. ¿O debo agre¬gar la ebriedad a los motivos de desprecio que usted sien¬te por mí? ¿O no se dice que el tonto suelta su lengua sólo cuando el alcohol la desata?
–Traeré más vino –respondió Craso, y se levantó y fue hasta el otro lado de la cortina, al cuarto de dormir, volviendo con otra botella. Baciato era su camarada, y Baciato no se preocupó por el corcho, sino que golpeó el cuerpo de la botella contra la pata de la mesa y llenó su copa hasta que se derramó.
–Sangre y vino –dijo, y sonrió–. Me gustaría haber na¬cido diferentemente y mandar una legión. Pero ¿quién sa¬be? Es posible que para usted el placer consista en ver pe¬lear a los gladiadores. Yo estoy aburrido de eso.
–Ya veo suficientes combates.
–Claro, por supuesto. Pero en el circo hay un estilo y un valor que difícilmente pueden igualar ni sus propias matanzas en masa. A usted lo envían a que salve la suerte de Roma después de que Espartaco ha aplastado las tres cuartas partes del poderío de Roma. ¿Domina usted Italia? La verdad es que es Espartaco quien domina Italia. Sí, us¬ted lo derrotará. No hay enemigo que pueda hacerle fren¬te a Roma. Pero por el momento él tiene la ventaja. ¿Ver¬dad?
–Sí –contestó Craso.
–¿Y quién entrenó a Espartaco? Yo fui. Nunca peleó en Roma, pero los mejores combates no se celebran en Ro¬ma. Carnicería es lo que le gusta a Roma, pero las verda¬deras grandes peleas se realizan en Capua y en Sicilia. Yo se lo digo, no hay legionario que sepa pelear, completa¬mente cubiertos con galea, pectoralis y humeralia, como un niño en la matriz blandiendo esos garrotes de ustedes. Va¬yan desnudos a la arena, con una espada en la mano y na¬da más. Sangre en la arena y se la huele cuando se camina por ella. Las trompetas suenan y los tambores redoblan y el sol lo ilumina todo y las damas agitan sus pañuelos de encaje y no pueden apartar la vista de esas partes que cuelgan desnudas frente a ellas, y todos se estremecen de emoción antes de que termine la jornada, pero sus propios órganos son los que salen afuera cuando es cortado el abdomen, y usted está allí gritando cuando sus intestinos se derraman sobre la arena. Eso es pelear, mi co¬mandante... y para hacerlo bien, la gente normal no sirve Se necesita gente de otro origen, y ¿dónde se la encuen¬tra? Estoy dispuesto a gastar dinero para ganar dinero, y envío a mis agentes a comprar lo que necesito. Los envío a lugares donde los hombres débiles mueren rápidamen¬te y donde los cobardes se suicidan. Dos veces al año en¬vío agentes a las minas de Nubia. Una vez fui allí personal¬mente... sí, y me bastó con esa vez. Para mantener una mina en explotación hacen falta esclavos. La mayoría sirve para un par de años, no más. Otros apenas sirven para seis me¬ses. Pero la única forma provechosa de explotar una mina es usando esclavos rápidamente y siempre comprando más. Y como los esclavos lo saben, existe siempre el peligro de la desesperación. Que es una enfermedad contagiosa. De modo que cuando hay un hombre desesperado, un hom¬bre fuerte que no teme al látigo y a quien otros hombres escuchan, no hay nada mejor que matarlo rápidamente y empalarlo al sol de modo que las moscas puedan alimen¬tarse de su carne y todos puedan ver el fruto de la deses¬peración. Pero esa forma de matar constituye un derroche y no incrementa las ganancias de nadie, de modo que he hecho un arreglo con los capataces y ellos me guardan esos hombres para mí y me los venden a un precio razonable. Ellos se guardan el dinero y nadie se perjudica. De esos hombres salen buenos gladiadores.
–¿Y así fue como compró usted a Espartaco?
–Precisamente. Compré a Espartaco y a otro tracio llamado Gannico. Usted sabe que estuvieron muy en boga los tracios porque saben manejar muy bien la daga. Un año es la daga, al siguiente la espada, el otro año la fuscina. En realidad hay muchos tracios que nunca han tocado una daga pero la leyenda es ésa, y las damas no quieren ver dagas en las manos de nadie más.
–¿Usted lo compró personalmente?
–Por intermedio de mis agentes. Los embarcaron a ambos encadenados desde Alejandría, y yo tengo un agente portuario en Nápoles y despacho tierra adentro en litera.
–No es un negocio de pacotilla el suyo –admitió Cra¬so quien siempre estaba alerta en busca de dónde inver¬tir provechosamente un poco de dinero.
–De modo que usted lo aprecia –convino Baciato mientras el vino le chorreaba por los extremos de la bo¬ca al extender sus ponderables carrillos–. Poca gente lo ha¬ce. ¿Cuánto cree que tengo invertido en Capua?
Craso negó con la cabeza:
–Nunca pensé en ello. Uno ve gladiadores y no se de¬tiene a pensar en cuánto hubo que invertir antes de que entraran en la arena. Pero eso es lo normal. Uno ve una legión y piensa que siempre hubo legiones y que, en con¬secuencia, siempre las habrá.
Fue una soberbia lisonja. Baciato dejó la copa y se quedó mirando al comandante, y luego se frotó con un de¬do, de arriba abajo, su bulbosa nariz.
–Adivine.
–¿Un millón?
–Cinco millones de denarios –dijo Baciato, lenta y en¬fáticamente–. Cinco millones de denarios. Considere eso no mas. Tengo tratos con agentes en cinco países. Tengo agentes portuarios en Nápoles. Doy de comer lo mejor, tri¬go entero, cebada, carne de vaca y queso de cabra. Tengo propio circo para pequeños espectáculos y parejas, pero el anfiteatro tiene una gran tribuna y cuesta nada menos que un millón. Aparte de la guarnición local alimento y alojo un manípulo. Para no mencionar las propinas en la misma dirección... con su perdón. No todos los militares son como usted. Y si hay que hacer combatir a los muchachos en Roma, hay que pagar cincuenta mil denarios anuales a los tribunos y a los jefes de la guardia. Y no hablemos de las mujeres.
–¿Las mujeres? –preguntó Craso.
–Un gladiador no es un peón de latifundio. Si quie¬re que se mantenga a la altura requerida, debe proveerle de alguien que se acueste con él. Así come mejor y pelea mejor. Tengo una casa para mis mujeres y compro sola¬mente lo mejor, nada de rameras o mujeres ajadas, sino que todas son fuertes y sanas y vírgenes cuando llegan a mis manos. Yo sé; las pruebo. –Vació la copa, se lamió los labios y quedó dolorido y solitario–. Tengo necesidad de mujeres –se quejó sirviéndose lentamente vino–. Algu¬nos hombres no las necesitan... Yo sí.
–¿Y esa mujer a la que llaman mujer de Espartaco?
–Varinia –dijo Baciato–. Se había concentrado en sí misma y ante sus ojos había un mundo de odio, ira y de¬sesperación. Varinia –repitió.
–Hábleme de ella.
El silencio que se produjo fue más elocuente para Craso que las palabras que siguieron.
–Cuando la compré tenía diecinueve años. Una bestiecilla germana, pero agradable de mirar, si a uno le gus¬tan los cabellos rubios y los ojos azules. ¡Un animalejo su¬cio a quien debería haber matado y que Dios me asista! En cambio se la di a Espartaco. Fue una broma. Él no quería mujer alguna y ella no quería un hombre. Fue una broma.
–Hábleme de ella.
–Ya le he hablado –gruñó Baciato. Se puso de pie y salió tambaleándose por entre los colgantes de las cortinas y Craso oyó cómo orinaba afuera. Era virtud del co¬mandante insistir en su objetivo obstinadamente. El regre¬so a la mesa de un tambaleante Baciato no le molestó. Ni era su propósito ni le interesaba hacer un caballero de aquel lanista.
–Hábleme de ella –insistió.
Baciato sacudió la cabeza pesadamente.
–¿No le molesta si me emborracho? –preguntó con dignidad herida.
–No me preocupa lo más mínimo. Beba todo lo que quiera –respondió Craso–. Pero usted me estaba contan¬do que había hecho traer a Espartaco y Gannico tierra adentro en litera. ¿Me imagino que encadenados?
Baciato asintió.
–¿Usted no lo había visto antes, entonces?
–No. Lo que yo vi habría significado muy poco para usted. Pero yo juzgo a los hombres en forma diferente. Am¬bos estaban barbudos, sucios, completamente cubiertos de úlceras y llagas y marcados de la cabeza a los pies por los efectos del látigo. Hedían en tal forma que revolvía el es¬tómago acercárseles. Su propio excremento seco los cu¬bría. Se hallaban en condiciones infrahumanas y solamen¬te sus ojos revelaban en ellos al desperante. Usted no los habría usado ni para limpiar sus letrinas, pero yo los mi¬re y vi algo en ellos. Vi algo en ellos porque ése es mi arte. Los puse en el baño, los hice afeitar y les hice cortar el cabello, los friccionaron con aceite y les di de comer bien...
–¿Quiere hablarme de Varinia ahora?
–¡Maldito sea!
El lanista trató de alcanzar su copa de vino, pero lo hi¬zo con tanta torpeza que la volcó. Se quedó mirando la mesa, con la vista fija en la mancha roja. Lo que vio entonces nadie podrá decirlo. Es posible que viera el pasado, y po¬siblemente también algo del futuro. Porque el arte de los augures no es totalmente un fraude, y únicamente los hombres, no los animales, tienen el poder de juzgar las consecuencias de sus actos. Aquél era el hombre que ha¬bía adiestrado a Espartaco; había enhebrado la vida de éste a un futuro sin fin –tal como muchos hombres lo ha¬cen– y, si bien el tracio sería olvidado e ignorado duran¬te siglos, posteriormente sería recordado. El adiestrador de hombres que había entrenado a Espartaco estaba allí sentado enfrentando al líder de los hombres que debían derrotar a Espartaco; pero ambos compartían el augu¬rio vago y confuso del entendimiento de que nadie po¬dría destruir a Espartaco. Y porque compartían por lo menos una vislumbre de aquello, ambos estaban igual¬mente condenados.

V

(Su amigo el gordo Léntulo Baciato, dijo Craso, el coman¬dante, pero Cayo Craso, el muchacho que yacía a su lado en la cama, estaba dormitando, los ojos cerrados... y sola¬mente había escuchado fragmentos del relato. Craso no era un buen narrador; el relato estaba en su mente, en sus recuerdos, en sus temores y en sus esperanzas. La rebelión de los esclavos había terminado y Espartaco había termina¬do. Villa Salaria significa paz y prosperidad, y esa paz roma¬na que ha bendecido la tierra, y él yace allí acostado con un muchacho. ¿Y por qué no?, se preguntó. ¿Es peor que lo que hicieron otros grandes hombres?
(Cayo Craso cavilaba sobre las cruces alineadas en el camino de Roma a Capua, ya que no estaba enteramente dormido. No le preocupaba el que estuviera compartiendo la cama con el gran general. Su generación ya no sentía ne¬cesidad alguna de mitigar culpas por la racionalización de la homosexualidad. Para él era normal. La pasión de seis mil esclavos que colgaban de las cruces a los costados del camino también era normal para él. Era mucho más feliz que Craso, el gran general. Craso, el gran general, era un hombre asediado por los demonios; pero Craso, el joven de noble cuna –parientes lejanos, tal vez, ya que la familia de los Craso era una de las más numerosas de Roma en aquel tiempo– no luchaba contra demonio alguno.
(Es verdad que el difunto Espartaco era un insulto para él. Odiaba al esclavo muerto, pero abrió los ojos y mi¬ró el rostro ensombrecido de Craso, incapaz de explicar su odio.
(No estás durmiendo –dijo Craso–, no estás durmien¬do, después de todo, y ésa es la historia, tal como es –si es que algo de ella escuchaste–, y ¿por qué odias a Espartaco, que ahora está muerto y desaparecido para siempre?
(Pero Cayo Craso se había perdido en sus propios re¬cuerdos. Había sido hacía cuatro años, y Braco era su ami¬go. Y con Braco había viajado por la vía Apia hacia Capua, y Braco había querido agradarlo. Para halagarlo galante, rica y generosamente, ¿qué mejor que sentarse junto al hombre que uno desea en los almohadones del circo y ver cómo los hombres luchan hasta morir? En ese tiempo, ha¬ce de esto cuatro años, cuatro años antes de esta extraña noche en Villa Salaria, él compartía una litera con Braco, y éste le había lisonjeado y prometido que vería los mejo¬res combates que pudiera haber en Capua... y que el cos¬to no sería obstáculo. Habría sangre en la arena, y mien¬tras miraran beberían vino.
(Y entonces había ido con Braco a ver a Léntulo Baciato, que tenía la mejor escuela y entrenaba a los mejores gladiadores de toda Italia.
(Y todo eso, reflexionó Cayo, fue hace cuatro años, antes de que hubiera una rebelión de los esclavos, antes de que nadie hubiera oído mencionar el nombre de Esparta¬co. Y ahora Braco estaba muerto y Espartaco también ha¬bía muerto, y él, Cayo, yacía en la cama con el más gran-de de los generales de Roma.)

TERCERA PARTE
Que es el relato del primer viaje a Capua hecho por
Ma¬rio Braco y Cayo Craso, unos cuatro años antes
de la velada en Villa Salaria, y del combate
de dos parejas de gladiadores

I

Un hermoso día de primavera, cuando Léntulo Baciato, el lanista, estaba sentado en su despacho, eructando inter¬mitentemente, con su abundante desayuno haciendo un confortable bulto en su estómago, su contable griego en¬tró en la habitación y le informó de que afuera esperaban dos jóvenes romanos, y que querían hablarle respecto a hacer combatir a algunas parejas de gladiadores.
Tanto el despacho como el contable –un esclavo jó¬nico bien educado– eran indicios de riqueza y prosperi¬dad por parte de Baciato. Su aprendizaje en la política de barrio y en la organización de peleas callejeras, su astu¬cia para escalar posiciones sirviendo a una importante familia tras otra, y la habilidad organizativa que le había permitido crear una de las más numerosas y más eficien¬tes pandillas de la ciudad, le habían proporcionado muy buenos beneficios, y la inversión de sus ahorros, cuida¬dosamente guardados, en una pequeña escuela de gladia¬dores en Capua, había constituido una inversión acertada. Como a menudo gustaba repetir, galopaba en el corcel del futuro. Un rufián podía llegar hasta allí y no más lejos, y no hay rufián que tenga astucia suficiente para elegir siempre el lado ganador. Pandillas más poderosas que la suya habían sido barridas del escenario romano por la inesperada victoria de un oponente y la furia salvaje de un nuevo cónsul.
Por otra parte, las peleas de parejas –como común¬mente se las llamaba– era un nuevo campo para inversio¬nes y beneficios; era legal; se trataba de un negocio ad¬mitido; y cualquiera que supiera leer los signos de los tiempos adecuadamente, comprendía que estaban en sus comienzos. Un entretenimiento informal se transforma¬ría pronto en la arrolladura locura de todo un sistema social. Los políticos comenzaban a comprender que si no se puede alcanzar la gloria de una guerra victoriosa en tie¬rras extranjeras, se puede lograr casi otro tanto creando una réplica en escala menor en casa, y las peleas de cien¬tos de parejas, prolongándose durante días y semanas, ya no eran cosa fuera de lo común. La demanda de gladiado¬res adiestrados no llegaba nunca a verse satisfecha, y los precios subían más y más. Se construían circos de piedra en ciudad tras ciudad y, finalmente, cuando se levantó en Capua uno de los más imponentes y hermosos circos de Italia, Léntulo Baciato decidió trasladarse allí y abrir una escuela de gladiadores.
Había comenzado en forma muy reducida, con una pequeña choza y un rústico corral de pelea, donde adies¬traba a una pareja de gladiadores cada vez; pero sus nego¬cios se desarrollaron rápidamente y ahora, cinco años más tarde, tenía un gran establecimiento donde eran adiestra¬dos y alojados más de un centenar de parejas. Tenía su pro¬pio bloque de celdas de piedra, su propio gimnasio y ca¬sa de baños, su curso de entrenamiento, y su propio circo para espectáculos privados, nada parecido a los anfiteatros públicos, por supuesto, pero con capacidad para acomodar comitivas de cincuenta o sesenta personas y con amplitud suficiente para que combatieran tres parejas a la vez. Ade¬más, había establecido suficientes conexiones locales con las autoridades militares –mediante sobornos adecuados– como para tener una fuerza de tropas regulares disponibles en cantidad suficiente en cualquier momento, y de ese modo ahorrarse el gasto de mantener su propia fuerza policial privada. Sus cocinas alimentaban a un pequeño ejercito, ya que contando los gladiadores, sus mujeres, los entrenadores, los esclavos domésticos y los lecticiarios, la casa alojaba a más de cuatrocientas perso¬nas. Baciato tenía razones de sobra para estar satisfecho de sí mismo.
El despacho en que se hallaba sentado aquella solea¬da mañana de primavera constituía su última adquisición. Al comienzo de su carrera se había resistido a todo cuan¬to fuera aparentar. No era patricio y no pretendía aparen¬tar serlo. Pero a medida que sus ganancias aumentaron, comprendió que le correspondía vivir de acuerdo con ellas. Empezó comprando esclavos griegos, y en la compra se in¬cluyeron un arquitecto y un contable. El arquitecto lo ha¬bía convencido de que debía construir un despacho al estilo griego, de techo plano y con columnas, dotado sola¬mente de tres paredes, quedando el cuarto lado abierto a la perspectiva que su situación le permitía tener. Con los tapices recogidos hacia atrás, todo un lado de la habita¬ción quedaba abierto al aire fresco y el sol. El piso de már¬mol y la hermosa mesa blanca desde la que dirigía sus ne¬gocios, eran del más refinado buen gusto. El lado abierto quedaba a sus espaldas y él miraba hacia la puerta de en¬trada. Aparte de eso, tenía una habitación para sus emplea¬dos y una sala de espera. Era un cambio considerable, sin duda, desde la época de las luchas callejeras de pandillas en los arrabales de Roma.
El contable prosiguió su información:
–Dos de ellos..., rosillae. Perfume, maquillaje y anillos y ropas muy costosas. Mucho dinero, pero son rosillae, y pueden ser un incordio. Uno es apenas un muchacho, de cerca de veintiún años, diría. El otro trata de agradarlo.
–Hágalos pasar –ordenó Baciato.
Un momento después entraron los dos jóvenes y Ba¬ciato se puso de pie con excesiva cortesía, indicando dos taburetes frente a su mesa.
Mientras ambos se sentaban Baciato los observó rápi¬da y expertamente. Tenían aire de riqueza, pero tan sólo el suficiente como para evidenciar que no tenían que ex¬hibirla. Eran jóvenes de buena familia, pero no dentro de la gran tradición, ya que lo que eran resultaba demasiado evidente para ser tolerado por algunas de las más severas gens de la ciudad. El más joven, Cayo Craso, era tan hermo¬so como una muchacha. Braco era algo mayor, fornido, y desempeñaba el papel dominante entre los dos. Tenía fríos ojos azules y cabello rubio, labios finos y expresión cí¬nica. El fue quien habló. Cayo se limitaba a escuchar, mi¬rando solamente a su amigo en forma ocasional, con res¬peto y admiración. Y Braco hablaba de gladiadores con la fácil familiaridad del aficionado a los juegos.
–Yo soy Léntulo Baciato, lanista –dijo el gordo, dán¬dose a sí mismo el título despectivo que, se hizo la prome¬sa, habría de costarles al menos cinco mil denarios antes de que terminara el día.
Braco hizo la presentación de ambos y entró inme¬diatamente en materia.
–Quisiéramos una demostración privada de dos pa¬rejas.
–¿Para ustedes dos solamente?
–Nosotros y dos amigos.
El lanista asintió gravemente y juntó sus manos regordetas, de modo que se vieran bien sus dos diamantes, su esmeralda y su rubí.
–Eso puede arreglarse–dijo.
–A muerte –dijo Braco con calma.
–¿Qué?
–Usted me ha oído. Quiero dos parejas, tracios, en un combate a muerte.
–¿Por qué? –preguntó Baciato–. ¿A qué se debe que cada vez que vienen ustedes los jóvenes de Roma tiene que ser a muerte? Ustedes pueden ver tanta sangre y com¬bates de calidad igual... ¡no, superior!, en una pelea por decisión. ¿Por qué a muerte?
–Porque lo preferimos.
–Ésa no es una respuesta. Miren, miren –dijo Bacia¬to, abriendo sus manos en procura de calma y reflexión y consideración científica de hombres que saben lo que tratan–. Ustedes piden tracios. Tengo los mejores lucha¬dores tracios del mundo, pero ustedes no verán buenas peleas ni buen trabajo de daga si piden una pelea a muer¬te. Eso lo saben ustedes mejor que yo. Y es razonable. Us¬tedes pagan su dinero... y bueno, no hay nada más que decir. Puedo proporcionarles un día entero de juegos con punzones que será algo que jamás han visto en Roma. Pa¬ra decir verdad, ustedes pueden ir al teatro y ver lo me¬jor de lo mejor. Pero si ustedes vienen a mí por placer personal, entonces yo defiendo mi reputación. Mi repu¬tación no es la de un carnicero. Yo quiero ofrecerles bue¬nas peleas, los mejores combates que puedan lograrse por dinero.
–Queremos buenas peleas –dijo Braco–. Las quere¬mos a muerte.
–¡Eso es una contradicción!
–Para su manera de pensar –repuso suavemente Bra¬co–. A usted le gustaría quedarse con las dos cosas, el di¬nero y los gladiadores. Cuando yo pago por algo, lo pago. Estoy comprando dos parejas en lucha a muerte. Y si us¬ted no desea servirme, me voy a otra parte.
–¿He dicho yo que no quiera servirlos? Quiero ser¬virlos mejor de lo que ustedes se imaginan. Si lo desean puedo darles series ininterrumpidas de dos parejas en la arena desde la mañana hasta la noche. Y los reemplazaré si cualquiera de las parejas resulta muy lastimada. Les pro¬porcionaré toda la sangre y la emoción que puedan desear ustedes y sus damas, y no les cobraré más de ocho mil denarios en total. Esto incluye alimentos y vino y servicios del tipo que se les ocurran.
–Usted sabe lo que nosotros queremos. No me gusta regatear –dijo Braco fríamente.
–De acuerdo. Les costará veinticinco mil denarios. Cayo quedó impresionado (en realidad, un tanto asus¬tado), ante la cifra, pero Braco se encogió de hombros.
–Muy bien. Tendrán que luchar desnudos.
–¿Desnudos?
–¡Como lo ha oído, lanista!
–Está bien.
–Y no quiero triquiñuelas... nada de que se hagan un par de tajos y se tiren en la arena y finjan estar muertos. Si ambos caen, uno de sus entrenadores los degollará a los dos. Y ellos tienen que comprender eso. Baciato asintió.
–Le daré diez mil a cuenta y el resto cuando hayan terminado los combates.
–Está bien. Haga el favor de pagarle a mi contable. Él le dará el recibo y redactará el contrato. ¿Quiere ver¬los antes de irse?
–¿Podríamos tener el espectáculo por la mañana?
–¿Por la mañana?...
–Sí. Pero debo advertirle que ese tipo de combate suele terminar muy rápidamente.
–¡Por favor, no me haga advertencias, lanista! Se volvió a Cayo y le preguntó: ¿Quieres verlos, muchacho?
Cayo sonrió tímidamente y asintió. Salieron y, una vez que Braco hubo pagado y firmado el contrato, se in¬trodujeron dentro de su litera y fueron llevados a la playa de ejercicios. Cayo no podía apartar sus ojos de Braco. Nunca, pensó, había visto a un hombre conducirse tan admirablemente. No era solamente por los veinticinco mil denarios, ya que su asignación de mil denarios al mes era considerada munificente por cualquiera que entendiera, sino por la manera de gastarlos y la forma despreocupada de tratar de la vida humana. Era una especie de despre¬cio cínico al que aspiraba Cayo y que, para él, señalaba el más elevado nivel de cosmopolitismo; y, en este caso, es¬taba combinado con una maravillosamente fría sofisticación. Nunca en mil años habría podido tener él el cora¬je de exigir que los gladiadores pelearan desnudos; y ésa era una de las razones por las que iban a tener el espec¬táculo para su propia diversión en Capua, en vez de ir al circo en Roma.
En la playa de ejercicios los esclavos descendieron las literas. La playa de ejercicios era un lugar circundado por rejas de hierro, de cuarenta y cinco metros de largo por do¬ce de ancho, cercado con hierro por tres lados y formando el cuarto lado las celdas de bloques de piedra en que mora¬ban los gladiadores. Cayó comprendió que allí había un ar¬te mucho más peligroso que el de adiestrar y mantener bes¬tias salvajes; porque un gladiador no solamente era una bestia peligrosa, sino una que al mismo tiempo podía pen¬sar. Una emoción deliciosa de temor y excitación lo sacudió al observar a los hombres en la playa de ejercicios. Había unos cien, cubiertos sus ijares con géneros y nada más; per¬fectamente afeitados, el cabello cortado casi a rape, y hacían sus ejercicios provistos de bastones y garrotes de madera. Entre ellos se movían unos seis adiestradores y ellos, al igual que todos los entrenadores, eran viejos veteranos del ejér¬cito. Los entrenadores llevaban una corta espada hispáni¬ca en una mano y una pesada manopla de bronce en la otra, y andaban cautelosa y cuidadosamente, nerviosos y alerta los ojos. Un manípulo del ejército regular estaba di¬seminado a intervalos en torno al lugar cercado, con sus pesados y mortíferos pilos imponiendo una extraordina¬ria disciplina. No era de maravillarse, pensó Cayo, que fue¬ra tan alto el precio de la muerte de unos cuantos de aque¬llos hombres. Los gladiadores ostentaban una musculatura soberbia y tenían la gracia de una pantera en los movi¬mientos. En líneas generales, eran de tres tipos, los tres ti¬pos de luchador tan populares en Italia en aquellos días. Estaban los tracios –una clasificación de tipo profesional más que racial, ya que entre ellos había numerosos judíos y griegos–, que eran los que gozaban de mayor favor en aquel entonces. Luchaban con la sica, una daga corta y li-geramente curvada, el arma corriente en Tracia y en Judea, donde habían sido reclutados la mayoría de ellos. Los retiarii comenzaban precisamente su época de populari¬dad y luchaban con dos curiosas armas, una red de pes¬car y una larga lanza de tres puntas llamada tridente. Pa¬ra esta categoría Baciato prefería a los africanos, hombres altos, negros, de largas extremidades, procedentes de Etio¬pía, y siempre los enfrentaba a los murmillones, una amplia categoría de luchadores que llevaban tan sólo una espa¬da o espada y escudo. Los murmillones eran casi siempre germanos o galos.
–Obsérvalos –dijo Braco señalando a los negros–, son el espectáculo más notable y son los más hábiles, pe¬ro pueden volverse tediosos. Para ver lo mejor de lo mejor hay que ver a los tracios. ¿No le parece? –preguntó a Ba¬ciato.
El lanista se encogió de hombros.
–Cada cual tiene sus virtudes.
–Enfrénteme a un tracio con un negro.
Baciato lo miró un momento y luego sacudió la ca¬beza:
–No es equitativo. El tracio lleva solamente una daga.
–Yo quiero eso –dijo Braco.
Baciato volvió a encogerse de hombros, echó una mi¬rada a uno de los entrenadores y le hizo señal de acercar¬se. Fascinado, Cayo observaba las líneas de los gladiadores mientras proseguían en sus precisos ejercicios. Cual si dan¬zaran, los judíos y los tracios realizaban su trabajo con la daga, usando para ello pequeños bastoncitos y un escudito también de madera, mientras los negros tenían redes y largas lanzas de madera que en su apariencia no eran otra cosa que palos de escoba, y los enormes y rubios ger¬manos y galos finteaban con espadas también de made¬ra. Nunca en su vida había visto hombres tan en forma, tan ágiles, tan dotados de gracia, aparentemente tan incansa¬bles, como aquellos que ejecutaban esos pasos de danza, una y otra vez y otra más. Allí, a la luz del sol tras las barras de hierro, comunicaban hasta Cayo –hasta aquella pobre, retorcida y contaminada conciencia– un sentimiento de piedad por el hecho de que existencias tan espléndidas y vitales pudieran servir tan sólo para el matadero. Pero fue apenas un destello; nunca antes había experimentado Ca¬yo tan intensa excitación ante la perspectiva de un evento futuro. El aburrimiento habíase posesionado de su vida cuando aún era un niño. Ahora no estaba aburrido.
El entrenador estaba explicando:
–La daga tiene solamente filo en un lado. Si la daga cae dentro de la red, el tracio está perdido. En la escuela lo consideramos un mal ejercicio. No es equitativo.
–Tráigalos –ordenó Baciato secamente.
–¿Por qué no con un germano?...
–¡Estoy pagando por ver tracios –insistió Braco fría¬mente–, y no me discuta!
–Lo has oído –dijo el lanista.
El entrenador llevaba un pequeño silbato de plata colgado del cuello. Lo hizo sonar secamente tres veces y los gladiadores tomaron posición de descanso.
–¿Cuáles quiere? –preguntó a Baciato.
–Draba.
–¡Draba! –gritó el entrenador.
Uno de los africanos se volvió y caminó hacia ellos, arrastrando la red y la lanza. Todo un gigante, brillante su piel negra bajo el lustre de la transpiración.
–David.
–¡David! –gritó el entrenador.
Éste era un judío, delgado, con fisonomía de halcón, labios delgados y de expresión amarga y ojos verdes en un rostro bien rasurado, curtido por el sol. Sostenía la daga de madera con unos dedos que se contraían y extendían, y miró a los visitantes sin verlos.
–Un judío –dijo Braco a Cayo–. ¿Has visto alguna vez a un judío?
Cayo negó con la cabeza.
–Va a ser emocionante. Los judíos son muy hábiles con la sica. Es todo lo que saben en materia de combate, pero lo hacen muy bien.
–Polemus.
–¡Polemus! –gritó el entrenador.
Polemus era un tracio, muy joven y agradable y bien parecido.
–¡Espartaco!
Este se unió a los otros tres. Los cuatro hombres se quedaron allí, separados de los dos jóvenes romanos, del lanista y de los lecticiarios, por la reja de hierro de la playa de ejercicios. Al mirarlos, Cayo comprendió que se tra¬taba de algo realmente nuevo, algo diferente y extraño y terrible dentro de sus propios términos. No se trataba só¬lo de la ceñuda y resentida masculinidad que evidencia¬ban –masculinidad que casi nunca existió en el círculo de sus amistades–, sino de la forma en que se reconcentraban frente a él. Eran hombres adiestrados para luchar y matar, no como luchan los soldados, no como luchan los anima¬les, sino como luchan los gladiadores, que es algo comple¬tamente diferente. Estaba mirando a cuatro máscaras ate¬rradoras.
–¿Les parecen bien? –preguntó Baciato. Ni aunque le costara la vida, Cayo habría podido res¬ponder o siquiera articular una palabra, pero Braco dijo fríamente:
–Sí, salvo ése de la nariz rota. No tiene aspecto de lu¬chador.
–Las apariencias engañan –le hizo notar Baciato–. És¬te es Espartaco. Es muy hábil, muy fuerte y muy rápido. Lo he elegido por una razón: es muy rápido.
–¿Con quién lo va a enfrentar?
–Con el africano –respondió Baciato.
–Muy bien. Espero que valga el precio –dijo Braco.
Así fue cómo y cuándo Cayo vio a Espartaco; aunque cuatro años más tarde había olvidado los nombres de los gladiadores y sólo se acordaba del sol, el olor y las emocio¬nes del lugar y del olor de los cuerpos de aquellos hom¬bres chorreando sudor.

II

He aquí a Varinia, que yace despierta en la obscuridad y no ha dormido en toda la noche ni un solo instante; pero Espartaco, que yace junto a ella, duerme. ¡Qué profunda y totalmente dormido está! El suave fluir de su respiración, la inhalación y la exhalación del aire, que es el combusti¬ble que alimenta el fuego de su vida interior, es más re¬gular que nunca, como todos los flujos y reflujos del mun¬do de la vida, y Varinia piensa en ello y sabe que cuanto está en paz y asido a la vida tiene la misma regularidad, se trate del movimiento de las olas, del transcurrir de las estaciones, o de la fricción del óvulo dentro de la mujer.
Pero ¿cómo es posible que un hombre duerma de ese modo, sabiendo lo que tendrá que enfrentar cuando des¬pierte? ¿Cómo puede dormir al margen de la muerte? ¿De dónde procede su tranquilidad?
Muy suavemente, lo más suavemente posible, Varinia lo toca y roza su piel, su carne y sus miembros, mientras yace en la obscuridad. La piel es elástica y fresca y viviente; los músculos están distendidos; los miembros están suel¬tos y en reposo. El sueño es precioso; para Espartaco, dor¬mir es vida.
(Duerme, duerme, duerme, mi adorado, mi amor, mi querido, mi bueno, mi terrible... Duerme. Duerme y conserva tu fuerza, hombre mío, hombre mío.)
Suave y cuidadosamente, todo su gesto es como un susurro. Varinia se aprieta contra él, de modo que su car¬ne se una cada vez más a la de él, sus largos miembros apre¬tados a los suyos, sus pechos en plenitud estrechándose a él, y finalmente su rostro tocando el suyo, mejilla contra mejilla, sus dorados cabellos desparramados cual dorada corona sobre él, mitigado ahora su terror por los recuer¬dos y por el amor, porque no es fácil que el temor y el amor aniden juntos.
(Una vez ella le dijo: «Quiero que hagas algo. Quiero que hagas algo de lo que hacemos en nuestra tribu porque creemos en algo». Él le sonrió. «¿En qué creen en vuestra tribu?» Ella le replicó: «Te reirás», y él respondió entonces: «¿Río yo acaso? ¿He reído alguna vez?». Entonces ella le di¬jo: «En la tribu creemos que el alma entra al cuerpo por la nariz y por la boca, mezclada con la respiración, poco a po¬co. Estás sonriendo». Y él le dijo: «No me río de ti. Sonrío ante las maravillosas cosas que cree la gente». A lo que ella respondió: «Es porque eres griego y los griegos no creen en nada». Él le dijo que no era griego, sino tracio, y que no era cierto que los griegos no creyeran en nada, si¬no que, por el contrario, los griegos creían en las mejores y más hermosas cosas que pueda creer la gente. A esto su respuesta fue que le tenía sin cuidado lo que creyeran los griegos, sino si él quería o no hacer lo que hacían en la tri¬bu. ¿Iba a poner su boca junto a la suya y respirar y exhalar su alma dentro de ella? Y luego ella haría lo mismo con él y por los tiempos de los tiempos sus almas estarían unidas y serían una persona en dos cuerpos. ¿O acaso tenía mie¬do? Y a esto él le respondió diciendo: «¿Puedes imaginar¬te las cosas a las que yo pueda temer?».)
Ella yace con él en el delgado jergón sobre el piso de su celda. La celda es su hogar. La celda es su castillo. Toda su vida conjunta ha transcurrido en aquel cubículo de pie¬dra que mide metro y medio por poco más de dos me¬tros y que contiene sólo un orinal y un jergón. Pero aun dichos objetos no son suyos; nada les pertenece, ni ellos mismos se pertenecen, y ella yace junto a él ahora, tocán¬dole el rostro y los miembros y sollozando dulcemente... ella a quien nadie vio llorar a la luz del día.
(«No doy mujeres, las presto –gustaba decir Baciato–. Se las presto a mis gladiadores. Un gladiador no es bueno en la arena si sus partes se contraen. Un gladiador no es un lecticiario. Un gladiador es un hombre y si no es un hombre nadie pagará diez denarios por él. Y un hom-bre necesita una mujer. Compro a las incorregibles por¬que son baratas y, si no puedo amansarlas, mis muchachos lo harán.»)
La noche pasa y el primer halo gris del amanecer en¬tra en la celda. Si Varinia se pusiera de pie, en toda su al¬tura, su cabeza llegaría al nivel de la única ventana de la celda. Si tuviera que mirar fuera de la celda, vería la pista enrejada de la playa de ejercicios y más allá a los dormidos soldados que montan la guardia día y noche. Eso lo sabe muy bien. Celda y cadenas no son lo natural en su vida, co¬mo lo son en la de Espartaco.
(Esta mujer tan particular llenó a Baciato de ansie¬dad y deleite. Sus agentes la habían comprado en Roma por muy poco, en realidad por sólo quinientos denarios, de modo que sabía que la mercadería difícilmente carecería de defectos, pero sólo mirarla despertó ansiedad en él y lo de¬leitó. Porque era alta y de hermosa figura, como solían ser muchas de las muchachas de las tribus germanas, y Baciato admiraba a las mujeres altas y atractivas. Y, además, era muy joven, de no más de veinte o veintiún años de edad, y a Baciato le encantaban las mujeres jóvenes.
Y más aún, era bastante hermosa y tenía una gran cabelle¬ra rubia, y Baciato prefería a las mujeres hermosas con fi¬nos cabellos. De modo que no es difícil comprender por qué despertó en el lanista tanta ansiedad y lo deleitó tan intensamente.
(Pero la impureza estaba allí y él la descubrió la pri¬mera vez que trató de llevársela a la cama. Ella se transfor¬mó en una gata salvaje. Se convirtió en un monstruo que daba puntapiés, escupía, arañaba, mordía, y como era gran¬de y fuerte, le costó buen trabajo golpearla hasta dejarla inconsciente. Durante la lucha, todos los objetos de valor que decoraban el dormitorio quedaron hechos pedazos, inclusive un hermoso jarrón griego que él tuvo que usar para golpearla en la cabeza hasta que dejó de luchar. Su ira y frustración fueron tales que creyó que habría sido ple¬namente justificado el matarla; pero cuando sumó los de¬licados jarrones, las lámparas y las estatuitas a su costo ori¬ginal, consideró que la inversión era demasiado elevada para permitirle dejarse llevar por la ira. Ni podía de bue¬na fe venderla en el mercado por un precio de acuerdo con su apariencia. Posiblemente porque había comenza¬do como rufián en los arrabales de Roma, Baciato se preo¬cupaba extraordinariamente por la ética comercial. Se enorgullecía del hecho de que nunca había vendido nada por falsas apariencias. En cambio decidió dejar que los gla¬diadores la domesticaran, y como ya sentía una poco razo¬nable antipatía por el extraño y silencioso tracio llamado Espartaco –cuyo exterior ovejuno ocultaba una llama res¬petada por todos los gladiadores de la escuela–, lo eligió como compañero.)
(Se complació en observar a Espartaco cuando le en¬tregó a Varinia y le dijo: «Ésta es la compañera con quien vi¬virás. Dale hijos o no, como quieras. Haz que te obedezca, pero no la lastimes ni deformes». Eso fue lo que le dijo a Espartaco mientras éste permanecía silencioso e impasi¬ble, mirando con calma a la muchacha germana. Varinia no estaba hermosa en esa ocasión. Había dos cicatrices en su rostro. Un ojo estaba hinchado hasta cerrarse, amarillo y púrpura, y había magulladuras verdes y púrpura en su frente, la nuca y los brazos. «Mira lo que recibes», dijo Baciato, arrancándole el vestido ya en jirones que le había dado, y entonces la muchacha quedó desnuda frente a Es¬partaco. En ese momento Espartaco la vio y la amó, no por su desnudez, sino porque sin vestidos no estaba desnuda y no se encogió ni trató de cubrirse con los brazos, sino que permaneció allí, sencilla y orgullosamente, sin mos¬trar ni dolor ni pena, sin mirarlo a él ni a Baciato, pero en¬simismándose, conteniendo su mirada, su alma y sus sue¬ños, y conteniendo todas aquellas cosas, porque había decidido entregar la vida, que para ella ya no tenía valor alguno. Su corazón fue en busca de ella.)
(Esa noche ella se arrinconó humildemente en un extremo de la celda, y él no la molestó ni hizo el menor ademán de acercarse a ella, salvo preguntarle cuando co¬menzó a refrescar: «¿Hablas latín, muchacha?». No hubo respuesta. Entonces le dijo: «Te hablaré en latín porque no sé hablar germano, y como ha comenzado a refrescar quisiera que usaras mi jergón, muchacha...». Pero tam¬poco hubo respuesta. De modo que empujó el jergón ha¬cia ella y lo dejó entre los dos, y por la mañana estaba allí, y ambos habían dormido sobre las piedras. Pero ésa había sido la primera gentileza sincera de que había sido objeto Varinia desde que la habían apresado en los bosques ger¬manos un año y medio antes.)
Y en esta húmeda noche, que se disuelve en el día, el recuerdo de la primera noche vuelve a ella, y con el recuerdo surge de ella hacia el hombre que duerme a su lado un amor tan intenso que éste tendría que ser de pie¬dra para no sentirlo. Se agita y, de pronto, abre los ojos y la ve brumosamente en la media luz del amanecer y, no despierto del todo aún pero viéndolo todo con mirada in¬terior, la atrae hacia sí y comienza a acariciarla. –¡Oh, querido mío, querido mío! –dice ella.
–Déjame.
–¿Y dónde encontrarás la fortaleza para hoy, amado mío?
–Déjame, tengo fuerzas de sobra.
Entonces ella se deja estar en sus brazos mientras si¬lenciosamente fluyen las lágrimas.

III

Esa mañana se librará el combate, y esa certeza se detec¬ta en el ambiente, y cada uno de los doscientos y tantos desdichados gladiadores lo sabe y responde a ese electri¬zante conocimiento. Dos parejas se desangrarán en la arena porque dos jovenzuelos han venido de Roma con mucho dinero y en busca de emociones. Dos tracios, un judío y un africano, y como el africano ha sido adiestra¬do con la red y el tridente, habrá una flagrante desigual¬dad. Esto muchos lanistas no lo permitirían, porque aun cuando uno adiestre a un perro no es para enfrentarlo a un león, pero Baciato es capaz de cualquier cosa por dinero.
El negro, Draba, despierta esa mañana, y en su pro¬pia lengua dice: «Día de la muerte, yo te saludo».
Yace en su jergón y piensa en su mujer. Medita sobre el hecho extraño de que todos los hombres, por desdicha¬dos que sean, tienen recuerdos de amor, de caricias, de besos, de juegos, de alegrías, de canciones y danzas, y que todos los hombres tienen miedo a morir. Hasta cuando la vida carece de todo valor, se aferran a ella. Aun cuando es¬tán solos y lejos del hogar y desprovistos de toda esperanza y toda perspectiva de regresar a su hogar, y están sometidos a todas las indignidades y penas y crueldades y son alimen¬tados como si fueran simples bestias y se los adiestra para que otros se diviertan, aun en esas circunstancias se aferran a la vida.
Y él, que una vez fuera un honesto hombre de su ca¬sa, con hogar, mujer e hijos propios, a quien se escucha¬ba en la paz y se honraba en la guerra; él, que era todo eso, recibe ahora una red de pescar y un tridente y se lo envía a luchar, para que la gente se ría de él o bata las pal-mas por él.
Murmura la hueca filosofía de los de su condición y su profesión: «Dum vivimus, vivamus».
Pero es hueca y no proporciona consuelo, y le due¬len los huesos y los músculos al ponerse en pie para co¬menzar el día y forzar su cuerpo y su mente a la tarea de dar muerte a Espartaco, a quien ama y a quien valora por encima de todos los hombres blancos del lugar. Pero aca¬so no se ha dicho: «Gladiador, no hagas amistad con gla¬diadores».

IV

Primero fueron a los baños, los cuatro juntos y en silencio. De nada valía hablar, ya que nada había que ellos pudie¬ran decir, y ya que habrían de estar juntos desde entonces hasta entrar a la arena, hablar sólo podría empeorar las cosas.
Los baños ya estaban calientes, y rápidamente se su¬mergieron en las turbias aguas, como si por todo debiera pasarse sin pensar y sin hacer consideraciones. La casa de baños estaba casi a obscuras, en sus doce metros de lar¬go por seis de ancho, iluminada, una vez que la puerta hu¬bo sido cerrada, por una sola y pequeña lámpara de mica, colgada del techo. Bajo aquella pálida luz el agua del ba¬ño era gris obscura, cubierta por el vapor de agua que sur¬gía de la misma, proveniente de las piedras calentadas al rojo que habían sido arrojadas en ella, lo que llenaba to¬do el baño de un aire saturado de vapor. Penetró en ca¬da poro del cuerpo de Espartaco, aflojó sus músculos y le produjo una extraña sensación de reposo y comodidad. El agua caliente era una maravilla inagotable para él, y nun¬ca logró lavarle del todo de la muerte seca del desierto de Nubia. Y nunca pudo entrar a la casa de los baños sin de¬tenerse a reflexionar sobre el cuidado que se prestaba a los cuerpos de aquellos a quienes se preparaba para morir y a quienes se adiestraba para producir tan sólo muerte.
Cuando producía las cosas que dan vida, trigo y cebada y oro, su cuerpo estaba sucio, era una cosa inútil, algo ver¬gonzoso e inmundo, digno tan sólo de ser golpeado y apa¬leado, de ser cubierto de puntapiés y latigazos y conde¬nado al hambre, pero ahora era una criatura de muerte y por eso su cuerpo era tan precioso como el amarillo me¬tal que había extraído de las minas de África.
Y, aunque parezca extraño, recién entonces afloró en él el odio. Antes no había lugar para el odio; el odio es un lujo que precisa de alimentos y fuerza y hasta tiempo pa¬ra, en cierto modo, reflexionar en él. Ahora tenía esas co¬sas y a Léntulo Baciato como objetivo viviente de su odio. Baciato era Roma y Roma era Baciato. Odiaba a Roma y odiaba a Baciato; y odiaba todo cuanto fuera romano. Ha¬bía nacido y había sido criado para que se dedicara a la la¬branza de los campos, el pastoreo del ganado y la extrac¬ción de minerales de las minas; pero solamente en Roma había llegado a ver que se educara y adiestrara a hom¬bres con el fin de que se despedazaran a cuchillazos y se desangraran en la arena para risa y emoción de hombres y mujeres bien educados.
De los baños fueron a las mesas para masajes. Como siempre, Espartaco cerró los ojos al derramársele sobre la piel el fragante aceite de oliva y mientras cada uno de sus músculos era ablandado bajo los dedos ágiles y expertos del masajista. La primera vez que le ocurrió aquello tuvo la sensación de ser un animal atrapado, lo invadió una sensación de pánico y terror, de que la insignificante li¬bertad de que era poseedor o hubiera poseído, su propia carne, era invadida por aquellos dedos que lo exploraban y palpaban profundamente. Ahora, sin embargo, podía descansar y sacarle el máximo de ventaja a lo que le pro¬porcionaba el masajista. Doce veces había yacido como ahora; doce veces había luchado, ocho en el gran anfitea¬tro de Capua, bajo la instigadora demanda de la multitud vociferante y enloquecida por la sangre, cuatro veces en el circo particular de Baciato, para edificación de dos expertos en matanzas que venían de las poderosas y legen¬darias urbes, que él nunca había visto, a pasar el día con sus damas o sus amantes masculinos contemplando el com¬bate de los luchadores.
Ahora, como siempre que yacía sobre la mesa de ma¬saje, revivía esos momentos. Los tenía grabados en la men¬te. Ninguno de los horrores de las minas o de los campos era comparable al horror que se apoderaba de uno cuan¬do debía entrar a la arena apisonada del circo; no había temor como ese temor; ninguna indignidad era compara¬ble a aquella indignidad de ser elegido para matar.
Y de ese modo aprendió que no había forma de vida humana inferior a la del gladiador, y que su cercana pro¬ximidad a la bestia era recompensada con el mismo ansio¬so cuidado otorgado a los caballos de raza, aunque Léntulo Baciato o cualquier otro romano se habría sublevado ante la idea de que se matara a un buen caballo en la are¬na. Llevaba su propio manto de temor y de indignidad, y ahora el masajista trazaba con sus dedos la trama de cada hebra y de cada contrahebra del tejido de cicatrices.
Había tenido suerte. Nunca le habían seccionado un nervio, ni quebrado un hueso, ni vaciado un ojo, ni había recibido un puntazo de daga en el tímpano o la nu¬ca ni sufrido ninguna de esas heridas especiales y parti¬culares que tanto temían sus camaradas y con las que so¬ñaban en noches de sudor, agonía y terror. Nunca lo habían desjarretado ni le habían perforado los intestinos. Todas sus heridas habían sido simples mementa, como las llamaban ellos, y no podía ni quería atribuirlo a habilidad.
¡Habilidad en el matadero! «Ningún esclavo se convier¬te en soldado», decían ellos. Pero él era rápido como un gato, casi tan rápido como el judío de ojos verdes, la cria¬tura del odio y del silencio que yacía en la mesa junto a la suya, y era muy fuerte y muy precavido. Aquello era du¬ro..., pensar y no enfadarse. Ira est mors. Y los que se en¬fadan en la arena, mueren. El temor era algo distinto, pe¬ro no la ira. Para él no era duro. Toda su vida sus pensamientos habían sido el instrumento de la supervi¬vencia. Poca gente sabía eso. «El esclavo no piensa abso¬lutamente en nada.» Y «el gladiador es una bestia». Eso decían, y era obvio, pero dentro de él era completamen¬te al revés. De vez en cuando un hombre libre sobrevive por el pensamiento; pero de día en día el esclavo debe pensar en vivir, que es otra clase de pensamiento, pero pensamiento al fin. El pensamiento era el compañero del filósofo, pero el adversario del esclavo. Cuando Espartaco dejó a Varinia esa mañana, la borró de su vida. Ella no debía existir, para él. Si él vivía, ella viviría, pero ahora no estaba ni vivo ni muerto.
Los masajistas finalizaron su labor. Los cuatro escla¬vos descendieron de las mesas y se envolvieron en las lar¬gas túnicas de lana, las mortajas, como se las llamaba, y cru¬zaron el patio en dirección al comedor. Los gladiadores ya estaban desayunando, cruzados de piernas sobre el suelo y tomando los alimentos de pequeñas mesitas situadas fren¬te a ellos. Cada hombre recibía una ración de leche agria de cabra y un tazón con potaje de trigo cocido con trocitos de grasa de cerdo. El lanista daba bien de comer y mu¬chos de los hombres que llegaban a su escuela saciaban su apetito por primera vez en sus vidas, al igual que los con¬denados antes de ser clavados en dos crucifijos. Pero pa¬ra los cuatro que tenían que aparecer en la arena, había solamente un poco de vino y unas pocas rebanadas de po¬llo frío. No se pelea bien con el estómago lleno.
De todos modos Espartaco no tenía apetito. Los cua¬tro se sentaron aparte de los otros, y los cuatro compartie¬ron su desdén por los alimentos. Bebieron el vino. Toma¬ron un trozo o dos de carne y en ciertos momentos se miraron entre ellos. Pero ninguno habló, y la de ellos fue una pequeña isla de silencio en el sordo parloteo que lle¬naba el comedor. Ni tampoco los otros gladiadores les di¬rigieron la palabra ni les prestaron mucha atención. Tal era la cortesía del último desayuno.
Todos sabían ya que habían sido emparejados. Nadie ignoraba que Espartaco lucharía contra el negro y que se trataría de daga contra red y tridente. Todos sabían que el tracio y el judío habían sido elegidos para formar la otra pareja. Espartaco habría de morir y lo mismo iba a ocurrirle al joven tracio. La culpa la tenía Espartaco. No solamen¬te se había acostado con la muchacha germana y había ha¬blado siempre de ella como de su esposa y no de otro modo que como esposa, sino que hacía que los hombres lo qui¬sieran. Ninguno de los hombres sentados en el recinto po¬dría haber expresado eso explícitamente. Ellos no sabían por qué había ocurrido o precisamente cómo había ocu¬rrido. Todo hombre tiene su modo. Todo hombre tiene miles de pequeños gestos y acciones. La manera suave del tracio, su rostro ovejuno de labios gruesos y nariz que¬brada, todo aquello revelaba una calidad que hacía que los hombres aceptaran sus juicios y que fueran a él con sus temores y sus querellas, y que lo buscaran en procura de consuelo y de ayuda para adoptar decisiones. Y cuando él decidía algo, hacían lo que él había dicho. Cuando les hablaba en su suave latín, de curiosa acentuación, ellos acepta¬ban sus palabras. Él les hablaba y ellos se consolaban. Parecía ser un hombre feliz. Había mantenido la cabeza erguida, cosa que era muy extraña en un esclavo. Nunca inclinó su cabeza. Nunca levantó la voz ni jamás se puso furioso. Su actitud satisfecha lo distinguía de los demás, y de ese mo¬do andaba en aquella impía compañía de entrenadores asesinos y hombres condenados.
–Los gladiadores son animales –solía decir Baciato–. Si uno piensa en ellos como si fueran gente, uno pierde toda perspectiva.
El sencillo hecho era que Espartaco se negaba a ser un animal, y por tal razón se lo consideraba peligroso, y por grande que fuera su habilidad con la daga y por muy beneficioso que pudiera resultar el alquilarlo, Baciato pre¬firió su provechosa muerte. El desayuno había terminado. Los cuatro hombres que eran privilegio, como decían iró¬nicamente en su propio argot, se alejaron caminando. Eran cosa prohibida aquella mañana. Pero Gannico se acercó a Espartaco, lo abrazó y lo besó en los labios. Era extraño ha¬cer eso y el precio a pagar muy elevado –treinta azotes–, pero entre los gladiadores había pocos que no compren¬dieran por qué lo había hecho.

V

En el año que siguió, Léntulo Baciato recordó muchas ve¬ces aquella mañana y muchas veces sometió los aconteci¬mientos a escrutinio en un intento de comprender si aque¬llos hechos que conmovieron la tierra podían serle imputados a él. No estaba convencido, por cierto, de que así fuera, y no le resultaba difícil aceptar el hecho de que to¬do cuanto había ocurrido a continuación había aconteci¬do porque dos petimetres romanos habían deseado ver un combate a muerte. Nunca transcurría una semana sin que hubiera un espectáculo privado en que en su propio circo se presentaran una, dos o tres parejas de gladiadores, y no podía ver que aquello era muy diferente. También pensó en la suerte que habían corrido algunas casas de vecindad que poseía en la ciudad de Roma. Aquellas casas de vecin¬dad, o insulae, como se las llamaba, constituían, según pú¬blico reconocimiento, una de las mejores inversiones que podía hacer un hombre de negocios. No estaban sujetas a ninguna de las vicisitudes de las empresas comerciales; da¬ban una renta permanente y siempre en aumento. Pero en el aumento de esa renta existía cierto peligro. Al co¬mienzo Baciato adquirió dos casas, una de cuatro pisos y una de cinco pisos. Cada una de ellas tenía doce viviendas por piso, y cada vivienda costaba a su inquilino más de no¬vecientos sestercios al año.
No necesitó mucho tiempo Baciato para darse cuen¬ta de que un hombre interesado en obtener provecho no hacía otra cosa que aumentar el número de plantas de las casas de vecindad. Algunos basureros sin sentido de em¬presa poseían casas de planta baja; los hombres ricos po¬seían edificios de muchas plantas. Rápidamente el lanista elevó la casa de cinco a siete plantas, pero cuando agregó la primera planta a la casa de cuatro se produjo un derrumbe que la dejó reducida a ruinas, acongojándolo no sólo con la pérdida enorme que ello implicaba, sino también con la muerte de veinte de sus inquilinos, lo que significó agregar nuevos gastos a la fortuna que debió destinar a sobornos. Algo parecido a esto, es decir, el aumento de cantidad que redundaba en cambios en la calidad, se producía allí en re¬lación a los gladiadores, aunque Baciato sabía que en la prác¬tica él no era peor que la mayoría de los lanistae y, en ver¬dad, en mejor que muchos de ellos.
Es cierto que había sido una mala mañana. Primero fue azotado Gannico. No era bueno azotar a un gladiador, pero al mismo tiempo la disciplina de la escuela debía ser la más estricta disciplina del mundo. La violación de la más elemental regla disciplinaria por parte de un gladiador te¬nía que ser castigada, y el castigo debía ser rápido y des¬piadado. En segundo lugar, había resentimiento entre los gladiadores por el hecho de que un hombre con daga hu-biera de enfrentarse a otro con red y tridente. Tercero, allí estaba la lucha misma.
Baciato estaba esperando en el circo la llegada de los huéspedes. Independientemente de lo que Baciato pensa¬ra de aquellos romanos en sentido personal, había que ha¬cer honor al dinero, de lo que tenía plena conciencia. Allí donde encontraba a un millonario –no simplemente a un hombre que tuviera millones de sestercios, sino a uno que pudiera gastarlos– quedaba anonadado ante su propia con¬vicción de ser una rana tan pequeña en un estanque tan grande. Cuando era jefe de pandilla en las calles de la urbe, su sue¬ño consistía en llegar a acumular los cuatrocientos mil sestercios que le darían derecho a ser admitido en la orden de los caballeros. Cuando se convirtió en caballero, sin embar¬go, comenzó primero por comprender lo que la riqueza sig¬nificaba, y, pese a todo cuanto había trepado –mediante su propia sagacidad también–, descubrió que aún había un interminable horizonte de peldaños delante de él.
Hay que cumplir cuando el cumplido es merecido. Por eso estaba allí esperando la llegada de Cayo, Braco y los demás; y, en consecuencia, no sabía que Gannico se ha¬bía hecho merecedor a los treinta azotes. En cambio, acom¬pañó a los huéspedes hacia el palco que había sido cons¬truido para ellos, un palco colocado a altura suficiente como para que pudiera verse cualquier lugar de la arena sin necesidad de tener que levantarse o inclinarse. Él mis¬mo dispuso los almohadones de los canapés, de modo que los visitantes pudieran reclinarse con la mayor comodidad y facilidad posible al contemplar los combates. Se les ha¬bía traído vino helado y pequeños potes con confituras y pichoncitos en miel, de modo que pudieran satisfacer el apetito y calmar la sed. Un toldo a rayas los protegería del sol matutino, y dos esclavos domésticos estaban apostados allí con abanicos de plumas, para el caso de que la fresca mañana se transformara en un caluroso mediodía. Mien¬tras supervisaba los arreglos de la escena, el corazón de Baciato se inflamaba de orgullo, ya que allí había todo cuan¬to cualquiera pudiera pedir, por delicado que fuera su gusto. Y para que no se aburrieran desde la llegada hasta el momento en que comenzaran los juegos, había dos mú¬sicos y una bailarina en la pista del circo.
No es que ellos prestaran mucha atención ni a la mú¬sica ni a la danza, ya que apuntaban a cosas mucho más importantes, y, según el amigo casado de Braco –Cornelio Lucio era su nombre–, a juzgar por su nervioso parloteo, aquello era lo que hacía falta para vivir decentemente en Roma en esos días. Baciato permanecía allí y escuchaba; estaba ansioso por saber qué era lo que se necesitaba pa¬ra vivir decentemente en esos días, y la conversación lo sor¬prendió cuando escuchó que Lucio había pagado cinco mil denarios por un nuevo libarius, una fortuna por un hombre que tan sólo horneaba pasteles.
–Pero no se puede vivir como un cerdo..., ¿no es así? –preguntó Lucio–. Ni siquiera en la forma en que vivía mi padre. Si se quiere comer decentemente, son nece¬sarios por lo menos cuatro: el pastelero, el cocus, el pistores e indudablemente el dulciarius, o de lo contrario hay que enviar al mercado por dulces ya cocinados y arreglár¬selas sin eso.
–No veo cómo podría uno arreglarse sin eso –dijo su esposa–. Todos los meses un nuevo tonsores; nadie que no fuera un dios podría afeitarte bien, pero si yo pido un pei¬nador o un masajista extra...
–No es que se necesiten cien esclavos –le dijo Braco afablemente–: es preciso adiestrarlos, y aun cuando se los haya adiestrado, hay que considerar si el esfuerzo vale la pena. Tengo un privata para mi ropa, un griego de Chipre, capaz de recitar a Homero de memoria durante horas. ¡Imagínense! Nunca limpia ni lava. Todo lo que le pido es que mantenga algún orden en mis ropas. Tengo un arma¬rio para las túnicas. Todo lo que deseo es que cuando ya no quiero una túnica determinada la coloquen en ese arma¬rio. Una túnica en el armario donde se guardan mis túni¬cas. Podría enseñársele a un perro a que lo hiciera, ¿verdad?
De modo que si yo digo: «Raxides, dame mi túnica ama¬rilla», pueda darme mi túnica amarilla. Pero no es así. Y ocuparía más tiempo enseñarle a él que hacerlo yo perso¬nalmente.
–Tú no puedes hacer eso personalmente –protestó Cayo.
–No..., por supuesto que no. Muchacho, mira qué cla¬se de vino nos sirve el lanista.
Baciato fue rápido.
–Cisalpino –alardeó enseñando la jarra.
Braco escupió delicadamente con un dedo al costa¬do de la nariz.
–¿Cómo se le ocurrió poner almohadones si yo no le dije que quisiéramos almohadones? ¿Tiene vino de Judea, lanista ?
–Por supuesto, y del mejor. Un rosado claro, el más claro de los rosados. –Y gritó a uno de los esclavos que tra¬jera vino de Judea inmediatamente.
–Díselo a él –le dijo Lucio a su esposa, que le estaba susurrando algo.
–No...
Braco se inclinó hacia ella, le tomó la mano y la apre¬tó contra sus labios.
–¿Quieres decirme algo, querida?
–Te lo diré al oído.
Le habló al oído y Braco respondió:
–Por supuesto, por supuesto. –Y entonces le dijo a Ba¬ciato–: Traiga aquí al judío antes de que pelee.
Baciato nunca alcanzaba a descubrir el fondo de las acciones que realizaba la gente bien nacida. Sabía que ha¬bía algo oculto, pero no podía precisarlo en modo algu¬no, y no podía encontrar un resquicio o razón que le die¬ra la pauta que le permitiera ocultar su origen en un esquema de comportamiento. Cada grupo que alquilaba su circo para un espectáculo privado se comportaba dife¬rentemente. ¿Quién podía entenderlos?
Baciato mandó a buscar al judío.
Éste llegó entre dos entrenadores, entró en el palco y se quedó allí esperando de pie. Aun estaba cubierto con su larga y rústica túnica de lana, y sus claros ojos verdes pa¬recían piedras. Nada vio con aquellos ojos. Simplemente se quedó allí.
La mujer sonrió tontamente. Cayo estaba espantado. Era la primera vez que un gladiador estaba al alcance de su mano, sin pared ni barrotes entre ellos, y no bastaban los dos entrenadores para tranquilizarlo. No había nada de humano en aquel judío de ojos verdes y fina boca, la nariz ferozmente ganchuda y el cráneo rapado.
–Dígale que se quite la túnica, lanista –ordenó Braco.
–Desvístete –murmuró Baciato.
El judío continuó de pie unos instantes; luego, de pronto, dejó caer la túnica y permaneció desnudo delan¬te de ellos, el musculoso cuerpo tan inmóvil como si hu¬biera sido tallado en bronce. Cayo se quedó mirándolo fas¬cinado. Lucio se hacía el aburrido, pero su esposa fijó la mirada en él con la boca ligeramente abierta, la respira¬ción dificultosa y acelerada.
–Animal bipes implume –dijo Braco, con voz cansina.
El judío se agachó, recuperó su túnica, se volvió y de¬sapareció. Los dos entrenadores lo siguieron.
–Hágalo pelear primero –dijo Braco.

VI

Por aquel entonces la ley no exigía que, cuando un tracio o un judío lucharan en la arena con la tradicional da¬ga, o tal vez mejor, con el cuchillo ligeramente curvado, que se conocía como sica, se le proporcionara un escudo de madera para defenderse, y aun cuando aquella ley fue aprobada, con frecuencia se la ignoraba. El escudo, al igual que los tradicionales grebas y casco de bronce, se impo¬nían al dramatismo esencial que implicaba el uso del cu¬chillo, en especial al increíble juego de movimiento y agi¬lidad que exigía a los gladiadores. Hasta unos cuarenta años antes –y hasta esa época la lucha de parejas era bas¬tante infrecuente– al combate corriente en el circo se le llamaba samnites, y los gladiadores luchaban con pesada armadura, llevando el gran escudo oblongo de la legión, el scutum, y la espada hispánica, la spatha. Aquel espectá¬culo no era ni muy emocionante ni muy sangriento, y el chocar de escudo contra escudo y espada contra espada podía prolongarse durante horas, sin que ninguno de los pares se hiriera mayormente. Asimismo, en esos tiempos el lanista era más despreciado que un proxeneta; por lo general, se trataba de un jefecillo de pandilla que hacía pelear a unos cuantos esclavos agotados y dejaba que se acuchillaran hasta que uno de ellos caía muerto por la enorme pérdida de sangre o por extenuación. Muy a menudo, el lanista era también proxeneta, es decir, era tra¬tante de gladiadores y de prostitutas simultáneamente.
Dos innovaciones revolucionaron la lucha de pare¬jas e hicieron de un espectáculo aburrido la locura de Roma y llevó a muchos lanistae a ocupar bancas en el Se¬nado, poseer residencias veraniegas y amasar fortunas millonarias. La primera fue resultado de la penetración mi¬litar y comercial de Roma en África. Los negros, muy ra¬ros en el pasado, hicieron su aparición en el mercado de esclavos, con su altura y fortaleza. Un lanista tuvo la idea de darle a un negro una red y un tridente y enfrentarlo en el circo a una espada y un escudo. Esto conquistó inmediatamente la fantasía de los romanos; los juegos dejaron de ser fortuitos. El proceso se completó con la segunda innovación, que fue resultado de la penetración en Tracia y Judea y el descubrimiento de dos razas fuer¬tes e independientes de campesinos cuya arma principal en la guerra era un cuchillo corto, curvo y afilado como una navaja. Aun más que los retiarii, es decir, los hom¬bres de la red, este hecho transformó el combate de gla¬diadores. Rara vez se usaba el escudo o la armadura. El pesado chocar del samnites evolucionó hacia la velocidad de relámpago de los duelos con daga, electrizantes, ple¬nos de horripilantes heridas, abundante derramamiento de sangre, destripamiento, habilidad y dolor y movimien¬tos de centella.
Como le decía Braco a su joven compañero:
–Una vez que se ha visto a los tracios no se desea otra cosa, ¿sabes? Cualquier otra cosa resulta muy tediosa, abu¬rrida y sin sentido. Un combate en que participen tracios es lo más emocionante que hay en el mundo.
Era el momento de las parejas. La bailarina y los mú¬sicos se habían retirado. La pequeña pista se hallaba vacía y desierta bajo el cálido sol de la mañana. Un silencio estremecedor y doloroso se instaló en el lugar, y los cuatro romanos, la dama y los tres caballeros, yacían sobre sus ca¬napés bajo el toldo a rayas, bebiendo el rosado vino de Judea, a la espera de que los juegos comenzaran.

VII

En la sala de espera, que consistía en un pequeño cober¬tizo abierto hacia la arena del circo, los tres gladiadores –los dos tracios y el negro– estaban sentados a la espera del re¬greso del judío. Estaban sentados en un banco, presas del infortunio; estaban consignados, como se solía decir. La ver¬güenza era su única compañía; no había para ellos ni glo¬ria, ni amor, ni honor. El africano dijo finalmente, rompien¬do el silencio que se habían impuesto voluntariamente:
–Quem di diligunt adolescens moritur. Si los dioses te quie¬ren, harán que mueras en la adolescencia.
–No –dijo Espartaco.
Y entonces el africano le preguntó:
–¿Crees en los dioses?
–No.
–¿Crees que hay otra vida después de ésta?
–No.
–Entonces, ¿en qué crees, Espartaco? –preguntó el africano.
–Creo en ti y creo en mí.
–Tú y yo –dijo Polemo, el joven y bien parecido tracio– somos carne en la mesa de la carnicería del lanista.
–¿En qué más crees, Espartaco? –preguntó el negro.
–¿En qué más?... ¿Con qué sueña el hombre? Cuan¬do un hombre va a morir, ¿en qué sueña?
–Te diré lo que expresé antes, –declaró suavemente el negro, resonante y apesadumbrada la voz que le salía de lo profundo del pecho–y te diré lo siguiente: estoy dema¬siado solo y muy lejos de mi hogar y muy amargado a cau¬sa de esta lejanía. No quiero seguir viviendo. No te mata¬ré, camarada.
–¿Es éste un lugar para la clemencia?
–Éste es un lugar para el cansancio y yo estoy fatigado.
–Mi padre era esclavo –dijo Espartaco– y me enseñó la única virtud. La única virtud del esclavo es la de vivir.
–Los dos no podemos vivir.
–Y el único favor que la vida concede al esclavo es el de que, al igual que el resto de la gente, no sabe cuándo morirá.
Los guardianes les habían oído y con sus lanzas gol¬pearon en la pared del cobertizo, exigiendo silencio. El ju¬dío regresó; de todos modos no había hablado; nunca so¬lía hacerlo. Permaneció en la puerta, embozado, con la cabeza inclinada por el pesar y la vergüenza. Sonó una trompeta. El joven tracio se puso de pie, temblándole el labio inferior por la tensión, y él y el judío dejaron caer sus túnicas. La puerta se abrió y, desnudos, uno al lado del otro, entraron en la arena.
El africano no mostró interés. Estaba aferrado a la muerte. Cincuenta y dos veces había luchado con la red y el tridente y había salido indemne, pero ahora se había roto el lazo que lo ataba a la vida. Estaba allí en el banco, inmerso en sus recuerdos, agobiado, la cabeza entre las manos; pero Espartaco saltó hacia la puerta y acercó los ojos a un resquicio con el fin de poder ver, de poder saber. No tomó partido. El tracio era de su pueblo, pero el judío era algo que le laceraba el corazón de curiosa y extraña manera. Cuando una pareja luchaba a muerte, uno tenía que morir pero la esencia del hecho era la vida, mientras la vida persistiera. La esencia de Espartaco era la vida. La gente reconocía eso en él. Era la supervivencia en grado supremo; y ahora acercaba sus ojos a la rendija de la puerta para poder ver el centro de la arena.
La visión al comienzo estaba bloqueada por la pareja, pero las figuras de los gladiadores se fueron empeque¬ñeciendo a medida que avanzaron hacia el centro de la pista y estuvieron frente a aquellos que habían compra¬do su carne y su sangre. Sus sombras los seguían; sus cuer-pos estaban obscurecidos y resplandecientes de aceite. En¬tonces se apartaron diez pasos, y cada uno quedó enmarcado en la orilla de su radio visual, con el sol y la are¬na entre ellos. Espartaco veía el palco donde habían toma¬do asiento los romanos; cubría el final de lo que alcanza¬ba su vista un amplio y alegre pabellón de color rosa, amarillo y púrpura, con el toldo a rayas y el lento movi¬miento de los abanicos de plumas del personal de escla¬vos. Allí estaban sentados los que habían comprado la vi¬da y la muerte, el grupito minoritario y poderoso, y todos los pensamientos que pueden ocurrírsele a un hombre, por lo menos en cada edad de los tiempos, todos esos pen¬samientos se le hicieron presentes a Espartaco.
El entrenador, arbitro del circo, entró en la pista. Lle¬vaba los dos cuchillos en una bandeja de madera pulida, y los ofreció simbólicamente a quienes habían pagado el cos¬to del espectáculo.
Al inclinar la bandeja hacia ellos, el sol brilló sobre el pulido metal de las hojas, treinta centímetros de relu¬ciente acero, afiladas como navajas, hermosamente labra¬das, con mango de nogal obscuro. Los cuchillos eran lige¬ramente curvados, y el menor roce del filo contra la piel bastaba para seccionarla.
Braco hizo la señal y en Espartaco el odio fue como el roce de uno de aquellos afilados cuchillos desde la ca¬beza a los pies; mas luego, controlada y desapasionadamen¬te, observó a los gladiadores elegir sus armas y alejarse de su campo de visión. Pero él conocía los movimientos que estaban haciendo; conocía cada uno de tales movi¬mientos. Observándose el uno al otro con el cauteloso ho¬rror y agudeza mental de los condenados, ambos estaban midiendo los veinte pasos de espacio asignado. Se inclina¬ron y con arena frotaron sus puños y la superficie de las manos. Ahora estaban agachados y cada músculo tembla¬ba cual tenso resorte y sus corazones latían con fuerza de máquinas.
El entrenador hizo sonar su silbato de plata y los dos gladiadores volvieron a entrar en el campo visual de Espar¬taco. Desnudos, agachados, cada cual con el reluciente cu¬chillo aferrado a la palma de la mano derecha, se habían desprendido de su condición humana. Eran dos animales. Se movían en círculo, igual que animales, arrastrando los pies, con pasos cortos, pegados a la arena caliente. Se acer¬caban y se alejaban en convulsivos movimientos, y los ro-manos estaban aplaudiendo, mientras el pecho del judío se había cubierto de un hilo de sangre, cual si fuera una banda.
Pero ninguno de los dos parecía tener noción del da¬ño infligido. Su concentración en el otro era tan intensa, tan absoluta, tan absorbente, que todo el mundo parecía tener en ellos su centro de rotación. El tiempo cesó; toda la vida y la experiencia estaban concentradas en cada uno de ellos, y la intensidad con que ambos se estudiaban mu¬tuamente se hizo penosa. Y una y otra vez volvieron a fun¬dirse en lo que parecía una única convulsión de fuerza y de decisión, trabados, la mano izquierda agarrando la derecha, uno frente al otro, cuerpo contra cuerpo, rostro contra rostro, las muñecas apretadas, forcejeando y gritando en silencio el deseo de acercarse, cortar y matar. La transición era ahora completa; se odiaban mutuamente; un solo pro¬pósito los animaba, el propósito de la muerte, ya que só¬lo matando podían sobrevivir. Apretados el uno contra el otro, como estaban, los músculos rígidos y tensos, los dos se hicieron uno, una entidad rota dentro de ella misma.
Mientras la carne y la sangre pudieron soportarlo, es¬tuvieron tensos en aquel abrazo prieto, y entonces se rom¬pió y se separó, y a todo lo largo del brazo del tracio había una franja de rojo. A una distancia de doce pasos se que¬daron jadeantes, odiándose y estremeciéndose, ambos cu¬biertos de arriba abajo con sangre y aceite y sudor, la san¬gre chorreando y manchando la arena a sus pies. Entonces el tracio atacó. El cuchillo tendido hacia delante, se lanzó sobre el judío y el judío se dejó caer sobre una rodilla, pa¬ró el cuchillo hacia arriba y arrojó al tracio malherido por el aire. Y aun antes de que el tracio cayera al suelo el judío ya estaba sobre él. Fue el momento supremo de horror y de extrema emoción de la pelea. La muerte cortaba en tro¬zos al tracio. Se retorció, rodó convulso, usó sus pies des¬calzos para atajar el terrible cuchillo, pero el judío estaba de nuevo sobre él, cortando y apuñalando, mientras el jo¬ven tracio se debatía desesperadamente, incapaz de ases¬tar un golpe mortal.
El tracio pudo ponerse en pie; su cuerpo sangrante, roto, literalmente saltó por el aire y cayó sobre los pies y allí se detuvo, pero la vida y la fuerza se le estaban escapan¬do. La explosión que lo había puesto de pie había agota¬do hasta lo más profundo el recipiente de su fortaleza. Con una mano buscó el equilibrio y apretó el cuchillo con la otra y se balanceó de acá para allá, finteando con el arma para mantener al judío a distancia. Pero el judío se man¬tuvo a distancia sin hacer intento alguno por acercársele nuevamente... Y en verdad no hacía falta alguna acercar¬se, porque el tracio estaba deshecho, el rostro cruzado por un tajo, las manos, el cuerpo, las piernas cubiertos de he¬ridas, sangrando copiosamente en el charco húmedo y cre¬ciente de la arena bajo sus pies. Y no obstante aún no ha¬bía terminado el drama supremo de la vida y de la muerte.
Los romanos salieron del trance y comenzaron a gri¬tarle al judío, en forma chillona, ronca, imperiosa:
–¡Verbera! ¡Ataca! ¡Ataca!
Pero el judío no se movió. Tenía solamente una cu¬chillada a través del pecho, pero el movimiento del com¬bate había hecho que la sangre se extendiera por todo su cuerpo. De pronto lanzó el cuchillo contra la arena, donde se clavó cimbreante. Y se quedó de pie, con la ca¬beza inclinada hacia abajo.
En un instante la oportunidad pasaría. El desnudo tracio, que vestía ahora un atuendo de roja sangre que cu¬bría cada palmo de su cuerpo, cayó sobre una rodilla. Ha¬bía dejado caer su cuchillo y estaba muriendo rápidamen¬te. Los romanos gritaron y el entrenador se lanzó a través de la pista blandiendo un largo y pesado látigo de cuero. Dos soldados lo siguieron.
–¡Pelea, escoria! –bramó el entrenador, y el látigo ca¬yó sobre la espalda del judío y se enroscó en su abdomen–. ¡Pelea! –El látigo volvió a golpearle, pero él no se movió y entonces el tracio rodó sobre su rostro, tiritó un poco y co¬menzó a quejarse, al principio con débiles gritos que fue¬ron aumentando en intensidad hasta alcanzar un crescen¬do arrancado del fondo mismo de su doblegado cuerpo.
Los gritos de dolor cesaron y quedó tendido e inmó¬vil; y entonces el entrenador dejó de azotar al judío. El africano se había unido a Espartaco en la rendija de la puer¬ta. Ambos observaban sin hablar.
Los soldados se acercaron al tracio y lo aguijonearon con sus lanzas. Se movió un poco. Uno de los soldados de¬senganchó un pequeño pero pesado martillo que colgaba de su cinturón. El otro soldado, usando como cuña su lan¬za en el costado del cuerpo del tracio, hizo que se diera la vuelta. Entonces el primer soldado le aplicó un terrible golpe en la sien con el martillo, golpe que lo hizo hundir¬se en la suave superficie del cráneo. Después de esto, los soldados saludaron a los espectadores con el martillo im¬pregnado de sesos. Al mismo tiempo otro entrenador hi¬zo entrar un asno a la arena. El animal llevaba un brillan¬te aderezo de plumas sobre la cabeza y arneses de cuero de los que colgaba una cadena. La cadena fue atada a los pies del tracio y los soldados hostigaron al asno con sus lan¬zas, de modo que galopó en torno a la pista, arrastrando tras de él el sangriento cadáver, del que en esos momen¬tos se desprendía la masa encefálica. Los romanos aplau¬dieron el espectáculo y la dama hizo tremolar su pañuelo, deleitada.
A continuación, la arena bañada en sangre fue remo¬vida y aplanada, para dar lugar a la música y a la danza an¬tes de que comenzara la lucha de la segunda pareja.

VIII

Baciato corrió apresuradamente al palco de sus clientes, para pedirles disculpas, para explicarles por qué, habien¬do ellos pagado tan bien, el judío había fallado en el final mismo de la lucha, al no proceder a cortar una arteria del cuello o del brazo de modo que abundante sangre propor¬cionara al final del combate el rico colorido que se reque¬ría; pero Braco, con una copa de vino en la mano, le im¬puso silencio con la otra:
–Ni una palabra, lanista. Fue delicioso. Ha sido sufi¬ciente.
–Pero yo tengo mi reputación.
–Al demonio con su reputación. Pero, espere... Le di¬ré lo que tiene que hacer. Traiga aquí al judío. No lo cas¬tigue en otra forma. Cuando un hombre ha peleado bien, basta con eso, ¿no es cierto? Tráigalo aquí.
–¿Aquí? Bueno, en realidad... –comenzó a decir Lu¬cio.
–¡Por supuesto! No trate de limpiarlo. Que venga co¬mo está.
Mientras Baciato iba a cumplir el mandato, Braco co¬menzó el intento de explicar, como intentan tan a menu¬do los conocedores y con las mismas concesiones a lo fú¬til, la precisa belleza y pericia de lo que acababan de ver.
–Si entre cien peleas de parejas uno ve una como esta tiene suerte. Un momento de gloria es mejor que una hora de tediosas fintas. Éste es el famoso avis jacienda ad mortem. Una lucha a muerte... ¿y qué mejor muerte que és¬ta puede esperar un gladiador? Consideren las circunstan-cias. El tracio mide al judío y sabe que él lo aventaja...
–Pero fue el primero en hacer correr sangre –objetó Lucio.
–Lo que no significa nada. Lo más probable es que nunca hubieran peleado antes. De ahí la adopción de pre¬cauciones. Cada uno tenía que hacer una serie de pasos para conocer al otro. Si hubieran estado en igualdad de condiciones, habrían finteado, lo que habría significado habilidad y aguante; pero cuando se trabaron el judío rom¬pió el abrazo y golpeó en el brazo del tracio. Si hubiera si¬do el brazo derecho en vez del izquierdo, la cosa habría terminado allí; pero tal como se produjo, el tracio sabía que lo aventajaban y se jugó todo en un golpe a fondo... un golpe a fondo con el cuerpo. Nueve gladiadores en¬tre diez habrían parado el golpe e intentado trabarse con el otro, e inclusive habrían preferido recibir un mal golpe para pararlo. ¿Saben ustedes lo que significa parar uno de esos cuchillos con todo el peso del cuerpo de un hombre detrás de ellos? ¿Por qué mandé buscar al judío? Les mos¬traré...
Mientras hablaba, el judío había aparecido, todavía desnudo, oliendo a sangre y a sudor, visión salvaje, terri¬ble de hombre de pie ante ellos, la cabeza inclinada, temblándole aún los músculos.
–¡Arrodíllate! –ordenó Braco.
El judío no se movió.
–¡Arrodíllate! –gritó Baciato.
Los dos entrenadores que estaban con él tomaron al judío y lo forzaron a arrodillarse ante los romanos, y Braco exclamó triunfalmente mientras le señalaba la es¬palda:
–¡Miren aquí!... ¡Aquí! No son las marcas del látigo. Miren cómo está cortada la piel; como si la uña de una da¬ma lo hubiera rasguñado. Allí fue donde lo tocó el cuchi¬llo del tracio cuando lanzó todo su cuerpo contra él. Avis jacienda ad mortem! Déjelo, lanista –dijo Braco a Baciato–. No más látigo. Déjalo estar y sacarás una fortuna de él. Yo mismo me encargaré de darlo a conocer. ¡A tu salud, gladiador! –gritó Braco.
Pero el judío permaneció impasible, la cabeza incli¬nada.

IX

–Llorarán las piedras –dijo el negro–, y las arenas sobre las que caminamos sollozarán y gemirán de dolor, pero noso¬tros no lloraremos.
–Nosotros somos gladiadores –respondió Espartaco.
–¿Tienes corazón de piedra?
–Yo soy esclavo. Me imagino que un esclavo debería tener corazón de piedra o no tenerlo. Tú tienes buenas co¬sas de qué acordarte, pero yo soy koruu, y nada tengo que recordar que merezca la pena.
–¿Por ese motivo puedes contemplar esto sin emo¬cionarte?
–De nada me valdrá emocionarme –respondió Espar¬taco sin entusiasmo.
–No te conozco, Espartaco. Tú eres blanco y yo soy ne¬gro. Somos diferentes. En mi tierra, cuando el corazón de un hombre se llena de pena, el hombre llora. Pero en ti, tra¬cio, las lágrimas se han secado. Mírame. ¿Qué es lo que ves?
–Veo a un hombre llorando –dijo Espartaco.
–¿Y soy menos hombre por eso? Óyeme, Espartaco, no pelearé contra ti. ¡Condenados y malditos sean ellos, malditos para siempre! No pelearé contra ti, Espartaco, como lo oyes.
–Si no peleamos, moriremos los dos –respondió en voz baja Espartaco.
–Entonces, mátame, amigo mío. Estoy cansado de vi¬vir. Estoy enfermo de vivir.
–¡Quietos ahí!
Los soldados golpearon la pared del cobertizo, pe¬ro el negro se volvió y dio un puñetazo contra la pared, que hizo temblar todo el cobertizo. Después se contuvo re¬pentinamente y se sentó en el banco y apoyó la cabeza en¬tre las manos. Espartaco se acercó a él, le levantó la cabe¬za y tiernamente limpió las gotas de sudor de su frente.
–Gladiador, no hagas amistad con gladiadores.
–¿Espartaco, para qué ha nacido el hombre? –susu¬rró dolorosamente el negro.
–Para vivir.
–¿Es ésa la respuesta completa?
–La única respuesta.
–No comprendo tu respuesta, tracio.
–¿Por qué, por qué, amigo mío? –preguntó Esparta¬co, casi implorante–. El niño conoce la respuesta en el mo¬mento mismo en que sale del seno de la madre. Tan sen¬cilla es la respuesta.
–No es respuesta para mí –dijo el negro. Y mi cora¬zón se parte por aquellos que me amaron.
–Y otros te amarán.
–Nunca más–dijo el negro–, nunca más.

X

En los años siguientes, Cayo no recordaría aquella maña¬na de las dos parejas de Capua con gran claridad. Había muchas sensaciones en su vida, sensaciones que había com¬prado y por las que había pagado y Espartaco era tan só¬lo un nombre tracio. Los romanos sostenían que todos los nombres tracios sonaban igual: Gannico, Espartaco, Menico, Floraco, Leaco. Cayo pudo haber dicho, al relatar la historia, que el judío también era tracio, ya que en la ter¬minología circense y en la adictiva atracción que todo el pueblo sentía por la arena se le daban dos significados a la palabra «tracio». Por una parte, tracio era el nombre que distinguía a cualquier individuo que perteneciera a los cientos de tribus que habitaban en la región sur de los Balcanes. Sin embargo, los romanos utilizaban este gen¬tilicio de manera aún más amplia, refiriéndose con él a cualquier pueblo bárbaro que viviera al este de los Balca¬nes, a través de las estepas que llegan al mar Negro. Los más cercanos a Macedonia hablaban griego, pero el grie¬go no era en modo alguno el idioma de todos aquellos a los que se llamaba tracios, como tampoco el cuchillo cur¬vo era el arma común de todas esas tribus.
Por otra parte, en el lenguaje deportivo de la ciudad de Roma y en el argot corriente del circo, se identifica¬ba como tracio a cualquiera que luchara con la sica. En consecuencia, el judío era tracio, porque Cayo no sabía, ni le importaba saber, que aquél provenía de la facción de los celotas, integrada por campesinos indómitos, de vigorosa nuca, de las colinas de Judea, que enarbolaban la bande¬ra de la rebelión y del odio incesante contra los opresores, ya desde los viejos tiempos de los macabeos y de la prime¬ra guerra agraria. Cayo conocía poco de Judea y le intere¬saba menos; el judío, para él, era un tracio circunciso. Ha¬bía visto la lucha de una pareja y la segunda vendría a continuación. Esta segunda pareja resultaba menos corrien¬te, pero en sus recuerdos de lo que había ocurrido con el negro había olvidado la suerte corrida por su oponente. Recordaba con claridad, sin embargo, su entrada en la pis¬ta, avanzando ambos desde su jaula y desde la sombra ha¬cia la arena amarilla, salpicada de manchas y bañada por el implacable sol. Los pájaros volaron, los pájaros carnívo¬ros, avis sanguinaria, esos pequeños y delicados pajaritos con manchas amarillas que con tanta voracidad picoteaban la arena manchada llenando sus buches. Al igual que la are¬na, tenían manchas amarillas, y cuando emprendieron el vuelo fue como si montoncitos de arena hubieran saltado por los aires. Los dos hombres se detuvieron entonces en el lugar apropiado. Allí, a rendir homenaje a quienes ha¬bían comprado su sangre y su carne; he aquí el momento en que la vida carece de valor, cuando la dignidad y la ver¬güenza alteran el sentido de la vida. A esto es a lo que se ha llegado; la señora del mundo se divierte con la sangre.
Cayo recordaba cuan pequeño parecía el tracio com¬parado con el gigantesco negro africano, porque aquello era un recuerdo grabado sobre el fondo bañado por el sol de la arena amarilla y de los tableros de madera sin pintar del anfiteatro; pero no recordaba lo que había dicho Bra-co. Aquellas eran insignificantes palabras, sin importancia, habían desvanecido con el fluir del tiempo. Los pequeños caprichos de tales hombres nunca son causas, sólo aparentan serlo. Ni siquiera Espartaco era una causa, sino el resultado de lo que para Cayo era normal. Y el capricho que había llevado a Braco a planear aquella or¬gía microcósmica de muerte y sufrimiento para distracción de sus insignificantes y vacíos compañeros, no parecía ser un capricho para Cayo, sino más bien algo pleno de origi¬nalidad y emoción.
De manera que la pareja rindió su homenaje a los ro¬manos que bebían vino y saboreaban confituras. Entonces entró en la arena el portador de las armas. Para Esparta¬co, el cuchillo. Para el africano, el largo y pesado triden¬te y la red de pescar. Ambos eran payasos en su degrada¬ción vergonzosa y sangrienta. El mundo entero había sido esclavizado para que los romanos pudieran sentarse allí a la sombra confortable de su palco y paladear confituras y beber vino.
La pareja tomó las armas. Y entonces, tal como lo vio Cayo, el negro se volvió loco. Locura era lo único que Ca¬yo podía atribuir al hecho. Ni él, ni Braco, ni Lucio po¬drían haberse remontado a la vida anterior del hombre negro, y únicamente si lo hubieran hecho podrían haber sabido que el negro no había enloquecido. Ni mentalmen¬te podrían haberse imaginado la casa que tenía a orillas del río y los niños que su mujer le había dado y la tierra que trabajaba y los frutos de esa tierra, antes de que llega¬ran los soldados y con ellos los tratantes de esclavos, a co¬sechar la cosecha de vidas humanas que en forma tan má¬gica se transformaba en oro.
Así que ellos solamente vieron que el africano había enloquecido. Lo vieron arrojar la red a un costado y lanzar un salvaje alarido de guerra. Y entonces lo vieron correr hacia el palco. Un entrenador con la espada desen¬vainada trató de detenerlo y al instante se vio retorcido en¬tre las púas del tridente, como un pez ensartado, y luego el negro lo levantó por los aires y lo hizo girar una y otra vez, en medio de alaridos, antes de sacudirlo contra el sue¬lo. En ese momento, una empalizada de poco menos de dos metros obstruía el camino del gigantesco africano, pe¬ro éste arrancó las tablas que la formaban como si fueran de papel. En su fortaleza estaba transfigurado; su fuerza lo había transformado en un arma lanzada contra el palco donde estaba el grupo de romanos. Pero de todos los cos¬tados de la pista llegaban soldados. Los primeros lo rodea¬ron, las piernas abiertas sobre la arena, y lanzaron sus lan¬zas, las grandes lanzas de madera con punta de hierro a las que nada en el mundo podía resistir, que habían arra¬sado a los ejércitos de cien naciones. Pero no arrasaron al negro. Una lanza le alcanzó por la espalda; la punta de hie¬rro le atravesó el cuerpo y salió por el pecho, pero no con¬siguió detenerlo. Sí, ni eso pudo detenerlo, y aun con aque¬lla monstruosa vara de madera clavada en su espalda, avanzó hacia los romanos. Una segunda lanza le penetró por el costado, pero siguió avanzando. Una tercera lanza se incrustó en la espalda y una cuarta se clavó en su nu¬ca. Ahora, por fin, habían terminado con él, y sin embar¬go aun así el tridente empuñado en su apretada mano al¬canzó a tocar la baranda del palco detrás de la cual los romanos se habían ocultado aterrorizados. Y entonces ca¬yó, la sangre manándole a borbotones, y murió.
Hay que advertir que durante todo ese tiempo Espartaco no se había movido. Si se hubiera movido, habría muerto. Dejó caer el cuchillo sobre la arena y permaneció inmóvil. La vida es la respuesta a la vida.

CUARTA PARTE
Que concierne a Tulio Marco Cicerón y su interés
por el origen de la gran rebelión de los esclavos

I

Que en Villa Salaria, donde un grupo de damas y caballe¬ros romanos de buena familia se encontraron y compartie¬ron una noche de la atenta hospitalidad de un terratenien¬te y caballero romano, hubiera excesiva preocupación por Espartaco y la gran rebelión que había encabezado, era al¬go que no podía menos que esperarse. Todos ellos habían llegado a la residencia de campo andando por la vía Apia, la mayoría por el sur, desde Roma, y Cicerón desde el nor¬te, en dirección a Roma en su viaje desde Sicilia, donde, en su calidad de quaestor, ocupaba un importante puesto gu¬bernativo. Así pues, en el trayecto se vio obligado a contem¬plar durante horas los símbolos de castigo, la severa e in¬flexible signa poenae que proclamaba al mundo entero que la ley romana era tan despiadada como justa.
Con todo, el menos sensible de los seres humanos no podría haber pasado por la importante ruta sin reflexionar acerca de las encarnizadas batallas que se libraron entre es¬clavos y hombres libres y que habían sacudido a la Repúbli¬ca hasta sus cimientos, que realmente habían estremeci¬do al mundo entero que la República dominaba. No había esclavo en la casa de campo que no se agitara inquieto en su lecho al pensar en cuántos de su condición pendían de las innumerables cruces. Aquellas crucifixiones en par¬ticular fueron fuente de indescriptible padecimiento, y el dolor de los seis mil hombres que murieron lentamente y con tanta crueldad conmovió a toda la población de la campiña. No podía esperarse otra cosa, y era de esperar que un joven tan lúcido como Marco Tulio Cicerón se vie¬ra afectado.
Respecto a Cicerón, vale la pena hacer notar que un hombre como Antonio Cayo le acompañó hasta el cami¬no en expresión de cortesía, que estaba mucho más allá de la debida a sus treinta y dos años de edad.
No era cuestión de linaje, de normal importancia fa¬miliar y ni siquiera de encanto personal o de cualidades que le conquistaran el favor de los otros, ya que ni sus pro¬pios amigos consideraban a Cicerón como especialmen¬te simpático. Inteligente era, pero otros eran tan inteligen¬tes como él. Específicamente, era uno de esos jóvenes –presentes en toda época– capaces de desprenderse de to¬do escrúpulo, de toda ética, de cualquier confusión sobre la moralidad en vigor, de cualquier impulso de tranquili¬zar la conciencia o pecado, de cualquier impulso a la pie¬dad y a la justicia que pudiera constituir un obstáculo en el camino hacia el éxito. Esto no significa que no se inte¬resara en la justicia, la moralidad o la piedad; estaba inte-resado, pero únicamente en la medida en que tuvieran al¬go que ver con su propio ascenso social. Cicerón no era solamente ambicioso, ya que la simple y pura ambición puede estar acompañada de ciertos elementos de emoción; Cicerón estaba fría y astutamente preocupado por el éxi¬to, y si a veces sus cálculos se habían vuelto contra él, eso tampoco era raro en hombres de su clase.
Por aquel entonces aún no se habían vuelto contra él. Era el muchacho maravilloso que había ejercido el de¬recho a los dieciocho años, que había luchado en una gran campaña –exclusivamente por razones de prestigio y sin correr riesgo físico alguno– a los veinte y que, doblando los treinta, había entrado a ocupar un importante puesto gu¬bernamental. Sus ensayos –sobre filosofía y política– y sus discursos eran leídos y admirados y si la débil sustancia que contenían la había tomado prestada, la mayoría de la gen¬te era demasiado ignorante para saber de dónde la había robado. Conocía a la gente que le convenía y se formaba una opinión acerca de ella cuidadosamente. En ese tiem¬po mucha gente andaba en Roma en busca de conexiones influyentes; la virtud primigenia de Cicerón consistía en que no permitía que nada interfiriera en sus conexiones con la gente que le convenía.
Hacía mucho tiempo que Cicerón había descubier¬to la profunda diferencia que existía entre justicia y mora¬lidad. La justicia era el instrumento del fuerte, concebi¬da para ser usada a voluntad del fuerte; la moralidad, como los dioses, era la ilusión de los débiles. La esclavitud era jus¬ta; tan sólo los necios –según Cicerón– argüían que era moral. Viajando hacia el norte por la carretera, pudo apre¬ciar los terribles sufrimientos que ocasionaban las intermi¬nables crucifixiones, pero no se dejó conmover. En ese tiempo estaba trabajando –siempre estaba escribiendo al¬go– en una breve monografía sobre la serie de rebelio¬nes de esclavos que habían sacudido al mundo entero, y estaba profundamente interesado en los diversos tipos de esclavos ejecutados a lo largo de la vía Apia. Había pues¬to en juego su interés sin tomar partido, y estaba en con¬diciones de estudiar los diversos tipos –los galos, los afri¬canos, los tracios, los judíos, los germanos y los griegos–que formaban la multitud de crucificados, sin experimen¬tar ni náuseas ni piedad. Se le ocurrió que en aquel profundo interés había un reflejo de alguna nueva y podero¬sa corriente que había aparecido en el mundo, corriente con ramificaciones que se prolongarían hasta épocas aun desconocidas; pero también se le ocurrió que, en su épo¬ca en especial, una persona que pudiera observar fríamen¬te y analizar e interpretar aquella nueva manifestación de las revueltas de esclavos, estaría en posesión de un po¬der único. Cicerón sólo sentía desprecio por aquellos que odiaban sin entender las necesidades subjetivas de los ob¬jetos de sus odios.
Ésas eran cualidades que algunos veían y otros no veían en Cicerón. Cuando Claudia llegó aquella noche a Villa Salaria, no observó esas cualidades. El tipo menos complicado de fuerza era más comprensible para Claudia. Helena, por el contrario, lo reconocía y le rendía tributo. «Soy igual que tú –le decían sus ojos a Cicerón–. ¿Conti¬nuaremos esto?» Y cuando su hermano yacía en el lecho, esperando la llegada de un gran general, ella se trasladó a la habitación de Cicerón. Estaba dotada de la artificial dig¬nidad de esas personas que se desprecian a sí mismas y se sienten reconfortadas al hacerlo, pero por qué había de sentirse inferior a aquel hombre que provenía de una fa¬milia ávida de dinero perteneciente a la clase media en¬cumbrada, no podía decirlo. No habría podido admitir, ni incluso a sí misma, que antes de que la noche terminara hubiera hecho una serie de cosas por las que a continua¬ción se odiaría a sí misma.
Para Cicerón, sin embargo, ella era un tipo de mujer muy deseable. Su cuerpo alto y fuerte, sus líneas rectas y sus intensos ojos obscuros representaban para él todas las legendarias cualidades de la sangre patricia. Era el obje¬tivo particular hacia el que se habían encaramado duran¬te generaciones los suyos, mas siempre les había resultado inalcanzable. Y descubrir dentro de un aspecto exterior como aquél las cualidades que llevaban a una mujer a la habitación de un hombre a tan avanzadas horas de la noche por una sola y obvia razón, era singularmente satis¬factorio.
En ese tiempo era raro encontrar a un romano que trabajara durante la noche. El desarrollo extrañamente desigual de esa sociedad tenía uno de sus puntos débiles en la iluminación artificial, y las lámparas romanas eran pobres, chisporroteantes objetos que producían fatiga vi-sual y, en el mejor de los casos, proporcionaban una pá¬lida luz amarilla. Trabajar de noche, en consecuencia, es¬pecialmente una noche después de ingerir tanto vino y comida, era un signo específico de admirable o sospecho¬sa excentricidad, dependiendo de quién fuera la perso¬na que hiciera el trabajo. En el caso de Cicerón, era más bien digno de admiración, ya que se trataba de un jo¬ven realmente extraordinario; y cuando Helena entró en su habitación, el joven se hallaba sentado en su cama con las piernas cruzadas mientras anotaba y corregía en un manuscrito extendido en su regazo. Es posible que a una mujer de mayor edad la situación le hubiera resultado demasiado estudiada; pero Helena tenía tan sólo veinti¬trés años de edad, y quedó verdaderamente impresio¬nada. Alguien que era un líder tanto en tiempos de paz como en tiempos de guerra seguía siendo fiel a las viejas leyendas, las de aquellos romanos que se suponía dor¬mían solamente dos o tres horas cada noche, destinando el resto de su tiempo a la nación. Estos seres estaban con¬sagrados. A ella le agradó la idea de que un hombre con-sagrado la hubiera mirado de la manera en que lo ha¬bía hecho Cicerón.
Aun antes de que hubiera cerrado la puerta tras ella, Cicerón le había señalado los pies de la cama, para que se sentara –cosa obligada, por otra parte, ya que no había otro lugar cómodo en la habitación donde hacerlo– y prosiguió con su trabajo. Ella cerró la puerta y se sentó en la cama.
¿Por qué no? Una de las cosas que habían maravi¬llado a Helena en su vida era el que no hubiera dos hom¬bres que abordaran a una mujer exactamente de la misma manera. Pero Cicerón no la abordó de manera alguna, y después de haber estado sentada allí durante un cuarto de hora, ella le preguntó:
–¿Qué está escribiendo?
Él la miró inquisitivo. La pregunta era superficial; se trataba de un comienzo convencional, pero a Cicerón le gustaba hablar. Al igual que tantos jóvenes de su tipo, es¬taba perpetuamente a la espera de la mujer que había de comprenderlo, o sea la mujer que alimentaría adecuada-mente su ego, y le preguntó a Helena:
–¿Por qué me lo pregunta?
–Porque quiero saberlo.
–Estoy escribiendo una monografía sobre las rebelio¬nes de los esclavos –declaró modestamente.
–¿Quiere decir una historia de ellos?
En aquel tiempo comenzaba a estar en boga el que ociosos caballeros de la alta sociedad se dedicaran a redac¬tar escritos históricos, y muchos aristócratas recién llega¬dos estaban atareados manipulando la historia de los co¬mienzos de la República, de modo que sus antepasados y los grandes acontecimientos engranaran convenientemen¬te.
–No es una historia –respondió Cicerón con serie¬dad, mientras miraba a la muchacha grave e insistentemen¬te, expresión que él sabía que transmitía una sensación de honestidad e integridad, independientemente de su pro¬ceso íntimo de simulación–. Una historia comprendería una cronología. Yo estoy más interesado en el fenómeno, en el proceso. Si uno mirara a esas cruces, a esos símbolos castigo que bordean la vía Apia, solamente vería los ca-dáveres de seis mil hombres. Y podría llegar a la conclu¬sión de que los romanos son vengativos, y no basta con que digamos que somos un pueblo justo, invocando para ello la necesidad de la justicia. Debemos explicar, aun a noso¬tros mismos, la lógica de esa justicia. Debemos compren¬der. No fue suficiente que el anciano dijera: «Delenda est Carthago». Eso es demagogia. Por mi parte me hubiera gus¬tado comprender por qué Cartago debía ser destruida y por qué seis mil esclavos han tenido que ser condenados a morir en esa forma.
–Algunos dicen –manifestó Helena sonriendo– que si los hubieran lanzado a todos de golpe al mercado de es¬clavos, algunas fortunas muy respetables habrían queda¬do en la ruina.
–Un poco de verdad y mucho de falso –respondió Cicerón–. Quiero ver más allá de la superficie. Quiero ver el significado de la rebelión de los esclavos. El engaño se ha convertido en un gran pasatiempo romano; no quiero engañarme a mí mismo. Hablamos de esta guerra y de aquella guerra, de grandes campañas y de grandes gene¬rales, pero ninguno de nosotros quiere siquiera cuchi¬chear sobre la guerra de nuestro tiempo que no cesa, que ensombrece todas las otras guerras, la guerra de los escla¬vos, la rebelión de los esclavos. Incluso los generales im¬plicados en ella la mantienen secreta. No hay gloria en una guerra de esclavos. No hay gloria en el sometimien¬to de los esclavos.
–Pero, seguramente no es un asunto de tanta impor¬tancia.
–¿No? ¿Y las crucifixiones no fueron de importan¬cia para usted cuando venía por la vía Apia?
–Es bastante nauseabundo. No me agrada mirar esas cosas. A mi amiga Claudia sí le agrada.
–En otras palabras, tiene alguna importancia.
–Pero todo el mundo sabe de Espartaco y su guerra.
–¿Usted cree? No estoy muy seguro. Ni siquiera estoy seguro de que Craso sepa mucho de eso. Espartaco es un misterio, por lo menos por lo que a nosotros concierne. De acuerdo con los registros oficiales, era un mercenario tracio y un salteador de caminos. Según Craso, era un es¬clavo de nacimiento traído de las minas de Nubia. ¿A quién creer? Baciato, el canalla que dirigía la escuela de gladia¬dores de Capua, ha muerto; un esclavo griego que tenía como contable lo degolló, y de igual modo han desapa¬recido o muerto otras personas que habían estado relacio¬nadas con Espartaco. ¿Y quién va a escribir sobre él? Gen¬te como yo.
–¿Por qué no habían de hacerlo la gente como us¬ted? –preguntó Helena.
–Gracias, querida. Pero yo nada sé de Espartaco. Yo sólo lo odio.
–¿Por qué? Mi hermano también lo odia.
–¿Y usted no lo odia?
–No siento nada en particular –dijo Helena–. Era, simplemente, un esclavo.
–Pero ¿es que lo era? ¿Y cómo un esclavo llega a ser lo que Espartaco llegó a ser? Ése es el misterio que debo resolver. Descubrir dónde empezó y por qué empezó. Pe¬ro... ¿no la estoy aburriendo?
Había en Cicerón un aire de sinceridad que la gen¬te captaba y creía que le sirvió de defensa cuando se lan¬zaron contra él tantos cargos unos años más tarde.
–Por favor, siga hablando –dijo Helena. Los hombres de la edad de Cicerón que ella conocía en Roma hablaban de los últimos perfumes, de los gladiadores por quienes apostaban, del caballo que admiraban o de sus últimas amantes o concubinas–. Siga, por favor –insistió ella.
–No confío por completo en la retórica –dijo Cice¬rón–. Me gusta escribir las cosas y dejar que caigan en su lugar Temo que mucha gente sienta como usted que el levantamiento de esclavos carece de mayor importancia. Pero observe: todas nuestras vidas están relacionadas con esclavos y un levantamiento de esclavos implica más gue¬rras que las de todas nuestras conquistas. ¿Puede usted creer eso?
Ella movió la cabeza.
–Yo puedo probárselo. Comenzó hace unos ciento veinte años, con el levantamiento de los esclavos cartagi¬neses que manteníamos en cautividad. Después, dos gene¬raciones más tarde, se produjo la gran rebelión de los es¬clavos en las minas de Laurio, en Grecia. Después estalló la enorme revuelta de los mineros en Hispania. Luego, po¬cos años más tarde, se desencadenó la guerra de esclavos dirigida por Salvio. Ésas son solamente las grandes rebe¬liones, pero entre ellas se han producido miles de peque¬ños levantamientos, y todo en su conjunto es una sola gue¬rra, una guerra ininterrumpida y vergonzosa, una interminable guerra librada entre nosotros y nuestros es¬clavos, una guerra silenciosa, una vergonzosa guerra de la que nadie habla y que los historiadores no desean regis¬trar. Tenemos miedo de dejar constancia de ella, miedo de mirarla, porque es algo nuevo sobre la tierra. Ha habido guerras entre naciones, entre ciudades, entre grupos y hasta guerras entre hermanos, pero éste es un nuevo mons¬truo, engendrado dentro de nosotros mismos, metido den¬tro de nuestras vísceras, y que se enfrenta a todos los partidos, a todas las naciones, a todas las ciudades.
–Usted me asusta –dijo Helena–. ¿Se da cuenta de la descripción que está haciendo?
Cicerón asintió y la miró inquisitivo. Ella sintió el im¬pulso de cubrirle las manos con las suyas y sintió una po¬derosa corriente de atracción hacia él. Allí estaba un hom¬bre joven, no mucho mayor que ella, profundamente preocupado con la suerte y el futuro de la nación. Le hizo recordar las historias que había oído de los tiempos pasa¬dos, vagos recuerdos de historias de su infancia. Cicerón dejó a un lado el manuscrito y comenzó a acariciarle sua¬vemente la mano y finalmente se inclinó sobre ella y la be¬só. Vivamente recordó ella entonces los símbolos de casti¬go, la carne descompuesta, picoteada por los pájaros, ennegrecida por el sol, de los hombres crucificados a lo largo de la vía Apia; pero solamente ahora dejaba de ser horrible, ya que Cicerón había hecho algo racional de ello, aunque en toda su vida nunca podría ella recordar el con¬tenido de aquel raciocinio.
«Somos un pueblo singular, dotado de una gran ca¬pacidad para el amor y la justicia», pensó Cicerón. Y sintió, mientras comenzaba a hacerle el amor a Helena, que allí había por fin una mujer que lo comprendía. Mas esto no disminuyó la sensación de poder que el conquistarla le pro¬porcionaba. Por el contrario, se sintió ampliamente dota¬do de poder, la extensión del poder, y era esa misma exten¬sión, si es que la verdad ha de ser dicha, la que comprendía la lógica de lo que escribió. En un momento de mística re¬velación, vio el poder de sus ijares unido al poder que ha¬bía aplastado a Espartaco y lo aplastaría una y otra vez. Mirándolo, Helena comprendió de pronto, y con horror, que su rostro estaba poseído por el odio y la crueldad. Y como siempre, ella se sometió con temor y odio hacia ella mis¬ma.

II

Debido al enorme cansancio y al trastorno emocional que la aquejaba, Helena terminó por dormirse, y la pesadilla del despertar, que marcaba siempre sus relaciones con un hombre, se convirtió en un extraño e inquietante sueño. El sueño combinaba de tal manera realidad e irrealidad que era difícil separarlas. En su sueño recordó ella el día en que, en las calles de Roma, su hermano Cayo le había señalado a Léntulo Baciato, el lanista. Había ocurrido ha¬cía apenas siete meses, y pocos días antes el contable grie¬go había degollado a Baciato a consecuencia, como se de¬cía en las murmuraciones, de una disputa acerca de una mujer que el griego había comprado con dinero robado al lanista. Baciato había logrado en cierto sentido una re¬putación al estar relacionado con Espartaco. En esa opor¬tunidad se encontraba en Roma para defenderse en una querella referente a sus casas de vecindad. El edificio se había derrumbado y los familiares de seis inquilinos muer¬tos lo habían demandado.
En su sueño lo recordaba muy bien y normalmente: un inmenso individuo obeso, producto del exceso de ali¬mentación y disipación, que no alquilaba literas, sino que acostumbraba caminar envuelto en una gran toga, carras¬peando y escupiendo constantemente y echando de la calle a bastonazos a los rapaces pordioseros que imploraban limosna. Más tarde, ese mismo día, ella y Cayo se detuvie¬ron en el Foro y por simple casualidad ocurrió que lo hi¬cieron ante el tribunal en que se estaba defendiendo Baciato. Esto, en el sueño, era prácticamente igual a lo que había ocurrido en la realidad. El tribunal estaba reunido al aire libre. Había un enjambre de espectadores –holga¬zanes, mujeres a las que les sobraba el tiempo, jóvenes de los alrededores, niños, forasteros que no querían marchar¬se de la gran urbe sin presenciar cómo se administraba la famosa justicia romana, esclavos que iban y venían de rea¬lizar algún recado–, y, en verdad, parecía milagroso que pudiera sentenciarse algo mínimamente razonable, no di¬gamos justo, en medio de tal muchedumbre. Pero así era como actuaban los tribunales, semana tras semana. Baciato era interrogado y respondía a las preguntas con rugi¬dos de toro, y todo esto era como había sido en la reali¬dad. Pero entonces, como ocurre en sueños, se encontró sin explicación alguna de pie en el dormitorio del lanista observando al contable griego acercándose con un cuchi¬llo desenvainado. El cuchillo era una curva sica de esas con las que los tracios luchan en el circo, y el piso del dormi¬torio era como el de un circo, o sea de arena, ya que am¬bas cosas tienen el mismo nombre, arena, en latín. El grie¬go cruzó la arena con la cuidadosa agilidad de un tracio, y el lanista, despierto y sentado en su cama, lo miraba ho¬rrorizado. Pero ninguno de los hombres pronunció pala¬bra alguna ni hizo ruido alguno. Entonces, junto al grie¬go apareció una gigantesca figura, un poderoso hombre bronceado cubierto con una armadura y Helena compren¬dió inmediatamente que se trataba de Espartaco. Su ma¬no se había cerrado sobre la muñeca del tenedor de libros y la había estrujado apenas, y el cuchillo cayó sobre la are¬na. Entonces el bronceado y bien parecido gigante, que era Espartaco, hizo una señal a Helena y ésta levantó el cu¬ello y cortó el cuello del lanista. Después, el griego y el lanista desaparecieron y ella quedó a solas con el gladiador, pero cuando le abrió los brazos él le escupió a la cara, giró sobre sus talones y salió. Entonces ella corrió tras él, sollo¬zando e implorando que la esperara, pero él desapareció y ella quedó sola en medio de un infinito espacio de arena.

III

Baciato, el lanista, tuvo un final indigno y violento al ser asesinado por su propio esclavo, y tal vez hubiera podido evitarlo, y haber evitado asimismo otros lamentables acon¬tecimientos si, una vez abortada la exhibición de las dos parejas organizada para Braco, hubiera ordenado ejecu¬tar a los dos gladiadores sobrevivientes. Si tal hubiera he¬cho habría estado por entero en su derecho, ya que era costumbre aceptada el dar muerte a los gladiadores que dieran muestras de rebeldía. Pero es discutible afirmar que la historia hubiera cambiado mucho en caso de perecer Espartaco. Las fuerzas que lo impulsaron simplemente ha¬brían ejercido su influencia sobre otro. Del mismo modo que el sueño de Helena, la doncella del dormir culpable de Villa Salaria, ocurrido tanto tiempo después, no se re¬fería específicamente a él, sino al esclavo que esgrime la espada, de modo que sus sueños eran menos una posesión singular que el recuerdo sangriento y las esperanzas com¬partidas por tantos de los de su profesión, los gladiadores, los hombres de la espada. Esto responderá al interrogan¬te de aquellos que no alcanzan a comprender cómo pudo gestarse el levantamiento de Espartaco. No fue concebido ni organizado por uno, sino por muchos.
Varinia, la muchacha germana, esposa de Espartaco, estaba sentada a su lado mientras él dormía, incapaz de dormir a consecuencia de sus ronquidos y de su frenético hablar en sueños. Hablaba de muchos hechos importantes. En un momento dado era aún niño y en otro se halla-ba en las minas de oro, y a continuación se encontraba en la arena del circo. Ahora la sica había seccionado su carne y gemía de dolor.
Al ocurrir esto último, ella lo despertó, porque la pe¬sadilla que él había estado reviviendo en sus sueños no po¬día ella soportarla por más tiempo. Lo despertó y lo acari¬ció tiernamente, ya pasándole la mano por la frente, ya besándole su sudorosa piel. Varinia, cuando era una niña, había observado qué ocurría a los hombres y a las mujeres de su tribu cuando se amaban mutuamente. Se le llamaba el triunfo sobre el temor; hasta los demonios y los espíri¬tus de los grandes bosques en que vivían los suyos sabían que aquellos que amaban eran invulnerables al temor, lo que podía verse en los ojos de los que amaban y en la ma¬nera como caminaban y en el modo en que entrelazaban sus dedos. Pero después que ella hubiera sido hecha prisio¬nera, había olvidado esos recuerdos y el instinto primordial de su existencia se había transformado en odio.
Ahora todo su ser, la vida que la animaba en su inte¬rior, su ser y su existir, su vivir y su funcionar, el torrente de su sangre y el latir de su corazón estaban fundidos en el amor hacia aquel esclavo tracio. Comprobaba ahora que las experiencias de los hombres y las mujeres de su tribu eran muy ciertas y muy antiguas y muy sabias. Ya no temía a nada en el mundo. Creía en la magia y la magia de su amor era real y demostrable. Al mismo tiempo compren¬día que era fácil amar a un hombre como el suyo. Él era uno de esos raros ejemplares humanos tallados de una sola pieza. Lo primero que se veía en Espartaco era su inte¬gridad. Era singular. Estaba satisfecho, no de lo que era, sino de lo que significaba como ser humano. Aun en aque¬lla madriguera de hombres terribles, desesperados y con¬denados, en la escuela del crimen de asesinos condena¬dos, de desertores del ejército, de almas perdidas y de mineros a los que las minas no habían podido destruir, a Espartaco se le quería y se le respetaba. Pero el amor de ella era otra cosa. Todo en él constituía lo que era la esen¬cia de la masculinidad para las mujeres. Ella había llega¬do a creer que en sus entrañas había muerto para siempre el deseo, pero le bastaba tocarlo a él para desearlo. Todo en él coincidía con la imagen ideal de cómo debería ser un hombre, si ella hubiera sido la elegida para esculpirlo y darle forma. Su nariz quebrada, sus grandes ojos marro¬nes y su gruesa y gesticulante boca conformaban un ros¬tro totalmente diferente del de los hombres que ella ha¬bía conocido en su infancia; sin embargo, no podía concebir tener un hombre o amar a un hombre que no fuera igual a Espartaco.
Por qué él era de esa manera, ella lo ignoraba. Du¬rante bastante tiempo ella había formado parte de la vi¬da culta y gentil de la aristocracia romana como para co¬nocer a sus hombres, pero no comprendía cómo un esclavo podía llegar a ser como Espartaco. Sus manos lo tranqui-lizaron, mientras le preguntaba:
–¿Qué estabas soñando?
Él movió la cabeza.
–Quédate apretado a mí y no volverás a soñar. La tuvo apretada contra él y le cuchicheó:
–¿Alguna vez has pensado que pudiéramos no estar juntos?
–Sí.
–¿Y qué harías en ese caso, querida mía? –le pregun¬tó Espartaco.
–En ese caso, moriría –fue su respuesta sencilla y di¬recta.
–Quiero hablarte de eso –dijo él, ya totalmente des¬pierto y recuperada su calma.
–¿Por qué hemos de pensar y hablar de eso?
–Porque si me amaras lo suficiente, no querrías mo¬rir si yo muriera o me alejaran de ti.
–¿Eso es lo que piensas?
–Sí.
–¿Y si yo muriera, tú no desearías morir?
–Yo desearía vivir.
–¿Por qué?
–Porque no hay nada sin la vida.
–No hay vida sin ti –dijo ella.
–Varinia, quiero que me hagas una promesa y que la cumplas.
–Si hago una promesa, la cumpliré. De otro modo, no la haré.
–Quiero que me prometas que nunca te quitarás tú misma la vida –dijo Espartaco.
Ella permaneció en silencio unos instantes.
–¿Me lo prometes?
Finalmente, ella respondió:
–Está bien, lo prometo.
Luego, poco después, él dormía profunda y pláci¬damente mientras ella lo rodeaba con sus brazos.

IV

El redoble matutino del tambor los llamó a los ejercicios. Antes del desayuno había cuarenta minutos de ejercicios en el cercado. Al despertar, cada hombre recibía un vaso de agua fresca. Se abrían las puertas de las celdas. Si tenían mu¬jeres, a éstas se les permitía que limpiaran las celdas antes de ir al trabajo como integrantes de la servidumbre de la es¬cuela. No se desperdiciaba nada en la institución de Léntulo Baciato. Las mujeres de los gladiadores fregaban y lava¬ban y cocinaban y cuidaban los jardines de la cocina y trabajaban en los baños y cuidaban las cabras, y para esas mujeres Baciato era un patrón más severo que cualquier te-rrateniente, pronto para usar del látigo y hacerlo con fre¬cuencia contra ellas, a las que alimentaba con un vulgar pu¬ré. Pero por Espartaco y Varinia sentía un curioso temor, si bien difícilmente podría haber expresado qué era lo que había en ellos de temible y por qué lo temía.
En aquella mañana de especial recuerdo, había, sin embargo, una nota de impaciencia y de odio en la escue¬la, en el redoble de los tambores al amanecer, en la forma en que los entrenadores dirigían a los hombres desde sus celdas hacia el encercado, hasta hacerlos poner en fila de frente a la verja de hierro donde el negro africano había si¬do crucificado después de haber sido muerto; y las muje¬res fueron llevadas a latigazos a sus labores, con similar odio y crispación.
No hubo miramiento alguno hacia Varinia aquella mañana, ni el látigo fue menos severo con ella que con las demás mujeres. Más aún, el capataz la apartó de las demás en medio de comentarios muy concretos acerca de la ramera del gran luchador. Y el látigo fue más pródigo con ella que con las otras. Trabajó en la cocina, adonde había sido llevada.
El odio de Baciato impregnaba el lugar, una ira pro¬funda y temblorosa que surgió de una de las cosas que más podían hacer montar en cólera al lanista: una pérdida fi¬nanciera. Braco había retirado la mitad del precio conve¬nido y, si bien iba a haber una demanda judicial con todos sus derivados, Baciato sabía qué posibilidades de salir ai¬roso tenía en un pleito ante un tribunal romano contra una prominente familia de Roma. Los resultados de su ira se manifestaban en todos los rincones del lugar. En la co¬cina, el cocinero maldecía a las mujeres y las golpeaba mien¬tras realizaban su labor, usando para ello su largo bastón de madera, símbolo de autoridad. Los entrenadores, fus¬tigados por su patrón, fustigaban a los gladiadores, y el ca-dáver del negro fue llevado dentro del cercado para ser expuesto a la vista de los gladiadores mientras éstos se pre¬paraban para sus ejercicios matutinos. Espartaco ocupó su lugar, con Gannico a un lado y un galo llamado Crixo en el otro. Formaban en dos líneas frente al bloque de celdas, y los entrenadores que los enfrentaban aquella mañana es¬taban poderosamente armados, especialmente armados con puñales y espadas. Las puertas del cercado fueron abiertas y ante ellas se pusieron firmes cuatro pelotones de tropas regulares, es decir, cuarenta hombres, y de sus puños colgaban a su lado poderosos dardos de madera. El sol de la mañana inundó la arena amarilla y acarició a los hombres con su calor, pero en Espartaco no había calor y cuando el germano Gannico le preguntó por lo bajo si sabía qué significaba todo aquello, movió silenciosamen¬te la cabeza.
–¿Peleaste? –preguntó el galo.
–No.
–Pero él no mató a ninguno de ellos, y si un hombre tiene que morir, bien puede morir de mejor forma.
–¿Tendrás tú una muerte mejor que ésa? –preguntó Espartaco.
–Moriré como un perro, como morirás tú –dijo Crixo, el galo–. Moriré en la arena con las entrañas abiertas, y tú morirás de la misma manera.
Fue entonces cuando Espartaco comenzó a compren¬der lo que debía hacer; o mejor sería decir que su com¬prensión, tanto tiempo contenida en él, comenzó a con¬solidarse en una realidad. La realidad apenas comenzaba; la realidad nunca llegaría a ser más que un comienzo en él, el fin o algo que no terminaría de adentrarse en el ine¬xistente futuro; pero la realidad estaba vinculada con to¬do cuanto le había ocurrido a él y a los hombres en tor¬no a él y con todo cuanto iba a acontecer en ese momento. Clavó la vista en el enorme cadáver del africano, azotado por el sol, la piel y la carne desgarradas allí donde habían penetrado los pilos; la sangre coagulada y seca, la cabeza colgando entre los amplios hombros.
«¡Qué desprecio por la vida tienen estos romanos! –pensó Espartaco–. ¡Con qué facilidad matan, y qué enor¬me placer encuentran en la muerte! Y por qué no –se di¬jo– cuando todo el proceso de su vivir está cimentado en la sangre y los huesos de los de su propia especie.»
La crucifixión tenía para ellos una especial fascina¬ción. Provenía de Cartago, donde los cartagineses la ha¬bían adoptado como la única muerte adecuada para un esclavo; pero allí donde alcanzaba el brazo de Roma, la crucifixión se convertía en pasión.
Baciato entró en el cercado y Espartaco, moviendo apenas sus labios, preguntó al galo, que estaba al lado suyo:
–¿Y cómo morirás tú?
–De la misma forma en que lo hagas tú, tracio.
–Era mi amigo –dijo Espartaco refiriéndose al africa¬no– y me quería.
–Ésa es tu maldición.
Baciato ocupó su lugar ante la larga fila de gladiado¬res y los soldados se reunieron detrás de él.
–Os doy de comer –dijo el lanista–, os doy de comer lo mejor: asados, pollos y pescado fresco. Os doy de comer has¬ta que se os hincha el estómago. Os hago bañar y ordeno que se os hagan masajes. Os he sacado de las minas y de las cárceles y aquí vivís como reyes en la ociosidad y la des¬preocupación. No había nada más bajo que lo que erais an¬tes de que llegarais aquí, pero ahora vivís cómodamente y coméis lo mejor.
–¿Eres amigo mío? –preguntó muy bajo Espartaco, y el galo respondió, casi sin mover los labios:
–Gladiador, no hagas amistad con gladiadores.
–Te llamo mi amigo –dijo Espartaco.
Baciato prosiguió entonces:
–En el negro corazón de ese perro negro no había ni gratitud ni comprensión. ¿Cuántos de entre vosotros sois como él?
Los gladiadores permanecieron en silencio.
–¡Traedme a un negro! –ordenó Baciato a los entre¬nadores.
Y éstos se dirigieron al lugar donde estaban los afri¬canos y arrastraron a uno al centro del recinto. Había sido preparado de antemano. Los tambores comenzaron a redoblar y dos soldados se separaron del resto y levan¬taron sus pesadas lanzas de madera. Los tambores siguie¬ron redoblando. El negro se resistía denodadamente y los soldados le atravesaron el pecho con sus lanzas, una tras otra. Quedó tendido de espaldas sobre la arena, las dos lanzas formando un curioso ángulo. Baciato se volvió ha¬cia el oficial que estaba a su lado y dijo:
–Ahora ya no habrá más inconvenientes. El perro no se atreverá ni a gruñir.
–Te llamo mi amigo –dijo Gannico a Espartaco, y el galo que estaba al otro lado de él no dijo nada, limitándo¬se a respirar pesada y roncamente. Y comenzaron los ejer¬cicios de la mañana.

V

Poco tiempo después Baciato declaró ante una comisión investigadora del Senado, de manera bastante sincera, que no solamente ignoraba que se estaba tramando un levan¬tamiento, sino que ni siquiera creía posible que tal cosa pudiera ocurrir. En apoyo de su afirmación señaló que siempre había entre los gladiadores por lo menos dos es¬pías a sueldo, bajo promesa de perdonarles la vida. A in¬tervalos, esos dos eran emparejados para que lucharan pa¬ra cubrir las apariencias. Uno era puesto en libertad y el otro regresaba con leves signos del combate, y entonces se procedía a reclutar a un nuevo delator para formar la pa¬reja. Baciato insistía en que el complot no podía haberse gestado sin su conocimiento.
Así había sido siempre y pese a que a menudo se ha¬bían producido levantamientos de esclavos, no había mo¬do de localizarlos, de fijarlos, de encontrar sus raíces que, incuestionablemente, al igual que las raíces de las fresas, eran continuas e invisibles, siendo sólo visibles las plan¬tas en flor. Se tratara de una rebelión en Sicilia en gran es¬cala o de un abortado intento en una finca rústica, que ter¬minaban en la crucifixión de unos centenares de desdichados, las tentativas del Senado de desarraigarlas siempre fracasaban. Y sin embargo era necesario arrancar las raices. Los hombres habían creado allí un esplendor de vida y lujo y abundancia nunca antes visto en la tierra–las guerras entre naciones habían terminado en la Paz Ro¬mana; el aislamiento de las naciones había terminado con la construcción de los caminos romanos; y en el poderoso centro urbano del mundo, no había ciudadano que care¬ciera de alimento y placer. Y era como debía ser, como todos y cada uno de los dioses había planeado que fuera mas con el florecer del organismo había sobrevenido aque¬lla enfermedad que no podía ser desarraigada.
Por lo cual el Senado preguntó a Baciato:
–¿Había indicios de conspiración, descontento o qui¬zá de conjura?
–Ningún indicio –insistió.
–Y cuando usted hizo ejecutar al africano, y tenga en cuenta que consideramos su proceder bastante justifica¬do, ¿no hubo protestas?
–Ninguna.
–Estamos especialmente interesados en saber si en este caso hubo alguna ayuda exterior, provocación extran¬jera de cualquier tipo.
–Es imposible que la hubiera –declaró Baciato.
–¿Y no hubo ni ayuda exterior ni se le proveyó de fon¬dos desde el exterior al triunvirato de Espartaco, Gannico y Crixo?
–Puedo jurar por todos los dioses que no hubo tal –dijo Baciato.

VI

Pero aquello no era totalmente cierto, pues ningún hom¬bre está solo. La increíble fortaleza de Espartaco había he¬cho que nunca se sintiera solo y nunca se encerrara en sí mismo. No mucho antes de la fracasada exhibición de lu¬cha de parejas, contratada por el adinerado joven romano Mario Braco, había habido un levantamiento de esclavos en tres grandes fincas rústicas de Sicilia. Novecientos es¬clavos participaron en él y todos los sublevados, salvo unos cuantos, fueron condenados a muerte, y fue solamente al final de tanto derramamiento de sangre cuando los amos comprendieron cuánto dinero se estaba perdiendo en la sangría. De modo que casi un centenar de sobrevivientes fueron vendidos a las galeras por una auténtica miseria y fue en una galera donde uno de los agentes de Baciato des¬cubrió a un galo enorme, pelirrojo, ancho de espaldas, lla¬mado Crixo. Y ya que los esclavos de las galeras eran con-siderados incorregibles, el precio era bajo e incluso los sobornos que se pagaban en las transacciones eran pequeños, y como los tratantes de esclavos que controlaban los muelles de Ostia no andaban a la busca de enredos, na¬da dijeron del origen de Crixo.
Por consiguiente, Espartaco no se hallaba ni solo ni desconectado de los muchos hilos que formaban un tejido especial. Crixo estaba en la celda próxima a la suya. Más de una noche, extendido a lo largo del piso de su celda la cabeza junto a la puerta, Espartaco había escuchado de labios de Crixo el relato de la continua e interminable lu¬cha de los esclavos sicilianos, que había comenzado más de medio siglo atrás. Espartaco era un esclavo y nacido de esclavos, pero entre los de su propia clase había héroes le¬gendarios tan maravillosos como Aquiles y Héctor y Odiseo el sabio, tan admirables y, en mayor medida, tan orgu¬llosos, aunque no se les dedicaran canciones ni se los transformara en dioses para que los hombres les rindieran culto. Lo cual estaba muy bien, porque los dioses eran co¬mo los ricos romanos y estaban tan escasamente preocupa¬dos como ellos por la vida de los esclavos. Éstos eran hom-bres y menos que hombres: eran esclavos, esclavos desnudos que en el mercado eran más baratos que los asnos y que lle¬vaban arneses en los hombros y tiraban de los arados en los campos de los latifundios. ¡Pero eran unos auténticos co¬losos! Eunus, que había puesto en libertad a todos los es¬clavos de la isla y que había aplastado a tres ejércitos roma¬nos antes de que lograran reducirlo; Athenion, el griego; Salvio, el tracio; el germano Undart y el extraño judío Ben Joash, que había escapado de Cartago en un barco y se ha¬bía unido a Athenion con toda la tripulación.
Al escucharlo, el corazón de Espartaco se henchía de orgullo y alegría, y un inmenso y purificador sentido de fraternidad y comunión le unía a esos héroes muertos. Su corazón se abría para aquellos camaradas suyos; los co¬nocía bien; sabía lo que habían sentido y lo que habían so¬ñado y lo que perseguían. Razas, ciudades o estados no tenían significado alguno. Su cautiverio era universal. Mas pese al momentáneo esplendor de sus rebeliones, éstas siem¬pre habían fracasado; siempre eran los romanos quienes los clavaban en la cruz, el nuevo árbol con la nueva fruta, de modo que todos pudieran ver la recompensa que recibiría el esclavo por el hecho de querer dejar de serlo.
–Al final, siempre ocurrió lo mismo –dijo Crixo.
Y cuanto más tiempo llevaba siendo gladiador, me¬nos era lo que decía Crixo de lo que había sido. Ni el pa¬sado ni el futuro pueden ayudar a un gladiador. Para él só¬lo existía el ahora. Crixo había construido un muro de cinismo en torno suyo, y Espartaco era el único que arre-metía contra el amargo caparazón del gigantesco galo. Y en una oportunidad Crixo le había dicho:
–Te haces de muchos amigos, Espartaco. Es duro ma¬tar a un amigo. Déjame tranquilo.
Aquella mañana, después de los ejercicios, estuvieron reunidos durante un rato en el recinto, antes de ir por la comida matinal. Acalorados y transpirando, los gladiado¬res permanecieron o se diseminaron en pequeños grupos, amortiguado su hablar debido a la presencia de los dos afri¬canos que colgaban de las cruces junto a la cerca. Debajo del que había sido elegido como símbolo de castigo para los demás, había un charco de sangre fresca y los pájaros carnívoros revoloteaban y engullían y se salpicaban con ella. Los gladiadores se veían hoscos y sumisos. Aquello era só¬lo el comienzo, pensaban. Baciato procedería ahora a con¬tratar combates rápidamente y los haría pelear tan pron¬to como pudiera. Se avecinaban malos tiempos.
Los soldados habían ido a comer bajo una peque¬ña arboleda, más allá del arroyo que corría junto a la es¬cuela, y Espartaco, desde dentro del recinto, podía verlos tirados en el suelo, sin cascos, apiladas sus pesadas armas. En ningún momento les quitó la vista de encima.
–¿Qué es lo que ves? –preguntó Gannico. Hacía mucho que soportaban juntos la esclavitud; juntos habían estado en las minas y juntos habían vivido su infancia.
–No sé.
Crixo estaba de mal humor. Hacía mucho tiempo que en su interior anidaba la violencia.
–¿Qué es lo que ves, Espartaco? –preguntó entonces también él.
–No sé.
–Pero tú lo sabes todo y por eso los tracios te llaman padre.
–¿A quién odias, Crixo?
–¿El africano también te llamaba padre, Espartaco? ¿Por qué no luchaste contra él? ¿Lucharás contra mí cuan¬do nos llegue el turno, Espartaco?
–Nunca más volveré a luchar contra gladiadores –di¬jo Espartaco en voz baja–. Eso lo sé. Hace un momento lo ignoraba, pero ahora lo sé.
Una media docena de gladiadores había escuchado sus palabras. Se reunieron más cerca de él. Él ya no mira¬ba a los soldados; en cambio miraba a los gladiadores. Mi¬raba un rostro detrás de otro. La media docena se con¬virtió en ocho, diez y doce, pero prosiguió sin pronunciar palabra; y la hosquedad de ellos desapareció y en sus ojos resplandeció una interrogante nerviosidad. Él los miró a los ojos.
–¿Qué es lo que haremos, padre? –preguntó Gannico.
–Cuando llegue el momento sabremos lo que tene¬mos que hacer. Ahora dispersaos.
El tiempo se encogió y sobre el esclavo tracio se acu¬mularon millares de años. Todo cuanto no había ocurri¬do en un millar de años iba a ocurrir en las próximas ho¬ras. Ahora, nuevamente, por un instante, eran esclavos, la hez de la esclavitud, los carniceros de la esclavitud. Avan-zaron hacia las puertas del recinto y de allí pasaron al co¬medor, a tomar la comida matinal.
En ese lugar se cruzaron con Baciato en su litera. Estaba sentado en su enorme litera, servida por ocho esclavos, acompañado por su esbelto y cultivado contable, ambos en camino hacia el mercado de Capua para comprar provisiones. Cuando pasaron por las filas de los gladiadores, Baciato advirtió la prestancia y disciplina con que mar¬chaban, y consideró que si bien el sacrificio de un africa¬no había sido un gasto no deseado, estaba enteramente justificado.
De ese modo, Baciato vivía, y su contable vivía también para seccionar el cuello de su amo en el futuro próximo.

VII

Lo que ocurrió en el comedor –o cuarto del rancho, pa¬ra expresarlo con mayor propiedad, donde los gladia¬dores se reunían para comer, nunca se sabrá ni se contará cabalmente; porque no había historiadores para dar testi¬monio de las hazañas de los esclavos, ni sus vidas se con-sideraban dignas de ser registradas; y cuando lo que hizo un esclavo tuvo que ser considerado como parte de la his¬toria, la historia fue escrita por uno que era dueño de es¬clavos y los temía y los odiaba. Pero Varinia, que en esos momentos trabajaba en la cocina, fue testigo presencial de los hechos, y tiempo después le contó lo ocurrido a otra persona –cómo se verá luego–, y aunque el potente retum¬bar de tal acontecer vaya acallándose hasta llegar al susu¬rro, nunca se habrá perdido del todo. La cocina estaba en uno de los extremos del cuarto del rancho. Las puertas por las que se entraba en él se hallaban en el lado opuesto.
El cuarto del rancho se había construido por indica¬ción personal de Baciato. Muchos edificios romanos se le¬vantaban de la manera tradicional, pero el adiestramien¬to y la utilización de un elevado número de gladiadores constituía algo inédito en esos años, como lo era el desme¬surado interés por el combate de parejas, de manera que la enseñanza y el control de tantos gladiadores era un asun¬to totalmente nuevo. Baciato tomó como base una vieja pared de piedra y le agregó tres lados. El cuadrilátero formado de ese modo fue techado entonces al viejo estilo: un cobertizo de madera proyectado hacia adentro por los cuatro costados por un tramo cercano a los dos metros y medio. La parte central quedaba abierta al cielo, y el interior estaba pavimentado hasta un desagüe central, por donde escurría el agua de la lluvia. Ese método de construcción era más común un siglo antes, pero en el suave clima de Capua era suficiente, si bien en invierno el lugar era frío y a menudo húmedo. Los gladiadores comían senta¬dos en el suelo, con las piernas cruzadas, bajo el coberti¬zo. Los entrenadores se paseaban por el espacio descubier¬to del centro, desde donde podían observar más fácilmente a todos los presentes. La cocina, que consistía en un largo horno de ladrillos y azulejos y una larga mesa de trabajo, estaba en un extremo del cuadrilátero, abierta al resto del mismo; en el otro extremo había un par de pesadas puer¬tas de madera, y una vez que los gladiadores se hallaban dentro, las puertas eran cerradas con cerrojos.
Y eso se cumplió ese día, siguiendo la rutina esta¬blecida, y los gladiadores ocuparon sus lugares y fueron servidos por los esclavos de la cocina, la mayoría de ellos mujeres. Cuatro entrenadores se paseaban por el centro del patio. Los entrenadores llevaban cuchillos y cortos lá¬tigos de cuero trenzado. Las puertas habían sido debida¬mente cerradas desde afuera por dos soldados, destacados del pelotón para tal tarea. El resto de los soldados se es¬taban sirviendo su comida matinal bajo una agradable arboleda situada a unos noventa metros de distancia.
Todo esto lo vio y tomó en cuenta Espartaco. Comió Poco. Tenía la boca seca y el corazón latía violentamente en su pecho. Nada grande se había hecho, le pareció, y no había mucho más futuro ante él que el que se ofrecía a cualquier otro hombre. Pero algunos hombres llegan a punto en que se dicen a sí mismos: «Si no hago tal o cual cosa, entonces no hay ni necesidad ni razón para que siga viviendo». Y cuando muchos hombres llegan a ese punto, entonces la tierra tiembla. La tierra iba a temblar un poco antes de que terminara el día, antes de que aquella mañana dejara lugar al mediodía y al atardecer; pero Espartaco no lo sabía. Él solamente conocía el siguiente pa¬so, y éste era hablar con los gladiadores. Mientras se lo de¬cía a Crixo, el galo, vio a su mujer, Varinia, observándolo desde donde se hallaba, delante de la cocina. Otros gladia¬dores también lo observaban. El judío David leía los mo¬vimientos de sus labios. Gannico inclinó el oído cerca de él. Un africano llamado Phraxo acercó su cabeza para oír.
–Quiero ponerme de pie y hablar –dijo Espartaco–. Quiero abriros mi corazón. Pero cuando yo hablo no hay marcha atrás y los entrenadores intentarán hacerme callar.
–No lo harán –dijo Crixo, el gigantesco galo peli¬rrojo.
Aun del otro lado del cuadrilátero se percibía la in¬tensidad del momento. Dos entrenadores se volvieron ha¬cia Espartaco y los hombres que estaban en cuclillas en tor¬no a él. Hicieron chasquear los látigos y desenvainaron los cuchillos.
–¡Habla ahora! –gritó Gannico.
–¿Somos perros para que hagáis chasquear los látigos sobre nosotros? –dijo el africano.
Espartaco se puso de pie y una docena de gladiado¬res lo imitaron. Los entrenadores amagaron con sus látigos y sus cuchillos, pero los gladiadores se lanzaron sobre ellos y los mataron rápidamente. Las mujeres mataron al coci¬nero. Todo esto se realizó haciendo muy escaso ruido; so¬lo se escuchó a los gladiadores refunfuñar quedamente.
Entonces Espartaco impartió su primera orden, despacio, suavemente, sin prisa, dirigida a Crixo y Gannico y a David y Phraxo:
–Id hasta la puerta y aseguradla, de modo que yo pueda hablar.
Hubo un instante de indecisión, pero luego le obedecieron. Y cuando más adelante los lideró, la mayoría de las veces hicieron caso a cuanto dijo. Lo querían. Crixo sabía que iban a morir, pero no le importaba, y el judio Da¬vid que durante tanto tiempo nada había sentido, experi¬mentó una oleada de calor y de amor por aquel extraño, gentil y feo tracio, con su nariz rota y el rostro ovejuno.

VIII

–Juntaos en torno a mí –dijo.
Todo había sido realizado muy rápidamente y aún no llegaba sonido alguno de los soldados estacionados afue¬ra. Los gladiadores y los esclavos de la cocina –treinta mu¬jeres y dos hombres– se apretujaban en torno a él, y Varinia lo miró fijamente con temor, esperanza y pavor y se abrió camino hacia él. Los que lo rodeaban abrieron un pasillo para ella; llegó hasta él y él puso un brazo en torno a ella y la mantuvo apretada a su lado mientras pensaba para sí: «Y ahora soy libre. Nunca hubo un momento de li¬bertad para mi padre o mi abuelo, pero en este momento soy un hombre libre».
Era algo como para emborracharlo y sintió que algo le corría por el cuerpo como si fuera vino. Pero paralela¬mente estaba el temor. No es cosa fácil ser libre; no es nin¬guna pequeñez el ser libre cuando se ha sido esclavo du¬rante mucho tiempo, todo el tiempo que uno ha conocido y todo el tiempo que el propio padre de uno conoció. Tam¬bién anidaba en Espartaco el terror sumiso y terco del hom¬bre que ha tomado una decisión inalterable y que sabe que cualquier paso que dé en la dirección que ha elegido lo acercará a la muerte. Y por último un gran interrogante acerca de sí mismo, porque aquellos hombres cuyo oficio era matar habían matado a sus amos y estaban poseídos por la terrible duda que surge en un esclavo cuando se ha vuelto contra su amo. Tenían los ojos puestos en él. Para ellos era el amable minero tracio que sabía lo que había en sus razones y se había acercado a ellos, y como estaban su¬midos en la superstición y en la ignorancia, tal como la ma¬yoría de la gente de aquel tiempo, pensaban que algún dios –un extraño dios con un poco de piedad en su corazón– lo había tocado. En consecuencia, debía entendérselas con el futuro e interpretarlo como un hombre lee un libro, y con¬ducirlos por él; y si no hubiera caminos para ellos por don¬de transitar, él debía hacer esos caminos. Todo eso le dije¬ron sus ojos; todo eso lo leyó en sus ojos.
–¿Sois vosotros mi pueblo? –les preguntó cuando se apretujaron en torno a él–. Nunca más volveré a ser gla¬diador. Antes moriré. ¿Sois vosotros mi pueblo?
Los ojos de algunos se llenaron de lágrimas, y se apre¬tujaron aún más en torno a él. Unos estaban más asusta¬dos que otros, pero él les transmitió a todos una peque¬ña porción de gloria, lo que era maravilloso que pudiera hacer.
–Ahora debemos ser camaradas –dijo–, y ser todos co¬mo una persona, y en el pasado, la gente de mi pueblo, tal como oí contarlo, cuando salía a luchar, iba por su pro¬pia voluntad, no como van los romanos, sino por su propia voluntad, y si alguno no quería luchar, se iba y nadie se preo¬cupaba por él.
–¿Qué es lo que haremos? –gritó alguien.
–Saldremos y lucharemos, y lucharemos bien, por¬que somos los mejores luchadores del mundo.
De pronto su voz se elevó de tono, y el contraste entre sus suaves maneras de antes les traspasó y se apoderó de ellos; su voz era exaltada y estentórea, y es seguro que los soldados que se hallaban en el exterior lo oyeron gritar.
–Combatiremos en parejas de tal manera que Roma mientras exista, no pueda olvidar jamás a los gladiadores de Capua.
Llega un momento en que los hombres deben hacer lo que tienen que hacer y Varinia lo sabía, y estaba orgu¬llosa y poseída de algo parecido a la felicidad que nunca había experimentado antes; se sentía orgullosa y llena de una alegría singular, porque tenía a un hombre como no había otro igual en el mundo entero. Ella conocía a Espartaco; a su debido tiempo todo el mundo lo conocería, pe¬ro no precisamente en la forma en que ella lo conocía. Sa¬bía, de un modo u otro, que aquello era sólo el comienzo de algo inmenso e inacabable, y que su hombre era be¬névolo y puro y que no había otro igual a él.

IX

–Primero los soldados –dijo Espartaco.
–Somos cinco contra uno y es posible que huyan.
–No huirán –respondió con ira–. Vosotros debéis sa¬ber eso de los soldados, que no huirán. O nos matan a no¬sotros o los matamos a ellos, y si los matamos, vendrán otros. ¡Los soldados de Roma no se acaban nunca!
Cuando ellos lo miraron en la forma en que lo hicie¬ron, él les dijo:
–Pero tampoco se acaban nunca los esclavos.
Entonces comenzaron a prepararse muy rápidamen¬te. Tomaron los cuchillos de los entrenadores y cogieron de la cocina todo cuanto podía servir como arma, los cu¬chillos y las hachas y los asadores y los tenedores de asar y las manos de mortero, especialmente las manos de mor¬tero, que se las utilizaba para moler los granos para el po¬taje y de las que había por lo menos veinte, y que consis¬tían en una vara de madera con una pesada masa en un extremo, también de madera, y podían ser usadas tanto como cachiporras como armas arrojadizas. También se apoderaron de la leña para el fuego y un hombre se hizo un hueso a falta de otra cosa, y las tapas de las cacerolas usaron como escudos. Sea como fuere, tenían armas y entonces, seguidos por las mujeres, derribaron las grandes puertas del cuarto del rancho y salieron a luchar.
Habían procedido muy rápidamente, pero no lo suficiente como para sorprender a los soldados. Los dos que estaban de guardia los habían prevenido y tuvieron tiempo de sobra para ponerse las armaduras y formar en cuatro manípulos de diez, y allí estaban ahora en formación en la otra orilla del arroyo, cuarenta soldados, dos oficia¬les y una docena de entrenadores, armados como iban ar¬mados los soldados, pesadamente, con espada, escudo y lanza. Así pues, eran cincuenta y cuatro hombres. Podero¬samente armados, enfrentaban a doscientos gladiadores desnudos y casi sin armas. Eran bandos desiguales, pero las mejores posibilidades estaban del lado de los soldados, y éstos eran soldados romanos contra quienes nada en el mundo había que pudiera oponerse. Tomaron las lanzas por el asa y avanzaron en fila doble, un manípulo tras el otro. Las órdenes de los oficiales se oyeron claras y fir¬mes en la brisa mañanera y se lanzaron hacia delante, cual una escoba, para limpiar de basura su camino. Sus pies cal¬zados con altas botas de cuero chapotearon en el agua del arroyo. Las flores silvestres quedaron aplastadas a los lados mientras subían por la orilla, y de todas partes los demás esclavos acudieron y se congregaron en grupos para ver el increíble hecho que estaba ocurriendo. Los terribles pilos empuñados hacia atrás con los brazos doblados hacían bri¬llar sus puntas de hierro bajo la luz del sol, y por lo que el poderío romano significaba –aun aquella modesta ra¬mificación del poderío romano que representaban los cua¬tro manípulos– los esclavos deberían haberse dispersado y huido cual polvo en medio del viento.
Pero en ese momento el poderío romano se halla¬ba acorralado y Espartaco asumió el mando. No hay de¬finición clara de un hombre que conduce a otros hom¬bres; el liderazgo es algo excepcional e intangible, y más aún cuando no está respaldado por el poder y la gloria, cualquiera puede dar órdenes, pero darlas de modo que otros la acepten es una cualidad y ésa era la cualidad de Espartaco. Ordenó a los gladiadores que se desplegaran y ellos se desplegaron. Les ordenó que formaran un amplio círculo en torno a los manípulos y ellos formaron el círculo. Entonces los cuatro manípulos que estaban a la carga aminoraron el paso. La indecisión se apoderó de ellos Se detuvieron. No hay soldado sobre la tierra que pueda igualar el paso de un gladiador, para quienes la vi¬da era sinónimo de velocidad y la velocidad era vida, y ex¬cepción hecha de sus taparrabos, aquellos gladiadores es¬taban desnudos, mientras que los soldados romanos de infantería soportaban el peso enorme de sus espadas, lan¬zas, escudos, cascos y armadura. Los gladiadores forma¬ron a la carrera un amplio círculo, de unos ciento cua¬renta metros de diámetro, en el centro del cual quedaron los manípulos, volviéndose a un lado y al otro, empuñan¬do los pilos, que resultaban inútiles a una distancia supe¬rior a veintiocho metros. La lanza romana podía ser arro¬jada sólo una vez; había que arrojarla y luego era preciso acercarse. Pero, en este caso, ¿a quién había que arrojár¬sela?
En ese momento, con asombrosa claridad, Esparta¬co descubrió su táctica, todo el conjunto de las tácticas de los años futuros. Con su vista interior vio, rápida y vívidamente, la lógica de todos los relatos acerca de ejércitos que se habían lanzado contra esas puntas de hierro de Roma, para ser aplastados bajo el enorme peso de la lanza ro¬mana y ser cortados luego en pedazos con la espada roma¬na, que era corta y muy afilada. Pero la disciplina de Roma y el poder de Roma se encontraban en ese momento impotentes y desamparados en medio de un círculo de gladiadores casi desnudos, vociferantes, lanzando maldiciones, desafiantes.
–¡Piedras! –gritó Espartaco–. ¡Piedras!... ¡Las piedras lucharán por nosotros! –Corrió en torno al círculo, veloz sobre las puntas de sus pies, ágil en sus movimientos, con naturalidad–. ¡Lanzad piedras!
Y bajo la afrenta de las piedras, los soldados se arro¬jaron al suelo. El aire se llenó de piedras voladoras. Las mujeres se unieron al círculo; los esclavos del servicio do¬méstico se les unieron también y lo mismo hicieron los es¬clavos que estaban en los jardines. Los soldados se refugia-ron bajo sus pesados escudos, pero eso dio a los gladiadores la oportunidad de lanzarse sobre ellos, herirlos con sus ar¬mas, y escapar. Un manípulo cargó contra el círculo y arro¬jó las lanzas. Un solo gladiador cayó bajo la terrible arma, pero los demás se arrojaron sobre el manípulo, lo obliga¬ron a lanzarse al suelo y mataron a los soldados práctica¬mente sólo con las manos. Los soldados se replegaron. Dos manípulos formaron un círculo, y aun cuando solamente quedaban en pie unos cuantos, bajo la lluvia de piedras, y hasta cuando los gladiadores cayeron sobre ellos cual ma¬nada de lobos, lucharon hasta que murieron. El cuarto ma¬nípulo trató de abrirse paso a través del círculo y escapar, pero diez hombres eran insuficientes para esa táctica, y fue¬ron arrojados al suelo y allí fueron muertos; igual suerte tu¬vieron los entrenadores; dos de ellos, que pedían clemen¬cia, fueron muertos por las mujeres, que los golpearon con piedras hasta darles muerte.
Aquella extraña y violenta escaramuza, que había co¬menzado en el cuarto del rancho, se extendió por los te¬rrenos de la escuela y llegó hasta el camino que condu¬cía a Capua, donde había sido abatido y muerto el último soldado, y a lo largo de este recorrido había gran número de muertos y heridos, entre ellos, cincuenta y cuatro muertos que eran romanos y entrenadores, y muchos más que eran gladiadores.
Y sin embargo, era sólo el comienzo. Lleno de gloria, ensangrentado con ella y alborozado con ella, pero se trataba tan sólo del comienzo... Y ahora, mientras permanecía en la carretera, Espartaco podía ver las murallas de Ca¬pua a la distancia, neblinosa ciudad dorada en la dorada bruma de antes del mediodía, y podía oír el redoble de los tambores de la guarnición. Ahora ya no habría descanso, porque las cosas seguirían ocurriendo y las palabras iban con el viento, y en Capua había muchos soldados en la guar¬nición. El mundo entero había estallado. Mientras estuvo allí, sobre la ruta pavimentada, fue arrastrado por podero¬sas y tumultuosas corrientes y en torno había sangre y muer¬te, y vio a Crixo, el galo pelirrojo, riendo; a Gannico, entu¬siasmado; a David, el judío, con sangre en su puñal y vida en los ojos; y al enorme africano prudentemente tranqui¬lo, murmurando su cántico de batalla. Tomó entonces a Varinia en sus brazos. Y otros gladiadores besaban a sus mu¬jeres, levantándolas en sus brazos y riendo con ellas, mien¬tras los esclavos domésticos llegaban corriendo con botas del vino de Baciato. Hasta los heridos olvidaron sus heri¬das y acallaron sus gemidos de dolor. Y la muchacha ger-mana miró a Espartaco, riendo y llorando a la vez, y le to¬co el rostro, los brazos y la mano en que tenía su puñal. Comenzaban a vaciarse las botas de vino cuando Esparta¬co los volvió a la realidad. Podrían haber sido barridos de las paginas de la historia en ese instante, ebrios y entusiastas, ya que los soldados habían comenzado en ese momento la marcha en las puertas de Capua, pero Espartaco los llamó a la razón y los contuvo. Ordenó a Gannico despojar de sus armas a los soldados muertos, y envió a un africano llamado Nordo a ver si se podía entrar al arsenal. Su suavidad había desaparecido y la intensa idea fija de la huida le quemaba como una llama y lo transformaba. Toda su vida había sido para eso, y toda su paciencia la había tenido para preparar aquello. Había esperado durante siglos– había esperado desde que el primer esclavo había sido encadenado y azotado para que cortara leña y trajera agua, y na¬da en el mundo le haría volverse atrás.
Antes les preguntaba; ahora los mandaba. ¿Quién po¬día usar armas romanas? ¿Quién había combatido con el pilo? Hizo una formación en cuatro manípulos.
–Las mujeres a un lado –dijo–. No tienen que expo¬nerse. No tienen que combatir.
La furia de las mujeres lo había sorprendido. Era más intensa e iba más allá que la furia de los hombres. Las mu¬jeres querían combatir; con lágrimas en los ojos le pedían que las dejara luchar. Imploraban en procura de los pre¬ciosos puñales, y cuando se los negó doblaron sus túnicas y las llenaron con piedras para arrojar.
Cerca de la escuela se extendían los cenagosos y ac¬cidentados campos de las fincas rústicas. Los esclavos de los cultivos, viendo que algo terrible, diferente y violento ocurría, corrieron a observar, se reunieron junto a las mu¬rallas de piedra en pequeños grupos, aquí y allá, y viéndo-los comprendió con claridad, en toda su sencillez, su suer¬te futura. Llamó al judío David y le dijo lo que tenía que hacer, y el judío corrió hacia los esclavos que trabajaban en el campo. Espartaco no había imaginado mal; las tres cuartas partes de los esclavos del campo llegaron con Da¬vid. Llegaron corriendo y saludaron a los gladiadores y les besaron las manos. Con ellos traían las azadas, que de pron¬to habían dejado de ser herramientas para convertirse en armas. En ese instante regresó el africano. No habían podido entrar al gran arsenal; hubieran necesitado por lo menos media hora para lograrlo, pero habían forzado un cofre recién traído que contenía tridentes, la larga lanza de tres puntas usada para pescar. Había treinta de tales tridentes y Espartaco los distribuyó entre los retiari, y los africanos besaron las armas, las acariciaron, e hicieron ante ellas extraños juramentos en sus extrañas lenguas nativas.
Todo esto había sucedido en muy poco tiempo, pero la necesidad de proceder rápidamente acosaba aún con mayor fuerza a Espartaco. Quería hallarse lejos del lugar, lejos de la escuela, lejos de Capua.
–¡Seguidme! –gritó–. ¡Seguidme!
Varinia permanecía a su lado. Salieron del camino y, cruzando los campos, se internaron en las empinadas colinas.
–Nunca me dejes atrás, Espartaco –dijo Varinia–. Nun¬ca me dejes atrás. –Y agregó–: Soy capaz de luchar como lucha un hombre.
Entonces vieron a los soldados que venían por el ca¬mino de Capua. Eran doscientos soldados. Venían en do¬ble fila hasta que advirtieron que los gladiadores se inter¬naban en las colinas. Entonces los oficiales los desviaron en tangente, para así cortarles el paso a los gladiadores, y los soldados cargaron en dirección a los campos. Y más allá, los ciudadanos de Capua se lanzaban fuera de las puer¬tas de la ciudad para presenciar el aplastamiento de la sublevación de esclavos, a presenciar la lucha de parejas sin costo y sin cuartel.
Pudo haber terminado allí o una hora antes o un mes más tarde. Podría haber terminado en cualquiera de un infinito número de lugares. Ya con anterioridad se habían producido fugas de esclavos. Si aquellos esclavos hubieran escapado, tendrían que haberse escondido en los campos o en los bosques; habrían vivido como animales de cuanto hubieran podido robar y de las bellotas del suelo. Uno a uno los habrían cazado y uno a uno los habrían crucificado. No había refugio para los esclavos; el mundo estaba hecho de ese modo. Y cuando Espartaco miraba a los sol dados de la guarnición, conocía ese hecho elemental. No había lugar donde esconderse, ni hueco donde meterse. Al mundo había que cambiarlo.
Se detuvo en su fuga y dijo:
–Lucharemos contra los soldados.

X

Mucho tiempo después, Espartaco se preguntaba: «¿Quién escribirá de nuestras batallas y de lo que ganamos y de lo que perdimos? ¿Y quién contará la verdad?». La verdad de los esclavos era contraria a la verdad de los tiempos en que vivieron. La verdad era imposible, imposible en todos sus aspectos, no porque no hubiera ocurrido, sino porque lo ocurrido no tenía explicación dentro del contexto de aque¬llos tiempos. Había más soldados que esclavos y los solda¬dos estaban poderosamente armados; pero los soldados no esperaban que los esclavos lucharan y los esclavos sa¬bían que los soldados iban a luchar. Los esclavos se lanza¬ron sobre ellos desde las colinas, y los soldados que venían corriendo en orden abierto, que es como corren los hom¬bres después de partir precipitadamente, no pudieron ha¬cer frente a la embestida, tiraron sus lanzas desordenada¬mente y agachándose trataron de eludir la lluvia de piedras que les arrojaron las mujeres.
De modo que la verdad era que los soldados habían sido derrotados por los esclavos y que habían huido de ellos y que a medio camino en su fuga hacia Capua los esclavos los habían alcanzado y dado con ellos por tierra.
En la primera batalla los esclavos tuvieron muchas bajas, pero en la segunda batalla sólo un puñado de ellos murió, y los soldados romanos huyeron perseguidos por ellos. Ésa era la verdad, pero el relato fue contado en cien diferen¬tes maneras, y la primera información fue la que escribió el comandante de las fuerzas de Capua.
«Hubo un levantamiento de esclavos en la escuela de adiestramiento de Léntulo Baciato –escribió– y algunos de ellos escaparon y huyeron hacia el sur por la vía Apia. Se envió contra ellos media cohorte de las tropas de guarni¬ción, pero algunos lograron abrirse paso y escaparon. No se sabe quiénes son sus dirigentes ni qué intenciones tienen, pero ya han provocado disensiones entre los esclavos de la campiña, y los ciudadanos de aquí consideran que el noble Senado no debería ahorrar esfuerzos en reforzar la guarni¬ción de Capua, de modo que la revuelta pueda ser sofoca¬da rápidamente.» Es posible que, como posdata el coman¬dante agregara: «Ya se han cometido una serie de atropellos. Se teme que en la campiña haya saqueos y robos».
Y por supuesto que Baciato contó su historia a una multitud de ciudadanos de Capua deseosos de escuchar¬lo. Nadie estaba realmente preocupado –excepto Baciato, que veía años de esfuerzos desvaneciéndose en el aire–, pero todos comprendían que la campiña iba a ser lugar poco cómodo hasta tanto aquellos terribles hombres (los gladiadores) fueran apresados y muertos en el acto o cla¬vados en la cruz, de modo que sirvieran de ejemplo para otros. El relato comenzó a difundirse; la historia fue con¬tada y vuelta a contar por cientos de personas cuyas vidas habían sido edificadas sobre la inestable estructura de la esclavitud, y contaban la historia sobre la base de sus temo¬res y de sus necesidades. Y así había sido siempre. Años más tarde así sería: «Sí, me encontraba en Capua, en las termas, cuando escapó Espartaco. Lo vi, por supuesto. Un hombre gigantesco. Lo vi en el momento en que ensarta¬ba en su lanza a un niño. Algo terrible de ver».
U otra cualquiera de millares de versiones. Pero la ver¬dad era algo de la que el mismo Espartaco sólo captó vis¬lumbres en aquel tiempo. Su visión había escapado de la prisión de su tiempo. En los dos encuentros que había di¬rigido, los esclavos habían derrotado a los soldados roma¬nos. Es verdad que se trataba solamente de un puñado de tropas de una guarnición de segunda categoría, relajadas por la vida fácil en una ciudad balnearia y que se les habían opuesto los mejores luchadores profesionales de Italia. Pe¬ro aun considerando ese factor, el hecho de que los escla¬vos derrotaran dos veces a sus amos en un mismo día, era un hecho que hacía temblar la tierra. Y cuando los solda¬dos huyeron, los esclavos no se quedaron parados, sino que volvieron al llamado de Espartaco... Eran disciplinados y ya, en pocas horas, Espartaco era para ellos como un dios. Estaban henchidos de orgullo y sus temores habían desa¬parecido. Se tocaban los unos a los otros; en cierto modo era como si se acariciaran recíprocamente, como si la cruel máxima: «Gladiador, no hagas amistad con gladiadores», se hubiera invertido de pronto. Y desde ese momento te¬nían mutua conciencia de cada cual. Esto no lo pensaron ni llegaron a alcanzarlo mediante el razonamiento; en su mayor parte era gente sencilla e ignorante, pero de pron¬to habían sido purificados y exaltados. Se miraban entre sí como si antes nunca se hubieran visto, y es posible que hu¬biera alguna verdad en ello. Antes nunca se habían atrevi¬do a mirarse mutuamente. ¿Puede el ejecutor mirar a su víctima? Pero ahora ya no eran más víctimas y victimarios en inevitable camaradería; ahora formaban una herman¬dad triunfante, y ahora Espartaco sabía cómo había ocurri¬do en Sicilia y en tantos otros lugares. Sentía la fuerza que tenían porque parte de ella había crecido dentro de él mismo, y esa misma corriente que sentía dentro de él lo limpiaba de los sufrimientos que constituían su pasado y de todos los temores, vergüenzas e indignidades. Se había aferrado a la vida durante tanto tiempo, había hecho una ciencia exacta del proceso de mantener la vida dentro de él por tanto tiempo, que uno debía realmente haber su¬puesto que la vida se convertiría en su interior en materia cuidadosa y cauta. Pero ahí estaba el total de sus ahorros, y súbitamente ya no temía a la muerte o no pensaba en la muerte porque ésta carecía de importancia...
Unos ocho kilómetros al sur de Capua, a poca distan¬cia de la vía Apia, los gladiadores y sus mujeres y los es¬clavos que se les habían unido, se habían concentrado en una ladera a la vista de una de las grandes casas solarie¬gas que evidenciaba la existencia de la casa de campo al¬gún caballero romano. Ya era pleno mediodía y en el pro¬ceso de los dos combates y de la subsiguiente marcha hacia el sur, los gladiadores habían pasado a constituir un pe¬queño ejército. A la distancia, a no ser por los hombres de color que había entre ellos, podría habérseles confundido con un destacamento de soldados romanos. Las armas ha¬bían sido distribuidas entre ellos, al igual que los cascos y las armaduras, las lanzas y los escudos de los soldados. Aho¬ra no había ninguno desarmado, y armados y probados co¬mo estaban resultaba difícil que fuerza alguna destacada más cerca que Roma pudiera significar para ellos un serio desafío. Aparte de sus mujeres, pero teniendo en cuenta los peones esclavos y los esclavos de los campos que se les habían unido, sumaban doscientos cincuenta hombres. Cada uno de los tres grupos principales, los galos, los afri¬canos y los tracios, marchaban como destacamentos, cada cual con su propio líder como oficial designado. Debido a que durante tanto tiempo habían visto la unidad for¬mada por el manípulo romano, adoptaron casi sin darse cuenta tal formación. Espartaco era su jefe. Sobre esto no había discusión alguna. Se habrían dejado matar por él. Durante su vida habían escuchado gran número de leyen¬das acerca de hombres que habían sido inspirados por los dioses. Cuando miraban a Espartaco, en sus rostros se re-flejaba esa convicción.
Cuando marchaban, él estaba al frente, y la mucha¬cha germana, Varinia, caminaba a su lado, su brazo en tor¬no a la cintura de Espartaco. Algunas veces ella lo mira¬ba. No era esto nada nuevo en ella. Hacía mucho que se había unido a aquel hombre, que era el mejor y el más va-liente de los hombres... ¿Y no lo sabía ella eso antes, tan bien como lo sabía ahora? Cuando sus ojos se encontra¬ban, ella le sonreía. Ella no sabía si él estaba satisfecho de que hubiera combatido contra los soldados o no, pero no hacía objeción a que llevara en su mano el puñal. Eran iguales. En el mundo circulaban antiguas leyendas acer¬ca de las amazonas, aquellas mujeres que habían ido al campo de batalla al igual que los hombres en tiempos re¬motos. Y en la época en que vivió Espartaco había muchas otras leyendas acerca de un pasado en que todos los hom¬bres y las mujeres estaban en pie de igualdad y en que no había ni amos ni esclavos y todas las cosas eran de propie¬dad común. Ese remoto pasado estaba obscurecido por la bruma del tiempo; era la edad dorada. Y volvería a haber una edad dorada.
Era una edad dorada la de ahora, con el sol brillan¬do en lo alto de la hermosa campiña y los fieros hombres del circo, los hombres de la arena, apretujados en torno a él y a la muchacha germana, con sus mentes plenas de interrogantes. El césped era suave y verde en la pradera donde estaban reunidos. Flores amarillas como mante¬quilla lo coronaban, y por todas partes había mariposas y abejas y el aire se llenaba con sus canciones. Lo llaman padre, a la manera de los tracios.
–¿Qué haremos ahora y adonde iremos? Él permanecía en medio del círculo que formaban ellos. Varinia se sentó en el césped con su mejilla apoyada en una pierna de él. Se sentaron o se arrodillaron sobre el pasto en torno a él, el africano de largas extremidades, el galo con su rostro rudo y sus ojos azules, los tracios de cabellos obscuros y cuerpos prietos.
–Somos una tribu –dijo–. ¿Es ésa vuestra voluntad? Respondieron afirmativamente. En la tribu no había esclavos y todos los hombres hablaban por igual, y aquello no había sido mucho tiempo antes, sino que todos ellos lo recordaban o tenían memoria de que así fuera.
–¿Quién quiere hablar? –preguntó–. ¿Quién será vues¬tro jefe? Que se ponga de pie el que quiera conducirnos. Ahora somos hombres libres.
Nadie se puso de pie. Los tracios golpearon sus he¬billas con el puño de sus cuchillos, y el tamborileo hizo volar una bandada de zorzales de la pradera. Alguna gen¬te apareció en la distancia en torno a la casa solariega, pe¬ro tan lejos que era imposible distinguir quiénes eran. Los negros saludaron a Espartaco batiendo palmas delante de sus rostros. Todos estaban extrañamente contentos, y por el momento vivían un sueño. La mejilla de Varinia seguía apretada contra las piernas de su hombre. Gannico gritó:
–¡ Salud, gladiador!
Un moribundo se enderezó débilmente. Lo habían tendido sobre el césped; el brazo lo tenía cortado hasta el hueso a todo lo largo y la sangre manaba de la herida. Era galo y no había querido que lo dejaran rezagado y de ese modo había probado un poco de lo que era la li-bertad.
El brazo había sido vendado con un género que ahora se hallaba empapado en sangre, y se encaminó hacia Espartaco quien le ayudó a permanecer en pie.
–No tengo miedo a morir –les dijo a los gladiadores–, es mejor que morir en el circo. Sin embargo, preferiría seguir a ese hombre que morir. Preferiría seguir a este hombre y ver adonde nos lleva. Pero si yo muero, acuérdense de mí y no le hagan daño. Los tracios le llaman padre y no¬sotros somos como criaturas, pero él nos arrancará el de¬monio de adentro. En mí ya no queda demonio. He he¬cho algo grande y estoy purificado y no tengo miedo a morir. Dormiré tranquilamente. Una vez haya muerto, no tendré sueño que soñar.
Algunos de los gladiadores lloraron abiertamente. El galo besó a Espartaco y Espartaco le devolvió el beso.
–Quédate a mi lado –dijo Espartaco, y el hombre se dejó caer sobre el césped junto a él; los esclavos de la tie¬rra que se les habían unido se quedaron boquiabiertos mi¬rando a aquellos gladiadores que tan fácilmente intima¬ban con la muerte.
–Tú mueres, pero nosotros viviremos –le dijo Esparta¬co–. Recordaremos tu nombre y lo repetiremos en alta voz. Haremos que resuene en toda la superficie de la tierra.
–¿Nunca abandonarás? –imploró el galo.
–¿Abandonamos nosotros cuando vinieron los solda¬dos? Dos veces les hicimos frente y dos veces vencimos. ¿Sa¬béis lo que debemos hacer ahora? –preguntó a los gla¬diadores.
Ellos clavaron sus ojos en él.
–¿Podemos huir?
–¿Hacia dónde podríamos huir? –preguntó Crixo–. En todas partes es lo mismo que aquí. En todas partes hay amos y esclavos.
–No huiremos –dijo Espartaco, que ahora sabía lo que era preciso hacer con tanta seguridad y certeza como si nunca hubiera tenido una duda–. Iremos de finca en finca, de casa en casa, y dondequiera que vayamos, pondremos en libertad a los esclavos y los sumaremos a nuestras filas. Cuando ellos vuelvan a enviar los soldados con¬tra nosotros, les haremos frente, y los dioses decidirán si quieren la manera romana o la nuestra.
–¿Y armas? ¿Dónde encontraremos armas? –pregun¬tó alguien.
–Las tomaremos de los soldados. Y las haremos tam¬bién. ¿Qué es Roma sino la sangre y el sudor y el dolor de los esclavos? ¿Hay algo que no podamos hacer nosotros?
–Entonces Roma nos declarará la guerra.
–Entonces iremos a la guerra contra Roma –dijo Es¬partaco en voz baja–. Pondremos fin a Roma y haremos un mundo en que no haya esclavos ni amos.
Era un sueño, pero estaban predispuestos a soñar. Habían saltado al cielo, y si aquel extraño tracio de ojos negros y nariz quebrada les hubiera dicho que se propo¬nía dirigirlos contra los propios dioses, le habrían creído en el acto y en el acto lo habrían seguido.
–No nos deshonraremos –les dijo Espartaco. Habla¬ba de manera suave, directa y segura, como si se dirigiera a cada uno de ellos en forma atenta y personal. Y agrego:
–No haremos lo que hacen los romanos. No obedeceremos las leyes romanas. Dictaremos nuestras propias leyes.
–¿Cuál es nuestra ley?
–Nuestra ley es sencilla. Lo que tomemos, sea lo que fuere, lo tendremos en común y ningún hombre poseerá nada que no sean sus armas y sus ropas. Será como era los tiempos pasados.
Un tracio dijo:
–Hay suficiente para que todos seamos ricos.
–Ustedes harán la ley. No seré yo quien la haga –dijo Espartaco.
Y hablaron y entre ellos había hombres codiciosos que soñaban con ser grandes señores, como los romanos, que había otros que soñaban con tener a romanos como es¬clavos; de modo que hablaron y hablaron, pero al final se hizo como Espartaco había previsto.
–Y no tomaremos mujer, excepto como esposa –dijo Espartaco–. Y ningún hombre podrá tener más de una esposa. La justicia será igual para ambos, y si no pueden vivir en paz, deberán separarse. Pero ningún hombre po¬drá yacer con una mujer, romana o lo que fuere, que no sea su legal esposa.
Sus leyes eran pocas y estuvieron de acuerdo respec¬to a ellas. Y entonces tomaron las armas y se lanzaron con¬tra la casa señorial. Solamente los esclavos habían per¬manecido en ella, porque los romanos habían huido a Capua... Y los esclavos se unieron a los gladiadores.

XI

En Capua vieron el humo de la primera casa señorial en llamas y se llegó a la conclusión de que los esclavos eran vengativos y crueles. Hubieran querido que los esclavos fueran amables y comprensivos; en términos más prácti¬cos, hubieran deseado que los esclavos huyeran a las altu-ras aún agrestes de las sierras, que se ocultaran de a uno o en grupos en las cuevas, y que vivieran como animales has¬ta que uno tras uno fueran cazados como se caza a los ani¬males. Cuando los ciudadanos de Capua vieron el humo de la primera casa señorial en llamas, no se alarmaron ex¬cesivamente. Era de esperar que los gladiadores desaho¬garan su rencor sobre lo primero que encontraran. En esos momentos, un mensajero corría a lo largo de la vía Apia para informar al Senado del levantamiento de Capua, lo que significaba que en pocos días la situación estaría do¬minada. Y entonces se les enseñaría a los esclavos una lec¬ción que difícilmente olvidarían.
Un gran terrateniente llamado Mario Acano fue ad¬vertido y reunió a sus seiscientos esclavos y los condujo ha¬cia el refugio seguro de las murallas de Capua, pero los gladiadores lo encontraron en la ruta y en sombrío silen¬cio vieron cómo sus propios esclavos mataban al gran te¬rrateniente y a su esposa y a la hermana de su esposa y a su hija y al esposo de su hija. Fue un espectáculo crudo y espantoso pero Espartaco sabía que era imposible impedirlo y no se preocupó de manera especial por impedirlo. Esa familia romana había cosechado lo que había sembrado, y fueron los propios esclavos de las literas los que los mataron, en el mismo instante en que se dieron cuenta que quienes se acercaban no eran soldados romanos, sino que se trataba de los gladiadores que habían escapado y cuya fama se extendía ya por la zona como la canción y un grito lanzado al viento. En esos momentos ya atardecía, pero las noticias habían corrido más ve¬loces que el tiempo. Los pocos cientos del comienzo ha¬bían llegado ya a más de un millar, y mientras marchaban hacia el sur se les iban uniendo más y más esclavos que venían de las montañas y los valles. Los trabajadores del campo llegaban con sus herramientas de trabajo; los pastores arreaban con ellos sus rebaños de ovejas o cabras. Cuando se acercaban a una casa en un informe torrente humano –ya que únicamente los gladia¬dores mantenían la formación militar–, las noticias se les habían adelantado, y los esclavos de las cocinas salían a darles la bienvenida esgrimiendo cuchillos y cuchillas de carnicero, y los esclavos del servicio doméstico llegaban corriendo con regalos de sedas o finas piezas de hilo. En la mayoría de los casos, los romanos huían; allí donde los romanos y los capataces les habían hecho frente, se veían las espantosas consecuencias de la refriega.
No podían avanzar muy rápidamente. Constituían ya una multitud demasiado numerosa de hombres, mujeres y niños, que reían y cantaban, embriagados con el vino de la libertad. Se hizo de noche antes de que estuvieran a más de treinta kilómetros de Capua, y acamparon en un valle junto a un espumoso arroyo, y allí encendieron hogueras y comieron carne fresca hasta hartarse.
Carneros y ovejas y, en algunos casos, hasta bueyes enteros fueron a parar a los asadores, y el aroma de la cru¬jiente carne del asado llenó la atmósfera. Fue un maravi¬lloso festín para aquellos seres que, durante años, no ha¬bían conocido otro alimento que potajes de puerro y nabo y cebada. Mojaron la carne con vino, y sus cánticos y risas sazonaron sus alimentos.
¡Qué compañía aquélla, de galos y judíos, griegos y egipcios, tracios y nubios, sudaneses y libios, persas y asirios y samarios, germanos y eslavos, búlgaros y macedonios e hispánicos y muchos italianos también que, con el pasar de las generaciones, habían sido vendidos en calidad de esclavos por una u otra razón, sabinos, umbríos, toscanos y sicilianos y gente de muchas otras tribus cuyos nombres han sido olvidados para siempre, singular compañía de sangre y de naciones, pero unida primero en su esclavitud y ahora en su libertad!
En tiempos pasados había habido la familia de las gens y la comunidad de la tribu, y finalmente el orgullo y el privilegio de la nación; pero este mundo de ahora era algo nuevo en su curiosa camaradería de los oprimidos y en toda aquella gran multitud de tantas naciones y pueblos no hubo esa noche voces que se elevaran con ira o descontento. Estaban poseídos por un poco de amor y un poco de gloria. Muchos apenas si habían visto a Espartaco o les había sido señalado tan sólo a la distan¬cia, pero estaban empapados de Espartaco. Él era su lí¬der y su dios, ya que en sus mentes no estaba claro si los dioses andaban o no ocasionalmente por la tierra y... ¿acaso Prometeo en persona no había robado el fuego sagrado del cielo y se lo había dado como el más precio¬so de los presentes a la humanidad? Y lo que una vez ha¬bía ocurrido podía volver a ocurrir. Por lo pronto, ya se narraban cuentos en torno a las hogueras y así nacía toda una leyenda sobre Espartaco. Entre ellos no había uno solo –no, ni siquiera entre los niños más pequeños–que no hubiera soñado con un mundo en el que no hu¬biera esclavos...
Y mientras tanto Espartaco se sentó entre los gladia¬dores y hablaron y sopesaron los hechos que habían ocu¬rrido. El pequeño arroyuelo ya se había convertido en un río y se estaba formando un torrente. Lo expresó Gannico. Sus ojos brillaban con sólo mirar a Espartaco. «¡Po¬demos marchar a través del mundo y darle vuelta, piedra a piedra!» Dijo eso, pero Espartaco tenía mejores ideas. Yacía con la cabeza en el regazo de Varinia y ésta pasaba sus dedos por sus apretados rizos castaños y sentía la sua¬vidad de sus mejillas y por dentro ella se sentía plena de riqueza y satisfacción. En esos momentos, ella se sentía sa¬tisfecha, pero un fuego ardía dentro de él; bajo la esclavi¬tud se había sentido más satisfecho. Miró a las claras y bri¬llantes estrellas de la noche italiana y lo invadieron pensamientos y anhelos y temores y dudas y sobre él sintió el peso de lo que tenía que hacer. Tenía que destruir a Ro¬ma. El sólo pensarlo, la insolente enormidad de pensar eso, le hizo sonreír, y Varinia se alegró y recorrió sus labios con los dedos, cantándole en su propia lengua:

Cuando el cazador,
desde el bosque,
trae al rojo ciervo de la caza,
fija sus ojos sobre el fuego,
habla a los niños, a las mujeres...

El ritmo de gente de los bosques en una tierra fría y agres¬te. ¡Cuántas extrañas canciones de su tierra había oído! Ella cantaba y él se repetía para sí sus pensamientos volcados sobre el fondo de la música, sus sueños diseminados entre las brillantes estrellas del cielo:
«Debes destruir a Roma, tú, Espartaco. Debes llevar¬te a esta gente y con ella ser decidido y fuerte. Debes enseñarles a luchar y a matar. No hay vuelta atrás..., ni un solo paso atrás. Todo el mundo pertenece a Roma, de mo¬do que Roma debe ser destruida y hacer de ella sólo un mal recuerdo, y entonces, allí donde estuvo Roma, dare¬mos vida a una nueva vida donde todos los hombres vi¬van en paz y fraternidad y amor, sin esclavos ni esclavizadores, sin gladiadores y sin circos, una época que sea como las épocas pasadas, las de la edad dorada. Construi¬remos nuevas ciudades de fraternidad y en torno a ellas no habrá murallas.»
Varinia dejó de cantar y le preguntó:
–¿En qué sueñas, hombre mío, tracio mío? ¿Te están hablando los dioses de las estrellas? Si es así, ¿qué es lo que te dicen, querido mío? ¿Te confían secretos que nunca po¬drás compartir?
Ella lo creía así. ¿Quién podía saber lo que era cier¬to y lo que no lo era respecto a los dioses? Espartaco odia¬ba a los dioses y no les rendía culto. Y una vez le había pre¬guntado a ella: «¿Hay dioses para los esclavos?».
–En toda mi vida –le dijo a ella– nada habrá que no comparta contigo, amada mía.
–¿Entonces, en qué sueñas?
–Sueño en que haremos un mundo nuevo. Y ella sintió temor de él, pero él le dijo suavemente: –Este mundo fue hecho por hombres. ¿Ocurrió por casualidad, querida mía? Piensa. ¿Hay algo en él que no hayamos construido, las ciudades, las torres, las murallas, los caminos y los barcos? ¿Por qué entonces no podemos hacer un mundo nuevo?
–Roma... –dijo ella, y en esa simple palabra estaba im¬plícito el poder, el poder que dominaba al mundo.
–Entonces destruiremos a Roma –respondió Espar¬taco–. El mundo está harto de Roma. Destruiremos a Ro¬ma y destruiremos aquello en que cree Roma.
–¿Quiénes? ¿Quiénes? –dijo ella suplicante.
–Los esclavos. Antes ha habido rebeliones de escla¬vos, pero ahora será diferente. Haremos un llamamiento que oirán todos los esclavos del mundo...
Y hubo paz y hubo esperanzas y, mucho tiempo des¬pués, Varinia recordaba aquella noche cuando la cabeza de su hombre reposaba en su regazo y los ojos de él estaban fi¬jos en las lejanas estrellas. Y fue una noche de amor. A po¬cos seres les son dadas algunas noches como aquélla, y en¬tonces son afortunados. Yacían ellos allí, entre los gladiadores, junto a la hoguera, y el tiempo transcurría len¬tamente. Se tocaban los unos a los otros, percibían la exis¬tencia de cada cual. Y se convirtieron en una sola persona.

QUINTA PARTE
Que informa acerca de Léntelo Graco, da cuenta
de parte de sus memorias y proporciona algunos detalles
de su estada en Villa Salaria

I

A Léntelo Graco le agradaba decir que su peso aumenta¬ba en la misma proporción que su habilidad para mante¬nerse en la cuerda floja, y el hecho de que de sus cincuen¬ta y seis años hubiera pasado treinta y siete interviniendo exitosamente en la política romana apoyaba su aserto. La política, como declaraba de vez en cuando, requiere tres invariables aptitudes y ninguna virtud. Muchos políticos, afirmaba, han sido destruidos por la virtud más que por cualquier otra causa; y las aptitudes las enumeraba de la siguiente manera. La primer aptitud era la habilidad para elegir el lado ganador; si se fracasaba en esto, la segunda aptitud era la habilidad de apartarse del lado perdedor, y la tercera consistía en no hacerse nunca de enemigos.
Las tres aptitudes eran ideales, y siendo los ideales lo que son, y siendo también las personas lo que son, era im¬posible que se cumplieran al ciento por ciento. Por su par¬te, le había ido bien. Habiendo comenzado como hijo de un simple pero emprendedor zapatero remendón, a la edad de diecinueve años ya compraba y vendía votos, y los compraba y vendía gracias a sus oficios y a un asesinato a la edad de veinticinco años, para dirigir después una in¬fluyente facción política a los veintiocho y constituirse lue¬go en un indiscutido líder de la famosa Guardia Caeli a los treinta. Cinco años más tarde, ya era magistrado y, al cumplir los cuarenta años, entraba en el Senado. En la ciu¬dad conocía a diez mil personas por su nombre y a otras veinte mil las conocía de vista. En sus listas de favores in¬cluía hasta a sus peores enemigos y, aunque nunca come¬tió el error de creer que ninguno de sus asociados fuera honesto, nunca cayó en el error más profundo aun de dar por descontada la deshonestidad de ninguno de ellos.
Su peso y enjundia estaban en correspondencia con su posición. Nunca había confiado en las mujeres ni había advertido que fueran particularmente provechosas para sus colegas. Su vicio era la comida, y las enormes capas de grasa que había acumulado en el transcurso de exitosos años no sólo habían hecho de él un hombre de figura im¬presionante, sino también uno de esos pocos romanos a quienes nunca se veía en público como no fuera envuel¬tos en los pliegues de una toga. Con túnica, la figura de Léntelo Graco no era muy agraciada. Con la toga era el símbolo de la enjundia y la virtud romanas. Sus ciento trein¬ta y cinco kilos de peso servían de base a una cabeza cal¬va de amplia quijada, firmemente asentada sobre anillos de grasa. De voz profunda y ronca, sonrisa persuasiva y ale¬gres ojillos verdes que emergían de sus carnosos párpados, tenía la piel rosada como la de un bebé.
Graco era menos cínico que bien informado. La fór¬mula del poder romano nunca había sido un misterio pa¬ra él, y le divertían bastante los cautelosos avances de Cice¬rón hacia lo que éste gustaba creer que era la más reciente e importante verdad. Cuando Antonio Cayo le pidió su opi¬nión sobre Cicerón, Graco respondió lacónicamente: –Un joven confundido.
Con Antonio Cayo, Graco estaba en los mejores tér¬minos, como lo estaba con muchos patricios. La aristocra¬cia era el único misterio y altar que se permitía a sí mismo.
Le gustaban los aristócratas. Los envidiaba. También, en cierta medida, los despreciaba, porque consideraba que to¬dos eran bastante estúpidos, y nunca pudo comprender có¬mo era posible que obtuvieran tan escaso provecho de su privilegiada cuna y posición social. No obstante, cultivaba su amistad, y esto le daba una sensación de placer y de or¬gullo cuando era invitado a una de sus espléndidas casas de campo, como la de Villa Salaria. Nunca se dio aires ni trató de pasar por aristócrata. No hablaba el latín amane¬rado y elegante de los aristócratas, sino más bien el lengua¬je fácil de la plebe. Aunque podía permitírselo, nunca in¬tentó tener su propia casa de campo. Por su parte, ellos apreciaban su sentido práctico y el hecho de que fuera fuen¬te de útil información; además, su inmensa figura comuni¬caba seguridad. Antonio Cayo gustaba de él porque Graco era un hombre absolutamente indiferente ante los juicios morales, y a menudo se refería a Graco como al único hom¬bre totalmente honesto que había conocido.
Aquella noche Graco no se perdió detalle. Sopesaba y evaluaba, pero no juzgaba. Por Cayo no sentía otra cosa que desprecio. El destacado y adinerado general Craso lo divertía, y en lo que se refiere a Cicerón, le comentó a su huésped:
–Posee todo, menos grandeza. Creo que degollaría a su madre si ello beneficiara a la causa de Cicerón.
–Pero la causa de Cicerón no es tan importante.
–Precisamente por eso. Y, en consecuencia, fracasa¬rá prácticamente en todo. No es nadie a quien deba temer¬se ya que no es nadie a quien deba admirarse.
Aquél era el más penetrante comentario que pudie¬ra hacerse de Antonio Cayo, quien era alguien a quien se podía admirar, si bien sus tendencias y prácticas sexua¬les habían descendido a la altura de un ser de doce años.
Graco estaba dispuesto a admitir para sí mismo que el te¬rreno en que estaba pisando se iba convirtiendo en lodo. Su mundo se desintegraba, pero como quiera que el pro¬ceso de desintegración era extraordinariamente lento y ya que él mismo estaba lejos de ser inmortal, no tenía interés en engañarse a sí mismo. Era capaz de ver qué era lo que estaba ocurriendo sin tomar partido; no había necesidad, en su modo de ser, de tomar partido.
En esa noche determinada permaneció despierto has¬ta bastante después que los demás se hubieran ido a dor¬mir. Durmió poco y mal y salió a dar un paseo por los al¬rededores, a la luz de la luna. Si alguien se lo hubiera preguntado, habría podido responder con bastante exac-titud qué compañeros de cama habían sido elegidos esa noche; pero lo había observado sin entrometerse y no sen¬tía resentimiento alguno. Ésa era Roma. Únicamente un loco lo consideraría de otro modo.
Mientras caminaba vio a Julia sentada en un banco de piedra, triste figura en medio de la noche, desposeída y ate¬rrorizada por su propia incapacidad de adaptación y por la forma en que había sido rechazada. Se volvió hacia ella.
–Somos dos, esta noche –le dijo a ella–. Es una noche incomparable, ¿verdad, Julia?
–Si usted lo siente, así es.
–¿Y usted no, Julia? –arregló su toga y agregó–. ¿Le gustaría que me sentara un rato?
–Por favor, siéntese.
Se sentó y durante un rato permaneció silencioso, sensible a la belleza de los alrededores iluminados por la luna, la enorme casa blanca tan graciosamente en¬hiesta sobre su lecho de arbustos y siemprevivas, la te¬rraza, las fuentes, el pálido destello de una que otra escul¬tura, las glorietas con sus hermosos bancos de mármol rosa suave o negro intenso. ¡Cuánta belleza había logra¬do Roma! Finalmente comentó:
–Al parecer, todo esto debería contentarnos, Julia.
–Sí, así debería ser.
Él era amigo y huésped de su esposo.
–Es un privilegio ser romano –señaló él.
–Usted nunca dice tonterías como ésas, salvo cuan¬do está conmigo –respondió Julia en voz baja.
–¿Usted cree?
–Sí, así lo creo. ¿Dígame, oyó alguna vez hablar de Varinia?
–¿Varinia?
–¿Usted nunca suelta prenda sobre nada sin antes ha¬berle dado vueltas mentalmente al asunto por lo menos cuatro o cinco veces? No estoy tratando de hacerme la inteligente, mi amigo. –Posó su mano en la enorme manaza de Graco y prosiguió–: No podría hacerlo. Varinia era la mujer de Espartaco.
–Sí, he oído hablar de ella. En realidad, ustedes es¬tán obsesionados con Espartaco. Esta noche no he oído hablar de otro tema.
–Bueno, el caso es que perdonó a Villa Salaria. No sé si tengo que agradecérselo o no. Supongo que se debe a los símbolos de castigo. Yo no he salido aún al camino. ¿Es muy terrible verlos?
–¿Terrible? No les he prestado mucha atención. Allí están y eso es todo. La vida es barata y los esclavos no valen nada en estos días. ¿Por qué me preguntó sobre Varinia?
–He estado tratando de pensar en alguien a quien envidio. Creo que la envidio.
–¿Lo dice en serio, Julia? ¿A una muchachita bárba¬ra esclava? ¿Quiere que vaya mañana al mercado y elija una docena como ella y se las envíe?
–¿Alguna vez habla en serio sobre algo, Graco?
–De muy poco vale ser serio al respecto. ¿Por qué la envidia?
–Porque me odio a mí misma.
–Eso es demasiado complicado para mí –rugió Gra¬co–. ¿Se la imagina, sucia, hurgándose la nariz, carraspean¬do, escupiendo, con las uñas rotas y sucias, el rostro cubier¬to de granos? Ésa es su princesa esclava. ¿La envidia aún?
–¿Así era ella?
Graco rió.
–¡Qué sé yo, Julia! La política es una mentira. La his¬toria es el registro de la mentira. Si sale usted mañana al camino y observa las cruces, verá la única verdad sobre Espartaco. Muerte, nada más. Todo lo demás es pura inven¬ción. Yo sé lo que le digo.
–Yo miro a mis esclavos...
–¿Y no ve a Espartaco? Por supuesto. Deje de estar destrozándose el corazón, Julia. Soy más viejo que usted. Me tomo el privilegio de aconsejarla. Sí, a riesgo de entro¬meterme en lo que no me corresponde. Tome a un jo¬ven varón de entre sus esclavos...
–¡Basta, Graco!
–...y puede ser otro Espartaco.
Estaba llorando. Graco no había visto a muchas mu¬jeres de su clase deshaciéndose en lágrimas, y de pronto se sintió incómodo y como si fuera un necio. Le preguntó a ella si él tenía la culpa. No había dicho nada que pudie¬ra ser ofensivo, pero ¿había sido por su culpa?
–No, no, por favor, Graco. Usted es uno de los pocos amigos que tengo. Y no deje de ser mi amigo porque sea tan tonta. –Se secó los ojos, pidió disculpas y se retiró–. Es¬toy muy fatigada –le dijo–. Por favor, no me acompañe.

II

Al igual que Cicerón, Graco tenía sentido de la historia; la diferencia fundamental residía en que Graco nunca se confundía respecto a su propio lugar y papel; y, en conse¬cuencia, muchas cosas las veía con mayor claridad que Ci¬cerón. Ahora estaba sentado solo en medio de la tibia y agradable noche italiana, dando vueltas mentalmente al ex¬traño caso de una matrona romana con dignidad de patri¬cia que envidiaba a una esclava bárbara. En primer térmi¬no, analizaba si Julia había dicho la verdad. Decidió que sí. Por alguna razón, la esencia de la propia penosa tragedia de Julia resultaba iluminada por Varinia... y se pregunta¬ba si del mismo modo no estaba contenido el sentido de sus propias vidas en los interminables símbolos de castigo que se alineaban en la vía Apia. Graco no estaba preocupa¬do por conceptos morales; conocía a su gente, y no se de¬jaba impresionar por aquello de la legendaria matrona ro¬mana y la familia romana. Pero por alguna extraña razón estaba profundamente preocupado por lo que había dicho Julia, y la cuestión no se alejaba de su mente.
La respuesta le llegó en un destello de lucidez que lo dejó frío y estremecido de una manera que no había ex¬perimentado jamás antes; y quedó aterrorizado por la idea de la muerte y de la horripilante y total obscuridad y no exis¬tencia que el concepto de muerte conlleva, dado que la respuesta había estremecido los cimientos de gran parte de la cínica certidumbre en que se apoyaba y lo dejó allí en aquel banco de piedra, pobre anciano, desolado, grasiento y obseso, ligado de pronto en su condenación al enor¬me movimiento de las corrientes históricas.
Lo vio con toda claridad. Lo que recientemente ha¬bía surgido en el mundo era una sociedad construida en su totalidad sobre las espaldas de los esclavos, y la sinfóni¬ca expresión de esa sociedad era la canción del chasqui¬do del látigo. ¿Qué consecuencias acarrearía aquello al pue-blo que empuñaba el látigo? ¿Qué significaba Julia? El nunca se había casado; un germen de la lucidez que ahora tenía lo había mantenido al margen del matrimonio, de modo que compraba a las mujeres y a las concubinas las tenía en su casa en el momento en que las necesitaba. Pero An¬tonio Cayo tenía también una cuadra de concubinas, aun¬que fuera del modo en que todos los caballeros que co¬nocía mantenían concubinas, es decir, de la misma manera como se poseen caballos o perros, y las esposas lo sabían y lo aceptaban y compensaban la situación recurriendo a es¬clavos varones. No era una simple cuestión de corrupción, sino que se trataba de un hecho extraordinario que había convulsionado al mundo; y aquella gente, reunida para pa¬sar una noche en Villa Salaria, estaba obsesionada con Espartaco porque Espartaco era todo lo que ellos no eran. Ci¬cerón podría no comprender nunca de dónde provenía la virtud de aquel misterioso esclavo, pero él, Graco, él lo com¬prendía. El hogar y la familia y la virtud y todo cuanto era digno, lo defendían los esclavos y lo tenían los esclavos, no porque fueran ellos buenos y nobles, sino porque sus amos les habían cedido todo cuanto hubiera de sagrado.
Así como Espartaco había tenido una visión de lo que debía ser –visión surgida de él mismo–, así tuvo Graco su propia visión de lo que tenía que ser, y lo que vio en el futuro le produjo escalofríos y le hizo sentirse enfermo y atemorizado. Se levantó y, envolviéndose en la toga, avan¬zó pesadamente hacia su habitación, en busca del lecho.
Pero no pudo conciliar fácilmente el sueño. Volvió a pensar en los anhelos de Julia y como un niño derramó si¬lenciosas y secas lágrimas por el hecho de hallarse solo en su cama y, lo mismo que un niño, imaginó que la mucha¬cha esclava Varinia compartía con él su lecho. El terror dio fuerzas a su plañidero deseo de ser virtuoso. Sus gordas y nudosas manos acariciaban a un fantasma en las sábanas. Las horas pasaron y allí permaneció en compañía de sus recuerdos.
Todos odiaban a Espartaco. La casa estaba llena de Espartaco; nadie conocía su apariencia o forma o sus pen¬samientos y su modo de ser, pero la casa estaba llena de su presencia y Roma estaba llena de su presencia. El hecho de que Graco estuviera libre de aquel odio, era pura fic-ción. Por el contrario, su odio, que siempre había oculta¬do tan cuidadosamente, era más violento, más amargo, más punzante que el de los otros.
Mientras se debatía con sus recuerdos, esos recuer¬dos tomaron forma y adquirieron color y se convirtieron en realidad. Recordaba cómo había estado sentado en el Senado –y él nunca se sentaba en la cámara del Senado, pero estaba poseído y resentido por el orgullo de estar allí entre los grandes, los aristócratas– cuando llegó la noticia transmitida por correo rápido desde Capua de que se ha¬bía producido un levantamiento entre los gladiadores de la escuela de Léntulo Baciato y que se estaba extendiendo por la campiña. Recordaba la ola de temor que invadió al Senado y cómo comenzaron a graznar cual enorme ban¬dada de gansos, todos hablando a la vez, todos diciendo cosas alocadas y terribles, simplemente porque un puña¬do de gladiadores había dado muerte a sus entrenado¬res. Recordaba lo enfadado que estaba con ellos. Recorda¬ba cómo se puso de pie, recogió su toga y se la echó sobre el hombro con ese amplio ademán que lo caracterizaba, y había tronado contra sus augustos colegas.
–¡Caballeros, caballeros, están perdiendo la cabeza!
Cesaron en su graznar y se volvieron hacia él.
–Caballeros, nos enfrentamos al delito de un puñado de miserables y sucios esclavos asesinos. No nos enfrenta¬mos a una invasión de los bárbaros. ¡Pero aun si así fuera, caballeros, me parece que el Senado debería comportar¬se de modo distinto! ¡Me parece que nos debemos cierta dignidad hacia nosotros mismos!
Se enfurecieron con él, pero él estaba enfurecido con ellos. Habían hecho cuestión de orgullo no perder nunca la calma, pero en esa oportunidad la habían perdido y él, una persona de baja estirpe y condición humilde, un don nadie, había ofendido y humillado al más augusto or¬ganismo del mundo entero. «¡Que se vayan al diablo!», pensó, y salió airado de la cámara mientras le zumbaba aún en los oídos la piadosa defensa que hacían de su dignidad, y se marchó a su casa.
Ese día quedó grabado en su vida. Cada minuto de ese día quedó grabado en su vida. Al principio había teni¬do miedo. Había quebrantado sus normas sagradas de con¬ducta. Había perdido la calma. Se había hecho de ene¬migos. Caminaba por las calles de su querida Roma y estaba lleno de temor por lo que había hecho. Pero el temor es¬taba mezclado con desprecio hacia sus colegas y desprecio hacia sí mismo, y ni siquiera ahora podía sobreponerse a su sumisa reverencia por el Senado y su inculcada vene¬ración por los necios que ocupaban sus bancas.
Por una sola vez era insensible al olor, al ruido y al es¬pectáculo de su querida Roma. Graco había nacido y se había criado en la ciudad, y la urbe era su medio. Él for¬maba parte de ella y ella formaba parte de él, y alimenta¬ba un profundo desprecio por los lejanos horizontes, los verdes valles y los rumorosos arroyuelos. Había aprendido a caminar, a correr y pelear en las retorcidas callejuelas y en los sucios barrios bajos de Roma. En su infancia había trepado como una cabra por los altos techos de las incon¬tables casas de vecindad. El olor de las hogueras de carbón de leña que invadía la ciudad constituía el más delicioso perfume para él. Esta parte de su vida nunca había sido conquistada por el cinismo. Andar por las estrechas calles del mercado, entre sus filas de carretillas de mano y pues¬tos de venta, donde se exhibían y vendían mercaderías de todas partes del mundo, fue siempre una novedosa aven¬tura para él. La mitad de la ciudad lo conocía de vista. «¡Ho¬la, Graco!», le decían aquí; y «¡Hola, Graco!», repetían más allá, sin ceremonia ni preocupación, y los vendedores y los zapateros remendones y los pordioseros y los holgazanes y los carromateros y los albañiles y los carpinteros lo que¬rían porque era uno de ellos y se había abierto camino luchando y abriéndose camino a toda costa hasta alcanzar la cumbre. Lo querían, porque cuando compraba votos pagaba los precios más elevados. Lo querían porque no se daba aires y porque prefería caminar a ser llevado en una litera y porque siempre tenía tiempo para saludar a un vie¬jo amigo. El que no ofreciera remedio alguno para sus cre¬cientes miserias y desesperación, en un mundo en que los esclavos los empujaban a convertirse en holgazanes y men¬digos viviendo de las dádivas del Estado, poco importaba. Ellos sabían que no había remedio. Y él, a su vez, amaba ese mundo, el mundo lóbrego en que las altas casas de vecindad casi se tocaban por encima de las sucias callejue¬las y debían ser apuntaladas con leños para mantenerlas separadas, el mundo de las calles, las calles bulliciosas, su¬cias y ruinosas de la más grande ciudad del mundo.
Pero en ese día que recordaba tan vivamente estaba ciego y cerrado a todo aquello. Caminaba por las calles sin prestar atención a los saludos. No compró nada en los pues¬tos. Ni siquiera le atrajeron los sabrosos trozos de tocino frito, embutidos o salchichas ahumadas que se cocinaban en tantas carretillas tiradas a mano. Habitualmente no po¬día resistir las tentaciones que ofrecía la cocina callejera, los bizcochos de miel, el pescado ahumado, las sardinas sa¬ladas, las manzanas en conserva y el corzo curado; pero ese día ni lo advirtió y pasó abstraído en su propia tristeza de regreso a casa.
Graco, que era casi tan rico como Craso, nunca se dio el lujo de hacerse construir o comprar una de las villas pri¬vadas que surgían en los barrios nuevos de la ciudad, en¬tre los jardines y parques situados a lo largo del río. Prefe¬ría ocupar una planta baja en una casa de vecindad de su antiguo barrio, y las puertas de su domicilio estaban siem¬pre abiertas para quienes quisieran visitarlo. Conviene ha¬cer notar que muchas familias acomodadas habitaban las plantas bajas. Eran los lugares más apreciados de las ca¬sas de vecindad y en Roma el monto de los alquileres de¬crecía y la miseria aumentaba a medida que se subía por las desvencijadas escaleras que conducían a las plantas su¬periores. Normalmente, tan sólo las dos primeras plantas contaban con cañerías para el agua y con cuartos de aseo y de baño, careciendo las demás absolutamente de tales servicios; pero la vieja comunidad de la tribu no era cosa tan lejana en el pasado como para establecer una abso¬luta separación, en todas partes, entre ricos y pobres, y muchos acaudalados comerciantes o ciudadanos dedica¬dos a la actividad financiera tenían sobre sus cabezas ver¬daderos nidos de pobreza instalados en las siete plantas que se alzaban sobre la planta baja que ocupaban.
Así Graco recordaba cómo había regresado a su casa aquel día, sin dirigir a nadie una palabra amable o de sa¬ludo, y cómo había entrado a su despacho, después de dar a sus esclavos la poco común orden de que no se le moles¬tara. Sus esclavos eran todos mujeres, y por ningún moti¬vo permitía que hombre alguno compartiera con él sus de¬pendencias, disposición que jamás descuidó, como lo hacían muchos de sus amigos. Todas sus necesidades eran atendidas por catorce mujeres. No disponía de un harén especial, como solían hacer los solteros, y recurría a aque¬llas esclavas que lo atraían cada vez que se le antojaba te¬ner una compañera de cama, y, como no deseaba com¬plicaciones, cuando alguna de ellas quedaba encinta, la vendía a algún terrateniente. Al hacerlo, declaraba que era preferible que los niños crecieran en el campo, y no veía nada inmoral o cruel en su proceder.
Entre sus esclavas no había favoritas, ya que nunca fue capaz de otra cosa que de contactos informales con las mujeres y le gustaba decir que la suya era una casa mucho más ordenada y pacífica que muchas otras. Pero ahora, acostado en su cama de Villa Salaria, rememoraba aquel día, y el recuerdo de su hogar no tenía ni alegría ni ca¬lor. De él se había apoderado un sentido moral y le hacía daño pensar en la forma en que vivía. Y se empecinaba en recordar los incidentes de aquel día. Se veía a sí mismo desde una posición ventajosa, en la forma de un hombre obeso, grande, envuelto en su toga, sentado solitario en la desnuda habitación que llamaba su despacho, y debió de haber permanecido sentado allí durante algo más de una hora antes de que se produjera interrupción alguna. En¬tonces llamaron a la puerta.
–¿Quién es? –preguntó.
–Unos caballeros preguntan por usted –respondió la esclava.
–No quiero ver a nadie.
¡Se estaba comportando de una manera extraordina¬riamente infantil!
–Son padres y honorables personas del Senado.
¿Así que habían ido a buscarlo y no se había alejado ni habría sido excluido de su círculo? ¿Qué era lo que le había hecho pensar que aquello ocurriría? ¡Claro que te¬nían que ir a buscarlo! Aún vivía. Su ego volvió. De un sal¬to se puso en pie y abrió rápidamente la puerta y volvió a ser el viejo Graco, sonriente, seguro, competente.
–Caballeros –dijo–, caballeros, os doy la bienvenida.
La comisión estaba integrada por cinco senadores. Dos de ellos eran consulares; los otros tres eran patricios distinguidos y sagaces. La comisión había ido a visitarlo con el fin de prevenir cualquier iniciativa política que Gra¬co estuviera a punto de emprender, y no tanto por la emer¬gencia que se vivía en ese momento. De modo que le ha¬blaron de manera directa e íntima y lo riñeron.
–Pero, Graco, ¿cómo es posible que hayas pasado un año entero sentado en tu escaño, esperando el momento de ofendernos?
–No tengo ni el talento ni la gracia necesarios para pediros perdón en la forma que vosotros merecéis –dijo Graco disculpándose.
–Tienes ambas cosas, pero eso es un asunto aparte.
Hizo que trajeran asientos y se sentaron forman¬do un círculo en torno a él, cinco hombres de edad y ple¬nos de dignidad, envueltos en finas togas blancas que se habían convertido en el símbolo del dominio romano so¬bre el mundo. Graco ordenó que trajeran vino y una ban¬deja con dulces. El consularis Caspio hizo de portavoz. Adu¬ló y desconcertó a Graco, ya que el anfitrión no consideraba que se hubiera desencadenado una crisis de tanta magni¬tud. Siempre había soñado con representar el papel de cónsul, pero ése no era plato para él y no tenía ninguna de las habilidades o especiales conexiones familiares re¬queridas para ello. Trató de adivinar qué era lo que se traían entre manos, y lo único que pudo detectar fue que podía tratarse de algo relacionado con Hispania, donde la revuelta contra el Senado –y, por supuesto, contra Roma–dirigida por Sertorio se había convertido en una lucha por el poder entre Sertorio y Pompeyo. Graco ya había efec¬tuado sus cálculos al respecto. Despreciaba a ambos riva¬les y estaba decidido a permanecer neutral y dejarlos que se destruyeran mutuamente. Y lo mismo ocurría con los cinco caballeros que estaban frente a él.
–Tú ves, entonces –dijo Caspio–, que esta rebelión de esclavos en Capua implica un enorme peligro.
–Yo no veo nada de eso –respondió llanamente Graco.
–Tomando en cuenta lo que hemos tenido que pade¬cer a raíz de levantamientos de esclavos...
–¿Qué es lo que sabéis, respecto a este levantamien¬to? –preguntó Graco en un tono más cortés que el emplea¬do anteriormente–. ¿Cuántos esclavos están implicados? ¿Quiénes son? ¿Hacia dónde se han dirigido? ¿Qué hay de real en vuestra preocupación?
Caspio respondió las preguntas una por una:
–Nos hemos mantenido en contacto constantemen¬te. Al comienzo se trataba tan sólo de los gladiadores. Hay noticias de que únicamente escaparon setenta. Una infor¬mación posterior afirma que se trata de más de doscientos, entre los cuales hay tracios, galos y numerosos negros afri¬canos. Las informaciones más recientes proporcionan un número más alto. Esto puede ser resultado del pánico. Por otra parte, es posible que se hayan producido disturbios en los latifundios. Al parecer, los insurrectos han provoca¬do numerosos daños, pero no disponemos de detalles. Y en cuanto hacia dónde se han dirigido, parece que avan¬zan en dirección al Vesubio.
–¡Solamente parece! –exclamó Graco impaciente–. ¿Son tan idiotas en Capua que no pueden ni siquiera sa¬ber qué es lo que ha ocurrido en su propia casa? Allí hay una guarnición. ¿Por qué esa guarnición no puso fin a eso rápida y expeditivamente?
Caspio miró fríamente a Graco.
–Tenían solamente una cohorte en Capua.
–¡Una cohorte! ¿Cuántos efectivos se necesitan pa¬ra aplastar a unos cuantos infelices gladiadores?
–Tú sabes tan bien como nosotros lo que debe de ha¬ber ocurrido en Capua.
–No lo sé, pero puedo imaginármelo. Y lo que me imagino es que el comandante de la guarnición debe de estar a sueldo de cuanto asqueroso lanista opere en el lu¬gar. Veinte soldados aquí, una docena allá. ¿Cuántos que¬daban en la ciudad?
–Doscientos cincuenta. Así es. No es necesario que demos muestras de rectitud, Graco. Las tropas fueron de¬rrotadas por los gladiadores. Por ese motivo estamos tan preocupados, Graco. Pensamos que las cohortes de la ciu¬dad deben ser enviadas de inmediato.
–¿Cuántas?
–Por lo menos seis cohortes... por lo menos tres mil hombres.
–¿Cuándo?
–Inmediatamente.
Graco movió la cabeza. Eso era precisamente lo que debía haber esperado. Pensó en lo que se proponía decir. Lo pensó cuidadosamente. Reunió mentalmente cuanto sabía y había sabido de psicología de los esclavos.
–No lo hagáis.
Tenía la costumbre de oponérseles. Todos pregunta¬ron por qué.
–Porque no confío en las cohortes de la ciudad. De¬jad en paz a los esclavos por ahora. No enviéis a las cohor¬tes de la ciudad.
–¿Y a quiénes enviaremos?
–Llamad a una de las legiones.
–De Hispania. ¿Y Pompeyo?
–¡Que reviente Pompeyo, maldito sea! De acuerdo, dejad Hispania en paz. Haced bajar de la Galia Cisalpina a la tercera legión. No os precipitéis. Se trata de esclavos, de un puñado de esclavos. No pasará nada a menos que hagáis algo...
Así discutieron el asunto y en sus recuerdos Graco re¬vivía la discusión y veía a los cinco senadores, con su increí¬ble temor por la sublevación de los esclavos, decididos a enviar a seis de las cohortes de la ciudad. Graco durmió muy poco. Despertó al alba, como hacía siempre, indepen¬dientemente del tiempo que hiciera y del lugar en que se hallara. Bebió agua y comió fruta en la terraza como ha¬cía cada mañana.

III

La luz del día disipa los temores y las confusiones que sue¬len embargar al hombre y muy a menudo es como un bál¬samo y una bendición. Muy a menudo, pero no siempre, ya que hay ciertas categorías de seres humanos a quienes no les agrada la luz del día. Un prisionero se abraza a la no¬che, que es para él tibio abrigo que lo protege y recon¬forta, y la luz del día no trae alegría al condenado. Pero con frecuencia la luz del día disipa las confusiones de la noche. Los grandes hombres recuperan cada mañana el manto de su grandeza, porque hasta los grandes hombres son como los otros durante la noche, y algunos hombres hacen cosas despreciables y otros lloran y otros se hunden en el temor de la muerte y de una obscuridad mayor aún que la que los rodea. Pero por la mañana vuelven a ser otra vez grandes hombres, y Graco, sentado en la terraza, cu¬bierto con una toga fresca de níveo blancor, alegre y con¬fiado su grande y carnoso rostro, era el vivo retrato de lo que debía ser un senador romano. Muchas veces se ha di¬cho, entonces y después, que nunca hubo mejor ni más noble ni más sabio conjunto de hombres reunidos para le¬gislar que los que integraban el Senado de la República de Roma, y observando a Graco, uno se inclinaría a acep¬tar tal aserto. Era cierto que no procedía de noble cuna y que la sangre que corría por sus venas era de ascendencia extraordinariamente dudosa, pero era muy rico, y una de las virtudes de la República era la de que los hombres fueran medidos tanto por sí mismos como por sus ances¬tros. El hecho mismo de que los dioses dieran vida a un hombre era indicio de sus cualidades innatas, y si se que¬ría prueba de ello no había más que mirar cuántos eran pobres y cuan pocos eran ricos.
Mientras Graco se hallaba sentado allí, se le unieron los otros integrantes del grupo que había honrado con su presencia a Villa Salaria. Era un extraordinario conjunto de hombres y mujeres el que se había reunido allí a pasar la noche, y ellos estaban absolutamente convencidos de que eran personas extraordinarias y muy importantes. Se sen¬tían cómodos entre ellos y este hecho servía para subra¬yar su confianza en Antonio Cayo, quien nunca cometía el error de mezclar inadecuadamente a la gente en su casa de campo. Pero en el ámbito de la campiña romana no re¬sultaban tan fuera de lo común. Es cierto que entre ellos había dos de los individuos más ricos del mundo, una mu¬jer joven que se convertiría en una de las prostitutas más famosas de todos los tiempos, y un hombre joven que me¬diante una existencia plena de frías y calculadas intrigas y maquinaciones haría que se lo recordara en los siglos ve¬nideros, y otro hombre joven cuya vida disoluta llegaría a ser famosa por sí misma; pero casi en cualquier oportu¬nidad podía encontrarse el mismo tipo de huéspedes en Villa Salaria.
Aquella mañana se agruparon en torno a Graco. Era el único entre ellos que llevaba toga. Era el inconmovi¬ble señor magistrado, sentado allí con su agua perfuma¬da, mondando una manzana y dirigiendo unas palabras a éste o aquél. «Se recuperan bien», pensó, mirando a los bien vestidos caballeros y a las bien pintadas mujeres, con el cabello experta y hermosamente peinado y el lápiz labial y el colorete tan artísticamente aplicados. Hablaron de esto y aquello y la conversación era interesante y bien ensaya¬da. Si hablaban de escultura, Cicerón adoptaba una posi¬ción oficial, como era de esperar:
–Estoy cansado de oír hablar tanto de los griegos. ¿Qué es lo que han hecho que los egipcios no hubie¬ran realizado ya hace mil años? En ambos casos hay una degeneración particular, un pueblo incapacitado para el crecimiento y el mando. Que es lo que refleja su escul¬tura. Por lo menos, los artistas romanos reproducen lo que es.
–Pero que puede ser muy aburrido –protestó Hele¬na, con la prerrogativa de la juventud y de su condición de intelectual y de mujer.
Era de esperar que Graco proclamara su total igno¬rancia respecto al arte. No obstante, declaró: –Yo sé lo que me gusta.
Y Graco entendía bastante de arte. Había compra¬do obras de arte egipcio, porque le habían tocado algu¬na fibra íntima. Craso no tenía opiniones muy firmes so¬bre arte y era de notar cuan escasos eran los conceptos firmes que tenía, aunque era un buen general, tal como se demostró con el transcurso de los años. Al mismo tiem¬po, no le agradó la afirmación engreída y pedante formu¬lada por Cicerón. Era muy fácil hablar de degeneración cuando no se tenía que luchar contra esos supuestos de¬generados.
–Debo decir que estoy por la escultura griega –hizo notar Antonio Cayo–. Es barata y muy agradable una vez que el color desaparece. Por supuesto, se trata de esas obras descoloridas que uno encuentra por ahí, pero quedan bien en los jardines y yo, de todos modos, las prefiero.
–Entonces usted debería haber comprado los monu¬mentos de Espartaco antes de que nuestro amigo Craso los hubiera mandado destruir –dijo Cicerón sonriendo.
–¿Monumentos? –preguntó Helena.
–Hubo que hacerlos destruir –replicó Craso con tran¬quilidad.
–¿Qué monumentos?
–Si no me equivoco –dijo Cicerón–, fue Graco quien firmó la orden de destrucción.
–Usted nunca se equivoca, ¿verdad, joven? –bramó Graco–. Tiene usted bastante razón. –Y explicó a Helena–: Había dos grandes monumentos, tallados en piedra vol¬cánica, que Espartaco erigió en las laderas del Vesubio. Yo nunca los vi, pero firmé la orden de que fueran destruidos.
–¿Cómo pudo hacer eso? –preguntó Helena.
–¿Cómo podía no hacerlo? ¡Si la inmundicia erige un emblema a la inmundicia, no hay más que barrer con él!
–¿Cómo eran los monumentos? –preguntó Claudia. Graco movió la cabeza, sonriendo apenado por la for¬ma en que los fantasmas de los esclavos y el fantasma de su líder interferían en la conversación, no importando có¬mo hubiera comenzado ésta.
–Yo nunca los vi, querida Claudia. Craso los vio. Pre¬gúntele a él.
–No puedo darle ninguna opinión artística –dijo Cra¬so–. Pero aquellas estatuas tenían el aspecto que se su¬pone debían tener. Había dos. Una representaba la figu¬ra de un esclavo y medía unos quince metros de altura, según creo. Era una figura de pie, con las piernas separa-das, que había roto sus cadenas, que colgaban a su lado. Con un brazo estrechaba a una criatura contra su pecho, y en la mano del otro brazo, que colgaba a su lado, blandía una espada hispánica. Así era este primer monumento, y supongo que se le podría denominar coloso. Estaba bas¬tante bien hecho, por lo que pude ver, pero, como ya he dicho, no soy juez en cuestiones de arte. Pero estaba sen¬cillamente realizado, y el hombre y el niño estaban bien formados, aun en detalles como las callosidades y las lla¬gas que normalmente producen las cadenas. Recuerdo que el joven Gayo Taneria me hizo notar la sólida forma de los hombros del esclavo y las hinchadas venas de sus manos, tal como pueden observarse en cualquier labrador. Como ustedes saben, con Espartaco iban numerosos griegos, y éstos son muy habilidosos en esta actividad. Nunca tuvie¬ron oportunidad de pintarlo o posiblemente no tuvieron ocasión de conseguir pintura y, en su conjunto, recorda¬ba a esas viejas estatuas que se ven en Atenas, de las que ha desaparecido la pintura, y estoy de acuerdo con Cayo en que en esa forma son muy agradables... y muy baratas también. El otro monumento no era tan alto; las figuras me¬dían poco más de seis metros de altura, pero también es¬taban hábilmente realizadas. Eran tres gladiadores, un tracio, un galo y un africano. El africano, lo que es muy interesante, había sido tallado en piedra negra; las otras figuras eran blancas. El africano estaba en el centro, era algo más alto que los otros dos y empuñaba el tridente con ambas manos. A un lado del africano estaba el tracio, puñal en mano, y en el otro lado el galo, blandiendo la espada. El monumento estaba concebido de una manera muy realista: podía verse que habían combatido, porque presentaban tajos en los brazos y las piernas. Detrás de ellos había una mujer en una actitud muy orgullosa; se di¬ce que Varinia había servido de modelo. La mujer tenía un desplantador en una mano y un azadón en la otra. De¬bo confesar que nunca pude comprender el significado de aquello.
–¿Varinia? –preguntó Graco en voz baja.
–¿Por qué tuvo que destruir esos monumentos? –in¬quirió Helena.
–¿Podíamos dejar en pie sus monumentos? –replicó Graco–. ¿Íbamos a dejarlos allá para que los contemplara todo el mundo y se comentara: «Aquí está lo que hicieron los esclavos»?
–Roma es lo suficientemente poderosa como para permitirse dejarlos... sí, y que llamen la atención –declaró Helena.
–¡Muy bien dicho! –hizo notar Cicerón, pero Craso pensó en cómo se habían desarrollado los acontecimien¬tos allí, con diez mil de sus mejores hombres tendidos en un campo cubierto de sangre, y los esclavos alejándose cual enfurecido león que solamente está molesto pero apenas herido.
–¿Qué aspecto tenía la escultura de Varinia? –pregun¬tó Graco, tratando de que la pregunta pareciera lo más in¬trascendente posible.
–No creo que pueda recordarlo muy bien. Podía to¬mársela por una mujer germana o gala, de cabellos largos, túnica suelta y todo lo demás. El cabello trenzado y sujeto en la forma en que lo llevan las germanas y las galas. Te¬nía hermosos pechos y una agradable figura, como la de algunas de esas mozas germanas que suelen verse en el mercado y que todos se muestran dispuestos a comprar. Por supuesto, no se sabe si se trataba de Varinia o no. Al igual que en todo lo que se refiere a Espartaco, no sabe¬mos casi nada con certeza. Salvo que uno quiera tragarse toda la propaganda y dejar que las cosas sigan de ese mo¬do. Todo lo que yo sé respecto a Varinia es lo que me con¬tó ese sucio y viejo lanista, Baciato, y fue muy poco, salvo que se le soltó la lengua y se le caía la baba al recordarla.
De modo que debe de haber sido muy atractiva...
–¡Y usted también destruyó ese monumento! –excla¬mó Helena.
Craso asintió. No era hombre de dejarse alterar fácil¬mente.
–Querida –le dijo a Helena–, yo era un soldado y no hice más que cumplir las órdenes del Senado. Oirá decir que la rebelión de los esclavos fue un asunto de poca im¬portancia. Es bastante comprensible que se difundiera tal apreciación, ya que poco sale ganando Roma si el mun¬do se entera del esfuerzo que significó hacer frente a unos cuantos esclavos. Pero aquí, en esta agradable terraza en casa de mi querido y buen amigo Antonio Cayo, con la compañía que tenemos, podemos prescindir de las leyen¬das. Nadie estuvo nunca tan cerca de destruir a Roma co¬mo Espartaco. Nadie llegó nunca a herirla tan terriblemen¬te. No trato de magnificar mi actuación. Dejad que el héroe sea Pompeyo, pues hay escaso mérito en someter esclavos. Pero la verdad se impone, y si los símbolos de castigo re¬sultan desagradables, piensen en cómo me sentí yo al ver el terreno cubierto con los cadáveres de los mejores solda¬dos de Roma. De modo que no tuve empacho en destruir algunas piedras talladas que habían hecho los esclavos. Por el contrario, me proporcionó cierta satisfacción el hacer¬lo. Destruimos completamente las imágenes y de ellas no quedaron más que polvo, de modo que no hay rastro al¬guno de ellas. Así también destruimos a Espartaco y a su ejército. Y así también, con el tiempo, destruiremos hasta su recuerdo y el recuerdo de lo que hizo y por qué lo hi¬zo. Soy un hombre bastante sencillo y no demasiado inte¬ligente, pero eso lo sé. El orden de las cosas es el de que unos tienen que mandar y otros tienen que servir. Así lo ordenaron los dioses. Y así será.
Una de las cualidades de Craso era la de evocar la pa¬sión sin apasionarse él mismo en lo más mínimo. Sus agra¬dables y recios rasgos militares enfatizaban las palabras que decía. ¡Era la imagen perfecta del halcón de bronce de la República!
Graco lo observaba por debajo de sus párpados caí¬dos. Se hallaba sentado allí, observando a cada uno de ellos, al rapaz rostro afilado de Cicerón, al joven petime¬tre Cayo, a Helena, a la silenciosa, sufriente y, en cierto mo¬do, ridícula Julia, a Claudia, pulcra y satisfecha; a Antonio Cayo y a Craso, a todos los observaba y escuchaba, y nue¬vamente volvió a pensar en la forma en que la comisión se¬natorial había ido a buscarlo cuando se retiró del recinto senatorial. Aquello fue el comienzo, por supuesto, cuan¬do se mandaron las seis cohortes. Y el comienzo se olvida¬ría como se olvidaría también el final, tal como había di¬cho Craso.
Salvo –como bien podría ser– que el final estuviera aún por llegar.

IV

Al comienzo, el Senado había tomado la decisión de en¬viar a Capua inmediatamente seis de las cohortes de la ciu¬dad para sofocar la rebelión de los esclavos. Ésa era la de¬cisión a la que se había opuesto Graco y que, en cierta medida, había sido aprobada más que nada para enseñar¬le a él cierta elemental humildad. A la luz de lo que ocu¬rrió luego, la cuestión de la humildad fue recordada por Graco con algo de amarga satisfacción.
Cada cohorte ciudadana estaba integrada por qui¬nientos sesenta soldados, armados tal como lo estaba el término medio de los legionarios, sólo que algo mejor y a precio más elevado. La ciudad era un buen lugar para vi¬vir. Los legionarios eran enviados a los más apartados con¬fines de la tierra y muy a menudo nunca regresaban, pues hallaban la muerte en suelo extranjero, o volvían cinco, diez o hasta quince años después. Los legionarios marcha¬ban todo el día y, subsistiendo apenas con un puñado de alimentos, sudaban y trabajaban, construían caminos y edi¬ficaban ciudades en agrestes lugares y a veces la gran urbe pasaba a constituir para ellos tan sólo un recuerdo. Las co¬hortes de la ciudad vivían en la abundancia y para ellas nunca escaseaban las muchachas, el vino y los juegos. Has¬ta un soldado corriente de las cohortes de la urbe podía ejercer cierta influencia política, por lo cual solía percibir algún estímulo monetario. Muchos de ellos poseían her¬mosas residencias, de las que disfrutaban cuando no es¬taban de servicio, y los había que disponían de hasta seis esclavas. En la ciudad se comentaba el caso de un soldado que mantenía a catorce concubinas en una gran residen¬cia romana, y que hacía muy buen negocio criando ni¬ños hasta la edad de seis años, para venderlos luego en el mercado público. Se contaban muchas historias como ésa. Vestían elegantes uniformes. Todas las cohortes eran comandadas por jóvenes de buena familia que utilizaban el ejército para hacer carrera, pero que, al mismo tiempo, deseaban que sus deberes militares no les impidieran es¬tar cerca de los teatros, el circo y los mejores restaurantes. La mitad de ellos eran amigos de Cayo y una o dos veces éste había llegado hasta a acariciar la idea de pedir para él uno de esos cargos, pero la había desechado por no co¬rresponder a sus condiciones personales. Este tipo de car¬go y también el hecho de que las cohortes eran las llama¬das a realizar desfiles ceremoniales casi en cada función pública que se realizaba, condujo a una natural rivalidad entre aquellos jóvenes caballeros para dirigir los contin¬gentes mejor uniformados. En la ciudad, los pantalones de cuero de los legionarios, sucios y empapados de sudor, fueron reemplazados por pantalones de gamuza suavemen¬te curtida y finamente coloreada. Cada regimiento adop¬taba un color distinto y con frecuencia se permitía el pri-vilegio de llevar plumas en el casco. La humeralia, flejes de hierro que colgaban de los hombros sobre el pecho y la es¬palda, estaba a menudo enchapada en oro y plata. Una co¬horte llevaba armadura completa de bronce, y cada regi¬miento tenía una bota distintiva, a menudo alta hasta la rodilla y adornada con pequeñas campanillas de plata. Las canilleras de bronce, descartadas desde hacía mucho por las legiones de las fronteras, para quienes resultaba impo-sible marchar días enteros con las piernas encerradas en cajas de metal, eran usadas aún por más de la mitad de los regimientos de la ciudad, y cada regimiento tenía un dise¬ño distinto para la superficie de los escudos. La calidad de sus armas y armaduras no tenía paralelo en toda Italia.
Las cohortes no estaban, en absoluto, mal entrena¬das: cumplían a conciencia su diario programa de activi¬dades en esa época. Se ejercitaban habitualmente a prime¬ras horas de la mañana en el Circus Maximus, que por aquel entonces era una pista de carreras abierta en la depresión del Vallis Murcia, y era un placer verlos realizar sus movi¬mientos a la cadencia musical que ejecutaban cien pífa¬nos. Todas las mañanas las colinas de los alrededores del circo eran invadidas por los niños de Roma, que observa¬ban el espectáculo militar con deleite y envidia.
Pero lo cierto del caso es que las cohortes no eran le¬giones y era muy diferente reprimir a una multitud de de¬socupados hambrientos y desesperados o intervenir en una trifulca política en las estrechas calles de la ciudad que en¬frentarse a hispánicos o galos, germanos o tracios, judíos o africanos. Y bien, ahora se trataba del levantamiento de un puñado de esclavos y, con todos sus fallos, utilizar seis cohortes de la ciudad significaba contar con más de tres mil quinientos soldados romanos. Hasta Graco consintió en parte. Por razones de principios se oponía a que las co¬hortes salieran a más de un día de marcha de las murallas de la ciudad. Pero en total había veintisiete cohortes en la ciudad y hasta Graco convino en que podían hacer lo que tenían que hacer. Su oposición radicaba más que nada en su íntimo temor hacia esos regimientos políticos que no estaban formados por campesinos, sino por soldados na¬cidos y criados en la ciudad, desocupados, inconscientes, parásitos corruptos de Roma, descastados y faltos de espe¬ranza que vivían sus vidas en el limbo que separaba la ma¬sa de esclavos en que reposaba la sociedad y el puñado de amos de las esferas superiores. Eran más numerosos que los trabajadores de Roma, el menguante núcleo de los artesanos y los tenderos. Pasaban sus días en las calles o en el circo; vivían de los sobornos que recibían y jugaban y apostaban en las carreras y vendían sus votos en cada elec¬ción y estrangulaban a sus hijos recién nacidos para eludir la responsabilidad de criarlos, y pasaban gran parte de su tiempo en los baños y vivían en los sucios y diminutos apar¬tamentos de las altas casas de vecindad. Y entre ellos se reclutaba a los soldados de las cohortes de la ciudad.
Al día siguiente de la decisión tomada por el Sena¬do, partieron al amanecer seis cohortes. El mando fue en¬comendado a un joven senador, Varinio Glabro, a quien se entregó el símbolo de legado y se le envió como repre¬sentante directo del Senado. En Roma no faltaban hom¬bres de más edad y con más años de experiencia militar, pero durante años Roma se había visto corroída por una lucha intestina por el poder, y el Senado era celoso en extremo de darle poderes militares a manos ajenas al cuer¬po. Varinio Glabro era vanidoso, más bien estúpido, pero, desde el punto de vista político, era fiable.
Por aquel entonces tenía treinta y nueve años y, a tra¬vés de su madre, tenía excelentes conexiones familiares. No era excesivamente ambicioso y tanto él como su fami¬lia recibieron la designación como una oportunidad de conquistar considerable gloria sin incertidumbre alguna. Al elegirlo, la mayoría del Senado afirmaba su posición con toda una sección de la población patricia. Los oficia¬les bajo sus órdenes habrían de hacer todo cuanto debie¬ra ser hecho en el sentido militar, y en cuanto a las escasas decisiones que él tuviera que adoptar, le fueron dadas ins¬trucciones explícitas y cuidadosamente redactadas. Debía conducir a sus hombres a Capua a paso de campaña, lo que equivalía a unos treinta y dos kilómetros al día. Esa dis¬tancia iba a ser recorrida en su totalidad por la vía Apia, lo que significaba que habría convoyes que se encargarían del transporte de alimentos y agua y que los legionarios comunes deberían llevarlos en sus propias espaldas. Sus tropas deberían pasar la noche al raso en las afueras de las murallas de Capua y no permanecer más de un día en la ciudad, para recibir información sobre los progresos rea¬lizados por los esclavos en su revuelta y preparar los pla¬nes para ponerle fin. Después de eso, debía dar cuenta al Senado de sus planes, pero proceder a cumplirlos sin es¬perar confirmación. Debía enfrentarse a los esclavos en la forma que le pareciera más conveniente, pero debía rea¬lizar todos los esfuerzos posibles para capturar a los cabe¬cillas de la rebelión y enviarlos a Roma, junto con el ma¬yor número posible de prisioneros, para que se los juzgara y castigara públicamente. Si el consejo de Capua solicita¬ra símbolos de castigo, tenía derecho a hacer crucificar diez esclavos en las afueras de dicha ciudad, pero solamen¬te si ese número representara menos de la mitad de los capturados. Por órdenes explícitas del Senado, todo dere¬cho de propiedad sobre los esclavos pasaba a manos del Senado y se instruía a Varinio en el sentido de que no ad¬mitiera reclamación alguna sobre dicha propiedad, aun¬que podía aceptar apelaciones, que podrían presentarse posteriormente ante la Comisión de Reclamaciones.
Todo esto sucedía antes de que en Roma hubiera in¬dicio alguno de quién era el cabecilla de la rebelión. El nom¬bre de Espartaco aún no era conocido, ni se entendía muy bien de qué modo se había producido el levantamiento en la escuela de gladiadores de Baciato. Las cohortes de la ciu¬dad formaron para desfilar al romper el alba, pero hubo algunas demoras debido a las disputas que se produjeron entre los oficiales en relación con la ubicación de las co¬hortes. El sol estaba muy alto en el cielo cuando comen¬zaron la marcha. La emocionante música militar de los tam¬bores y los pífanos se oyó en toda la ciudad y cuando llegaron a las puertas ya se había reunido allí una enorme multitud para verlos partir.
Graco lo recordaba muy bien, extraordinariamente bien. Él y otros dos senadores se sumaron a la multitud de las puertas, y recordaba qué hermoso espectáculo ofrecían las cohortes en su marcha, la banda ejecutando música marcial, las banderas al viento, los estandartes tan orgullosamente enarbolados, los cascos de los soldados con sus plumas inclinándose al marchar, y Varinio a la cabeza de la columna, llevando una pechera de bronce barnizada, montado sobre un hermoso caballo blanco y saludando con la mano a la multitud que lo aclamaba. No hay nada más emocionante en el mundo que el desfile de solda¬dos bien disciplinados. Graco lo recordaba muy bien, por cierto.

V

Así fue cómo llegó el Senado a conocer el nombre de Espartaco y Graco recordó la vez primera que oyó pronun¬ciarlo. Posiblemente fue ésa la primera vez que se lo nom¬bró en voz alta en Roma. En el primer informe de Varinio enviado por correo rápido al Senado de Roma desde Capua se lo mencionaba discretamente, sin darle mayor im¬portancia. El informe de Varinio no era un documento ins¬pirado precisamente. Comenzaba con la fórmula de rutina: «Sea ésta la voluntad del noble Senado», y a continuación pasaba a describir detalladamente los escasos incidentes ocurridos durante la marcha a lo largo de la vía Apia y las informaciones recogidas en Capua. El acontecimiento principal de la marcha había sido el de que las tres cohor¬tes que llevaban canilleras de bronce sufrían de dolorosas llagas en el empeine. Varinio había decidido que dichas canilleras fueran abandonadas y remitidas de vuelta a Ro¬ma. Los oficiales de las cohortes afectadas consideraban que tal decisión había sido tomada con mengua del honor de sus regimientos, que sus hombres habían sido ofendi¬dos y que todo el asunto se habría resuelto con sólo engra¬sar un poco los pies de los afectados. Varinio cedió ante sus reclamaciones y como resultado de ello hubo que de¬jar en Capua a más de cien hombres, que no se encon¬traban en condiciones de prestar servicios. Otros varios cientos más de soldados cojeaban, pero se pensó que aun así podrían participar perfectamente bien en la campaña contra los esclavos.
(Graco dio un respingo cuando oyó usar la palabra «campaña».)
En cuanto a la rebelión, Varinio evidentemente osa¬ba entre el deseo de informar sobre los hechos –respec¬to a lo que hizo muy poco– y el de aprovechar la oportuni¬dad para sacar provecho en prestigio personal, lo que significa que se ocupó mucho de eso. Incluía una declara¬ción de Baciato relativa a los antecedentes de la revuelta, y señalaba que «parecía estar dirigida por un tal Espartaco, un tracio, y por otro, Crixo, un galo». Ambos eran gladia¬dores, pero por el informe no era posible establecer de cuántos gladiadores se trataba. Varinio informó sobre tres casas de campo que habían sido incendiadas. Los esclavos de dichas casas de campo eran incuestionablemente fie¬les a sus amos; pero bajo amenaza de muerte habían sido obligados a plegarse a los esclavos rebeldes. Los que se negaron habían sido muertos en el acto.
(Graco asintió. No había otra manera de decirlo.)
Dos terratenientes habían intentado refugiarse en Capua, pero, habiendo sido interceptados por los rebel¬des, habían sido asesinados por éstos, y sus esclavos obli¬gados a plegarse al levantamiento. Además, algunos de los esclavos descontentos de la zona habían escapado y se ha¬bían unido a los rebeldes. Varinio agregaba una larga lis¬ta de atrocidades que se afirmaba habían cometido los es¬clavos y en documentos separados incluía tres testimonios prestados al efecto. Estos testimonios enumeraban otras atrocidades cometidas por los esclavos.
Terminaba manifestando que, hasta donde tenía conocimiento, los esclavos habían instalado su cuartel general en las agrestes y rocosas laderas del monte Vesubio y que él se proponía marchar inmediatamente hacia allí e impo¬ner la voluntad del Senado.
El Senado recibió y aceptó el informe. Además se presentó un proyecto de resolución, que fue aprobado, en virtud del cual unos ochenta esclavos que estaban des¬tinados a ser enviados a las minas fueran ofrecidos como símbolos de castigo, «de modo que los esclavos de la ur¬be vieran en ello una advertencia y aprendieran una lec¬ción respecto a la suerte que podrían correr». Ese mismo día los pobres desdichados fueron crucificados en el Circus Maximus en un intervalo durante las carreras. Y pen¬dían de sus cruces cuando el favorito del momento, Aris¬tones, magnífico potrillo de Parthion, perdió inesperadamente frente a Charos, una yegua oriunda de Nubia, determinando la bancarrota de una considera¬ble parte de los aficionados romanos.
Pero durante seis días no se tuvo más noticias de Varinio o de las cohortes de la ciudad. Y al transcurrir ese tiempo llegó una breve noticia: las cohortes de la ciudad habían sido derrotadas por los esclavos. Era un informe escueto, sin detalles, y durante veinticuatro horas el Sena¬do y la ciudad estuvieron a la espera en tensa expectati¬va. Todos hablaban de la nueva insurrección de esclavos, pero nadie sabía nada. Sin embargo, el temor dominaba la ciudad.

VI

El Senado se reunió en sesión plenaria a puertas cerradas y afuera la multitud fue congregándose hasta llenar la pla¬za; las calles que conducían a ella quedaron bloqueadas, y en todas partes circulaban rumores, porque ahora el Se¬nado conocía lo que había ocurrido con las cohortes de la ciudad.
Solamente un par de bancas estaban vacías. Graco, recordando la sesión, pensó que en tales momentos –mo¬mentos de crisis y de malas noticias– era cuando el Sena¬do se mostraba en plena forma. En los ojos de los ancia¬nos, que permanecían sentados, silenciosamente envueltos en sus togas, había preocupación, pero desprovista de te¬mor, y en los rostros de los jóvenes se advertía dureza e ira. Pero todos ellos tenían plena conciencia de la dignidad del Senado romano, y durante tal contingencia Graco po¬día deponer su cinismo. Conocía a aquellos hombres; sa¬bía a qué bajo precio y por qué corruptos medios habían adquirido sus bancas y cuál era el sucio juego político que realizaban. Los conocía a todos y conocía cada partícula de la suciedad que cada uno de ellos anidaba y, no obstan¬te, experimentó la emoción y el orgullo de ocupar un lu¬gar entre ellos.
No era hombre capaz de deleitarse con su victoria personal. Ésta no podía ser separada de lo que estaban enfrentando, y en consecuencia lo eligieron senator inquaesitor, y él se hizo cargo de la aflicción de los demás y descartó su pequeño triunfo personal. Ocupó un lugar, de pié ante ellos, enfrentando al soldado romano que había regresado, un soldado romano criado y alimentado en las calles y callejuelas de la ciudad, pero colocado ahora, por primera vez en su vida, en posición de firme ante el augusto Senado, de rostro enjuto, ojos obscuros, sospechoso y ate¬morizado, con un tic nervioso en un ojo, la lengua lamien¬do ansiosamente sus labios, aún con su armadura desarmado, tal como debe uno presentarse ante el Sena¬do, afeitado y al menos parcialmente aseado, pero con un vendaje manchado de sangre en un brazo y, además, muy fatigado. Graco hizo lo que otros habrían hecho. Antes de iniciar el interrogatorio oficial ordenó que un asistente tra¬jera vino y lo colocara sobre una mesa junto al soldado. El hombre estaba débil y Graco no quería que se desvanecie¬ra allí mismo. Pero de nada sirvió. El hombre sostenía en sus manos el pequeño bastón de marfil del legado, bastón que era –como solían decir– más poderoso en su poder que un ejército invasor y que representaba el brazo y la au-toridad y el poder del Senado.
–Puede entregármelo a mí –comenzó Graco.
Al principio el soldado no comprendió y entonces Gra¬co tomó el bastón de sus manos y lo depositó en el altar, sin¬tiendo que se le apretaba la garganta y que le dolía en tor¬no al corazón. Podía sentir desprecio por los hombres, por ser los hombres lo que son, pero no sentía desprecio por el pequeño bastón que representaba toda la dignidad y el poder y la gloria de su vida, y que hacía tan sólo unos días le habían entregado a Varinio.
Y entonces le preguntó al soldado:
–Primero, díganos su nombre.
–Aralo Portho.
–¿Portho?
–Aralo Portho–repitió el soldado.
Uno de los senadores se puso la mano detrás de la oreja y dijo:
–Más fuerte. ¿No puede hablar más fuerte? No oigo.
–Hable más alto –dijo Graco–. Nadie le hará ningún daño Está aquí en la sagrada cámara del Senado y dirá to¬da la verdad en nombre de los dioses inmortales. ¡Hable sin miedo!
El soldado inclinó la cabeza, asintiendo.
–Beba un poco de vino –dijo Graco.
El soldado miró uno a uno los rostros de esos hom¬bres impasibles, vestidos de blanco, y observó las bancas de piedra en que estaban sentados como si fueran imáge¬nes grabadas en la piedra, y entonces con mano temblo¬rosa se sirvió una copa de vino hasta que ésta se colmó y se desbordó, y la bebió, lamiéndose los labios.
–¿Qué edad tiene? –preguntó Graco.
–Veinticinco años.
–¿Dónde nació?
–Aquí, en la urbe.
–¿Tiene oficio?
El hombre movió la cabeza.
–Quiero que responda a todas las preguntas. Quiero que diga por lo menos sí o no. Si puede proporcionar más detalles, hágalo.
–No... No tengo otro oficio, excepto la guerra –dijo el soldado.
–¿A qué regimiento pertenecía?
–A la tercera cohorte.
–¿Y durante cuánto tiempo sirvió usted en la tercera cohorte?
–Dos años... y dos meses.
–¿Y antes?
–Estaba en el paro.
–¿Quién era su comandante en la tercera cohorte?
–Silvio Cayo Salvario.
–¿Y su jefe de centuria?
–Mario Graco Alvio.
–Muy bien, Aralo Portho. Ahora deseo que me cuen¬te a mí y a los honorables senadores reunidos aquí exacta¬mente qué ocurrió después que su cohorte y las otro cin¬co cohortes partieron hacia el sur de Capua. Debe decírmelo franca y simplemente. Nada de lo que diga se¬rá usado en contra de usted, y aquí, en esta sagrada cáma¬ra, no sufrirá daño alguno.
El soldado no pudo aún articular coherentemente las palabras, y para Graco, sentado años después durante la agradable mañana primaveral en la terraza de Villa Sa¬laria, los recuerdos del cuadro dramático y penoso evo¬cado por las palabras del soldado eran más nítidos que las palabras mismas. No era un ejército muy satisfecho ni en¬tusiasta el que había marchado hacia el sur, desde Capua, a las órdenes de Varinio Glabro. El tiempo se había vuel¬to excesivamente caluroso para esa época del año, y las co¬hortes de la ciudad, no habituadas a las marchas constan¬tes, sufrieron bastante. Aunque cargaban nueve kilos menos que los que solían cargar los legionarios en sus marchas, tenían además el peso de los cascos y armaduras, el escu¬do, la espada y la lanza. Allí donde los bordes del metal re¬calentado rozaban su piel, les salieron llagas y pronto des¬cubrieron que las suaves y hermosas botas de desfile, que tan orgullosamente llevaban al marchar hacia atrás y ha¬cia delante en las arenas del Circus Maximus, eran mucho menos prácticas en los caminos y en el campo. Quedaron empapados con las lluvias de la tarde y al llegar la noche estaban amargados y malhumorados.
Graco podía imaginárselos muy bien, formando una larga columna, ya fuera de la vía Apia, avanzando afanosa¬mente por un polvoriento sendero, las plumas colgando de sus cascos bronceados, y hasta sus quejas ahogadas ya por el cansancio. Fue más o menos en esas circunstancias cuando capturaron a los cuatro esclavos y los mataron; eran tres hombres y una mujer.
–¿Por qué los mataron? –interrumpió Graco.
–Teníamos la impresión de que cualquier esclavo que se hallara en esa parte del país estaba contra nosotros.
–¿Y si estaban contra ustedes, cómo es que bajaron de las colinas al camino al verlos pasar?
–No lo sé. Fue la segunda cohorte la que lo hizo. Rompieron filas y cogieron a la mujer. Los hombres tra¬taron de protegerla y entonces lancearon a los hombres. Fue cosa de un minuto, y los hombres quedaron muertos. Cuando yo llegué al lugar...
–¿Quiere decir que su regimiento también rompió fi¬las? –preguntó Graco.
–Sí, señor. Todo el ejército. Nos reunimos alrededor... los que pudimos acercarnos allí donde estaban ocurrien¬do las cosas. Ellos le arrancaron las ropas a la mujer y la tendieron completamente desnuda sobre el suelo. Luego, uno tras otro, ellos...
–No hace falta que lo describa detalladamente –inte¬rrumpió Graco. Y luego agregó–: ¿Y los oficiales no inter¬vinieron?
–No, señor.
–¿Quiere decir que permitieron que aquello se hicie¬ra, sin intervenir para nada?
El soldado se quedó un momento sin responder.
–Quiero que me diga la verdad. No quiero que ten¬ga miedo a responder la verdad.
–Los oficiales no intervinieron.
–¿En qué forma fue muerta la mujer?
–Murió de lo que le estaban haciendo –dijo en voz baja el soldado. Luego tuvieron que pedirle nuevamente que hablara más alto, ya que su voz se había desvanecido por entero.
Relató cómo habían acampado esa noche. Dos de las cohortes ni siquiera levantaron sus carpas. La noche era templada y los soldados se acostaron al descubierto. A esa altura fue interrumpido.
–¿Hizo algún intento su comandante por construir un campamento fortificado? ¿Sabe si lo hizo o no?
Era orgullo del ejército romano el que ninguna le¬gión acampara en parte alguna, así fuera por una sola no¬che, sin construir un campamento fortificado, con paliza¬da o murallas de tierra, fosos, pabellones para las armas, organizado cual si fuera un pequeño castillo o ciudad.
–Lo que sé es lo que decían los hombres.
–Cuéntenoslo.
–Decían que Varinio Glabro quería que se hiciera, pero que los comandantes de los regimientos se opusie¬ron. Los hombres aducían que, aunque hubieran estado de acuerdo, no había zapadores entre nosotros, y que ca¬recía del menor sentido común la forma en que habían si¬do planeadas las cosas. Decían... por favor, el noble...
–Cuéntenos lo que decían, sin temor alguno.
–Sí, decían que no había sentido ni significado en la forma en que se había planeado la cosa. Pero los oficia¬les argumentaban que un puñado de esclavos no represen¬taban peligro alguno. Ya estaba anocheciendo y, tal co¬mo yo oí, los oficiales argumentaban que si Varinio Glabro quería que se construyera un campamento fortificado, ¿por qué había esperado a que anocheciera para detener la mar¬cha? Los hombres decían lo mismo. Aquélla había sido la peor marcha de toda la jornada. Primero, por caminos polvorientos, a tal extremo que no podíamos ni respirar por la tierra, y luego bajo la lluvia. Los oficiales estaban bien, decían ellos, en sus caballos, pero nosotros teníamos que caminar. Pero se nos contestaba que teníamos con no-sotros a las carretas que llevaban nuestro equipaje y que mientras dispusiéramos de carretas debíamos cubrir to¬da la distancia que fuera posible.
–¿Dónde se encontraban en ese momento?
–Cerca de las montañas.
Sí, mejor era el cuadro evocado que las palabras lla¬nas de aquel soldado atemorizado y falto de imaginación que estaba prestando testimonio. Y algunas de las escenas aparecían tan nítidas en la mente de Graco que casi podía creer que las había visto con sus propios ojos. El polvorien¬to camino estrechándose hasta convertirse en una mera huella para carretas. Los hermosos campos y praderas de los latifundios dejando paso a los enmarañados bosques y a las solitarias formaciones de rocas volcánicas que bor¬deaban el cráter. Y por sobre todo, la imponente majestad del Vesubio. Las seis cohortes formando una hilera que cu¬bría poco menos de dos kilómetros de camino. Las carre¬tas con los pertrechos dando bandazos en las huellas. Los hombres disgustados y agotados. Y entonces, frente a ellos, se alza una gran cadena de rocas y, a un costado, se ve un pequeño campo abierto con un arroyuelo que lo cruza, ra¬núnculos y mariposas y la hierba suave y la noche que se acerca.
Allí acamparon y Varinio Glabro cedió ante los ofi¬ciales en la cuestión de fortificar el campamento. Eso también podía verlo Graco. Los comandantes de regimien¬tos habrían señalado el hecho de que estaban al frente de bastante más de tres mil soldados romanos, fuertemente armados. ¿Qué posibilidades de ataque había? ¿Qué peli¬gro de ataque podía presentarse? Además, al iniciarse la rebelión, los gladiadores eran tan sólo doscientos o algo así; y muchos de ellos habían sido muertos. Y los hombres estaban muy fatigados. Algunos se habían tendido sobre la hierba y se habían dormido inmediatamente. Unas po¬cas cohortes levantaron tiendas de campaña e intentaron una disciplinada formación de calles al estilo militar. Mu¬chas de las cohortes encendieron fuegos para cocinar, pe¬ro habiendo en las carretas gran provisión de pan, algu¬nos se conformaron con eso. Tal era el cuadro que presentaba el campamento a la sombra de la montaña. Varinio Glabro levantó su carpa en el centro mismo del cam¬pamento y allí plantó su estandarte y el emblema senato¬rial. El pueblo de Capua había preparado grandes canastas con delicados alimentos. Allí se había sentado con sus ofi¬ciales principales y había cenado con ellos, aliviado tal vez por no haber tenido que emprender la pesada tarea de construir fortificaciones. Después de todo, no era la peor campaña que pudiera emprenderse y se ganarían honores y gloria con sólo unos pocos días de marcha en las afueras de la ciudad.
De ese modo, mentalmente, en sus adentros, con esa visión interna que lo elevaba por encima de las bestias y lo diferenciaba de éstas, Graco reflejó y recordó el cuadro que ofrecía el comienzo de lo sucedido. La memoria es la alegría y el pesar de la humanidad. Graco estaba tendi¬do al sol, mirando el vaso de agua mañanera que tenía en sus manos, y escuchando el lejano eco de aquel miserable soldado que había regresado trayendo el bastón de marfil del legado en sus manos. Las imágenes se sucedían. ¿Qué sienten aquellos a quienes aguarda la muerte a corto pla¬zo, pero no lo saben? ¿Varinio Glabro había oído alguna vez el nombre de Espartaco? Probablemente no.
–Recuerdo cómo cayó la noche y el cielo se llenó de estrellas –narró el soldado a los senadores de rostros pe¬trificados.
La sencilla belleza del relato de un necio. Cayó la no¬che y Varinio Glabro y sus oficiales debieron de haberse sentado en su gran tienda a beber vino y a saborear car¬ne de pichones con miel. Habían tenido una interesante conversación esa noche. Allí se hallaba un grupo de jóve-nes caballeros de la más refinada sociedad que el mundo hubiera conocido. ¿De qué podrían haber hablado? En ese momento, cuatro años más tarde, Graco trataba de re¬cordar qué era lo que interesaba en aquel entonces... en el teatro, en las carreras, en el circo. ¿No fue acaso poco después del estreno de la obra Armorum Iudicium de Pacuvio? ¿Y no había cantado Flavio Gallis la parte principal co¬mo nunca se había cantado antes? (¿O era solamente fan¬tasía o imaginación el que se cantara o interpretara un papel como nunca se hubiera hecho antes?) Sí, posible¬mente era eso y probablemente los jóvenes de las cohor¬tes de la ciudad habrían entonado mientras bebían el vino:
Men servasse ut essent qui me perderent?
Con el aumento del volumen de las voces se habría oído el canto más allá del campamento... Sí, probablemen¬te. La memoria era algo fantasiosa. El cansancio debió de haber desaparecido en todo el campamento. Los hom¬bres de las cohortes de la ciudad, tendidos de espaldas, mas-ticando pan y mirando las estrellas, al menos los que no ha¬bían levantado tiendas, debieron de haber sido vencidos por el sueño, tranquilo sueño de tres mil y tantos centenares de soldados de Roma que habían marchado hacia el sur, hasta el monte Vesubio, a enseñarles a los esclavos que los esclavos no deben levantar la mano contra sus amos...
Graco era senator inquaesitor. A él le correspondía hacer las preguntas y entre las respuestas del soldado había tal silencio en la cámara del Senado que podría haberse oído el ruido de las alas de una mosca al volar.
–¿Durmió usted? –preguntó Graco.
–Sí –respondió aquel único y aterrorizado soldado que había vuelto como testigo.
–¿Y qué fue lo que lo despertó?
Aquí el soldado quedó sin habla. Palideció y Graco pensó que iba a desmayarse. Pero no se desmayó y su in¬forme se tornó preciso y claro, pero carente de emoción. Esto es lo que dijo que había ocurrido, tal como él lo vio:
–Me había dormido y de pronto desperté porque alguien gritaba. Por lo menos me pareció que un hombre gritaba, pero cuando desperté comprendí que en el am¬biente se sentía el griterío de muchos hombres. Desperté y me di vuelta de inmediato. Acostumbro a dormir sobre el estómago; por eso me di vuelta. Junto a mí yacía Callio, que tenía solamente un nombre, era un huérfano reco¬gido de las calles, pero era mi mejor amigo. Era mi mano derecha y por eso dormíamos uno al lado del otro, y cuan¬do me di vuelta mi puño tocó algo húmedo, tibio y pega¬joso, y cuando miré vi que era la nuca de Callio, pero la nuca había sido seccionada y Callio no dejaba de gritar. Luego me senté sobre un charco de sangre y yo no sabia si la sangre era mía o no, pero a la luz de la luna, en torno a mí, no había sino muertos, tendidos allí donde habían es¬tado durmiendo, y por todo el campamento corrían esclavos armados con cuchillos afilados como navajas, cuchillos que no paraban en su ir y venir y que centelleaban a la luz lunar y en esa forma nos mataban, a muchos sin siquiera haber despertado. Y cuando un hombre saltaba sobre sus pies, lo mataban también. En algunos lugares se formaron grupos de soldados, pero no lucharon mucho tiempo. Fue la cosa más terrible que yo haya visto en mi vida, y los esclavos no cesaban en su furia homicida. Entonces perdí la cabeza y también comencé a gritar. No tengo reparo en re¬conocerlo. Saqué la espada y me lancé a través del campa¬mento y la hundí en un esclavo y lo maté, según creo, pe¬ro cuando llegué a la orilla de la pradera me di cuenta de que había una sólida línea de lanzas en torno a noso¬tros, y que la mayor parte de quienes blandían las lanzas eran mujeres, pero no se trataba de mujeres como las que yo hubiera visto o soñado, sino seres terribles, salvajes y el cabello les volaba al viento de la noche y sus labios se abrían en un horripilante alarido de odio. De allí prove¬nían parte de los gritos, y hubo un soldado que pasó co¬rriendo junto a mí y se lanzó contra las lanzas, porque no creyó que las mujeres harían uso de ellas, pero lo hicie¬ron y nadie escapó de ese lugar, y cuando los heridos lle¬gaban arrastrándose, también hundían en ellos sus lanzas. Corrí hasta la línea y me clavaron una lanza en el brazo; me la arranqué y corrí de vuelta al campamento y allí caí en¬sangrentado y me quedé tendido en el suelo. En mis oídos tan sólo resonaban aquellos gritos. No sé cuánto tiempo permanecí tumbado allí. No debió de ser por mucho tiem¬po. Me decía a mí mismo que debía incorporarme, combatir y morir, pero esperaba. Entonces los gritos disminuyeron y unas manos me cogieron y me pusieron de pie; les habría atacado con mi espada, pero de un golpe me la sacaron de la mano, que no tenía mucha fuerza para sostenerla debido al dolor de la herida de la lanza. Algunos esclavos me sujetaban y vi que un cuchillo se aprestaba a degollarme y me di cuenta que todo había terminado y yo también moriría. Pero alguien gritó: «¡Esperad!», y el chillo se detuvo. Quedó a poco más de dos centímetros de mi garganta. Entonces avanzó un esclavo, también empuñando un puñal tracio en su mano, y les dijo: «Esperad. Creo que éste es el único». Allí se quedaron esperando. Mi vida esperaba. Entonces llegó un esclavo pelirrojo y hablaron. Yo era el único. Por eso no me mataron. Yo era el único– to¬dos los demás habían muerto. Me llevaron a través del cam¬po y vi que las cohortes habían sido aniquiladas. Muchos soldados murieron mientras dormían. Nunca despertaron. Me llevaron al pabellón de Varinio Glabro, el legado, pero el legado estaba muerto. Yacía en su diván, muerto. Algu¬nos oficiales de las cohortes se hallaban en la tienda y allí habían sido muertos. Todos muertos. Entonces vendaron la herida de mi brazo y me dejaron allí con algunos escla¬vos para que me vigilaran. El cielo se estaba poniendo gris y en el aire se sentía la inminencia del amanecer. Pero to¬das las cohortes habían sido aniquiladas.
Todo esto lo había dicho sin emoción, en forma di¬recta, narrándolo como algo informal, pero al mismo tiem¬po sus ojos se contraían sin cesar y nunca miró a la fila de senadores sentados con sus rostros de piedra.
–¿Cómo sabe que todos estaban muertos? –pregun¬tó Graco.
–Me tuvieron en la tienda hasta que amaneció. Los extremos de la tienda habían sido enrollados y se podía ver todo el vivac. Los gritos habían cesado, pero aún los oía dentro de mí. Pude mirar a mi alrededor y allí donde miraba había muertos sobre el suelo. En el aire se olían la sangre y la muerte. Muchas de las mujeres que formaban el círculo de lanzas ya no estaban allí. Se habían ido a alguna parte. Pero en medio del olor a sangre pude sentir el olor de carne asándose. Es posible que las mujeres estuvieran cociendo carne para el desayuno. Me sentí enfermo con sólo pensar que hubiera gente capaz de comer en esos momentos. Vomité. Los esclavos me arrastraron fuera de la tienda hasta que terminé de vomitar. Estaba aclarando. Vi a grupos de esclavos moviéndose por el campamento. Estaban despojando a los muertos. En diversos lugares extendían las tiendas en el suelo. Pude ver las man¬chas blancas en el suelo a través de todo el campamento. Tomaban todos los objetos que los soldados llevaban enci¬ma: armaduras, ropas y botas, y los amontonaban sobre las carpas extendidas. En el arroyo lavaban las espadas, las lan¬zas y las armaduras. El arroyo corría cerca de la gran tien¬da y adquirió un color a herrumbre, debido a las ensan¬grentadas armas y armaduras que allí se estaban lavando. Después tomaron nuestros potes de grasa y, una vez que secaron los objetos metálicos, los engrasaron. Una de las tiendas estaba extendida a pocos pasos de la gran tienda. En ella apilaron las espadas, miles de espadas...
–¿Cuántos esclavos había? –preguntó Graco.
–Setecientos, ochocientos... Es posible que mil. No sé. Trabajaban en grupos de a diez. Trabajaban muy duro. Al¬gunos tomaron las carretas que habían transportado nues¬tros pertrechos y las cargaron con los objetos que habían arrebatado a los muertos, y se las llevaron. Mientras traba¬jaban, algunas mujeres regresaron trayendo canastas con carne asada. Los grupos interrumpían su trabajo de uno en uno para ir a comer. Y se comían también nuestras ra¬ciones de pan.
–¿Qué hicieron con los muertos?
–Nada. Los dejaron allí donde estaban. Andaban por el lugar como si los muertos no estuvieran allí, una vez que los habían despojado de lo que tenían. Había muertos en todas partes. El suelo estaba cubierto de cadáveres y la tierra estaba manchada de sangre. El sol se hallaba en alto. Fue lo peor que hubiera visto en mi vida. Un grupo de esclavos estaba parado a un costado del campamento observando lo que se hacía. Había seis en el grupo. Uno de ellos era un negro, un africano. Eran gladiadores.
–¿Cómo sabes que lo eran?
–Cuando fueron al pabellón donde yo me encontra¬ba, pude ver que eran gladiadores. Tenían el cabello cor¬tado al rape y los cuerpos cubiertos de cicatrices. No es di¬fícil distinguir a un gladiador. A uno le faltaba una oreja Otro era pelirrojo. Pero el líder del grupo era un tracio. Tenía la nariz quebrada y ojos negros y miraba sin mover¬se y sin pestañear...
Entre los senadores se había producido un cambio que fue casi imperceptible, pero indudablemente se había producido. Escuchaban de otro modo; escuchaban con odio e intensa atención. Graco recordaba muy bien aquel momento, pues fue entonces cuando Espartaco cobró vi¬da surgiendo de la nada para estremecer el mundo entero. Otros hombres tienen raíces, un pasado, un comienzo, un lugar, una tierra, un país... pero Espartaco no tenía nada de eso. Había nacido de los labios del soldado que sobre¬vivió y cuya supervivencia había sido determinada por Es¬partaco con el fin, con el propósito, de que regresara al Senado a decir que era un hombre de tales o cuales carac¬terísticas. No era un coloso, ni un salvaje, ni un ser terri-ble, sino simplemente un esclavo; pero había algo en el que el soldado vio y que debía ser contado.
–... y su rostro me hizo recordar a las ovejas. Vestía tú¬nica y un pesado cinturón de bronce y altas botas, pero no llevaba ni armadura ni casco. Tenía un puñal en el cinto y nada más. La túnica estaba salpicada de sangre. Su rostro es uno de esos que no se olvidan. Hizo que le temiera. A los otros ya no les tenia miedo, pero a él si.
El soldado podría haberles contado que había visto la cara en sueños, que había despertado bañado en sudor frío y había visto aquel rostro plano y bronceado, con la nariz quebrada y los ojos negros, pero ésos no eran detalles informativos dignos de ser presentados ante el Senado. El Senado no estaba interesado en sus sueños.
–¿Cómo sabe que es tracio?
–Por su acento. Hablaba mal el latín, y he oído ha¬blar a muchos tracios. Otro de ellos era tracio también y los demás posiblemente fueran griegos. Ellos se limitaron a mirarme, apenas si me miraron. Esto me hizo sentirme como si estuviera muerto, al igual que los demás. Me mi-raron y pasaron a la otra sección de la gran tienda. Los ca¬dáveres habían sido sacados de la tienda y arrojados afue¬ra, junto con los otros cadáveres. Pero primero habían despojado a Varinio Glabro, hasta dejar su cadáver desnu¬do, y su armadura y todo cuanto tenía fue apilado sobre su diván. También encima del diván se hallaba su bastón de legado. Los esclavos volvieron y se reunieron en torno al diván mirando la armadura y las pertenencias del repre-sentante del Senado. Cogieron la espada y la examina¬ron y la hicieron pasar de mano en mano. Tenía una vai¬na de marfil tallado. La observaron y luego volvieron a arrojarla sobre el diván. Entonces examinaron el bastón, el hombre de la nariz quebrada –se llama Espartaco– se volvió hacia mí y levantando el bastón me preguntó: «Romano, ¿sabes lo que es esto?» «Es el brazo del noble Senado» le respondí. Pero ellos no lo sabían. Tuve que explicárselo. Espartaco y el galo pelirrojo se sentaron en el diván. Los otros permanecieron de pie. Espartaco puso las mejillas en las manos, sus codos sobre las rodillas y tuvo sus ojos fijos en mí. Era como si lo mordieran con la mirada. Después, cuando hube terminado de hablar, nada dijeron y Espartaco continuó mirándome y sentía cómo me corría el sudor por todo el cuerpo Pensé que iban a matarme. Entonces me dijo su nombre «Mi nombre es Espartaco –declaró–. Recuerda mi nombre romano.» Y entonces volvieron a mirarme. Y Espartaco preguntó: «¿Por qué matasteis a los tres esclavos, ayer, roma¬no? Los esclavos no os hicieron daño alguno. Fueron a ver pasar a los soldados. ¿Las mujeres romanas son tan virtuo¬sas que toda una legión debe violar a una pobre mujer esclava? ¿Por qué hicisteis eso, romanos?» Yo traté de ex¬plicarle qué era lo que había ocurrido. Le dije que habían sido los soldados de la segunda cohorte quienes habían violado a la esclava y luego habían matado a los esclavos. Le dije que yo pertenecía a la tercera cohorte y que nada tenía que ver con ello y que no había violado a la mujer. No sé cómo se enteraron, porque no pareció que hubiera nadie en los alrededores cuando fueron muertos los tres esclavos. Pero ellos sabían todo lo que habíamos hecho. Sabían cuándo habíamos salido de Capua. Todo se lo leía en sus negros ojos, que nunca pestañeaban. Nunca levan¬tó la voz. Me hablaba en la forma en que se habla a los niños, pero no me engañó hablándome de ese modo. Era un criminal. Eso se le veía en los ojos. Estaba en los ojos de todos ellos. Todos eran asesinos. Conozco gladiadores como éstos. Los gladiadores se convierten en asesinos. Na¬die que no fuera gladiador podría haber matado en la for¬ma en que mataron aquella noche. Sé de gladiadores que..–Graco lo interrumpió. El soldado estaba bajo el he¬chizo de sus propias palabras, como si se hallara en tran¬ce, y Graco le dijo con aspereza:
–Nosotros no estamos interesados en lo que sabe, soldado. Estamos interesados en lo que ocurrió entre usted y los esclavos.
–Ocurrió lo siguiente –comenzó diciendo el soldado – y de pronto se detuvo. Volvió en sí y miró de uno en uno los rostros de los integrantes del noble Senado de la poderosa Roma. Se estremeció y prosiguió–: Entonces esperé que me dijeran qué era lo que iban a hacer conmigo. Espartaco, sentado allí, tenía el bastón en sus manos. Deslizaba los dedos a todo lo largo de él y de pronto me lo arrojó a mí. Al principio no adiviné lo que quería de¬cir o lo que deseaba. «Cógelo, soldado –dijo–. Cógelo, ro¬mano. Cógelo.» Yo lo cogí. «Ahora eres el brazo del no-ble Senado», dijo. No parecía enfadado. Nunca levantaba la voz. Estaba simplemente dejando constancia de un he¬cho... quiero decir que para él era un hecho. Eso era lo que quería. Yo no podía hacer nada. En otras circunstan¬cias, yo hubiera preferido morir antes que tocar el sagra-do bastón. No lo hubiera tocado por nada del mundo. Soy romano. Soy ciudadano...
–No se le castigará por eso –le dijo Graco–: Continúe.
–«Ahora eres el brazo del noble Senado», volvió a de¬cir Espartaco. «El noble Senado tiene un largo brazo, y ahora su extremo está en ti.» De modo que cogí el bas¬tón y lo sostuve mientras él continuaba sentado sin despe¬gar sus ojos de mí, y entonces me preguntó: «¿Eres un ciu¬dadano, romano?». Le dije que yo era ciudadano. Inclinó a cabeza y sonrió un poco. «Ahora eres legado –dijo–. Te daré un mensaje. Transmítelo al Senado. Palabra por Palabra... Llévaselo a ellos tal como yo te lo doy a ti.»
Entonces se detuvo. Paró de hablar y el Senado esperó. Graco también esperó. No quería preguntarle cuál era el mensaje de un esclavo. Pero tenía que ser dicho.
Espartaco había salido de la nada, pero ahora estaba medio de la cámara del Senado, y Graco lo vio entonces como hubo de verlo muchas veces después, aunque nunca conociera la carne y los huesos y la sangre que constituían a Espartaco.
Y finalmente Graco le dijo al soldado que hablara:
–No puedo.
–El Senado le ordena hablar.
–Eran las palabras de un esclavo, que se me seque la lengua...
–Basta con eso –declaró Graco–. Díganos lo que ese esclavo le dijo que nos dijera.
De manera que el soldado transmitió las palabras de Espartaco. Esto fue lo que Espartaco le dijo, al menos tan aproximadamente como Graco podía recordarlo años más tarde, recuerdos que, al tenerlos, le traían la visión de có¬mo debió de haber estado el praetorium, la gran tienda de un comandante romano con sus alegres franjas azules y amarillas, erigido en el centro de ese campamento sem¬brado de muertos desnudos, con el esclavo Espartaco sen¬tado en el diván del representante del Senado, su estado mayor de gladiadores rodeándolo, y frente a él el aterro¬rizado y herido soldado romano, el único sobreviviente, sujeto por dos esclavos y sujetando a su vez el delicado bas¬toncillo del poder, el bastón de legado, el brazo del Se¬nado:
–«Vuelve al Senado», dijo Espartaco, «y entrégales el bastón de marfil. Te hago a ti legado. Vuelve y diles lo que has visto aquí. Diles que ellos enviaron contra nosotros sus cohortes y que nosotros las hemos destruido. Diles que so¬mos esclavos, lo que ellos llaman el instrumentum vocale. La herramienta con voz. Cuéntales lo que nuestras voces dicen. Decimos que el mundo está harto de ellos, harto de vuestro corrompido Senado y de vuestra corrompida Roma. El mundo está harto de la riqueza y el esplendor que vosotros habéis succionado de nuestra carne y de nuestros huesos. El mundo está harto de la canción del látigo. Ésa es la única canción que conocen los romanos. Pero nosotros no queremos oír más esa canción. Al principio, todos los hombres eran iguales y vivían en paz y compartían lo tenían. Pero ahora hay dos clases de hombres: los amos, los esclavos. Pero hay más de los nuestros que de los vues¬tros, muchos más. Y somos más fuertes que vosotros, me¬jores que vosotros. Todo lo que es bueno en el género hu¬mano nos pertenece. Cuidamos a nuestras mujeres y ellas permanecen a nuestro lado y nosotros combatimos junto a ellas, pero vosotros convertís en prostitutas a vuestras mu¬jeres, y a las nuestras, en ganado. Nosotros lloramos cuan¬do nos son arrebatados nuestros hijos y los ocultamos en¬tre las ovejas, con el fin de poder tenerlos un poco más con nosotros; pero vosotros criáis a vuestros hijos como si fue¬ran ganado. Vosotros tenéis hijos con nuestras mujeres y los vendéis al mejor postor en el mercado de esclavos. Vo¬sotros convertís a los hombres en perros y los enviáis al cir¬co a que se despedacen para vuestro placer, y vuestras no¬bles damas romanas presencian cómo se matan entre ellos mientras acarician perros en la falda y los alimentan con deliciosas golosinas. ¡Qué detestable pandilla sois vosotros y qué infecta mugre habéis hecho de la vida! Os habéis bur¬lado de los sueños acariciados por el hombre, del trabajo de la mano del hombre y del sudor de la frente del hombre. Vuestros propios ciudadanos viven ociosos y se pasan los días en el circo y en la arena. Habéis desvirtuado la vida del hombre, despojándola de todo su valor. Vosotros matáis por matar, y vuestra más fina distracción es ver correr sangre. Vosotros ponéis a trabajar en las minas a pequeñas criaturas y las hacéis trabajar hasta morir. Y habéis edificado vuestra grandeza robándole al mundo entero. Bueno, eso ha terminado. Dile al Senado que todo eso ha terminado. Ésta es la voz de la herramienta. Dile a tu Senado que envíe sus ejércitos contra nosotros y que los destruiremos como hemos destruido éste, y que nos armaremos con las mismas armas que vosotros enviéis contra nosotros. El mundo entero oirá la voz de la herramien¬ta; y a los esclavos del mundo les gritaremos: ¡levantaos y romped vuestras cadenas! Avanzaremos por Italia y allí don¬de vayamos los esclavos se nos unirán, y entonces llegará el día en que marcharemos sobre vuestra ciudad eterna. Y entonces ya no será eterna. Dile eso a tu Senado. Diles que se lo haremos saber cuando vayamos. Y entonces de¬rribaremos las murallas de Roma. E iremos al edificio don¬de se reúne vuestro Senado y los sacaremos de sus altos y poderosos sitiales y los despojaremos de sus ropajes, de ma¬nera que queden desnudos y sean juzgados en las mismas condiciones en que siempre se nos juzgó a nosotros. Pero los juzgaremos imparcialmente y les daremos una comple¬ta medida de la justicia. Cada crimen que hayan cometido les será incriminado y tendrán que rendir cuenta de todo. Diles eso, de modo que tengan tiempo de prepararse y de examinarse a sí mismos. Se los llamará a prestar declara-ción y nosotros tenemos recuerdos muy antiguos. Enton¬ces, cuando se haya hecho justicia, construiremos ciuda¬des mejores, limpias, ciudades sin muros, donde la humanidad pueda vivir unida, en paz y felizmente. Ese es todo nuestro mensaje para tu Senado. Transmíteselo. Di¬les que proviene de un esclavo llamado Espartaco...»
Así fue como lo contó el soldado, o en forma parecida. Hacía tanto tiempo, pensó Graco, y así fue como lo oyó el Senado, con los rostros como piedra. Pero fue hace mucho tiempo. Fue hace muchísimo tiempo y casi todo ya ha sido olvidado y las palabras de Espartaco, que no fueron escritas, no existen en ninguna parte salvo en el recuerdo de algunos hombres. Esas palabras fueron tachadas aun de los archivos del Senado. Y estuvo bien hecho. ¡Claro que sí! Tan bien hecho como fue el destruir los monumentos que los esclavos habían levantado y que fueron reducidos a polvo. Craso comprendía eso, aunque Craso era algo loco. Un hombre debe ser un poco loco para ser un gran general. Salvo que se tratara de Espartaco, ya que Espartaco fue un gran general. ¿Fue también el un loco? ¿Eran aquéllas las palabras de un loco? ¿Cómo fue enton¬ces que un loco resistió durante cuatro años el poder de Roma, aniquilando uno tras otro los ejércitos de Roma y haciendo de Italia la fosa común de sus legiones? ¿Cómo fue posible, entonces? Dicen que está muerto, pero otros dicen que vive. ¿Es su imagen viviente la que avanza ha¬cia Graco, de proporciones gigantescas, mas con todo la misma, la nariz quebrada, los ojos negros, los apretados ri¬zos pegados al cuero cabelludo? ¿Es que los muertos caminan?

VII

–Mirad al viejo Graco –dijo Antonio Cayo al observar la forma en que tenía caída hacia delante la cabeza aquel vie¬jo político, si bien mantenía aún en su mano la copa de agua perfumada de manera tan equilibrada que no se ha¬bía derramado una sola gota.
–¡No os riáis de él! –exclamó Julia.
–¿Quién se ríe de Graco? Nadie, mi querida Julia –ma¬nifestó Cicerón–. Toda mi vida trataré de tener esa digni¬dad.
«Y siempre te quedarás corto», pensó Helena.
Graco despertó, pestañeando.
–¿Estaba durmiendo? –Era típico de él dirigirse a Ju¬lia–. Querida, te ruego que me perdones. Estaba soñando despierto.
–¿Sobre cosas buenas?
–Sobre cosas pasadas. No creo que al hombre se le bendijera al otorgársele la memoria. Más bien parece una maldición. Tengo demasiados recuerdos.
–No más que el prójimo –intervino Craso–. Todos te¬nemos recuerdos igualmente desagradables.
–¿Y nunca placenteros? –preguntó Claudia.
–Mi recuerdo de ti, querida –dijo Graco estentórea¬mente–, será como la luz del sol hasta que muera. Permí¬tele a un anciano decir eso.
–También se lo permitiría a un joven –dijo riendo Antonio Cayo. Craso nos estaba contando, mientras dormíais.
–¿Es que no hemos de hablar de otra cosa que de Es¬partaco? –exclamó Julia–. ¿No hay otro tema que no sea política y guerras? Detesto esas conversaciones...
–Julia –interrumpió Antonio Cayo.
Ella se detuvo, tragó saliva, y luego lo miró. Él le ha¬blaba como quien se dirige a un niño difícil.
–Julia, Craso es nuestro huésped. Para los presentes es agradable oírle contar cosas que en otra forma no po¬dríamos conocer. Creo que a ti también te resultaría agra¬dable, Julia, si escucharas.
Ella apretó los labios y sus ojos enrojecieron y se vol¬vieron acuosos. Inclinó la cabeza, pero Craso fue amable al disculparse:
–A mí me aburre tanto como a ti, Julia querida. Per¬dóname.
–Creo que a Julia le agradará escuchar, ¿verdad Julia? –dijo Antonio Cayo–. ¿No es así, Julia?
–Sí –murmuró ella–. Continúa por favor, Craso. –No, no, de ninguna manera... –Fue una tontería y estuvo muy mal –dijo Julia como repitiendo una lección–. Continúa, por favor.
Graco intervino en lo que se estaba transformando en una situación sumamente desagradable. Hizo que el centro de interés se desplazara de Julia a Craso diciéndole al general:
–Estoy seguro de que puedo imaginar la tesis del general. Nos estaba diciendo que los esclavos ganaron sus batallas porque no tenían miramientos para con la vida humana. Sus hordas cayeron sobre nosotros y nos arrollaron. ¿Estoy en lo justo, Craso?
–Difícilmente podría estar más equivocado –dijo He¬lena riendo.
Graco permitió que lo dejaran en entredicho y has¬ta se mostró tolerante con Cicerón cuando éste dijo:
–Siempre sospeché, Graco, que a cualquiera cuya pro¬paganda fuera tan buena como la suya había que creerle necesariamente.
–En parte –dijo Graco en tono conciliador–. Roma es grande porque Roma existe. Espartaco es despreciable porque Espartaco no es más que esos símbolos de castigo. Ése es el factor que uno debe considerar. ¿No está de acuer¬do conmigo, Craso?
El general asintió con la cabeza.
–Pero –dijo Cicerón– Espartaco ganó cinco grandes batallas. No esas batallas en que hizo retroceder a las le¬giones, ni siquiera aquellas en que las puso en fuga. Me re¬fiero a las cinco veces en que las derrotó y las barrió de la faz de la tierra y se apoderó de sus armas. Craso inten¬taba convencernos de que Espartaco no era un brillante maestro de la táctica, sino más bien un afortunado (o des¬dichado, según como se miren las cosas) líder de un de¬terminado grupo de hombres. Eran imbatibles porque no se podían permitir el lujo de la derrota. ¿No es eso lo que usted quería señalar, Craso?
–Hasta cierto punto –admitió el general. Sonrió a Julia–. Permíteme ilustrarlo con un relato que te gustará más, Julia. Algo de guerra, algo de política y algo sobre Varinia. Ella era la mujer de Espartaco, como vosotros sabéis.
–Lo sé –dijo suavemente Julia. Y miró a Graco con ali¬vio y agradecimiento.
«Lo sé –pensó Graco–. Lo sé, mi querida Julia. Am¬bos somos un poco patéticos y un poco ridículos, y la di¬ferencia principal reside en que yo soy hombre y tú eres mujer. Tú no puedes volverte pretenciosa. Pero esencial¬mente somos iguales, con la misma hueca tragedia en nues-tras vidas. Ambos estamos enamorados de fantasmas, por¬que nunca aprendimos cómo amar o ser amados por seres humanos.»
–Siempre pensé –dijo Claudia bastante inesperada¬mente– que alguien la inventó.
–¿Por qué, querida?
–No existen tales mujeres –respondió Claudia con ro¬tundidad.
–¿No? Bueno, es posible. Es difícil decir qué es ver¬dad y qué no lo es. He leído sobre una acción en la que yo mismo tomé parte y lo que leí tenía muy poco que ver con la realidad. Así son las cosas. Yo no certifico la verdad de esto, pero tengo muchas razones para creerlo. Sí, me pa¬rece que yo lo creo.
Había un extraño tono en la voz de Craso, y Helena, mirándolo detenidamente, comprendió repentinamente cuan guapo era. Sentado allí en la terraza al sol mañane¬ro, su fino y firme rostro traía reminiscencias del legenda¬rio pasado de la joven República. Pero, por alguna razón, el pensamiento no era agradable y la muchacha miró de soslayo a su hermano. Cayo tenía la vista clavada en el ge¬neral en una especie de rapto de adoración. Los otros no lo advirtieron. Craso atraía la atención de todos; su voz ba¬ja, sincera, los mantenía en suspenso, incluido a Cicerón, que lo miraba con renovada atención. Y Graco advirtió nuevamente lo que antes había despertado su interés: la forma en que Craso podía evocar lo pasional sin apasionar¬se en lo más mínimo.
–Tan sólo unas palabras en general, a manera de pró¬logo –comenzó diciendo Craso–. Cuando asumí el man¬do, la guerra se había venido librando desde hacía varios años, como ustedes saben. Siempre es tarea delicada ha¬cerse cargo de una causa perdida, y cuando la guerra es para someter a esclavos, muy escasa es la gloria que se con¬quista con la victoria e inenarrable la vergüenza que acom¬paña a la derrota. Cicerón tiene bastante razón. Cinco ejér-citos habían sido derrotados por Espartaco, derrotados por completo. Hizo una inclinación de cabeza a Graco. Vuestra propaganda es tentadora, pero tenéis que admitir que yo debía hacer frente a la situación tal cual era.
–Por supuesto.
–Me encontré con que no había tales hordas de es¬clavos. Nunca hubo un momento en que no los superá¬ramos en número, si es que hemos de decir toda la verdad. Así fue al comienzo y así fue al final. Si Espartaco hubie¬ra tenido en algún momento a su mando los trescientos mil hombres que se suponía estaba dirigiendo, entonces no estaríamos sentados aquí hoy en esta agradable maña¬na, en la más hermosa residencia de Italia. Espartaco ha¬bría tomado Roma y el mundo entero también. Otros pue¬den dudarlo. Pero yo combatí contra Espartaco suficientes veces como para no dudarlo. Lo sé. La verdad es que la mayor parte de los esclavos que hay en Italia nunca se unió a Espartaco. ¿Creéis vosotros que, si hubieran tenido su temple, nosotros estaríamos sentados aquí, en una casa de campo en que los esclavos nos superan en una proporción de cien a uno? Por supuesto que muchos se les unieron, pero él nunca llegó a tener bajo su mando a más de cua¬renta y cinco mil combatientes, y eso sucedió tan sólo cuan-do se hallaba en el apogeo de su poderío. Nunca dispuso de caballería, como ocurrió con Aníbal, y, sin embargo, es¬tuvo mucho más cerca de poner a Roma de rodillas que lo que estuvo jamás Aníbal, a una Roma tan poderosa que podría haber aplastado a Aníbal en una sola batalla.
No, solamente los mejores, los más indómitos, los más de¬sesperados, se unieron a Espartaco.
»Esto fue algo que tuve que descubrirlo personalmen¬te. Yo me sentía avergonzado de Roma cuando compren¬dí el estado de pánico y de alucinación que habían crea¬do los esclavos. Yo quería conocer la verdad. Quería saber con precisión contra qué estaba luchando; qué clase de hombres, qué tipo de ejército. Quería saber por qué las mejores tropas del mundo, que habían luchado valiente¬mente y arrasado a sus oponentes, desde los germanos has¬ta los hispánicos y los judíos, habían de arrojar los escudos y huir a la sola vista de los esclavos. En ese entonces yo ha¬bía fijado mi campamento en la Galia Cisalpina, un cam¬pamento que haría que Espartaco lo pensara dos veces an¬tes de atacarlo, y entré en materia. Tengo pocas virtudes, pero una de ellas es la de ser concienzudo, y debo haber interrogado a cientos de personas y leído millares de do¬cumentos. Entre las personas con que me entrevisté esta¬ba Baciato, el lanista, y también estaba un grupo de oficia¬les y soldados que habían luchado contra Espartaco. Y este relato me lo narró uno de ellos. Y yo lo creo.
–Si la historia es tan larga como la introducción –hi¬zo notar Antonio Cayo–, almorzaremos aquí.
Los esclavos ya habían comenzado a servir melón y uvas egipcias y un ligero vino matutino. En la terraza ha¬bía un ambiente fresco y agradable, y aun los que se pro¬ponían continuar viaje ese día no tenían prisa en mover¬se.
–Es más larga aún. Pero a un hombre rico hay que es¬cucharlo...
–Continúe –dijo Graco ceñudo. –Es lo que pienso hacer. Este relato es para Julia. Con su permiso, Julia.
Ella inclinó la cabeza y Graco pensó: «No es un hom¬bre carente de perspicacia. No obstante, ¿adonde demo¬nios quiere llegar?».
–Esto sucedió cuando Espartaco derrotó por segun¬da vez a un ejército romano. La primera vez, es decir, lo que sucedió con las cohortes de la ciudad, me imagino que mi amigo Graco lo recuerda muy bien... y todos nosotros, por supuesto –dijo Craso con un tono malévolo en la voz–. Después de eso el Senado envió a Publio contra él. Toda una legión, y una muy buena, creo. Fue la tercera... ¿No es así, Graco?
–El ser concienzudo es virtud suya, no mía.
–Creo que estoy en lo cierto. Y si no me equivoco, acompañaron a la legión algunas fuerzas de caballería de la ciudad... En total, unos siete mil hombres. Julia –conti¬nuó–, por favor créame que nada hay de particularmen¬te misterioso en la guerra. Hace falta más cerebro para ga¬nar dinero o tejer una pieza de hilo que el que se requiere para ser un buen general. Mucha de la gente que se de¬dica a la guerra es poco inteligente... por razones obvias. Espartaco era bastante inteligente. Comprendió algunas sencillas reglas de la guerra, y comprendió dónde estaban la fuerza y la debilidad de las armas romanas. Muy pocos lo hicieron. Aníbal lo hizo, pero han sido muy pocos. Nues¬tro estimado contemporáneo Pompeyo no lo comprende, me temo.
–¿Y nosotros tenemos que escuchar esos sublimes se¬cretos? –preguntó Cicerón.
–No son ni sublimes ni tienen nada particularmente secreto. Los repito para Julia. Parecen ser cosa imposible para que la comprenda un hombre. La primera regla es no dividir nunca las fuerzas, salvo que sea necesario para sobrevivir. La segunda regla es atacar, si es que uno va a luchar, y si no conviene atacar, eludir la lucha. La tercera regla es elegir el tiempo y el lugar de la batalla y nunca de¬jar que eso lo haga el enemigo. La cuarta regla consiste en evitar el envolvimiento a toda costa. Y la regla final es ata¬car y destruir al enemigo allí donde es más débil.
–Una especie de abecé –comentó Cicerón– que pue¬de encontrarse en cualquier manual militar, Craso. Care¬ce de profundidad, si es que puedo decirlo así. Es dema¬siado sencillo.
–Tal vez. Pero nada que sea tan sencillo carece de pro¬fundidad, se lo aseguro.
–Y para que no quede nada sin aclarar –dijo Graco–, ¿cuáles son la fuerza y la debilidad de las armas romanas?
–Algo igualmente sencillo, y Cicerón, estoy seguro, volverá a estar en desacuerdo conmigo.
–Soy un atento estudiante a los pies de un gran gene¬ral –dijo Cicerón con ligereza.
Craso sacudió la cabeza.
–No, de ninguna manera. Hay dos tareas para las cua¬les los hombres están convencidos de que tienen talento, sin que para ello haga falta ni preparación ni estudios. Es¬cribir un libro y dirigir un ejército. Y con buenas razones, ya que un número tan asombroso de idiotas hacen ambas cosas. Me refiero a mí mismo, por supuesto –agregó con apabullante franqueza.
–Eso es muy ingenioso –dijo Helena.
Craso asintió con la cabeza mirando a la joven. Le preocupaban las mujeres pero no estaba realmente intere¬sado en ellas; en todo caso, ésa era la opinión de Helena.
–En lo que a nuestro propio ejército se refiere –con¬tinuó Craso–, su fuerza y su debilidad pueden ser resumi¬das en una palabra: disciplina. Tenemos el ejército más dis¬ciplinado del mundo; posiblemente el único ejército disciplinado. Una buena legión somete sus tropas a ejer-cicios diarios durante cinco horas, los siete días de la sema¬na. Los ejercicios proporcionan una serie de ventajas pa¬ra el momento de combatir, pero no pueden proporcionarlo todo. La disciplina es, en cierta medida, mecánica, y cuan¬do se produce una contingencia nueva, la disciplina es so¬metida a prueba. También tenemos un excelente ejército de ataque y sus armas son armas de ataque. Por ese motivo las legiones levantan campamentos fortificados allí donde deben pasar una noche. El talón de Aquiles de las legiones es el ataque nocturno. La primera táctica de los ejércitos romanos es nuestra elección del campo de batalla. Pero ése fue un lujo que raramente nos permitió Espartaco. Y Publio, cuando fue al sur con la tercera legión, quebrantó to¬das estas extremadamente sencillas propuestas. Y es muy comprensible. Por Espartaco no sentía sino desprecio.
Las dos hijas de Antonio Cayo se unieron al grupo de la terraza. Llegaron corriendo, coloradas por los juegos, la risa y la excitación, y encontraron refugio en los brazos de Julia a tiempo para oír solamente las últimas palabras de Craso.
–¿Usted conoció a Espartaco? –preguntó la mayor–. ¿Usted lo vio?
–Nunca lo vi –dijo Craso, sonriendo–. Pero lo respe¬taba, querida. –Graco mondaba gravemente una manza¬na y observaba a Craso con los ojos entrecerrados. Craso no le gustaba, y reflexionaba que nunca había conocido a un militar que le inspirara afecto alguno. Levantó en alto la piel de la manzana, toda en una larga pieza, y las chicas aplaudieron felices. Fueron a cogerla, pero él insistió en que primero expresaran un deseo.
–Después envolved la piel en torno al deseo. La man¬zana contiene toda la sabiduría.
–Y ocasionalmente un gusano –subrayó Julia–. Ésta era una historia sobre Varinia, Craso.
–En este momento nos encontramos con ella. Me li¬mito a señalar los antecedentes. En ese tiempo, Espartaco se hallaba todavía en la región del Vesubio. Y Publio, de¬mostrando cuan necio era, dividió sus tropas en tres par¬tes, cada una integrada por algo más de dos mil hombres, e intentó sorprender al enemigo en aquel dificultoso terre¬no mientras buscaba a Espartaco. En tres encuentros sepa¬rados Espartaco barrió sus ejércitos de la faz de la tierra. Cada vez hizo lo mismo: los sorprendió en un estrecho des¬filadero, donde no podían desplegarse los manípulos, y los destruyó. No obstante, en una de esas oportunidades, toda una cohorte de caballería y la mayor parte de una cohorte de infantería lograron abrirse paso, llevando los jinetes a los soldados de infantería colgados de las colas de los caba¬llos y corriendo éstos a fuerza de látigo. Si comprendéis la forma de luchar de los esclavos, sabréis que no se permi¬ten nada que se parezca a una distracción. Se concentran en lo que tienen entre manos. Que es lo que hicieron, y los ochocientos o novecientos hombres de infantería y caba-llería retrocedieron por los bosques, se perdieron y fueron a parar al campamento de los esclavos donde estaban las mujeres y los niños. Digo campamento, pero era algo más que una pequeña aldea. En torno tenía un foso, un muro de tierra y en lo alto una empalizada. Con Espartaco de¬ben de haber estado bastantes desertores de las legiones, porque aquello había sido construido en la forma en que nosotros fijamos un campamento, y los cobertizos interio¬res estaban tendidos en calles regulares. Bueno, las puer¬tas estaban abiertas y había afuera un grupo de niños ju¬gando y algunas mujeres cuidándolos. Vosotros debéis comprender que, cuando los soldados han sido derrotados y han huido, también desaparece el control que se ejerce normalmente sobre ellos. No quiero juzgar aquí a quienes matan esclavos, sean éstos niños, mujeres u hombres. Te¬nemos razones de sobra para odiar esa porquería, y aque¬llos soldados estaban llenos de odio. Cayeron sobre el lu¬gar y los de caballería lancearon a los niños de la misma forma en que se ensartan ratas. En el primer ataque ma¬taron también a algunas mujeres, pero las otras respondie¬ron al ataque y entonces las demás mujeres salieron del campamento, armadas con cuchillos, espadas y lanzas. No sé qué se proponían los soldados, si es que los movía algo más que el odio y la venganza. Debieron de haber mata¬do a algunas de las mujeres y violado a las otras. Debéis recordar que por aquel entonces había gran encono con¬tra los esclavos en todas partes. Antes de Espartaco, si un hombre mataba a una de sus propias esclavas, no podía sa¬lir a la calle y mantener la cabeza en alto. Esto era conside-rado, en mayor o menor medida, como un acto degradan¬te, y si podía probarse que el dueño de la esclava había procedido sin razón, era susceptible de ser severamente multado. Esa ley fue modificada hace tres años, ¿no es así, Graco?
–Así es –repuso Graco desabridamente–. Pero conti¬núe con su historia. Era sobre Varinia.
–¿Ah, sí? –Graso parecía haberlo olvidado por un ins¬tante. Julia estaba mirando más allá de él, hacia el césped.
–Marchaos –dijo ella a las niñas–. Marchaos y jugad.
–¿Quiere decirnos que las mujeres lucharon contra los soldados? –preguntó Claudia, interesada en el tema.
–Así fue –respondió Craso asintiendo con la cabeza–. A la entrada del campamento se libró una terrible batalla. Sí, las mujeres lucharon contra los soldados. Y los solda¬dos se volvieron locos y olvidaron que estaban luchando contra mujeres. La batalla duró casi una hora, creo. Tal co¬mo me lo contaron, las mujeres eran dirigidas por una ru¬bia aguerrida que se supone era Varinia. Estaba en todas partes. Sus ropas estaban hechas jirones, y luchó desnu¬da con una lanza. Era como una furia...
–No creo nada de eso –interrumpió Graco.
–No hace falta que lo crea si no quiere –dijo Craso, comprendiendo que su relato había fracasado lamentable¬mente.
–¿Por qué era para mí?–inquirió Julia.
Mirándolo fijamente, Helena dijo:
–Por favor, termine la historia, sea verdadera o no. Tiene un final, ¿verdad?
–Un final corriente. Todas las batallas tienen esen¬cialmente el mismo fin. Uno los derrota a ellos o ellos lo derrotan a uno. Esta vez perdimos. Volvieron algunos es¬clavos y entre ellos y las mujeres dieron cuenta de todos, salvo un puñado de soldados de caballería que pudieron escapar. Ellos informaron de lo ocurrido.
–¿Pero a Varinia no la mataron?
–Si aquélla era Varinia, ciertamente no la mataron. Vuelve a aparecer una y otra vez.
–¿Y ahora vive? –preguntó Claudia.
–¿Está viva ahora? –repitió Craso–. No tiene impor¬tancia, ¿verdad?
Graco se puso de pie, echó hacia atrás la toga, con gesto característico, y salió. Hubo un instante de silencio, y entonces Cicerón preguntó:
–¿Qué es lo que está masticando el viejo?
–Sólo Dios lo sabe.
–¿Por qué dice que no tiene importancia si Varinia vive o no? –quiso saber Helena.
–El asunto ha terminado, ¿verdad? –dijo Craso de manera inexpresiva–. Espartaco ha muerto. Varinia es una esclava. El mercado de Roma está abarrotado de esa mer¬cancía. Varinia y diez mil más... –Y su voz de pronto reso¬nó plena de ira.
Antonio Cayo se disculpó y salió en busca de Graco. Le molestaba que dos hombres como Graco y Craso, uni¬dos como estaban políticamente, se hubieran enfadado por algo insignificante. Nunca había visto a Graco com¬portarse antes de ese modo. ¿Se trataría de Julia?, se pre¬guntó. No... no con el viejo Graco, no con ese gordo sol¬terón de Graco. Graco podía tener muchos calificativos, pero Antonio Cayo no podía considerarlo sino como un capón en materia de sexo. ¿Y por qué habría de preocu¬parse Craso, que podía tener a cualquier mujer de Ro¬ma, libre o esclava, por la pobre y patética Julia? ¡Dios sa¬be que si cualquiera de ellos deseara a Julia, sería bien recibido por ella, y él le daría su lecho y su mesa junto con ella! Nada le haría más feliz.
Encontró a Graco sentado pensativo en el invernade¬ro. Avanzó hacia su viejo amigo y le dio un suave codazo diciéndole:
–¿Va todo bien, viejo amigo, va todo bien?
–Algún día –respondió Graco–, el mundo resultará demasiado pequeño para Craso y para mí.

SEXTA PARTE
Que relata el viaje a Capua de algunos de los huéspedes
de Villa Salaria, proporciona información acerca de
aquella hermosa ciudad y cuenta cómo los viajeros
fueron testigos de la crucifixión del último
de los gladiadores

I

Ese mismo día, Cicerón y Graco se despidieron y partie¬ron hacia Roma. Craso y el grupo del joven Cayo, a instan¬cias de Antonio, se quedaron otro día en Villa Salaria, ha¬biendo acordado previamente que partirían a primera hora de la mañana con el fin de aprovechar en todo lo posible la luz del día para viajar. Craso ya había sugerido a Cayo que viajaran juntos y tanto Helena como Claudia estaban encantadas al pensar que irían en compañía del famoso general.
Salieron de la casa de campo poco antes de la sali¬da del sol. Las cuatro literas, los diversos sirvientes y por¬tadores de equipaje formaban una considerable colum¬na en el camino, y cuando llegaron a la vía Apia, Craso se hizo escoltar por una guardia de honor de diez legio-narios. Craso había sido invitado a Capua con motivo de las ceremonias con que iba a celebrarse el total aplasta¬miento de la rebelión de los esclavos en el mismo lugar en que ésta había comenzado. Cien gladiadores habían sido elegidos de entre los prisioneros tomados después de la derrota y muerte de Espartaco, y desde hacía sema¬nas se estaban realizando espectáculos en el circo. Los encuentros eran munera sine missione, o sea eliminatorios, en los que sólo podría haber un superviviente. Finalizado el combate de una pareja, el sobreviviente era enfrentado con otro. La danza de la muerte proseguía interminable.
–Creo que a usted le habría agradado presenciarlo –dijo Cayo.
Las cuatro literas eran conducidas una junto a la otra, de modo que los viajeros pudieran hablar entre ellos. Los legionarios desviaban hacia la orilla del camino el tráfico en dirección opuesta, y la gente que veía el número e impor¬tancia de la caravana admitía de inmediato el privilegio que le correspondía de ocupar el lado derecho del camino.
Cayo y Craso iban uno junto al otro, Claudia al lado de Craso y Helena al lado de su hermano. En razón de su edad y debido a los sentimientos que Craso experimen¬taba hacia ellos, había asumido el papel de huésped. Dis¬ponía de esclavos bien adiestrados y así, mientras las lite¬ras avanzaban por la magnífica ruta, se anticipaba a los menores deseos de sus compañeros, ya se tratara de un fra¬gante y helado vino recién llegado de Judea o de suculen¬tas uvas de Egipto o de pulverizar aromas con el fin de per¬fumar el ambiente. Al igual que muchos hombres de gran riqueza, era muy cuidadoso en lo que se refería a lo mate¬rial y a su utilización al servicio de su propia clase social. En ese momento actuaba como huésped, compañero y guía. En respuesta a la pregunta de Cayo, dijo:
–No. Le sorprenderá, Cayo, pero actualmente casi no me interesan los juegos. Claro, voy de vez en cuando, si se trata de una pareja muy buena y muy especial. Pero me te¬mo que estos juegos me van a aburrir. Pero si hubiera sa¬bido que usted quería verlos...
–No tiene importancia.
–Pero en la munera habrá un sobreviviente –comen¬tó Claudia.
–Puede no ser así, ya que ambos corren el riesgo de resultar malheridos. Y lo más probable es que, si sobrevive alguno, sea crucificado como símbolo en las puertas de la ciudad. Hay siete puertas, como sabéis vosotros, y cuan¬do se erigieron los símbolos de castigo, se comenzó con siete cruces, una frente a cada puerta. Quienquiera que sobreviva irá, sencillamente, a reemplazar un cadáver en la puerta Apia. ¿Estuvo usted alguna vez en Capua? –pre¬guntó a Claudia.
–No. Nunca.
–Entonces tendrá mucho para deleitarse. ¡Es una ciu¬dad tan hermosa! A veces pienso que es la más hermosa del mundo. Y en un día despejado está el espectáculo glo¬rioso de la bahía vista desde las murallas, y, a la distancia, la cumbre blanca del Vesubio. No conozco nada que se le asemeje. Tengo allí una pequeña villa y me agradaría enormemente que fuerais mis huéspedes.
Cayo le explicó que su tío abuelo, un tal Flaviano, los esperaba y que difícilmente podrían alterar sus planes a esa altura.
–De todos modos, podremos encontrarnos. Los prime¬ros días van a ser un aburrimiento, pero cuando hayan ter¬minado las recepciones oficiales y los discursos y lo demás, podríamos pasar unas horas en la bahía navegando (ése es el rey de los deportes, como ustedes saben) y tal vez hacer una merienda campestre y, por descontado, ir una tarde a ver a los unguentarii. No hay posibilidad de separar a Ca¬pua de sus perfumes, y yo tengo intereses en una fábrica de aquí y conozco algo sobre la ciencia de los perfumes. Sea cual fuere el perfume que deseéis –les dijo generosamente–será para mí un placer obsequiarlo a cada uno de vosotros.
–Es usted muy amable –dijo Helena.
–Digamos que me cuesta muy poco ser amable y que me recompensa generosamente. De todos modos, me en¬canta Capua y siempre me he sentido orgulloso de ella. Es una ciudad muy antigua. Como sabéis, según la leyenda, hace mil años los etruscos construyeron doce ciudades en esta parte de Italia, y se las llamaba las doce joyas del do¬rado collar. Una de ellas se denominaba Volturnum y se supone que sea la Capua de nuestros días. Por supuesto que se trata solamente de una leyenda, y los samnitas, que la tomaron de los etruscos hace unos trescientos cincuen¬ta años, la reconstruyeron en su mayor parte, y cuando no¬sotros se la tomamos a ellos, construimos nuevas murallas y trazamos calles nuevas en toda su superficie. Es una ciu¬dad mucho más agradable que Roma.
Así transitaron por la vía Apia. A los símbolos de cas¬tigo les prestaban ya muy poca atención. Cuando soplaba el viento y llegaba hasta ellos el olor de la carne en des¬composición, una pulverización de perfume suavizaba el aire. Pero, en general, casi ni miraron las cruces. Aparte del tráfico normal de la ruta, no hubo incidencias de im¬portancia. Pasaron dos noches en casas de campo, y una noche en una cómoda taberna situada a la vera del cami¬no. Y, por fin, en relajadas etapas, llegaron a Capua.

II

Capua estaba de gala, en la cúspide de su fama, su gloria y su prosperidad, limpia ya de las manchas de la rebelión de los esclavos. Sobre las murallas de la ciudad flameaban mil doscientas banderas. Las siete puertas de la ciudad es¬taban abiertas de par en par, pues había paz en la tierra y nada la turbaba. Las noticias de su llegada se les habían anticipado y un grupo de dignatarios de la ciudad les es¬peraba para darles la bienvenida. La banda cívica de cien¬to diez instrumentos, entre bronces, pífanos y tambores, lanzó al viento su estruendo y las cohortes de la ciudad, ataviadas con lujosas armaduras de plata, les dieron escol¬ta por la vía Apia. Las muchachas se emocionaron mucho y hasta Cayo, que simulaba indiferencia, se sintió conmo¬vido por la poco común y pintoresca bienvenida que com¬partían con su famoso acompañante. Una vez dentro de la ciudad, se separaron de Craso y fueron a casa de sus pa-rientes; pero pocas horas más tarde les llegó una invitación del general, en que pedía a Cayo, a su hermana, a la ami¬ga de ésta y a sus familiares que asistieran en calidad de in¬vitados suyos al banquete oficial que iba a celebrarse esa misma noche. Cayo se sintió muy orgulloso por la atención que les dispensaba el general, y durante el prolongado y tedioso banquete Craso no perdió ocasión de hacer un aparte para tener con ellos todo género de atenciones.
Cayo, Claudia y Helena apenas si probaron unos pocos de los cincuenta y cinco platos servidos como prueba de dis¬tinción y homenaje hacia el general. Capua seguía fiel a la remota tradición etrusca de preparar con gran habilidad platos con insectos, pero Cayo no podía hacerse a la idea de saborearlos, ni aun disueltos en miel o presentados en delicados pasteles con langosta picada. Uno de los nú¬meros de la velada fue un baile creado especialmente en honor a Craso. Tenía como tema la violación de una don¬cella romana por parte de unos esclavos sedientos de san¬gre, y la representación, que se prolongó durante una ho¬ra, se realizó con extraordinario realismo. Cuando finalmente los esclavos recibían la muerte, desde el te¬cho de la gran cámara comenzó a caer, como copos de nie¬ve, una lluvia de pétalos de flores blancas.
Helena advirtió que a medida que pasaba la noche y los centenares de invitados al banquete se embriagaban des¬medidamente, Craso bebía cada vez menos. Apenas si pro¬baba el vino y ni siquiera saboreó el famoso aguardiente de ciruelas, por el que tan célebre era Capua, y que destilaban allí con tanta pericia como la que empleaban para fabricar sus perfumes, famosos en todo el mundo romano. Era una extraña combinación de austeridad y sensualidad. A menu¬do ambos se miraban el uno al otro a esas alturas de la no¬che, y ambas cualidades aparecían en sus ojos. Cayo y Clau¬dia, por otra parte, estaban bastante borrachos.
Ya era muy tarde cuando terminó el banquete, pero Helena sentía un extraño e imperioso deseo de ver la es¬cuela de Léntulo Baciato, el lugar mismo en que había co¬menzado la rebelión de los esclavos, y preguntó a Craso si quería llevarles allí y ser su guía y mentor. Era una glo-riosa noche, fresca y balsámica, plena con el perfume de los capullos primaverales que florecían por doquier en la ciudad. Comenzaba a levantarse en el cielo una enorme luna amarilla, a cuya luz esa noche no habría dificultad pa¬ra encontrar el camino.
En la plaza del foro había una multitud en torno al general y, además, se planteaba la cuestión diplomática de separar a las dos muchachas de la familia de Helena, pero ésta insistió en que Cayo actuara como acompañante de ellas. Tan ebrio estaba que aceptó de inmediato. Se puso de pie tambaleando levemente y miró a Craso con ojos de adoración. El general arregló los detalles oficiales y poco después los cuatro se hallaban instalados en las literas en dirección a la puerta Apia. Los guardias apostados a la en¬trada saludaron al general y éste estuvo un momento bro¬meando con ellos, entre quienes distribuyó un puñado de monedas de plata. También les pidió que lo orientaran.
–¿Así que usted nunca estuvo allí? –preguntó Hele¬na.
–No. Nunca he estado en ese lugar.
–¡Es muy extraño! –hizo notar Helena–. Me parece que si yo fuera usted habría querido verlo, al menos por la forma en que se entrelazan en ese lugar su vida y la vi¬da de Espartaco.
–Mi vida y la muerte de Espartaco –comentó Craso con calma.
–El lugar no es gran cosa ahora –les dijo el capitán de la guardia–. El viejo lanista hizo allí una tremenda in¬versión y todo parecía encaminado a que se hiciera mi¬llonario. Pero después de la rebelión pareció como si la mala suerte le pisara los talones, y cuando uno de sus es¬clavos lo mató, el sitio quedó clausurado, en litigio. Y no ha vuelto a abrirse desde entonces. Las otras grandes es¬cuelas de gladiadores se mudaron dentro de la ciudad. Dos de ellas ocuparon casas de vecindad.
Claudia bostezó. Cayo dormía en su litera.
–En cuanto a la historia del levantamiento, en la que escribió Flacio Monaaia –prosiguió alegremente el capitán–se dice que la escuela de Baciato estaba ubicada en el cen¬tro de la ciudad. Ahora llevamos allí a los visitantes. Pero créanme, mi palabra no tiene importancia frente a la pala¬bra del historiador. La escuela de Baciato es fácil de encon¬trar. Sigan ese sendero al costado del arroyo. Con esta lu¬na se ve tan claro como si fuera de día. Es imposible que no encuentren el circo. El palco de madera lo corona.
Mientras hablaban, pasó por la puerta un grupo de esclavos con espadas y picos. También llevaban una esca¬lera y una canasta de mimbre. Fueron hasta donde se le¬vantaba el gran crucifijo, el primero y más simbólico de los símbolos de castigo, la primera de las seis mil cruces que señalaban la ruta hacia Roma. Al colocar la escalera junto a la cruz, una bandada de cuervos revoloteó graznando.
–Pero ¿qué están haciendo? –preguntó de pronto Claudia.
–Están matando a un perro para que podamos poner a otro perro en su lugar –respondió despreocupadamen¬te el capitán de la guardia–. Por la mañana el supervivien¬te de la munera sine missione recibirá los honores a que tie¬ne derecho. Allí morirá el último de los esclavos que estuvo con Espartaco.
Claudia se estremeció.
–Me parece que no tengo deseos de ir con vosotros –le dijo a Craso.
–Si quiere volver a casa, puede hacerlo... ¿Puede or¬denar que la acompañen dos de sus hombres? –preguntó al capitán.
Cayo, que roncaba confortablemente, permaneció con ellos. Helena deseaba caminar y Craso asintió y dejó la litera para hacerle compañía. Las literas iban delante, y el gran financiero y general y la joven las siguieron a la luz de la luna. Cuando pasaron frente al crucifijo, los es¬clavos estaban bajando los restos deshechos, picoteados por los pájaros, ennegrecidos por el sol, del hombre que había muerto allí. Otros esclavos cavaban en la base de la cruz y metían cuñas para ajustaría y mantenerla firme. –¿No hay nada que le desagrade? –preguntó Craso a Helena.
–¿Por qué habría de desagradarme una cosa así? Craso se encogió de hombros.
–No lo he dicho en tono de crítica, como se imagina¬rá. Me parece que es digno de admiración.
–¿El que una mujer no se comporte como mujer?
–Yo acepto el mundo en que vivimos –respondió Craso sin comprometerse– No conozco otro mundo. ¿Y usted?
Helena movió la cabeza sin hablar y siguieron cami¬nando. No había mucha distancia hasta la escuela, y el pai¬saje, hermoso de día, se convertía a la luz de la luna en un mundo verdaderamente irreal. En ese momento vieron frente a ellos los muros del circo. Craso indicó a los lecticiarios que podían dejar allí las literas y permanecer jun¬to a ellas hasta que regresaran. Luego prosiguió caminan¬do junto a Helena.
Vacío, el lugar resultaba pequeño y sórdido. Gran par¬te de la verja de hierro que circundaba el campo de ejer¬cicios, había sido robada. Las construcciones de madera estaban ya en mal estado y media pared del circo se ha¬bía desmoronado. Craso y Helena fueron hasta la pista de arena y desde allí miraron el palco. El lugar parecía re¬ducido y estaba lleno de maleza, pero la arena relucía como plata bajo la luz lunar.
–Oí a mi hermano hablar de esto –dijo Helena–, pe¬ro lo describía de tal forma que ahora me resulta insigni¬ficante.
Craso intentó relacionar los campos de la muerte, las sangrientas batallas y las interminables y agotadoras cam¬pañas con aquella pequeña escuela destartalada, pero no pudo. Para él nada significaba ni nada le inspiraba.
–Quiero subir al palco –dijo Helena.
–Por supuesto. Pero tenga cuidado. La madera pue¬de estar podrida.
Subieron hasta el palco que había sido el orgullo y la felicidad de Baciato. El toldo a rayas colgaba hecho jiro¬nes y de entre los restos de los viejos almohadones escapa¬ron algunas ratas. Helena se sentó en uno de los divanes y Craso lo hizo a su lado. Entonces Helena dijo:
–¿No siente usted nada hacia mí?
–Pienso que usted es una joven dama muy hermosa e inteligente –respondió Craso.
–Y yo, gran general –dijo ella en voz baja–, pienso que usted es un cerdo.
Él se inclinó hacia ella y ella le escupió en pleno ros¬tro. Pese a la tenue luz, pudo ver ella cómo se le encen¬dían de ira los ojos.
Éste era el general; ésta era la pasión que nunca se ha¬bía manifestado en palabras. Él la golpeó y el golpe la arro¬jó fuera del diván y la hizo caer sobre la podrida empaliza¬da, que se desmoronó bajo su peso. Allí estaba ella, tendida a medias sobre el borde del palco, con la pista de arena seis metros abajo de ella, pero pudo rehacerse y volver a su lugar, y el general no hizo el menor movimiento. Inmediatamente se lanzó sobre él cual si fuera una gata salvaje, arañandolo y mordiéndolo, pero él la sujetó por ambas muñecas y la mantuvo a distancia, mientras con una fría sonrisa le dijo:
–La realidad es diferente, querida. Lo sé.
Una vez hubo pasado el acceso de ira y de furia, He¬lena se echó a llorar. Lloraba como una niña malcriada, y, mientras ella lloraba, él le hizo el amor. Ni se resistió ni se alegró, y cuando él hubo terminado aquel acto carente de pasión o urgencia, le preguntó a ella: –¿Era eso lo que querías, querida? Ella no respondió, sino que ordenó sus ropas y su ca¬bello, limpió las manchas de lápiz labial que cubrían su rostro e hizo desaparecer las sombras de tinte de los ojos que se habían deslizado por las mejillas. Salió delante de él en dirección a las literas y se introdujo silenciosamen¬te en la suya. Craso prefirió caminar; los lecticiarios volvie¬ron por el sendero a Capua, y Cayo aún dormía. La noche casi había terminado y la luna estaba perdiendo su radian¬te luminosidad. Una nueva luz asomó sobre la tierra y de pronto una nube gris iba a unir la luz lunar con la clari¬dad del día. Craso, por algún motivo, sintió una renovada vibración de vida y pujanza. Se apoderó de él un sentimien¬to raramente experimentado, una sensación de vitalidad y fortaleza en tal medida que casi le hacía creer las viejas leyendas según las cuales algunos escasos elegidos de la humanidad son engendrados en mujeres mortales por los dioses. Pensó si no sería posible que él fuera uno de aque¬llos seres. Bastaba con considerar la forma en que había sido favorecido. ¿Por qué, entonces, no habría de ser uno de tales semidioses?
La litera de Craso avanzaba paralela a la litera de He¬lena, y ésta lo miró de forma extraña y preguntó:
–¿Qué es lo que usted quiso expresar antes cuando me dijo que la realidad era diferente? ¿Acaso yo no soy real? ¿Por qué dijo una cosa tan terrible? –¿Fue tan terrible?
–Usted sabe lo terrible que fue. ¿Qué es la realidad?
–Una mujer.
–¿Qué mujer?
Su frente se ensombreció y movió la cabeza. Luchó fuertemente por retener su sensación de esplendor y lo lo¬gró en gran parte. Al llegar a la puerta Apia, dejó su litera y se dirigió al capitán de la guardia, luchando aún por se¬guir considerándose como un elegido de los dioses. Y con bastante sequedad le dijo al capitán:
–¡Envíe rápidamente un destacamento que la acom¬pañe hasta su casa!
El capitán obedeció y Helena fue llevada a la ciudad sin siquiera recibir las buenas noches. Craso se quedó ca¬vilando en la profunda obscuridad de la puerta. El capitán y las tropas de guardia lo observaban con curiosidad. En¬tonces Craso preguntó: –¿Qué hora es?
–La última hora casi ha pasado. ¿No se siente fatiga¬do, señor?
–No, no estoy fatigado –dijo Craso–. No siento fatiga alguna, capitán. –Y dulcificando algo la voz, agregó–: No hace mucho tiempo, yo montaba guardias cómo esta.
–Las noches son muy largas –admitió el capitán–, pe¬ro dentro de media hora el lugar se verá de manera muy diferente. Comenzarán a llegar los vendedores de verdu¬ras, los lecheros con sus vacas, los transportistas, los pesca¬dores y todos los demás. Ésta es una puerta muy transita-da. Y hoy por la mañana van a poner al gladiador allí. –Y con la cabeza señaló la cruz, que emergía vaga y gris, a me¬dias visible en la penumbra del amanecer.
–¿Habrá mucha gente? –preguntó Craso.
–Bueno, señor, no tanta como al comienzo, pero la habrá a medida que transcurra el día. Tengo que admitir que hay una fascinación peculiar en observar cómo se cru¬cifica a un hombre. A mediodía las puertas y los muros de los alrededores estarán cubiertos de gente. Pensará usted que habiéndolo visto una vez, basta, pero parece que no es así.
–¿De quién se trata?
–Eso no podría decirlo. Un gladiador, simplemen¬te. Uno muy bueno, supongo, y casi siento lástima por el pobre diablo.
–Guárdese su compasión, capitán –le dijo Craso.
–No quise decir eso, señor. Me refería a que uno siem¬pre siente algo así por el último de un munera.
–Si le interesan las probabilidades matemáticas, ese munera comenzó hace mucho tiempo. Y alguno tenía que ser el último hombre.
–Me imagino que sí.
La última hora había pasado. Con la luz del día co¬menzó la hora primera. La luna había empalidecido y el cielo adquirió un color de leche sucia. La niebla matutina lo cubría todo, excepto allí donde se extendía hacia el nor¬te la obscura línea de la gran ruta. Contra la creciente lumi¬nosidad del cielo se destacaba rígida y desvaída la forma de la cruz, y, hacia el este, un leve resplandor rosáceo anun¬ciaba la salida del sol. Craso estaba satisfecho de haber de¬cidido no dormir. Su estado de ánimo era adecuado al amargo dulzor del comienzo del amanecer. El alba es siem¬pre una mezcla de pena y deleite.
Un niño de unos once años llegó al paso, llevando una jarra en sus manos. El capitán apostado en la puerta lo saludó y tomó la jarra.
–Es mi hijo –explicó a Craso–. Todas las mañanas me trae vino caliente. ¿Quisiera usted saludarlo, señor? Para él eso tendrá enorme significado. Después lo recordará. Su nombre gentil es Lichto y su nombre propio, Mario. Sé que es un atrevimiento de mi parte pedirlo, señor, pero significará tanto para él y para mí.
–Salud, Mario Lichto –dijo Craso.
–Yo lo conozco –le dijo el niño–. Usted es el general. Ayer lo vi. ¿Dónde está su pectoral de oro?
–Era de bronce, no de oro, y me lo quité porque es muy incómodo.
–Cuando yo tenga uno, no me lo quitaré nunca.
«Así vive Roma y así vivirán eternamente las glorias y las tradiciones de Roma», pensó Craso. La escena, en cierto sentido, lo emocionó mucho. El capitán le ofreció la jarra.
–¿Quiere usted beber, señor?
Craso movió la cabeza. A la distancia se oyó el redo¬ble de tambores y el capitán entregó la jarra al niño e im¬partió órdenes a la guardia de la puerta. Los soldados for¬maron en línea junto a las puertas abiertas de par en par, con los escudos apoyados en tierra a su lado y las pesadas lanzas esgrimidas hacia delante en presentación de armas. La posición era incómoda y difícil y Craso se sintió mo¬lesto, ya que sospechaba que de no haber estado allí no se habrían esmerado en efectuar aquel despliegue de armas. El redoble de los tambores se hizo más intenso y por una amplia avenida que se extendía de la puerta al foro apare¬cieron las primeras filas de una banda militar. El sol na¬ciente iluminaba ya la parte superior de los edificios más elevados y casi al mismo tiempo aparecieron algunas per¬sonas en las calles. Avanzaban hacia la puerta y en direc¬ción al sonido de la música marcial.
La banda estaba formada por seis tambores y cua¬tro pífanos; luego venían seis soldados, y, tras ellos, el gla¬diador, desnudo y con los brazos fuertemente atados a la espalda; luego, una docena más de soldados. Era un des¬pliegue considerable para tan sólo un hombre, y éste no tenía el aspecto de ser ni muy peligroso ni muy fuerte. Mas luego, cuando estuvo más cerca, Craso cambió de opinión: era peligroso, sin duda... Hombres así son peligrosos. Se les ve en el rostro. En su cara no había nada de esa abier¬ta cordialidad y franqueza que se advierte en el rostro de un romano.
Tenía rostro de halcón, nariz combada, la piel fuer¬temente estirada sobre sus salientes pómulos, labios finos, y los ojos verdes e impregnados de odio como los de un gato. Su rostro rezumaba odio, pero odio inexpresivo, co¬mo el odio de un animal, y el rostro era una máscara. No era demasiado alto, pero sus músculos parecían estar cons¬tituidos de cuero y tralla. Tenía sólo dos heridas recien¬tes en el cuerpo, una en lo alto del pecho y otra en el flan¬co, pero ninguna de las dos era muy profunda y la sangre se había coagulado sobre ellas. No obstante, bajo las he¬ridas y cubriéndole todo el cuerpo había un verdadero ta¬piz de cicatrices. En una de las manos le faltaba un dedo y le habían cortado una oreja al ras.
Cuando el oficial que dirigía el destacamento vio a Craso, levantó el brazo para hacer que sus hombres hi¬cieran alto y luego avanzó y saludó al general. Evidente¬mente, era totalmente consciente de cuan significativo era ese momento.
–Jamás soñé que tendría el honor y el privilegio de verlo aquí, señor –dijo.
–Es un accidente afortunado –asintió Craso.
Tampoco él pudo escapar a la ajustada yuxtaposición de su persona y la del último representante del ejército de los esclavos.
–¿Lo va a poner ahora en la cruz?
–Ésas eran mis instrucciones.
–¿Quién es? Me refiero al gladiador. Es evidente que se trata de un viejo conocido de la arena del circo. Tiene marcas de espada en todas las partes del cuerpo. ¿Sabe us¬ted quién es?
–Es muy poco lo que sabemos. Era oficial y coman¬daba una cohorte o tal vez algo más que eso. Además, pa¬rece ser judío. Baciato tenía varios judíos, que algunas ve¬ces son mejores que los tracios en el manejo de la sica. En realidad, Baciato presentó una denuncia referente a un judío llamado David que, juntamente con Espartaco, fue uno de los dirigentes iniciales de la insurrección. Puede que sea éste, aunque puede que no. Jamás quiso hablar desde que se lo trajo aquí para participar en el munera. Peleó muy bien... Juro que nunca vi un trabajo igual con la daga. Peleó en cuatro parejas y ahí lo tiene, con sólo dos cortes en el cuerpo. Yo vi a tres de las parejas, y jamás presencié nada mejor con la daga. Al final supo que iría a parar a la cruz, pero siguió luchando como si la vic¬toria fuera a ser sellada con la libertad. No puedo com¬prenderlo.
–No... Bueno, la vida es un asunto extraño, joven.
–Sí, señor. Estoy de acuerdo con eso.
–Si éste es el judío David –dijo Craso pensativo–, en¬tonces existe una justicia irónica, después de todo. ¿Pue¬do hablar con él?
–Por supuesto... por supuesto... No creo, sin embar¬go, que logre satisfacción alguna de parte de él. Es hos¬co, un bruto silencioso.
–Creo que lo intentaré.
Fueron hasta donde estaba el gladiador, rodeado ya por la creciente multitud que los soldados debían conte¬ner. Con cierta pomposidad el oficial anunció:
–Gladiador, se te honra singularmente. Éste es el pretor, Marco Licinio Craso, y condesciende a dirigirte la palabra.
Cuando se anunció el nombre, la multitud rompió en aclamaciones, pero el esclavo debía de ser sordo en vis¬ta de la reacción que tuvo ante tales palabras. Inmóvil, per¬maneció con la vista clavada hacia delante. Los ojos le bri¬llaban como trozos de piedra verde, pero ningún otro indicio de vida asomó a su rostro.
–Tú me conoces, gladiador–dijo Craso–. ¡Mírame! El gladiador desnudo continuó inmóvil, y el oficial al mando del destacamento avanzó entonces y le cruzó el ros¬tro con una bofetada.
–¿Quién te está dirigiendo la palabra, cerdo? –le gritó. Volvió a pegarle. El gladiador no intentó eludir el gol¬pe, y Craso comprendió que si aquello continuaba, poco iba a conseguir.
–Es suficiente, oficial –dijo Craso–. Déjelo tranquilo y prosiga con lo que tiene que hacer.
–Lo siento muchísimo, señor. Pero no ha hablado. Es posible que no pueda hablar. Ni sus propios compañeros lo oyeron hablar nunca.
–No tiene importancia –dijo Craso. Los observó mientras se dirigían hacia el crucifijo a través de la puerta. Pasaba por ella una corriente inin¬terrumpida de gente, que se instalaba a lo largo del ca¬mino, desde donde podía observarse sin obstáculo al¬guno todo el procedimiento. Craso marchó cruzando por entre la multitud hasta la base de la cruz, intrigado a su pesar por ver la reacción del esclavo. La reticencia incon¬movible del hombre se había convertido en una especie de desafío, y Craso, que nunca había visto a un hombre –fuere cual fuere su fortaleza– ir a la cruz en silencio, comenzó a imaginar el tipo de reacción que en este caso provocaría.
Los soldados estaban habituados a la tarea de las cru¬cifixiones, y se dedicaron a su trabajo rápida y eficiente¬mente. Pasaron una cuerda por debajo de los brazos del esclavo, que seguía maniatado a la espalda. Tiraron de la cuerda hasta que ambos lados fueron iguales en longitud. La escalera, que los esclavos habían dejado allí la noche anterior, fue apoyada en la parte posterior de la cruz. Los dos extremos de la cuerda fueron lanzados por encima de los brazos de la cruz, y un par de soldados los sujetaron. Luego, con rápida destreza, el gladiador fue levantado ca¬si hasta el brazo horizontal. Otro soldado montó por la es¬calera y sostuvo al gladiador mientras los de abajo tiraban de las cuerdas. Ahora colgaba con los hombros apenas debajo de la intersección de los brazos de madera. El soldado que se hallaba en la escalera saltó sobre la cruz y otro, que por¬taba un martillo y varios clavos largos de hierro, subió por la escalera y se colocó a horcajadas sobre el lado opuesto del brazo horizontal.
Entretanto Craso observaba con interés al gladiador. Aunque el cuerpo desnudo de éste se encogió cuando lo subieron pegado a la rústica madera de la cruz, su rostro continuó impasible, impasibilidad que mantuvo aún ante la dolorosa mordedura de la cuerda. Colgaba inmóvil e iner¬te mientras el primer soldado dio una vuelta de cuerda al¬rededor de su pecho y por debajo de los brazos, para ter¬minar atando la cuerda sobre la barra de la cruz. Entonces la primera cuerda fue lanzada a lo largo y hacia atrás hasta llegar al suelo. A continuación cortaron la cuerda que le sujetaba las manos y cada uno de los soldados levantó uno de sus brazos y lo sujetó con un trozo de cuerda al extremo del brazo de la cruz. El gladiador no dio muestras de dolor hasta después que el segundo soldado le abrió y mantuvo abierta la palma de la mano, colocó en ella un clavo y lo hundió en la madera con un fuerte golpe de martillo. Ni aun entonces dijo palabra ni gritó, pero su rostro hizo una contorsión y el cuerpo se encogió espasmódicamente. Otros tres golpes de martillo hicieron entrar el clavo unos trece centímetros en la madera, y el golpe final torció la cabeza de éste, con el fin de que la mano no pudiera deslizarse ha¬cia afuera. A continuación el mismo proceso se repitió con la otra mano, y nuevamente el gladiador hizo una contor¬sión de dolor y nuevamente su rostro se contrajo a la par que el clavo pasaba por los músculos y tendones de su ma¬no. Pero siguió sin gritar, aunque rodaron lágrimas de sus ojos y la saliva escapó de su boca entreabierta.
La cuerda en torno a su cuerpo fue cortada, de mo¬do que colgaba enteramente de las manos, con el solo so¬porte de la cuerda en torno a cada muñeca para aminorar el peso soportado por los clavos. Los soldados descendie¬ron por la escalera, que fue retirada, y la multitud –cons¬tituida en esos momentos por centenares de personas–aplaudió la habilidad con que se había crucificado a un hombre en apenas unos minutos...
Entonces el gladiador se desmayó.
–Siempre se desmayan –explicó el oficial a Craso–. Es a causa de la conmoción producida por los clavos. Pe¬ro siempre recuperan la conciencia y a veces transcurren veinte o treinta horas antes de que se desvanezcan de nue¬vo. Tuvimos a un galo que permaneció consciente duran¬te cuatro días. Perdió el habla. No podía gritar más, pero continuaba consciente. Nunca hubo nada parecido, pero aun él se desmayó cuando le clavaron los clavos en las ma¬nos. ¡Dios mío, cuánta sed tengo! –Abrió una petaca, be¬bió con ansias y se la ofreció a Craso–: ¿Agua de rosas?
–Gracias –dijo Craso.
De pronto se sintió fatigado y sediento. Bebió cuan¬to quedaba en la petaca. La multitud aumentaba, y seña¬lándola con un movimiento de cabeza, Craso preguntó:
–¿Se quedarán aquí todo el día?
–La mayoría permanecerá tan sólo hasta que recobre el conocimiento. Quieren ver qué es lo que hará entonces. Hacen cosas curiosas. Muchos gritan llamando a su madre. Usted nunca había imaginado que los esclavos hicieran eso, ¿verdad?
Graco se encogió de hombros.
–Tendré que despejar ese camino –prosiguió el ofi¬cial–. Bloquean el tráfico. Usted puede pensar que tienen el suficiente sentido común como para dejar despejada una parte del camino, pero se equivoca; nunca nunca lo hacen. Siempre actúan igual. La multitud no tiene senti¬do alguno. –Y destacó a dos soldados para que despejaran el camino lo suficiente para que pudiera pasar el tráfico.
–Quisiera saber –le dijo a Craso–, quisiera saber si po¬dría formularle una pregunta, señor. Es posible que sea al¬go que a mí no me incumba, pero tengo una enorme cu¬riosidad por saber por qué dijo usted hace un rato que, si éste era el judío David, había de por medio una iróni¬ca justicia. O algo por el estilo...
–¿Yo dije eso? –preguntó Craso–. Francamente no sé qué es lo que quise decir o intenté decir.
Ya se había hecho todo, y la mayor parte del pasado debía permanecer en la más absoluta calma y discreción. Escasa gloria había en vencer a esclavos. Los triunfos y las grandes devociones eran para otros; para él sólo que¬daban pequeñas satisfacciones como la carnicería de los crucifijos. ¡Qué cansado estaba de matanzas, de muer¬tes y de torturas! Pero ¿dónde ir para escapar de aquello?
Cada vez más la sociedad que estaban creando era la de la vida reposando en la muerte. Jamás en toda la historia del mundo la matanza en masa había sido elevada a tal pla¬no de precisión y cantidad. ¿Y dónde iría a parar y en qué terminaría? Recordó entonces un incidente ocurrido po¬co después de que hubiera asumido el mando de las de¬rrotadas y desmoralizadas fuerzas de Roma. Había entre¬gado tres legiones a su amigo y compañero de infancia, Pilico Mummio, hombre que ya había participado en dos importantes campañas, y le había dado instrucciones de hostigar a Espartaco y tratar de separar parte de sus fuer¬zas. En lugar de lograrlo, Mummio cometió el error de caer en una celada, y sus tres legiones, enfrentadas sorpre¬sivamente a los esclavos, emprendieron una huida ciega y fueron presa de un pánico tan vergonzoso como jamás había ocurrido en la historia de los ejércitos romanos. Re¬cordaba el indescriptible vapuleo verbal que había propi¬nado a Mummio; recordaba los insultos que le había di¬rigido y cómo lo había tratado de cobarde. Pero no podía extralimitarse con un hombre como Mummio. Con las le¬giones era distinto. Cinco mil hombres de la séptima le¬gión fueron puestos en fila y de cada diez se separó a uno y se lo ejecutó por cobardía. «Deberías haberme matado a mí», le había dicho Mummio tiempo después.
Lo recordaba ahora perfectamente bien, ya que eran precisamente Mummio y el ex cónsul Marco Servio por la suerte que habían corrido, quienes habían hecho que ani¬dara en él el más profundo odio hacia los esclavos. Recor¬daba un relato al respecto, pero como en todos los relatos provenientes del campo de los esclavos, era difícil separar la verdad de la mentira. Marco Servio era responsable, en cierta medida, de la muerte de un galo de nombre Crixo, uno de los más queridos compañeros de Espartaco, a quien había logrado separar del grueso del ejército, hasta rodearlo, y allí murió con sus tropas. De modo que, mu¬cho tiempo después, cuando Servio y Mummio fueron he¬chos prisioneros por Espartaco y juzgados ante un tribu¬nal de esclavos, se dijo que un judío llamado David había hecho objeciones a la muerte de ambos, o tal vez el judío llamado David había hecho objeciones a la forma en que se les iba a dar muerte. Craso no estaba seguro. Habían muerto luchando como pareja de gladiadores. A aque-llos dos líderes de ejércitos romanos, de mediana edad, se les desnudó, se le entregó un puñal a cada uno y se les condujo a una pista de arena para que se enfrentaran en un combate a muerte. Ésa fue la única vez que Esparta¬co hizo una cosa así, pero Craso no la olvidó ni la perdo¬nó nunca.
Por cierto que nada de eso podía contárselo al ofi¬cial, allí a la sombra del crucifijo.
–Francamente no sé qué es lo que quise decir –dijo Craso–. No tenía importancia.
Estaba fatigado, y decidió regresar a su residencia y dormir.

III

Lo esencial era que a Craso le tenía sin cuidado si, a la luz de tales hechos, la crucifixión del último de los gladiado¬res resultaba ser justa o no. Su sentido de la justicia estaba embotado y también estaba embotada su apreciación de la vindicta. Y la muerte no ofrecía para él novedad alguna. De niño, como ocurría con tantos niños pertenecientes a las «mejores» familias de la República, se le había nutrido con las leyendas del pasado. Así había llegado a creer com¬pleta y absolutamente que Roma supra hominem et factiones est. El estado y la ley servían a todos los hombres, y la ley era justa. No podría haber dicho con exactitud en qué pun¬to dejaba de creer en eso, pero lo cierto es que nunca su descreimiento había llegado a ser total. Íntimamente con¬servaba alguna ilusión, pero quien como él había podido en cierto momento definir tan claramente la justicia, ya no podía hacerlo ahora. Diez años antes había visto cómo los líderes del partido de la oposición habían enviado fría¬mente a la muerte a su padre y a su hermano, y la justicia jamás los vengó. La confusión respecto a qué era justo y qué injusto, aumentaba en él en vez de disminuir, al extre¬mo de que sólo lograba una exposición razonada toman¬do como base la riqueza y el poder. Con toda razón, la jus¬ticia hacía que no se importunara ni a la riqueza ni al poder, y la importancia de los principios éticos afectados desaparecía gradualmente. De modo que cuando tuvo oca¬sión de ver crucificado al último gladiador, no experimen¬tó sensación alguna de satisfacción. En realidad, no sintió nada en absoluto. Sencillamente no se conmovió.
Pero en la mente del gladiador se planteaban cues¬tiones sobre la justicia y la injusticia, y aparecían confun¬didas dentro de la inconsciencia proveniente del dolor, de la conmoción y del agotamiento. Se confundían en los in¬numerables hilos de sus recuerdos. Debieron de haberse desenredado hasta surgir por encima de las olas enceguecedoras y punzantes de la agonía. En algún rincón de su mente se conservaba claro y nítido el recuerdo del inci¬dente a que se había referido Craso.
Para los gladiadores se había tratado de una cues¬tión de justicia, como lo había sido también para Craso, y más adelante, cuando los que más enconadamente odia¬ban a los esclavos, y menos sabían de lo que éstos habían hecho, escribieron la historia de sus hazañas, se dijo que a los romanos que tomaban prisioneros los utilizaban pa¬ra realizar inhumanas orgías en que se los hacía matar¬se los unos a los otros en réplicas de lo que habían sido los combates entre gladiadores. Y así se dio por senta¬do –tal como los amos han dado siempre las cosas por sentadas– que, cuando el poder cae en manos de los opri¬midos, éstos lo usan en la misma forma en que lo usaron sus opresores.
Y aquello persistía en la mente del hombre que col¬gaba de la cruz. Jamás hubo una matanza orgiástica a la manera de los gladiadores. Solamente una vez, en un frío arranque pasional de ira y odio, Espartaco había señalado a dos patricios romanos y había dicho:
–¡Lo que tuvimos que hacer nosotros lo haréis vo¬sotros! ¡Id a la arena con puñales y desnudos para que aprendáis cómo morimos nosotros para edificación de Roma y placer de sus ciudadanos!
El judío, que había estado allí sentado escuchando silenciosamente, tampoco había pronunciado palabra alguna cuando Espartaco se volvió hacia él una vez que se hubieron llevado a los dos romanos. Entre ambos existía un gran lazo de unión, una íntima conexión. El grupo de gladiadores que había escapado de Capua fue reducién¬dose con el pasar de los años, en el curso de muchos com¬bates. Las bajas habían sido especialmente considerables entre ellos y el puñado de los que sobrevivían como líde¬res del enorme ejército de esclavos se había unido estre¬chamente.
Espartaco miró al judío y le preguntó: –¿Tengo razón o estoy equivocado? –Aquello que para ellos es justo nunca es justo para nosotros.
–¡Que combatan!
–Que combatan, si así lo quieres. Que se maten en¬tre ellos. Pero el daño será mayor para nosotros. Será una carcoma que destruirá nuestras entrañas. Tú y yo somos gladiadores. ¿Cuánto tiempo hace que dijimos que borra¬ríamos de la faz de la tierra el recuerdo de los combates de parejas?
–Y lo haremos. Pero esos dos deben pelear...
Tales eran los pequeños recuerdos de un hombre cla¬vado en la cruz. Craso lo había mirado a los ojos y había observado la forma en que lo crucificaban. Un gran círcu¬lo se había cerrado. Craso se fue a casa a dormir, ya que había estado en pie toda la noche y, como era de espe-rarse, estaba fatigado. Y el gladiador colgaba inconsciente de los clavos.

IV

Transcurrió más de una hora antes de que el gladiador vol¬viera en sí. El dolor era como un camino y la conciencia recorrió el camino del dolor. Si sus sentidos y sus sensacio¬nes hubieran sido distendidos como la tensa piel de un tambor, entonces había llegado el momento en que co¬menzaba el redoble de ese tambor. La música era insopor¬table y despertó tan sólo al conocimiento del dolor. Del mundo no veía más que el sufrimiento y el sufrimiento comprendía todo su mundo. Era el último de seis mil camaradas cuyos sufrimientos habían sido iguales al suyo; pe¬ro su dolor era tan enorme que no podía ser compartido ni subdividido. Abrió los ojos, pero el dolor era un pelícu¬la roja que le separaba del mundo. Era cual un gusano, una oruga, una larva, y el capullo estaba tejido en dolor. No despertó de una vez, sino en oleadas. El carro de guerra era el vehículo que mejor conocía, y ahora volvía en sí subido en un carro de guerra que tropezaba y daba tumbos. Era un niño en las colinas de sus país, y los amos, los señores de lejanas tierras, civilizados y pulcros, viajaban a veces en carro, y él corría por los rocosos senderos de la montaña implorando que lo llevaran. Y gritaba: «¿Señor, señor, déjeme conducir el carro?». Ninguno de ellos ha¬blaba su idioma, pero a veces dejaban que él y sus amigos se sentaran en la plataforma trasera. ¡Eran generosos los poderosos! Algunas veces les daban dulces a él y a sus com¬pañeros. Se reían observando la forma en que se aferra¬ban a la plataforma trasera aquellos rapaces con el rostro quemado por el sol y de negros cabellos. Pero muy a me¬nudo solían azotar los caballos y el súbito salto de éstos y la sacudida lanzaba por los aires a los muchachos. Bue¬no, aquellos grandes señores del mundo occidental te¬nían reacciones imprevisibles y las cosas buenas había que tomarlas junto con las malas, pero el caerse de un carro dolía.
Entonces se daba cuenta de que no era un niño co¬rriendo por las colinas de Galilea, sino un hombre que pendía de una cruz. Era consciente de su situación parcial¬mente, por zonas, ya que toda su persona no le pertene¬cía de una vez. Se daba cuenta en sus brazos, donde los nervios eran como cables calentados al rojo y donde la san¬gre ardiente corría de arriba abajo hasta la coyuntura re¬torcida que lo unía a la espalda. Se daba cuenta de ello en su abdomen, donde el estómago y los intestinos se habían convertido en nudos furiosos de dolor y de tensión.
Y la multitud que lo observaba era un conglomerado ondulante, real e irreal. En ese momento su visión no era totalmente normal. No podía fijar la mirada normalmen¬te y la gente que veía se plegaba y desplegaba, como imá¬genes bajo un cristal curvado. Por su parte, los espectado¬res veían que el gladiador volvía en sí y lo observaban atentamente. Si se hubiera tratado de una crucifixión más, el hecho no habría despertado demasiado interés. Las cru-cifixiones eran muy corrientes en Roma. Cuando Roma conquistó Cartago, muchas generaciones antes, adoptó lo mejor de cuanto había conquistado y de ese botín desta¬caban el sistema de propiedad agraria y el castigo de la cru¬cifixión. Había algo en esas cruces de las que pendía un hombre que se apoderó de la fantasía de Roma, y ahora el mundo había olvidado que el origen era cartaginés, ya que se había convertido en un símbolo tan universal de civili-zación. Allí donde llegaban las rutas romanas, allí se alza¬ban las cruces, se instauraba el sistema de propiedad agra¬ria cartaginés, se organizaban combates de parejas, con el enorme desprecio por la vida humana sometida que ello implicaba, y se imponía un incontenible impulso de obte-ner oro de la sangre y el sudor de la humanidad.
Pero hasta las mejores cosas empalagan con el tiem¬po y los mejores vinos hartan cuando se los bebe en de¬masía, y la pasión de un hombre se pierde en la pasión de miles. Una crucifixión más no habría atraído a la mul¬titud, pero se trataba de la muerte de un héroe, de un gran gladiador, de un lugarteniente de Espartaco, de un gladiador de todos los tiempos, de un poderoso gladia¬dor que había sobrevivido a la munera sine missione. Siem¬pre había habido una curiosa contradicción en el papel del gladiador, el esclavo marcado para morir, el títere combatiente, el más despreciable de los despreciables y, al mismo tiempo, el superviviente del sangriento cam¬po de batalla.
De manera que habían salido a ver cómo moría el gla¬diador, a ver cómo recibiría el gran misterio que todos los hombres comparten, y para ver cómo se comportaría cuan¬do le incrustaran los clavos en las manos. Era un extraño ser el que acababa de volver silenciosamente en sí. Habían ido a ver si aquel silencio se rompía, y cuando no se rom¬pió al clavársele los clavos, se quedaron esperando para ver si se rompería cuando volviera a abrir los ojos al mundo.
Y se rompió. Cuando finalmente los vio, cuando las imágenes cesaron de desfilar caóticamente ante sus ojos, lanzó un terrible grito de dolor y de agonía.
Aparentemente nadie comprendió sus palabras. Se discutía respecto a lo que había dicho en aquel estentor afónico. Algunos habían cruzado apuestas sobre si habla¬ba o no, y las apuestas se pagaban o no se pagaban en me¬dio de violentas discusiones sobre si había pronunciado palabras o si se había tratado simplemente de un gemido, o si había hablado en una lengua extranjera. Algunos ase¬guraban que había implorado a los dioses; otros afirma¬ban que había lloriqueado llamando a la madre.
En realidad, nada de eso había ocurrido. En realidad, había gritado:
–Espartaco, Espartaco, ¿por qué fracasamos?

V

Mediante algún procedimiento milagroso se hubiera po¬dido abrir la mente y haber leído el pensamiento de los seis mil hombres que fueron tomados prisioneros cuando la causa de Espartaco se hundió en el polvo de la historia, y se hubiera podido desentrañar este pensamiento en to¬da su desnudez, de modo que resultara posible seguir has¬ta los crucifijos la enmarañada red y la madeja que los había llevado allí; si hubiera sido posible dibujar seis mil mapas de vidas humanas, se habría visto que el pasado de la mayor parte de ellos no difería demasiado. En ese sentido, es posible que sus sufrimientos y su fin no fue¬ran muy diferentes; era un sufrimiento común y se mez¬claba, y si hubiera habido dioses o un Dios en los cielos y sus lágrimas se hubieran convertido en lluvia, seguramen¬te habría llovido durante días y días. Pero en cambio el sol secaba las lágrimas y los pájaros se lanzaban sobre la car¬ne sangrante, y los hombres morían.
Aquél fue el último en morir; era un resumen de to¬dos los otros. Su mente estaba formada por la suma de la vida humana, pero con tal sufrimiento el hombre no pien¬sa, y los recuerdos son como pesadillas, ya que no habrían tenido sentido, salvo el de ser reflejo del dolor. Pero de sus recuerdos puede hacerse un relato y esos recuerdos pue¬den ser refundidos para obtener una pauta, un modelo, un patrón que no sería muy diferente del que se obtuvie¬ra de los otros.
En su vida hubo cuatro épocas. La primera fue una épo¬ca de ausencia de conocimiento. La segunda fue una época de conocimiento y estuvo plena de odio y él se convirtió en un ser que odiaba. La tercera fue una época de esperanza, y el odio desapareció, y él disfrutó de un gran amor y de la amistad de sus compañeros. La cuarta época fue una épo¬ca de desesperación.
En la época de ausencia de conocimiento era tan só¬lo un niño y en torno a él únicamente había felicidad y una permanente radiación de luz. Cuando, colgado en la cruz, su mente buscaba el frescor y trataba de escapar del sufrimiento, encontraba aquel bendito frescor recor-dando su infancia. Las verdes montañas de su infancia eran frescas y hermosas. Las corrientes de la montaña brinca¬ban y centelleaban, y las cabras negras pastaban en las la¬deras de los montes. Manos cuidadosas construían terra¬plenes en las colinas y la cebada adquiría el aspecto de perlas y las uvas parecían rubíes y amatistas. Jugaba en las laderas, chapoteaba en los arroyuelos, y nadaba en el grande y hermoso lago de Galilea. Corría cual un animalito, libre, alocado, pleno de salud, y sus hermanos y sus hermanas y sus amigos formaban una sociedad en la que se sentía libre y seguro y en la que era feliz.
Ya en ese tiempo había oído hablar de Dios, y duran¬te su infancia tenía una imagen clara, certera y bien deli¬neada de Dios. Como procedía de gente de las montañas, esa gente había colocado a su Dios en la cima de un mon¬te en que ningún hombre podía vivir. Estaba en la más alta de las montañas, y allí donde nadie había podido lle¬gar, allí vivía Dios. Sentado allí, solo, estaba Dios. Había so¬lamente un Dios y no más. Dios era un anciano que nunca envejecía y su barba caía sobre su pecho y sus blancas ves¬tiduras ondeaban cual las blancas nubes que de pronto sur¬can el cielo. Era un Dios justo y en ocasiones misericordio¬so, pero era un Dios siempre vengativo; y el niño lo sabía. Ni de día ni de noche el niño se veía libre de los ojos de Dios. Cualquier cosa que hiciera, Dios lo sabía. Cualquier cosa que pensara, Dios lo sabía.
Pertenecía a un pueblo piadoso, extraordinariamen¬te piadoso, y en sus vidas Dios estaba entretejido como está entretejido el hilo en la tela de un manto. Cuando atendían a su grey vestían largos mantos a rayas y cada bor¬la de esos mantos representaba alguna parte del reveren¬te temor que sentían por su Dios. De mañana y por la no¬che, elevaban plegarias a su Dios; cuando se sentaban para comer el pan, rogaban a Dios; cuando bebían un vaso de vino, le daban gracias a Dios; y aun cuando la desgracia caía sobre ellos, bendecían a Dios, de modo que no creye¬ra que estaban resentidos por su desgracia y que, en con¬secuencia, hubieran sucumbido a la arrogancia.
No era sorprendente entonces que aquel muchacho, el niño, que era ahora un hombre que colgaba de una cruz, tuviera plena conciencia del conocimiento y la presencia de Dios. El niño temía a Dios y su Dios era un Dios al que había que temer. Pero ese temor era algo que permanecía en un segundo plano en medio de aquella esplendorosa luz, del frescor de la montaña y de los arroyos de dichas montañas. El niño corría y reía y cantaba canciones y apa-centaba a las cabras y a las ovejas y observaba cómo los mu¬chachos mayores arrojaban el puñal galileo de hoja filo¬sa como navaja, el chabo, que con tanto orgullo llevaban consigo. Él poseía uno, que había tallado en madera, y a menudo lo usaba en simulacros de duelos con sus herma-nos y amigos.
Y, en efecto, se batía singularmente bien; los otros muchachos solían asentir con la cabeza y, a regañadientes, comentaban: «¡Eres igual que un tracio, pequeño, un mo¬no con granos!». Tracio representaba todo cuanto había de malo y también todo cuanto implicara habilidad en el combate. Hacía muchísimo, pero muchísimo tiempo que habían llegado mercenarios a aquellas tierras y hubo mu¬chos años de luchas antes de que se les diera muerte y se los expulsara. A aquellos mercenarios los denominaban «tracios», pero el pequeño nunca había visto a ninguno.
Esperaba con ansias que llegara el día en que pudie¬ra llevar consigo un puñal; entonces verían si era o no tan fiero como un tracio. Y, en efecto, no era muy fiero; era un niño apacible y, en cierta medida, un niño feliz...
Aquélla era la época de ausencia de conocimiento.
En la segunda época de su vida, en la época del co¬nocimiento, dejó de ser un niño y la cálida luz solar que prevalecía hasta entonces dio paso a un viento helado. En esos días se cubrió con un manto de odio, para proteger¬se y defenderse. Ésos eran los tiempos que en forma de punzante dolor cruzaban por su mente, cual rojas oleadas de agonía, mientras pendía de la cruz. Sus pensamientos de ese tiempo eran borrascosos, retorcidos y terribles. Sus recuerdos estaban tan mezclados como las piezas de un enmarañado rompecabezas. Veía la segunda época de su vida en la ondulante masa de gente que lo observaba, en sus rostros, en los sonidos que de ella le llegaban. Una y otra vez, al prolongarse su padecimiento, era arrojado ha¬cia atrás por medio de sus recuerdos a la segunda época de su vida, la época del conocimiento.
En ese tiempo, se dio cuenta de la realidad de las cosas y, al comprenderlo, acabó su infancia. Tuvo conciencia de la existencia de su padre, hombre de rostro moreno, trabajador incansable, que no paraba en su labor de la ma¬ñana hasta la noche; sin embargo, su trabajo jamás era su¬ficiente. Tuvo conciencia de la pena. Su madre murió y ellos la lloraron. Tuvo conciencia de los impuestos, ya que fuera cuanto fuera lo que su padre trabajara, jamás llega¬ba a ser suficiente para llenar sus estómagos, aunque la tierra era tan fecunda como cualquier otra. Y tuvo con¬ciencia del enorme abismo que separaba a los ricos de los pobres.
Los sonidos eran los mismos de antes; la diferencia estribaba en que oía los sonidos y los entendía, siendo que antes los oía sin entenderlos. Ahora, cuando los hombres hablaban, le permitían quedarse a escuchar a cierta dis¬tancia; antes le ordenaban que saliera de la casa y se fue¬ra a jugar.
Además, le habían dado un puñal, pero el puñal no le reportó agrado alguno. Un día recorrió una extensión de ocho kilómetros junto con su padre, a través de las mon¬tañas, y fueron al lugar donde un hombre trabajaba el hie¬rro, y allí permanecieron durante tres largas horas junto a la forja mientras el herrero hacía para él un puñal. Y durante todo ese tiempo su padre y el herrero hablaron sobre las calamidades que habían azotado la tierra y sobre cómo se expoliaba a la pobre gente. Era como si su pa¬dre y el herrero se esforzaran en demostrar que cada uno de ellos había sido más expoliado que el otro.
–Toma este cuchillo –le dijo el herrero–; te cobraré cuatro denarios. De esos cuatro, uno será tomado por el recaudador del Templo cuando venga por su contribución; otro se lo llevará el recaudador de impuestos. Esto me de¬ja dos denarios. Si tengo que hacer otro puñal, deberé pa¬gar dos denarios por el metal. ¿Dónde está el precio de mi trabajo? ¿Dónde está el precio del cuerno que debo comprar para la empuñadura? ¿Dónde está el precio de los alimentos para alimentar a mi familia? Por lo demás, si o cobrara cinco denarios, entonces todo subiría proporcionalmente; entonces ¿quién vendría a comprar un ob¬jeto que podría adquirirse a un precio inferior en cual¬quier otra parte? Dios es mejor contigo. Por lo menos, tú tomas tus alimentos del suelo y siempre puedes llenar tu estómago.
El padre del chico, no obstante, tenía otro argumento.
–Por lo menos, algunas veces, tienes dinero en tus manos. Éste es mi caso: hago madurar mi cebada y la des¬grano. Lleno las canastas y la cebada brilla como un puña¬do de perlas. Damos gracias a Dios, Señor de las Tierras, porque nuestra cebada es tan hermosa y tan sustanciosa. ¿Quién puede tener problemas cuando su almacén está lleno de canastas conteniendo esta magnífica cebada? Pe¬ro entonces llega el recaudador del Templo y se lleva una cuarta parte de la cebada. Luego viene el recaudador de impuestos y se lleva también una cuarta parte para las con¬tribuciones. Le discuto. Le hago ver que apenas hay ceba¬da suficiente para alimentar a los animales durante el in¬vierno. «Entonces cómete a los animales», me dice. Y eso, desgraciadamente, es lo que debemos hacer. De modo que cuando llega el momento en que no hay ni carne ni gra¬nos y los chicos claman por alimentos, nos estrujamos los sesos y pensamos en las liebres y en los pocos ciervos que quedan en la montaña. Pero ésa es carne impura para un judío, a menos que sea bendecida. Salvo que exista una dispensa. Así fue como el invierno pasado enviamos a nues¬tro rabino a Jerusalén para que suplicara por nosotros en el Templo. Nuestro rabino es un buen hombre. Su hambre es la nuestra. Pero tuvo que andar cinco días dando vueltas por el tribunal del Templo antes de que los sacerdotes quisieran recibirlo y entonces escucharon con desprecio sus súplicas; no le dieron ni un trozo de pan para aliviar el hambre que tenía. «¿Cuándo terminarás de hablar, galileo quejumbroso –le dijeron–. Tus campesinos son haraganes. Quieren vivir al sol y comer maná. Que trabajen más y plan¬ten mas cebada.» Ése fue el consejo que nos dieron. Pero ¿dónde encontrará un campesino más tierra para plan¬tar más cebada, y si la encontrara y pudiera plantar más, ¿sabes lo que ocurriría?
–Sé lo que ocurriría –replicó el herrero–. Al final, no obtendría más. Siempre es así. Los pobres serán cada vez más pobres, y los ricos serán cada vez más ricos.
Esto ocurrió cuando el muchacho fue a buscar su cu¬chillo, pero en su casa la realidad no era diferente. En la casa, durante la noche, los vecinos fueron a ver al padre. Vivían en una pequeña vivienda de una sola habitación donde todos se apretujaban en ese único ambiente, y allí se sentaron y hablaron interminablemente sobre lo difícil que se hacía la vida para el hombre y cómo se los explo¬taba y se los expoliaba y se les hacía sangrar. Y se pregun¬taban hasta dónde llegaría aquello y si era posible hacer sangrar a una piedra.
En esas cosas pensaba el hombre de la cruz y en sus recuerdos se sucedían punzantes fragmentos que se re¬lacionaban con su sufrimiento. Pero aun sumido en su su¬frimiento, aun cuando el dolor se intensificaba hasta lo insoportable o cuando decaía y llegaba a ser un sufrimien¬to todavía soportable, él quería vivir. Muerto ya, clavado en la cruz, aún deseaba vivir. ¡Qué poderosa es la vida! ¡Qué impulso el de la vida! ¡Qué cosas llega a hacer la gen¬te cuando son necesarias para el simple hecho de existir!
Pero por qué era así, no lo sabía. En su sufrimiento no imploraba a Dios, porque en Dios no había ni respuesta ni explicación. Ya no creía ni en un Dios ni en muchos. En aquella época de su vida habían cambiado las relaciones con Dios. Dios respondía únicamente a las plegarias de los ricos.
De modo que no imploró a Dios. A los ricos no se los cuelga de las cruces y toda su vida él la había pasado en una cruz; una eternidad con las manos atravesadas por clavos. ¿O fue en otra vida? ¿O había sido su padre? Su mente no funcionaba como debía. Los hermosos, preci-sos y ordenados impulsos de su cerebro se estaban de¬sarticulando y cuando recordó cómo habían crucificado a su padre, confundió a éste consigo mismo. Con su debi¬litada y torturada mente trató de recordar cómo había ocurrido y le vino a la memoria el momento en que llegó el recaudador de impuestos y tuvo que irse con las manos vacías. Recordó el momento en que llegaron los sacerdo¬tes del Templo, a quienes también se los envió de vuelta con las manos vacías.
Después de aquello hubo un breve momento de glo¬ria, un instante memorable del gran héroe, Judas Macabeo, y cuando los sacerdotes enviaron contra ellos la pri¬mera expedición armada, los granjeros de las colinas empuñaron sus arcos y sus puñales y la destruyeron. Él tomó parte en el combate. Era tan sólo un muchacho de catorce años, pero había usado su puñal y había lucha¬do junto a su padre y había experimentado el sabor de la victoria.
Pero ese sabor de victoria no duró mucho. Llegaron numerosas columnas de mercenarios provistos de armadu¬ra que marcharon sobre los rebeldes de Galilea, y en el Templo había un pozo inagotable de oro para comprar más y más soldados. Los granjeros, desnudos y armados con pu¬ñales, no podían combatir contra un gran ejército. Los granjeros fueron aplastados y dos mil de ellos fueron he¬chos prisioneros. De entre los prisioneros se eligió a nove¬cientos para ser crucificados. Aquél era el método civiliza¬do, el método occidental, y cuando en la cima de las colinas las cruces aparecieron cual cuentas de un rosario, los sacer¬dotes fueron a observar y con ellos llegaron sus consejeros romanos. Y el joven David estuvo allí y vio cómo clavaron en la cruz a su padre y lo dejaron allí colgado de sus manos hasta que los pájaros despedazaron su carne.
Y ahora él mismo estaba en la cruz. ¡Tal como había comenzado, así había terminado, y con cuánto dolor y su¬frimiento! A medida que pasaba el tiempo –tiempo que no tenía conexión con el tiempo tal como lo entiende la humanidad, ya que un hombre en la cruz ya no es un hom¬bre– se preguntaba sin cesar cuál era el sentido de la vida, que provenía de la nada y hacia la nada se dirigía. Había comenzado a perder su increíble apego a la vida que lo ha¬bía sostenido durante tanto tiempo. Por primera vez de¬seó morir.
(¿Qué le había dicho Espartaco? «Gladiador, ama la vida. En ella está la respuesta a todas las preguntas.» Pero Espartaco estaba muerto y él vivía.)
Se sentía fatigado. El agotamiento era tan intenso co¬mo el dolor y sus desgarrados recuerdos eran producto del cansancio. Después que hubo fracasado la revuelta, a él, junto con otros setecientos muchachos, lo habían encade¬nado, de cuello a cuello, y los habían obligado a marchar hacia el norte. ¡Cuánto tiempo anduvieron! Por llanuras, desiertos y montañas, hasta que las verdes colinas de Gali¬lea se convirtieron en un sueño paradisíaco. Los amos cam-biaban, pero el látigo era siempre el mismo. Y finalmente llegaron a una tierra en que las montañas se elevaban más alto que cualquiera de las montañas de Galilea donde la cumbre de las montañas estaba cubierta con un manto de nieve tanto en invierno como en verano.
Y allí fue enviado bajo tierra a extraer cobre. Durante dos años trabajó en las minas de cobre. Sus dos her¬manos, que estaban con él, murieron, pero él sobrevivió. Tenía un cuerpo hecho de acero y tralla. Otros enferma¬ron. Se les caían los dientes o enfermaban y perecían en-tre vómitos. Sin embargo, él sobrevivió, y durante dos años trabajó en las minas.
Y entonces escapó. Huyó a las agrestes montañas lle¬vando aún en torno al cuello el collar de los esclavos, y los sencillos y primitivos hombres de las tribus de la montaña lo acogieron, le dieron refugio y le quitaron del cuello el collar y lo dejaron que viviera con ellos. Allí vivió duran¬te todo el invierno. Era gente de buen corazón, gente po¬bre que vivía de la caza, alimentándose casi de la nada. Aprendió su lenguaje y ellos querían que se quedara allí y desposara a alguna de sus mujeres. Pero su corazón año¬raba Galilea, de modo que cuando llegó la primavera em¬prendió viaje hacia el sur. Una cuadrilla de comerciantes persas lo capturó y fue vendido a una caravana de esclavos que se desplazaba hacia el oeste, y en la ciudad de Tiria fue ofrecido en pública subasta cuando se hallaban muy cerca de su tierra natal. ¡Cómo se le corroía el corazón! ¡Qué amargas lágrimas derramó al sentirse tan cerca de su hogar y de los suyos y, no obstante, tan lejos de la libertad! Un mercader fenicio lo compró y lo encadenaron al remo de un barco que comerciaba con puertos sicilianos, y allí, en la húmeda obscuridad, en la húmeda inmundicia del fondo del barco, estuvo durante un año tirando de un re¬mo hundido en las aguas.
Entonces el barco fue apresado por piratas griegos y, mientras pestañeaba como un búho inmundo, fue llevado a cubierta, donde los fieros marineros griegos lo examina¬ron e interrogaron. Se adoptó una rápida decisión respec¬to a la tripulación del mercante fenicio: se la arrojó por la borda como si fueran fardos de paja. Pero a él y a los de¬más esclavos los examinaron y a cada uno, a su turno, se les preguntó en el dialecto arameo de los pueblos del Me¬diterráneo:
–¿Sabes pelear? ¿O sólo sabes remar?
Temía tener que regresar al banco de remo, a la obscuridad y a las vías de agua como hubiera temido al demo¬nio en persona, y respondió:
–Sé pelear. Sólo pido que me pongan a prueba.
En ese momento habría luchado contra un ejército entero a condición de que no lo enviaran de vuelta al fon¬do del barco a agachar la espalda sobre un remo. Pero lo pusieron a prueba en el puente y le enseñaron –sin esca¬timar golpes ni maldiciones– el oficio del mar, cómo reco¬ger una vela, cómo hacer girar el cordaje y manejar el ti¬món aferrado al remo de nueve metros, cómo empalmar una cuerda y mantener un rumbo durante la noche, guián¬dose por las estrellas. En su primera pelea con un gordo y falso romano demostró tal rapidez de movimientos y tal destreza con su largo puñal que se ganó un lugar seguro en aquella banda salvaje y rebelde. Mas en su corazón no anidó felicidad alguna y terminó odiando a aquellos hom¬bres que sólo sabían de matanza, crueldad y muerte. Eran distintos como el día de la noche de aquellos sencillos cam¬pesinos con quienes había vivido durante su niñez. No creían en Dios alguno, ni siquiera en Poseidón, el señor de los mares, y aunque su propia fe se halla en entredicho, recuerda que los buenos años de su vida los había vivido junto con aquellos que eran creyentes. Cuando se lanza¬ban a la costa era para matar, incendiar y robar.
Fue en esa época cuando construyó en torno a él un muro dentro del cual se confinó. Vivió dentro de ese mu¬ro y los signos de la juventud desaparecieron de su rostro de fríos ojos verdes y nariz como pico de halcón. Cuando se unió a ellos, tenía poco menos de dieciocho años, pero su aspecto se tornó intemporal y en la negra maraña que cubría su cabeza apareció ya un mechón de cabellos blan¬cos. Se encerraba en sí mismo y a veces transcurría una se¬mana entera sin que pronunciara una palabra. Ellos no lo molestaban. Sabían cómo peleaba y lo temían.
Vivía en un sueño, y el sueño era su vino y su susten¬to. Soñaba en que algún día, tarde o temprano, alcanzarían las costas de Palestina y que se deslizaría por sobre la bor¬da, nadaría hasta la costa y se abriría paso a pie hasta las queridas colinas de Galilea. Pero transcurrieron tres años y ese día nunca llegó. Primero hicieron incursiones en la costa africana y luego, cruzando el mar, a lo largo de la lí¬nea costera italiana. Lucharon en las costas de Hispania e incendiaron villas romanas y se apoderaron de las riquezas y de las mujeres que encontraron allí. A continuación vol¬vieron a cruzar el mar y pasaron todo un invierno en una ciudad amurallada y sumida en la anarquía cercana a los Pilares de Hércules. Después navegaron a través del estre¬cho de Gibraltar y llegaron a Bretaña, donde quedaron va¬rados; allí asearon y repararon la galera. Navegaron des¬pués hacia Irlanda, donde intercambiaron trozos de telas y abalorios por los ornamentos de oro de las tribus irlande¬sas. Luego pusieron rumbo a la Galia y recorrieron sus cos¬tas, de norte a sur, una y otra vez. Y después regresaron a África. Así pasaron tres años y nunca alcanzaron la costa de su tierra natal. Pero el sueño y la esperanza permanecieron dentro de él mientras se endurecía más allá de cuanto un hombre tiene derecho a endurecerse.
Pero en esa época aprendió mucho. Aprendió que el mar era un camino por el que surcaba la vida, como corre la sangre por el cuerpo del hombre. Aprendió que el mun¬do era grande e ilimitado, y que allí donde se fuera ha¬bía gente pobre y sencilla, como la de su propio pueblo, gente que arañaba el suelo para obtener el sustento de ca¬da cual y el de los hijos, pero que, no obstante, tenía que entregar a los amos, a los reyes o a los piratas la mayor par¬te de lo que ganaban. Y aprendió que había un jefe, un rey y un pirata que estaba por encima de todo, y que lo llama¬ban Roma.
Y al final se lanzaron sobre un barco de guerra ro¬mano, y él y otros catorce de la tripulación, que sobrevi¬vieron, fueron llevados a Ostia para ser ahorcados. Pare¬ció de ese modo que los granos de arena de su pequeño reloj de la vida se hubieran acabado, pero en el último ins¬tante un agente de Léntulo Baciato lo compró para la escuela de Capua...
Tal era, en suma, la trama de la segunda época de su vida, la época del conocimiento y del odio. Esa parte se completó en Capua. Allí tuvo ocasión de aprender los más acabados refinamientos de la civilización, el adiestramien¬to de hombres para que se mataran entre ellos para dis¬tracción de ociosos romanos y para que se enriqueciera un hombre grasiento, sucio y perverso llamado lanista. Se con¬virtió en gladiador. Le cortaron el cabello al rape. Iba a la arena del circo con un puñal en una mano y allí mata¬ba, no a los que odiaba, sino a hombres que, como él, eran esclavos o condenados.
Allí fue donde el conocimiento se combinó con el odio. Pasó a ser un receptáculo del odio, y día a día el re¬ceptáculo se llenaba. Vivía solitario en la odiosa desnudez y desesperanza de su celda; se encerró en sí mismo. Ya no creía en Dios, y cuando pensaba en los dioses de sus pa¬dres era sólo con odio y desprecio. Una vez se dijo:
–Me gustaría entrar a la arena con ese maldito ancia¬no de la cima del monte. Le devolvería todas las lágrimas y promesas incumplidas que les proporciona a los hom¬bres. Todo cuanto quiero es un puñal en mi mano. Haré un sacrificio para él, por supuesto. Le enseñaré algo res-pecto a la ira y la cólera.
Una vez soñó que estaba ante el trono de Dios. Pe¬ro no sintió temor. «¿Qué es lo que harás conmigo? –le gri¬tó sarcásticamente–. He vivido veintiún años ¿y qué más puedes hacer de mí que lo que el mundo ha hecho? Vi cru¬cificar a mi padre. Trabajé como un topo en las minas. Du¬rante dos años trabajé en las minas, y durante otro año viví en la suciedad y las vías de agua, con las ratas andan¬do por sobre mis pies. Durante tres años fui un ladrón que soñaba con su tierra y ahora mato hombres por encargo. Maldito seas, ¿qué es lo que harás conmigo?»
Eso es lo que fue la segunda época de su vida y en ese tiempo fue llevado a la escuela de Capua un esclavo tracio, un hombre extraño de voz suave y nariz quebrada y pro¬fundos ojos obscuros. Así fue cómo este gladiador conoció a Espartaco.

VI

Una vez, mucho tiempo después de esto, un esclavo roma¬no fue crucificado, y después de haber estado en la cruz durante veinticuatro horas, fue perdonado por el propio emperador, y consiguió vivir. Escribió un relato de lo que había sentido en la cruz, y lo más extraordinario de ese re¬lato es lo que decía de la cuestión del tiempo. «En la cruz –contaba– hay solamente dos cosas: dolor y eternidad. Me han dicho que estuve en la cruz solamente veinticuatro ho¬ras, pero yo permanecí en la cruz más tiempo que el que ha transcurrido desde que existe el mundo. Si el tiempo no existe, entonces cada instante es igual a siempre.»
En ese peculiar «siempre» surcado por el dolor, la mente del gladiador quedó destrozada y la capacidad de raciocinio cesó de manera gradual. Los recuerdos se trans¬formaron en alucinaciones. Nuevamente volvía a vivir gran parte de su vida. De nuevo volvió a hablar con Espartaco por primera vez. Volvía a imaginarse qué era lo que más hubiera deseado conservar de las ruinas vacías de su vida, la insignificante vida de un esclavo anónimo en la arrolladora corriente del tiempo.
(Mira a Espartaco. Lo observa. Este hombre es como un gato y sus ojos verdes aumentan su parecido a este feli¬no. Ya se sabe cómo andan los gatos, en continua tensión. Así es cómo camina el gladiador, y se tiene la sensación de que si se lo arrojara por el aire, caería con facilidad so¬bre sus dos pies. Es difícil que alguna vez mire de frente a un hombre; en cambio, observa de soslayo. De ese mo¬do observa a Espartaco, día tras día. Ni siquiera podría ex-plicarse a sí mismo qué cualidad de Espartaco hace que le preste tanta atención; pero no es un gran misterio. Él es todo tensión y Espartaco es todo soltura. Él no habla con nadie, pero Espartaco habla con todos, y todos acuden con sus problemas a Espartaco. Espartaco está infundiendo al¬go nuevo a la escuela de gladiadores. Espartaco la está des¬truyendo.
(Todos, excepto este judío, acuden a Espartaco. Es¬partaco se pregunta por qué. Entonces, cierto día, en el período de reposo entre dos ejercicios, va hacia el judío y le habla.
(–¿Hablas griego, hombre? –le pregunta.
(Los ojos verdes se clavan en él, impávidos. De pron¬to Espartaco advierte que se trata de un hombre muy jo¬ven, apenas algo más que un muchacho. Lo lleva oculto tras una máscara. No está mirando al hombre, sino a su más¬cara.
(El judío se dirige a sí mismo: «¿Griego? ... ¿Hablo griego yo? Me parece que hablo todos los idiomas. Hebreo y arameo y griego y latín y muchos otros idiomas de mu¬chas partes del mundo. ¿Pero por qué he de hablar en un idioma concreto? ¿Por qué?».
(Con mucha suavidad, Espartaco lo urge: «Una pala¬bra mía y después una palabra tuya. Somos personas. No estamos solos. El gran problema surge cuando uno se en¬cuentra solo. Estar solo es algo terrible, pero aquí no esta¬mos solos. ¿Por qué hemos de tener vergüenza de lo que somos? ¿Hicimos algo terrible para que nos trajeran aquí? No creo que hayamos hecho ninguna cosa terrible. Cosas mucho más terribles las hacen los que ponen puñales en nuestras manos y nos ordenan que matemos para distrac¬ción de los romanos. De manera que no tenemos por qué avergonzarnos y odiarnos los unos a los otros. Todo hom¬bre tiene alguna fortaleza, alguna esperanza, algún amor. Esas cosas son como semillas sembradas en todos los hom¬bres. Pero si las guardamos para nosotros solos, se secarán y morirán rápidamente, y que Dios proteja a ese pobre hombre, porque nada le quedará y la vida no valdrá la pe¬na de ser vivida. Por otra parte, si da a otros su fortaleza, su esperanza y su amor, encontrará una reserva inagotable de esas existencias. Esos bienes jamás se agotarán para él. Entonces la vida merecerá la pena vivirla. Y créeme, gla¬diador, la vida es lo mejor que hay en el mundo. Nosotros lo sabemos. Somos esclavos. Lo único que tenemos es la vida. De modo que sabemos lo que vale. Los romanos tie¬nen tantas otras cosas que la vida no significa mucho para ellos. Juegan con ella. Pero nosotros nos tomamos la vida en serio, y por ese motivo no podernos permitirnos estar solos. Tú estás demasiado solo, gladiador. Háblame un po¬co.»
(Pero el judío nada dijo y sus ojos y su rostro en na¬da cambiaron. Pero escuchaba. Escuchaba silenciosa e in¬tensamente, y después se volvió y se alejó. Pero después de haber andado unos pasos, se detuvo. Volvió a medias la ca¬beza y observó de soslayo a Espartaco. Y a Espartaco le pa¬reció que allí había algo que antes no existía, una chispa, una súplica, un destello de esperanza. Tal vez.)
Así comenzó la tercera de las cuatro épocas en que puede dividirse la vida del gladiador. Ésta podría llamarse la época de la esperanza, y fue en ese tiempo cuando de¬sapareció el odio y el gladiador sintió gran cariño y camaradería hacia los otros de su clase. No ocurrió de pronto ni ocurrió rápidamente. Poco a poco aprendió a confiar en un hombre y a través de ese hombre aprendió a amar la vi¬da. Ésa era la cualidad de Espartaco que lo había atraído desde el comienzo: el enorme amor que el tracio sentía por la vida. Espartaco era como un guardián de la vida. No se trataba solamente de que la deseara y estimara; la absor¬bía. Era algo que nunca discutía. Él criticaba. En cierta me¬dida, era como si hubiera un pacto secreto entre Esparta¬co y todas las fuerzas de la vida.
De observar a Espartaco, el gladiador David pasó a se¬guirlo. No lo hacía ostensiblemente; lo hacía casi en secre¬to. Cada vez que se presentaba la ocasión y siempre que no se advirtiera directamente, se colocaba cerca de Espartaco. Tenía un oído tan sensible como el de un zorro. Escucha¬ba las palabras de Espartaco; recordaba esas palabras y se las repetía mentalmente. Trataba de desentrañar el significado de aquellas palabras. Y durante todo ese tiempo algo ocurría en su fuero interno. Estaba cambiando; estaba creciendo. Y de manera similar pequeños cambios y pequeños creci¬mientos se operaban en cada uno de los gladiadores de la escuela. Pero en David era algo singular. Descendía de gen¬te cuyas vidas estaban embebidas en Dios. Cuando perdió a Dios, quedó un vacío en su vida. Ahora estaba llenando ese vacío con hombres. Estaba aprendiendo a amar a los hom¬bres. Estaba aprendiendo la grandeza del hombre. No pen¬saba las cosas con esas palabras, pero eso era lo que ocurría en él y, en cierta medida, en todos los demás gladiadores.
Para Baciato y los senadores de Roma aquello era in¬concebible. Según ellos, la rebelión de los gladiadores ha¬bía estallado de manera súbita y sin que hubiera existido premeditación. Estaban convencidos de que no había ha¬bido preparativos ni preludio, y dejaron constancia de ello. No había para ellos otra forma de registrarlo.
Sin embargo, había existido un preludio sutil y ex¬traño y creciente. David jamás olvidó el momento en que por vez primera oyó a Espartaco recitar versos de la Odi¬sea. Había en ellos una música nueva y encantadora, la vi¬da de un hombre valiente que tuvo que soportar muchos avatares pero que jamás fue derrotado. Muchos de los ver¬sos eran totalmente comprensibles para él. Conocía la dolorosa frustración de que se lo tuviera alejado de la tierra que amaba. Había conocido los caprichosos azares de la suerte. Había amado a una muchacha en las colinas de Galilea, cuyos labios eran rojos como amapolas y sus me¬jillas suaves como el atardecer. Y su corazón sufría por ella, porque era inaccesible para él. ¡Pero qué musical era aque¬llo y cuan maravilloso era que un esclavo, un esclavo hi¬jo de esclavo, que nunca había sido libre, pudiera reci¬tar interminablemente de memoria tan hermosos versos! ¡Y en ellos hasta había un hombre como Espartaco! ¡En ellos había un hombre tan suave, tan paciente y con tan¬to aguante!
Mentalmente identificaba a Espartaco con Odiseo; y para siempre, por lo que a él se refiere, ambos se fundie¬ron en uno. Muchacho como era entonces, menor que to¬dos, encontró en Espartaco a un héroe y modelo de vida y de vivir. Al principio desconfiaba de esa tendencia suya. «No confíes en hombre alguno y ningún hombre te enga¬ñará», se decía a menudo, de modo que aguardó y obser¬vó y esperó que Espartaco no estuviera a la altura de Es¬partaco. Y gradualmente tuvo la comprensión de que Espartaco nunca estaría por debajo de Espartaco, y la com¬prensión fue más allá, ya que comprendió que ningún hom¬bre que es inferior a sí mismo, no en su totalidad, sino en un destello del conocimiento de las riquezas y el esplen¬dor que yace en el fondo de cada ser humano.
De modo que cuando fue elegido entre los cuatro gladiadores que debían satisfacer los caprichos de dos per¬fumados homosexuales de Roma, en una lucha a muerte de dos parejas, se sintió abrumado por una lucha inte¬rior y una contradicción tan tremenda como nunca había experimentado antes. Fue una nueva lucha y, cuando triun¬fó en ella, entró realmente por primera vez en la envol¬tura protectora en que se había recluido. Ese mismo ins¬tante volvía a vivirlo ahora en la cruz. De nuevo en el pasado, volvía a luchar contra sí mismo, y de sus abrasados labios en lo alto de la cruz salieron las dolorosas palabras que cuatro años antes se había dicho a sí mismo.
(«Soy el más maldito de los hombres del mundo en¬tero –se había dicho–, ya que basta ver cómo se me elige para que mate al hombre que más quiero por encima de todos los seres vivientes. ¡Qué suerte cruel la mía! Pero na¬da más puede esperarse de un Dios o de dioses o sean lo que sean que no tienen otro propósito que el de torturar a los hombres. Ésa es toda su misión, pero yo les daré sa¬tisfacción. No voy a actuar para ellos. ¡Son como esos per¬fumados cerdos romanos que están sentados en el circo y esperan el momento en que las entrañas de los combatien¬tes rueden por la arena! Bueno, esta vez no voy a satisfa¬cerlos. Se perderán el placer de ver la pelea de una pare¬ja, esos individuos miserables y corruptos que no pueden encontrar placer en otra cosa. Podrán ver cómo me matan pero no obtendrán satisfacción alguna de ver matar a un hombre. Eso pueden verlo en cualquier momento. Pero no lucharé contra Espartaco. Antes mataría a mi propio hermano. Nunca lo haré.
(¿Pero y entonces qué? Primero sólo hubo locura en toda mi vida y aquí la vida es una absoluta locura. ¿Qué fue lo que me dio Espartaco? Yo mismo tengo que hacerme esa pregunta y yo mismo tengo que responderla. Tengo que responder porque me ha dado algo de gran importan¬cia. Me ha dado el secreto de la vida. La vida misma es el secreto de la vida. Todos toman partido. O se está del la¬do de la vida o se está del lado de la muerte. Espartaco está del lado de la vida, y, en consecuencia, peleará contra mí, si debe hacerlo. No se limitará a morir. No les permi¬tirá que lo manden a la muerte sin decirles una palabra ni sin devolverles el golpe. Entonces eso es lo que yo debo hacer. Debo luchar contra Espartaco y la vida elegirá en¬tre nosotros dos. ¡Qué terrible decisión debo tomar! ¿Exis¬tió alguna vez un hombre más desgraciado? Pero es como tiene que ser. Ésa es la única forma posible.)
Vivió una vez más aquellos pensamientos y aquella decisión y ya no recordaba que estaba muriendo en la cruz, que la suerte le había sido favorable y que no había teni¬do que luchar contra Espartaco. Pieza por pieza, su men¬te trastornada por el dolor unió el pasado y volvió a vivir¬lo. Una vez más los gladiadores dieron muerte a sus entrenadores en el comedor. Una vez más lucharon con¬tra las tropas con sus cuchillos y sus propias manos. Una vez más marcharon por el campo y de las casas de campo salieron los esclavos para unirse a ellos. Y una vez más se lanzaron de noche sobre las cohortes de la ciudad y las des¬truyeron totalmente y se apoderaron de sus armas y arma¬duras. Todo aquello volvió a vivirlo, no en forma racional ni cronológicamente ni con facilidad, sino cual una bola de ardientes llamas que el pasado le arrojaba.
(«¿Espartaco –pregunta–, Espartaco?» Acaba de ter¬minar su segunda gran batalla. Los esclavos constituyen un ejército. Tienen el aspecto de un ejército. Se han apodera¬do de las armas y las armaduras de diez mil romanos. Es¬tán organizados, en grupos de cien y de quinientos. Su campamento nocturno es una fortaleza con muros de tron¬cos, rodeada de fosos, como los que construyen las legio¬nes en campaña. Durante horas practican el lanzamiento de la lanza romana. La fama y el mortal temor por lo que han logrado son conocidos en todo el mundo romano. En cada choza de esclavos, en cada vivienda de esclavos, se su¬surra sobre alguien llamado Espartaco, que ha revolucio¬nado al mundo. Sí, él lo ha logrado. Tiene un poderoso ejército. Pronto marchará sobre la propia Roma, y en su ira echará abajo las murallas de Roma. Allí donde va pone en libertad a los esclavos y todo el botín que recoge va a un fondo común; y esto sucedía antaño, cuando las tribus eran dueñas de todo y no había hombre que poseyera riquezas. Sus soldados sólo poseen sus armas y las ropas que llevan a la espalda y los zapatos que calzan. Ése es ahora Espartaco. (Dice: «¿Espartaco?».
(Poco a poco el habla ha vuelto a este judío, David. Habla lento y titubeando, pero habla. Ahora le habla al lí¬der de los esclavos.
(«Espartaco, soy un buen combatiente, ¿verdad?»
(«Bueno, muy bueno. El mejor entre los mejores. Tú combates bien.»
(«Y no soy cobarde, ¿lo sabes?»
(«Hace mucho tiempo que lo sé –dice Espartaco–. ¿Dónde hay un gladiador que sea cobarde?»
(«¿Y nunca volví la espalda en una pelea?»
(«Nunca.»
(«Y cuando me cortaron de cuajo la oreja, apreté los dientes pero no grité de dolor.»
(«No es deshonroso gritar de dolor –declara Espar¬taco–. He conocido a hombres fuertes que gritaban de do¬lor. He visto a hombres fuertes llorar cuando los domina¬ba la amargura. Eso no es deshonroso.»
(«Pero tú y yo no lloramos, y algún día seré como tú Espartaco.»
(«Serás mejor de lo que soy yo. Eres mejor luchador que yo.»
(«No. Nunca seré ni la mitad de lo que tú eres, pe¬ro creo que sé combatir bien. Soy muy rápido. Como un gato. Un gato puede ver llegar el golpe. El gato ve a través de su piel. Algunas veces experimento esa sensación. Ca¬si siempre veo venir el golpe. Por este motivo quiero pe¬dirte algo. Quiero pedirte esto: que me dejes combatir jun¬to a ti. Dondequiera que luchemos, quiero estar a tu lado. Té tendré a salvo. Si te perdemos, lo perderemos todo. No estamos luchando por nosotros. Luchamos por el mun¬do entero. Por esta razón quiero estar a tu lado siempre que entremos en combate.
(«Tú tienes cosas mucho más importantes que hacer que estar a mi lado. Necesito hombres para conducir un ejército.»
(«Los hombres te necesitan a ti. ¿Es que acaso pido mucho?»
(«Pides muy poco, David. Lo pides por mí, no por ti.»
(«Entonces dime que eso es lo que quieres.»
(Espartaco asiente.
(«Y nunca correrás peligro alguno. Estaré cuidándo¬te. Día y noche te estaré cuidando.»)
Y de esa manera se constituyó en la mano derecha del líder de los esclavos. Él, que en toda su corta vida no vio otra cosa que derramamiento de sangre y fatiga y vio¬lencia, ve ahora resplandecientes y dorados horizontes. Lo que sería el resultado de su rebelión se hacía cada vez más claro en su mente. Ya que en el mundo la mayoría eran es¬clavos, pronto constituirían una fuerza que nadie podría de¬tener. Entonces desaparecerían las naciones y las ciudades nuevamente volvería la edad de oro. Una vez, en los cuen¬tos y leyendas de cada pueblo, hubo una edad de oro, cuan¬do los hombres no conocían el pecado ni la amargura, y en que vivían juntos en paz y amor. De modo que, cuando Espartaco hubiera conquistado el mundo entero, volvería a ser así nuevamente. Se lo proclamaría con gran estruen¬do de címbalos y trompetas, y un coro formado por to¬das las voces del pueblo cantaría loas.
En su mente afiebrada oía ahora el coro. Oía el soni¬do in crescendo de la voz de la humanidad, coro que vol¬vía como eco de las laderas de las montañas...
(Está solo con Varinia. Cuando mira a Varinia, el mun¬do real desaparece y sólo queda esa mujer que es la mujer de Espartaco. Para David es la mujer más hermosa del mun¬do y la más deseable, y su amor por ella es como una gan¬grena en su vientre. Cuántas veces se ha dicho a sí mismo: (¡Qué despreciable criatura eres; amar a la mujer de Espartaco! Todo cuanto tienes en el mundo se lo debes a Espartaco y ¿cómo le pagas? Le pagas amando a su mu¬jer. ¡Qué cosa más pecaminosa! ¡Qué cosa más terrible! ¡Aun sin hablar de eso, aun sin mostrarlo, haces una cosa terrible! Y, además, es una cosa inútil. Pon un espejo an¬te tu rostro. ¿Hubo alguna vez otro rostro como éste, en¬juto y salvaje, rostro como el de un halcón, sin una oreja, cortado y lleno de cicatrices?
(Y Varinia le dice: «¡Qué muchacho tan extraño, Da¬vid! ¿De dónde procedes? ¿Toda tu gente es como tú? Eres tan sólo un niño, pero nunca sonríes y nunca ríes. ¡Qué manera de ser!».
(«No me llames niño, Varinia. He probado que soy algo más que un niño.»
(«¿Es que en verdad lo has probado? Bueno, tú no me engañas a mí. Eres simplemente un niño. Deberías tener una muchacha. Pasar tu brazo en torno a su cintura y salir a caminar con ella cuando la noche recién comien¬za y es hermosa. Deberías besarla. Deberías reír con ella. ¿No hay suficientes muchachas acaso?»
(«Tengo mucho trabajo que hacer. No tengo tiempo para eso.»
(«¿No tienes tiempo para el amor? ¡Oh, David, Da¬vid, qué cosas dices! ¡Qué cosas extrañas dices!
(«Y si nadie se preocupara por nada –replica él con vehemencia–, ¿dónde estaríamos? ¿Crees acaso que es un juego de niños liderar un ejército, encontrar alimentos para tantos miles de personas, todos los días, adiestrar a los hombres? ¡Tenemos que hacer las cosas más importan¬tes del mundo, y tú quieres que esté pendiente de las mu¬chachas!»
(«No digo que estés pendiente de ellas, David. Quie¬ro que les hagas la corte.»
(«No tengo tiempo para eso.»
(«No tienes tiempo. ¿Bueno, cómo me sentiría yo si Espartaco me dijera que no tiene tiempo para mí? Creo que querría morirme. No hay nada más importante que ser un hombre, tan sólo un hombre sencillo, corriente, huma¬no. Yo sé que tú piensas que Espartaco es algo más que un hombre. No lo es. Si no lo fuera, no sería bueno para nada. No hay gran misterio sobre Espartaco. Yo lo sé. Cuan¬do una mujer ama a un hombre, conoce mucho sobre él.»
(Él se arma de todo el coraje posible y le dice: «Tú lo amas, verdad?».
(«¿Qué estás diciendo, muchacho? Lo amo más que a la vida misma. Moriría por él, si él lo quisiera.»
(«Yo moriría por él», dice David.
(«Eso es diferente. Algunas veces te observo cuando lo miras. Eso es diferente. Yo lo amo porque es un hombre. Es un hombre sencillo. No hay nada complicado en él. Es sencillo y suave y nunca me grita ni levanta una mano contra mí. Hay algunos hombres que tienen pena de ellos mismos. Pero Espartaco no siente ni pena ni piedad por él mismo. Sólo tiene piedad y siente pena por los otros, ¿puedes preguntar ahora si lo amo? ¿No saben todos lo mucho que lo quiero?»)
Así, en determinados momentos el gladiador, en me¬dio de sus sufrimientos, recordaba con gran claridad, pe¬ro en otros el recuerdo era desordenado y horrible y la ba¬talla se transformaba en una pesadilla de ruidos terribles, de sangre y de dolor, de masas de hombres salvajes en mo-vimiento desordenado y sin control. En un determinado momento, cuando se habían cumplido dos años desde el comienzo de la rebelión, comprendieron que las masas de esclavos que poblaban el mundo romano no se subleva¬rían o no podrían unírseles. Habían alcanzado el máxi¬mo de su fuerza, mas el poder de Roma parecía no tener límite. De esa época recordaba una batalla librada, terri¬ble batalla, tan grande en sus proporciones y tan vasta por el número de hombres que participaban en ella que Espartaco y los hombres que le rodeaban apenas si po-dían imaginar el curso que tomaba la lucha. En los mo¬mentos en que recordaba esas cosas, la gente de Capua que estaba observando las reacciones del gladiador cru¬cificado vio contraérsele el cuerpo y tiritar y caer de sus labios apretados un hilo blanco de saliva, mientras que sus extremidades extendidas se agitaban en medio de la agonía. Oyeron sonidos en su boca contraída y muchos de entre ellos dijeron:
–Ya no le queda mucho tiempo. Está en las últimas.
(Han tomado posiciones en lo alto de la colina, una colina alargada, de onduladas estribaciones a ambos lados, y la infantería pesada está desplegada en la cresta de la co¬lina sobre una extensión de poco menos de un kilóme¬tro en ambas direcciones. Hay un hermoso valle surcado en su parte céntrica por un riachuelo poco profundo, ser¬penteante corriente de agua que avanza y retrocede en in¬finitas curvas, con un verde prado en la parte más lejana, donde pastan vacas con las ubres rebosantes, y en el otro extremo del valle hay una barranca donde han tomado po¬siciones las legiones romanas. Espartaco ha fijado su pues¬to de comando en el centro de su ejército, bajo un pabe¬llón blanco situado sobre un montículo que domina todo el lugar. Aquí han comenzado a realizarse esas operacio¬nes que son ya rutinas inevitables en un puesto de mando durante una batalla. Un escribiente está sentado, provisto de papel y de los útiles necesarios para cumplir su labor. Cincuenta mensajeros están listos para correr al instante a cualquier parte del campo de batalla. Se ha erigido un mástil para el encargado de las señales, y éste permanece alerta al pie del mismo, con su variada colección de ban¬derines de brillantes colores. Y sobre una larga mesa colo¬cada en el centro de la gran tienda de campaña se está tra¬zando un mapa del campo de batalla.
(Estos métodos son característicos de los esclavos, quienes los han establecido paulatinamente, tras dos años de enconadas batallas. Del mismo modo han elaborado sus tácticas de combate. En este momento, los líderes del ejército miran el mapa y analizan las informaciones refe¬rentes al número y calidad de las fuerzas que se les opo¬nen. Hay ocho hombres en torno de la mesa. En un extre¬mo está de pie Espartaco, flanqueado por David. Un extraño que por primera vez lo viera diría que Espartaco es un hombre de por lo menos cuarenta años. Sus riza¬dos cabellos están moteados de gris. Está más delgado que antes y en su rostro destacan sus marcadas ojeras, con¬secuencia de sus noches de insomnio.
(Un observador diría que el tiempo se ha apodera¬do de él. El tiempo se ha sentado a horcajadas sobre sus hombros y lo maneja. Sería ésta una sagaz observación, ya que de vez en cuando, una vez en muchísimos años, en va¬rios siglos, un hombre hace que el mundo se ponga de pie y luego, con el pasar del tiempo y el transcurrir de los si¬glos y las mudanzas del mundo, tal hombre jamás es olvi¬dado. Así es como hace poco tiempo éste era tan sólo un esclavo; y ahora ¿hay alguien que no conozca el nombre de Espartaco? Pero él no ha tenido tiempo de hacer una pausa y reflexionar profundamente sobre lo que le ha ocu¬rrido. Lo menos que tuvo fue tiempo para detenerse a pen¬sar en las transformaciones que en dos años se operaron en su interior, que lo cambiaron del hombre que era en el hombre que es. Ahora es el líder de un ejército de más de cincuenta mil hombres y en ciertos aspectos es el mejor ejército que haya conocido el mundo.
(Es un ejército que lucha por la libertad en su con¬cepto más sencillo y escueto. En el pasado hubo infinitos ejércitos que lucharon por conquistar naciones, ciudades, riquezas, botín, poder, o dominar ésta o aquella región, pero aquí hay un ejército que lucha por la libertad y la dig-nidad humana, un ejército que no reclama para sí ni tie¬rras ni ciudades, ya que la gente que lo integra procede de todas las tierras, ciudades y tribus, y es un ejército en que cada soldado comparte una herencia común de servidum¬bre y un odio común hacia los hombres que esclavizan a otros hombres. Es un ejército que debe alcanzar la victo¬ria, ya que no hay puentes por los que pueda retroceder ni tierra en que pueda encontrar refugio o descanso. Es un momento en que cambia el curso de la historia, un comenzar, un emocionante y mudo susurro, un potente rayo de luz que es el heraldo del cegador relámpago y el trueno que sacude la tierra. Se trata de un ejército que de pronto ha comprendido que la victoria que busca de¬be cambiar al mundo y que, en consecuencia, el mundo debe cambiar o no habrá victoria.
(Es posible que mientras Espartaco estudia el mapa se le plantee mentalmente la pregunta de cómo nació ese ejército. Piensa en el puñado de gladiadores que se abrie¬ron paso a golpes fuera de la escuela del gordo lanista. Pien¬sa en ellos, y los compara con una lanza que, al ser arroja¬da, hubiera puesto en movimiento un mar de vida, que de pronto había arrasado la permanente calma y la estabili¬dad del mundo de los esclavos. Piensa en la interminable lucha por transformar a esos esclavos en soldados, para ha¬cer que pensaran y trabajaran en común, y trata entonces de comprender por qué ese movimiento se detuvo.
(Pero ahora no hay tiempo para tales reflexiones. Ahora van a luchar. Su corazón rebosa de temor; siem¬pre ocurre así antes de la batalla. Cuando la batalla termi¬ne, gran parte del temor desaparecerá, pero ahora tiene miedo. Mira a los camaradas en torno a la mesa. ¿Por qué hay tanta calma en sus rostros? Ve a Crixo, el galo, pelirro¬jo, con sus pequeños ojos azules hundidos en su rostro ro¬jo, lleno de pecas, con el largo bigote rubio cayéndole casi hasta el mentón. Y allí está su amigo Gannico, su her¬mano en la esclavitud y en la fraternidad tribal. Allí están Casto y Phraxo y Nordo, el negro africano de anchas es¬paldas; Mosar, el delgado, delicado y sagaz egipcio, y el ju¬dío David, y ninguno de ellos parece tener miedo. ¿Por qué, entonces, está él atemorizado?
(Ahora les dice secamente: «Bueno, amigos míos, ¿qué vamos a hacer? ¿Nos vamos a quedar aquí todo el día jugando a los acertijos acerca del ejército desplegado a lo largo del valle?
(«Es un ejército muy grande –dijo Gannico–. Es un ejército superior a cuantos hayamos visto y enfrentado an¬tes. No se los puede contar, pero yo les puedo decir que he identificado los estandartes de diez legiones. De la Galia han bajado la séptima y la octava. De África han he¬cho venir tres legiones y de Hispania han llegado dos. Nun¬ca en mi vida he visto un ejército como éste. A lo largo del valle debe de haber unos setenta mil hombres.»
(Siempre es Crixo el que anda en busca del temor y la incertidumbre para salirle al paso. Si por Crixo fuera, ya habrían conquistado al mundo entero. Tiene una sola con¬signa: marchar sobre Roma. Basta de matar ratas; lo que hay que hacer es destruirles la cueva. Y ahora dice: «Me fa¬tigas, Gannico, porque siempre se trata del ejército más grande y del peor momento para librar una batalla. Te di¬ré una cosa. No doy dos centavos por su ejército. Si yo tu¬viera que decidir, atacaría de inmediato. Los atacaría aho¬ra, no dentro de una hora o de un día o de una semana.»
(Gannico quiere dilatar la cosa. Puede que los roma¬nos dividan sus fuerzas. Antes lo han hecho, de modo que es posible que vuelvan a hacerlo.
(«No lo harán –dice Espartaco–. Te doy mi palabra ¿Por qué habrían de hacerlo? Nos tienen a todos aquí. Sa¬ben que todos estamos aquí. ¿Por qué habrían de dividir sus fuerzas?»
(Entonces Mosar, el egipcio, dice: «Por una vez voy a estar de acuerdo con Crixo. Es muy raro que esto ocurra, pero esta vez tiene razón. A lo largo del valle hay un gran ejército y tarde o temprano tendremos que hacerle frente y es muy posible que sea pronto. Pueden quedarse más tiempo que nosotros, porque tienen qué comer y dentro de poco nosotros careceremos de alimentos. Y si noso¬tros nos vamos, les daremos la oportunidad que andan bus¬cando.»
(«¿Cuántos hombres crees que tienen?», le pregun¬ta Espartaco.
(«Muchos; por lo menos setenta mil.»
(Espartaco mueve la cabeza sobriamente. «¡Oh! Es mucho... es terriblemente mucho. Pero creo que tienes ra¬zón. Tendríamos que atacarlos aquí.» Trata de aparentar tranquilidad, pero en su corazón no hay tranquilidad al¬guna.
(Deciden que dentro de tres horas atacarán a los ro¬manos por el flanco, pero la batalla se les viene encima. Los comandantes no han alcanzado a llegar a sus regimien¬tos cuando los romanos lanzan el ataque contra el centro del ejército de esclavos. No hay tácticas complicadas ni ha¬bilidosas evoluciones; la punta de lanza de una legión ata¬ca el centro de las fuerzas de los esclavos, cual si fuera una flecha dirigida contra el puesto de mando, y todo el pode¬roso ejército romano se lanza detrás de esa legión. David permanece junto a Espartaco, pero sólo durante poco me¬nos de una hora logran dirigir coordinadamente la defensa desde el puesto de mando. Entonces la lucha los alcanza y comienza la pesadilla. El pabellón cae aplastado. La ba¬talla los arrastra como un mar embravecido y un ciclón se desencadenó en torno a Espartaco.
(Esto es combatir. Ahora David sabrá que ha estado en medio de una batalla. Al lado de esto cualquier otra co¬sa es una simple escaramuza. Espartaco ya no es más el co¬mandante de un gran ejército, sino solamente un hombre con una espada y el escudo cuadrado de un soldado, y lu¬cha como el mismo demonio. El judío David combate de manera similar. Ambos son como rocas y la batalla se agita en torno a ellos. En un momento dado ambos se en-cuentran solos y luchan por sus propias vidas. Luego cien hombres vienen en su ayuda. David mira a Espartaco y en medio de la sangre y el sudor el tracio muestra los dientes.
(«¡Qué combate! –grita–. ¡Qué combate formidable, David! ¿Es que conseguiremos vivir para ver salir el sol des¬pués de una lucha como ésta? ¿Quién sabe?»
(«Le gusta –piensa David–. ¡Qué hombre extraño! ¡Mira cómo le gusta combatir! ¡Mira cómo combate! ¡Lu¬cha como una auténtica furia! ¡Lucha como luchan ellos en las canciones que cantan!»
(No se da cuenta de que él está peleando del mismo modo. Tendrán que matarlo antes de que una lanza al¬cance a Espartaco. Es como un felino infatigable, un enor¬me felino, un felino de la selva, y su espada es una zarpa. Nunca se separa de Espartaco. Podría pensarse que está unido a Espartaco, por la forma en que se las arregla pa¬ra estar siempre a su lado. Ve muy poco de la batalla. Só¬lo ve lo que está directamente frente a sus ojos y a los de Espartaco, pero eso le basta. Los romanos saben que Es¬partaco está allí y olvidan los movimientos clásicos que los soldados ejecutan en adiestramientos de años para per¬feccionarlos. Se amontonan, dirigidos por sus oficiales, luchando y arrastrándose hacia Espartaco para derribar¬lo, para matarlo, para seccionar la cabeza del monstruo. Están tan cerca que David oye todas las inmundas vilezas que salen de sus bocas. En un ruido que sobresale del cla¬mor rechinante de la batalla. Pero los esclavos también sa¬ben que Espartaco se encuentra allí, y del otro lado se lan¬zan a este centro de la batalla. Enarbolan el nombre de Espartaco como si fuera una bandera. Flamea como si fuera una bandera por sobre todo el campo de batalla.
¡Espartaco! Puede oírsele a kilómetros de distancia. En una ciudad amurallada, a ocho kilómetros de distancia se oye el fragor de la batalla.
(Pero David oye sin escuchar; no sabe de nada que sea ajeno a combatir frente a él. A medida que sus energías decaen y sus labios se resecan, la batalla se hace más terrible. No sabe que se está combatiendo sobre una extensión de más de tres kilómetros. No sabe que Crixo ha aplastado a dos divisiones y que las está persiguiendo. De lo único que tiene conocimiento es de su brazo y de su espada de Espartaco a su lado. Ni siquiera se da cuenta de que mientras luchaban, han descendido la colina, han descen¬dido hasta el fondo del valle, se hunden hasta la cintura en el suave y verde césped que los rodea. Después están en el río y continúan combatiendo hundidos hasta las rodillas en el agua que corre roja como la sangre. El sol se pone y el cielo se tiñe de rojo, como un amargo saludo a los mi¬llares de hombres que llenan el valle con sus odios y sus luchas. Cuando ya ha anochecido, la intensidad de la ba¬talla disminuye, pero la lucha no cesa, y bajo la fría luz de la luna los esclavos hunden sus cabezas en las sangrien¬tas aguas del río, bebiendo y bebiendo, porque, si no be¬ben, morirán.
(Al amanecer, los romanos detienen su ataque. ¡Na¬die ha luchado jamás contra hombres como aquellos es¬clavos! No importa cuántos mueran, pues son reemplazados por otros que, entre gritos y aullidos, entran en combate. Luchan como animales, no como hombres, ya que aun cuando se les hunde la espada en las entrañas y caen al suelo, hincan sus dientes en los pies del adversario y hay que decapitarlos para poder desprenderse de ellos. Otros hombres se arrastran fuera del campo de batalla cuando son heridos, pero estos esclavos siguen luchando hasta que mueren. Otros hombres abandonan la lucha hasta cuando se pone el sol, pero estos esclavos combaten en medio de la obscuridad, como si fueran felinos y no descansan ni un solo instante.
(Con este tipo de cosas el temor se apodera de los romanos. Y se alimenta dentro de ellos y crece la semilla sembrada mucho tiempo atrás. Se vive con los esclavos, pero nunca se confía en ellos. Están afuera, pero también están adentro. Todos los días sonríen, pero detrás de la sonrisa está el odio. Esperan, esperan y esperan. Tienen una paciencia y una memoria infinita. Ésta es la semilla que se sembró en la mente de los romanos desde que tuvieron uso de razón, y ahora da frutos.
(Están fatigados. Apenas si les quedan fuerzas para llevar sus escudos y arrastrar sus espadas. Pero los esclavos no están fatigados. La razón se impone. Diez abandonan la lucha aquí y cien más allá. Los cien se hacen mil, los mil pasan a ser diez mil y de pronto todo el ejército huye en medio del pánico y los romanos comienzan a arrojar sus armas y correr. Los oficiales tratan de contenerlos, pero matan a los oficiales y aullando de pánico huyen de los es-clavos. Y los esclavos van tras ellos y ajustan viejas cuentas en la noche, de modo que en una extensión de kilómetros el campo de batalla queda cubierto con cadáveres de ro¬manos heridos en la espalda.
(Cuando Crixo y los otros encuentran a Espartaco, esta aun junto al judío. Espartaco está tendido en el suelo, durmiendo entre los muertos y el judío está de pie junto a él, espada en mano.
«Dejadlo dormir –dice el judío–. Ésta es una gran victoria– Dejadlo dormir.»
(Pero han muerto diez mil esclavos en la gran victoria. Y habrá otros ejércitos romanos... ejércitos aún mayores.)

VII

Cuando se vio que el gladiador estaba muriendo, el interés por él decayó. A la hora décima, a media tarde, tan só¬lo permanecían a la espera del desenlace un pequeño gru¬po formado por los decididos partidarios de las crucifixiones, además de unos cuantos granujas que vivían de la mendicidad y algunos holgazanes con el cuerpo lle¬no de costras, cuya presencia no era permitida en las nu¬merosas y provechosas diversiones que se podían disfrutar por la tarde aun en una ciudad como Capua. Es cierto que por aquel entonces no había carreras en Capua, pero no cabe duda de que se estaría presentando algún espectácu¬lo en uno de los dos hermosos circos que había en la ur¬be. Debido a que se trataba de una ciudad tan popular en¬tre los viajeros, era cuestión de orgullo para los más ricos ciudadanos de Capua proporcionar el espectáculo de com¬bates de parejas por lo menos durante trescientos días del año. Había en Capua un excelente teatro y numerosos y amplios burdeles que funcionaban tan abiertamente co¬mo nunca se hubiera permitido en Roma. En esos lugares había mujeres de todas las razas y naciones, especialmente adiestradas para mantener en alto la reputación de la ciudad. Había además buenas casas de comercio y bazares, y en la hermosa bahía se practicaban numerosos deportes acuáticos.
De modo que no es de sorprender que el espectáculo de la agonía de un gladiador crucificado constituyera una distracción pasajera. Si no hubiera sido el héroe de la munera, difícilmente se le hubiera concedido una segunda mirada, y aun siendo así, no era objeto de gran interés. En una carta dirigida «a todos los ciudadanos de Roma que se encuentra en Capua» los tres adinerados comerciantes que encabezaban la pequeña comunidad judía negaron todo conocimiento o responsabilidad respecto a él. Señalaban que en su tierra habían sido desarraigados todos los elementos de rebelión y descontento y al mismo tiem¬po hacían notar que la circuncisión no era prueba de ori¬gen judío. La circuncisión era muy común entre los egip¬cios, los fenicios y aun entre los persas. Tampoco correspondía a la naturaleza de los judíos atacar al poder que había establecido aquel estado de paz y abundancia y orden sobre la mayor parte del mundo. Así pues, aban¬donado por todos, el gladiador se acercaba a su muerte en solitaria y dolorosa dignidad. No constituía distracción al¬guna para los soldados y ya no interesaba demasiado a los curiosos. Había una pobre anciana que permanecía sentada, con las manos cruzadas sobre las rodillas, la vis¬ta clavada en el hombre de la cruz. Los soldados, a causa de su aburrimiento, comenzaron a hacerle bromas.
–Oye, hermosa –le dijo uno de ellos–, ¿acaso estás so¬ñando con ese tipo de allí arriba?
–¿Quieres que lo bajemos y te lo regalemos? –le preguntó otro–. ¿Cuánto tiempo hace que te acostaste con un tipo tan guapo como éste?
–Hace mucho tiempo –murmuró ella.
– Bueno, se portará como un toro contigo en la cama. Te hará disfrutar como un semental encima de una yegua. –¿Qué te parece, vieja?
–¡Qué manera de hablar!–les recriminó– ¿Que clase de gente sois vosotros? ¡Qué manera de hablarme!
–¡Oh, señora mía, perdónanos!
Uno tras otro los soldados hicieron ante ella respetuosas reverencias. Los pocos curiosos se unieron a la broma y los rodearon.
–No doy dos centavos por vuestras disculpas –dijo la anciana–. ¡Inmundicia! Yo soy sucia. Pero vosotros sois un inmundicia. Yo puedo lavar mi mugre en los baños. Vosotros no podéis.
No les gustó que la broma se volviera contra ellos y se reafirmaron en su autoridad. Adoptaron una actitud agresiva mientras les centelleaban los ojos.
–Ten cuidado, vieja –le dijo uno–. Ponle un candado a tu lengua.
–Digo lo que me viene en gana.
–Entonces, ve a bañarte y vuelve. Estás dando un es¬pectáculo penoso, sentada a las puertas de la ciudad, con ese aspecto.
–Claro que soy un espectáculo –les respondió agria¬mente–. Un espectáculo desagradable, ¿verdad? ¡Qué ti¬pos sois vosotros los romanos! ¡La gente más limpia del mundo! No hay un romano que no tome un baño todos los días, aunque se trate de un holgazán, como sois la ma-yor parte de vosotros, y luego no pierda el tiempo apostan¬do por las mañanas y yendo al circo por las tardes. Sois tan limpios, maldita sea...
–Basta ya, anciana. Cierra la boca.
–No basta ni mucho menos. No puedo bañarme. Soy una esclava. Los esclavos no van a los baños. Soy vieja y estoy agotada y vosotros nada podéis hacerme. ¡Absolutamente nada! Me siento al sol y a nadie le importa, pero a vosotros eso no os gusta, ¿no es así? Dos veces al día voy a casa de mi amo y me da un pedazo de pan. El buen pan. El pan de Roma hecho con el trigo que los esclavos cultivan, que los esclavos cosechan y que los esclavos hornean. Camina por las calles y ¿que hay en ellas que no haya sido hecho por los esclavos? ¿creéis que me asustáis? ¡Os escupo en la cara! "
Mientras esto ocurría, Craso volvió a la puerta Apia. Había dormido mal, como ocurre a menudo a la gente cuando intenta dormir durante el día lo que no durmió durante la noche. Si alguien le hubiera preguntado por qué había vuelto al lugar de la crucifixión, seguramente se ha¬bría encogido de hombros. Pero en realidad lo sabía muy bien. Con la muerte del último de los gladiadores se com¬pletaba todo un gran período de la vida de Craso. Craso iba a ser recordado no solamente como hombre muy rico, sino como el hombre que había sofocado la rebelión de los esclavos. Es muy sencillo decirlo, pero no fue muy senci¬llo hacerlo. En toda su vida, Craso no podría nunca sepa¬rar de su memoria el recuerdo de la guerra librada con¬tra los esclavos. Viviría con esos recuerdos, se levantaría con ellos y se iría a dormir con ellos. No podría despedirse de Espartaco hasta que él mismo, el general Craso, muriera. Entonces terminaría la lucha entre Espartaco y Cra¬so, pero solamente entonces. De modo que Craso volvía ahora a la puerta para contemplar la parte viviente que quedaba de su adversario.
Un nuevo capitán estaba a cargo de la guardia, pe¬ro conocía al general –como casi toda la gente de Capua–y se desvivió por mostrarse atento y servicial. Hasta se disculpó por el hecho de que quedara tan poca gente esperando la muerte del gladiador.
–Esta llegando muy rápidamente a su fin –declaró– Es sorprendente. Parecía ser un tipo duro, de los que aguantan mucho. Debería resistir por lo menos tres días. Pero habrá muerto antes de que llegue la mañana.
–¿Cómo lo sabe? –preguntó Craso.
–No es difícil saberlo. He visto gran número de crucifixiones y casi todas siguen el mismo curso. Salvo que los clavos corten alguna arteria importante, en cuyo caso el condenado se desangra rápidamente. Sin embargo éste no sangra mucho. Simplemente, no quiere seguir viviendo cuando ocurre eso, mueren con rapidez. No se imaginaba que sería así, ¿verdad?
–Nada me sorprende –dijo Craso.
–Me imagino que no. Después de todo lo que habrá visto...
En ese momento, los soldados aprehendieron a la an¬ciana y la forma en que comenzó a gritar al resistírseles atrajo la atención del general y del capitán apostado con la puerta. Craso se les acercó, con sólo una mirada se dio cuenta de la situación, y los reprendió mordazmente:
–¡Qué gran grupo de héroes sois vosotros! ¡Dejad en paz a la anciana!
El tono de su voz les hizo obedecer de inmediato. De¬jaron que la anciana se marchara. Uno de ellos reconoció a Craso y lo susurró a los otros, y entonces el capitán se acercó y quiso saber de qué se trataba y si es que no tenían nada mejor que hacer que perder el tiempo.
–Ella habló de manera insolente y grosera –explico uno de los soldados.
Un hombre que estaba parado cerca del lugar lan¬zó una carcajada.
–Marchaos de aquí todos vosotros –ordenó el capitán a los ociosos. Los aludidos retrocedieron unos poco pasos, pero no se alejaron mucho, y la vieja bruja se encaro irónicamente con Craso:
–Así que el gran general es mi protector –dijo.
–Quién eres tú, vieja bruja? –preguntó Craso.
–Gran general, ¿debo arrodillarme ante ti o escupirte en la cara?
–¿Lo ve? ¿No se lo dije? –gritó el soldado.
–Sí está bien. Veamos, anciana, ¿qué es lo que quie¬res? –preguntó Craso.
–Lo único que quiero es que me dejéis en paz. Vine a ver cómo moría un buen hombre. No debería morir abandonado. Me senté y estuve observándolo mientras moría. Le ofrecí mi cariño. Le dije que nunca morirá. Espartaco nunca murió. Espartaco vive.
–¿De qué demonios estás hablando, anciana?
–¿No sabes de lo que estoy hablando, Marco Licinio Craso? Estoy hablando de Espartaco. Sí, yo sé por qué has venido aquí. Nadie más lo sabe. Ellos no lo saben. Pero tú y yo lo sabemos, ¿no es así?
El capitán ordenó a los soldados que la aprehendie¬ran y se la llevaran lejos, ya que se trataba de una inmun¬da porquería, pero Craso, con enojo, los detuvo.
–Os he dicho que la dejéis en paz. ¡Basta de haceros los valientes delante de mí! Si sois tan extraordinariamen¬te valientes, ¿por qué no os alistáis en las legiones en vez de quedaros aquí, en una ciudad veraniega? No necesito ayu¬da de nadie. Puedo defenderme solo de esta anciana.
–Tienes miedo –dijo sonriendo la anciana.
–¿Miedo de qué?
–Tienes miedo de nosotros, ¿verdad? ¡Qué miedo tenéis todos! Por eso has venido aquí. Para verlo morir. Para tener la certidumbre de que ha muerto hasta el último. ¡Dios mío! ¡Lo que os han hecho unos esclavos! Y aún sientes miedo. Y cuando muera, ¿será acaso el final? ¿Llegará alguna vez el final, Marco Licinio Craso?
–¿Quién eres tú, anciana?
–Soy una esclava –respondió, y en ese momento pa¬reció que se tornaba simple, infantil y senil–. Vine aquí a ver a uno de los míos y reconfortarlo un poco. Todos los demás tienen miedo de venir. Capua está llena de mi gen¬te, pero tienen miedo. Espartaco nos dijo: «¡Levantaos y sed libres!». Pero tuvimos miedo. Somos fuertes y, sin em¬bargo, nos acobardamos, lloriqueamos y huimos.
Y entonces se llenaron de lágrimas los legañosos ojos de la anciana.
–¿Qué vas a hacer conmigo? –dijo implorante.
–Nada, anciana. Siéntate allí y llora, si quieres.
Le arrojó una moneda y caminó pensativamente. Se dirigió hacia la cruz, miró al gladiador que moría en lo al¬to mientras pensaba en las palabras que había dicho la anciana.

VIII

En la vida del gladiador hubo cuatro épocas. La infancia fue el tiempo feliz de la ausencia de conocimiento, y en su juventud hubo conocimiento y dolor y odio. La época de la esperanza vino cuando combatió con Espartaco, y el tiem¬po de la desesperación lo alcanzó cuando comprendió que su causa estaba perdida. Ahora había llegado el final de la época de la desesperación. Ahora estaba muriendo.
La lucha había sido su pan y su carne, pero ahora ya no luchaba más, la vida había sido en él una furia de ira y resistencia, un enorme grito en busca de la lógica en las relaciones entre un hombre y otro. Algunos están hechos para aceptar y otros son incapaces de hacerlo. No había nada que él pudiera aceptar hasta que encontró a Espar¬taco. Entonces aceptó la idea de que la vida humana era algo valioso. La vida de Espartaco era algo valioso; era una cosa noble, y los hombres que estaban con él vivían noble¬mente, pero ahora, en la cruz y a punto de morir, se pre¬guntaba por qué habían fracasado. La pregunta buscaba respuesta en la confusa razón que aún le quedaba, pero la interrogación no encontró respuesta.
(Está con Espartaco cuando llega la noticia de que Crixo ha muerto. La muerte de Crixo era la lógica de la vi¬da de Crixo. Crixo se había aferrado a un sueño. Espartaco se dio cuenta de cuándo el sueño llegó a su fin y se hizo imposible. El sueño de Crixo y la carrera de Crixo tenía por objetivo la destrucción de Roma. Pero llegó un momento en que Espartaco comprendió que nunca podría destruir a Roma, que, en cambio, Roma los destruiría ellos. Aquél fue el comienzo, y el final fue que veinte mil esclavos marcharon a las órdenes de Crixo. Y ahora Crixo ha muerto y su ejército ha sido destruido. Crixo está muerto y sus hombres están muertos. No reirá más ni gritará más el enorme, violento y pelirrojo Galo. Está muerto.
(David está con Espartaco cuando llega la noticia. Un mensajero, un superviviente, trae la noticia. Mensajeros como éste llevan a la muerte a su lado. Espartaco escucha. Luego se vuelve hacia David.
(–¿Has oído?–le pregunta.
(–He oído.
(–¿Has oído que Crixo ha muerto y que su ejército ha sido aniquilado?
(–He oído.
(–¿Tanta muerte existe en el mundo? ¿Tanta?
(–El mundo está lleno de muerte. Antes de haberte conocido sólo había muerte en el mundo.
(–Ahora solamente hay muerte en el mundo –dice Espartaco.
(Ha cambiado. Es distinto. Nunca volverá a ser como era antes. Nunca volverá a tener con la vida la hermosa re¬lación que había mantenido hasta ahora, que había man¬tenido aun en las minas de oro de Nubia, que había man¬tenido aun en el circo, cuando estaba desnudo, con un puñal en la mano. Para él ahora la muerte ha triunfado so¬bre la vida. Allí está ahora sin nada en el rostro y los ojos llenos de nada, y, entonces, de la nada caen las lágrimas y ruedan por sus anchas y morenas mejillas. ¡Qué cosa terrible es para David estar allí y verlo llorar! Es Espartaco el que está llorando. Un pensamiento cruza la mente del judío y es éste: ¿Debo hablarte de Espartaco? (Porque nada verás mirándolo. Porque nada sabrás mirándolo. Sólo verás su nariz rota y aplastada, su ancha boca, su tez morena y sus ojos separados. ¿Cómo puedes llegar a saber algo sobre él? Es un hombre nuevo. Dicen que como los héroes de los tiempos pasados; ¿pero qué tienen en común con Espartaco los héroes de los tiempos pa¬sados? ¿Procede un héroe de un esclavo que ha sido engen¬drado por un esclavo? ¿Y de dónde procedía este hombre? Cómo puede vivir sin odio y sin envidia? A un hombre pue¬de conocérselo por su amargura y por su rencor, pero he aquí a un hombre sin amargura y sin rencor. He aquí a un hombre noble. He aquí a un hombre que nada malo hizo en toda su vida. Es diferente de ti, pero también es diferen¬te de nosotros. Es lo que nosotros estamos comenzando a ser; pero ninguno de nosotros es lo que él es. Avanzó más allá que nosotros. Y ahora llora.
(–Por qué lloras? –pregunta David–. Ahora será muy difícil para nosotros. ¿Por qué lloras? No nos darán cuar¬tel hasta que todos estemos muertos.
(–¿Tú nunca lloras? –le pregunta Espartaco.
(–Lloré cuando clavaron a mi padre en la cruz y nun¬ca más volví a llorar.
(–Tú no lloraste por tu padre –dice Espartaco– y yo no lloro por Crixo. Lloro por nosotros. ¿Por qué ocurrió esto? – ¿En qué nos equivocamos? Al comienzo nunca tuve una duda– Toda mi vida estaba consagrada al momento en que los esclavos tuvieran fuerza y armas en sus manos. Y entonces nunca tuve una duda. Había pasado para siempre el tiempo de los latigazos. Se oía el sonido de las campanas a través de todo el mundo. ¿Por qué fracasamos, entonces? – ¿Por qué fracasamos? ¿Por qué has muerto, Crixo, camarada mío? ¿Por qué eras tan empecinado y terrible! ¡Ahora has muerto y han muerto todos tus valerosos hombres!
(El judío dice: «Los muertos se han ido. ¡Deja de llorar!
(Pero Espartaco se deja caer al suelo, doblado sobre sí mismo, y con el rostro pegado a la tierra grita: «Traedme a Varinia. Traédmela. Decidle que tengo miedo y que la muerte se cierne sobre mí».)

IX

Hubo un momento de completa claridad antes de que mu¬riera el gladiador. Abrió los ojos; la vista se le aclaró y du¬rante un instante no tuvo conciencia de dolor alguno. Vio nítidamente y con claridad la escena en torno a él. Allí es¬taba la vía Apia, la gran ruta romana, gloria y nervio de Ro¬ma, tendida hacia el norte, cubriendo la distancia hasta la misma urbe. Al otro lado se levantaban las murallas de la ciudad y la puerta Apia. Había en ella una docena de sol¬dados aburridos. Estaba el capitán a cargo de la guardia de dicha puerta, flirteando con una hermosa muchacha. A la orilla del camino, sentados en los bordes, había un grupo de morbosos ociosos. Por el camino propiamente dicho el tráfico era variable, ya que era avanzada la cuarta hora y la mayor parte de la población libre de la ciudad se encontraba en los baños. Más allá de la carretera, el gla¬diador imaginaba ver, al desviar la vista, el resplandor del mar en la más hermosa de las bahías. Del mar llegaba una corriente de aire fresco y el roce de sus ráfagas en el rostro era como la caricia de las frescas manos de la mujer que el hombre ama.
Vio los verdes arbustos que bordeaban la orilla de la carretera y los obscuros cipreses que se elevaban más atrás y hacia el norte, las onduladas colinas y los picos de la montaña solitaria en que se ocultaban los esclavos cuando huían. Vio el cielo azul de la tarde, azul y hermoso como la pena por un deseo insatisfecho, y bajando la vista vió una solitaria mujer que, acurrucada a unos diez metros de la cruz, lo miraba intensamente y lloraba al observarlo.
«¿Por qué llora por mí? –se preguntó entonces el gladiador–. ¿Quién eres, anciana, tú que estás allí sentada lloras por mí?»
Sabía que se estaba muriendo. Su mente estaba lú¬cida; sabía que se estaba muriendo y se sentía feliz por el hecho de que pronto no habría ni recuerdos ni dolor, si¬no tan sólo ese sueño que con certeza todos los hombres saben que dormirán. Ya no tenía deseo alguno de luchar o resistir a la muerte. Se daba cuenta de que cuando ce¬rrara los ojos la vida lo abandonaría, tranquila y rápida¬mente.
Y vio a Craso. Lo vio y lo reconoció. Sus ojos se en¬contraron. El general romano permaneció tan derecho e inmóvil como una estatua. La blanca toga le cubría con sus pliegues de la cabeza a los pies. Su cabeza, tostada por el sol, fina y hermosa, era como un símbolo de la fuerza, el poderío y la gloria romanos.
«¡De modo que estás aquí para verme morir, Craso! –pensó el gladiador–. Has venido a ver morir en la cruz al último de los gladiadores. Y de ese modo muere un gladia¬dor y lo último que ve es al hombre más rico del mundo.» Entonces el gladiador recordó la otra vez en que ha-bía visto a Craso. Recordó a Espartaco, también. Recor¬dó cómo estaba Espartaco. Sabían que todo había termi¬nado; sabían que ya no había nada que hacer; sabían que era la última batalla. Espartaco se había despedido de Varinia. Porque, pese a sus ruegos, pese a sus desesperadas su¬plicas, se había despedido de ella y la había obligado a irse. Por ese entonces estaba en avanzado estado de gestación y Espartaco había tenido la esperanza de que el niño hubiera nacido antes de que los romanos terminaran con ellos. Pero el niño aún no había nacido cuando se separó de Varinia, y entonces Espartaco le dijo a David:
–Nunca llegaré a ver al niño, viejo amigo y camarada. Eso es lo único que lamento. No lamento nada más en absoluto.
Estaban en medio de la batalla cuando le trajeron a Espartaco el caballo blanco. ¡Qué hermoso caballo era! Un magnífico potro persa, blanco como la nieve, arrogan¬te y brioso. Era el caballo adecuado para Espartaco. Se ha¬bía librado de sus preocupaciones; eso había hecho Espar¬taco. No era que adoptara una pose. En verdad, se sentía feliz y rejuvenecido y pleno de vida y fortaleza y ardor. En los últimos seis meses había encanecido, pero en ese mo¬mento nadie se fijaba en sus cabellos grises, sino en la vi¬brante juventud de su rostro. Aquel feo rostro era hermo¬so. Todos veían cuan hermoso era. Los hombres lo miraban y no sabían qué decir. Y entonces le llevaron el hermoso caballo blanco.
–Ante todo, gracias por este espléndido regalo, que¬ridos amigos, queridos camaradas –fue lo que dijo–; ante todo, gracias. Os lo agradezco de todo corazón.
Luego desenvainó la espada y, en un movimiento de¬masiado rápido para seguirlo con la vista, la hundió has¬ta la empuñadura en el pecho del animal y se aferró a ella mientras aquél retrocedía y relinchaba y sólo la abandonó cuando el animal cayó de rodillas, se tumbó y murió. Entonces los enfrentó con la espada chorreante en la mano y ellos lo miraron horrorizados y con asombro. Pero nada había cambiado en él.
–Ha muerto un caballo –dijo–. ¿Vais a llorar porque muerto un caballo? Nosotros luchamos por la vida de hombres, no por la vida de bestias. A los romanos les gustan los caballos, pero por los esclavos no sienten sino desprecio. Ahora veremos quién sale airoso de este campo de batalla, si los romanos o nosotros. Os he agradecido el regalo. Fue una prueba del cariño que me tenéis, pero no necesitaba ese regalo para saberlo. Sé lo que anida en mi corazón. Mi corazón rebosa de amor por vosotros. No hay palabras en el mundo para expresar todo el cariño que siento por vosotros, mis queridos camaradas. Nues¬tras vidas estuvieron unidas. Aunque hoy fracasemos, ha¬bremos hecho algo que los hombres recordarán para siem¬pre. Durante cuatro años hemos luchado contra Roma... Cuatro largos años. Nunca volvimos la espalda a un ejérci¬to romano. Nunca huimos. Ni huiremos hoy del campo de batalla. ¿Queréis que combata desde un caballo? Dejad los caballos para los romanos. Yo combato de pie, jun¬to a mis hermanos. Si hoy ganamos esta batalla, tendre¬mos caballos en abundancia, y les pondremos arreos para engancharlos a los arados, no a los carros romanos. Y si per¬demos..., bueno, si perdemos, no necesitaremos caballos. Luego los abrazó. Abrazó y besó en los labios a cada uno de los viejos camaradas que aún quedaban. Y cuando le correspondió el turno a David, le dijo:
–¡Ah!, mi amigo, gran gladiador. ¿Estarás hoy a mí lado?
–Siempre.
Y, colgando de la cruz, mirando a Craso, el gladiador pensó: «¿Cuánto puede hacer un hombre?». En esos mo¬mentos, no se arrepentía de nada. Había combatido al lado de Espartaco. Había combatido mientras este hom¬bre que estaba frente a él, este gran general montado en su caballo, trataba de abrirse paso entre las filas de los es¬clavos. Él había gritado junto con Espartaco:
–Ven a nosotros, Craso, ven y saborea nuestro recibimiento.
Había luchado hasta que fue derribado por una piedra arrojada con una honda. Había combatido valerosamente. Se sentía feliz de no haber tenido que presenciar la muerte de Espartaco. Se sentía feliz de ser él y no Espar¬taco quien tuviera que sufrir la vergüenza y la indignidad de la cruz. No lamentaba nada ni nada le importaba y, en ese instante, no sentía dolor alguno. Comprendió la últi¬ma alegría juvenil de Espartaco. No había derrota. Aho¬ra era como Espartaco, porque con el tracio compartía el profundo secreto de la vida que Espartaco conocía. Qui¬so decírselo a Craso. Desesperadamente trató de hablar. Movió los labios y Craso avanzó hacia la cruz. Craso se que¬dó allí, mirando al moribundo, pero no se oyó palabra alguna del gladiador. Entonces la cabeza del gladiador ca¬yó hacia delante; sus últimas fuerzas lo abandonaron y mu¬rió.
Craso estuvo allí hasta que se le unió la anciana.
–Está muerto –dijo la anciana.
–Lo sé –respondió Craso.
Y caminó hacia la puerta y se internó en las calles de Capua.

X

Esa noche Craso cenó solo. No estaba en casa para na¬die, y sus esclavos advirtieron en él ese negro malhumor que muy a menudo se apoderaba de él y, en consecuencia, caminaban silenciosa y cuidadosamente.
Antes de cenar había dado cuenta de la mayor parte del contenido de una botella de vino, y después de cenar se sentó junto a un frasco de servius, que era el nombre que se le daba a un fuerte aguardiente de dátiles, destila¬do e importado de Egipto. Solo y malhumorado, alcanzó un alto grado de embriaguez, una embriaguez en la que se mezclaban la desesperación y el aborrecimiento hacia sí mismo, y con la que llegó a un punto en que apenas po¬día tenerse en pie. Tambaleando, llegó a su dormitorio y allí dejó que sus esclavos le ayudaran a meterse en el lecho para pasar el resto de la noche.
No obstante, tuvo un sueño profundo y reparador. Por la mañana, se sintió descansado, sin dolor de cabeza y no recordaba haber tenido pesadilla alguna que hubiera importunado su sueño. Tenía la costumbre de bañarse dos veces al día, inmediatamente después de despertar, por la mañana, y por la tarde, antes de cenar. Al igual que muchos ricos romanos, se había impuesto como obligación concurrir a los baños por lo menos dos tardes en la sema¬na, pero se trataba de una decisión basada en cuestiones políticas y no en una necesidad personal. Hasta en Capua tenía un hermoso baño propio, un lavabo con azulejos de poco más de un metro cuadrado, construido al nivel del suelo y convenientemente acondicionado con agua caliente y fría. Dondequiera que viviera, insistía en tener un cómodo cuarto de baño y, cuando construía una casa, las ca¬ñerías eran siempre de bronce o plata, de modo que no hubiera corrosión.
Una vez que hubo tomado el baño, el barbero lo afei¬tó. Esa parte del día le encantaba, con el suave deslizar de la afilada navaja sobre su piel y la infantil sensación que experimentaba, estrechamente mezclada con la del peli¬gro, las toallas calientes que venían a continuación, los un¬güentos con que le friccionaban la piel y los masajes en el cuero cabelludo que constituían el final obligado. Era muy vanidoso respecto a su cabello y estaba muy preocu¬pado porque empezaba a caérsele.
Se puso una sencilla túnica azul obscuro, ribeteada con hilos de plata y, como era su costumbre, calzó unas suaves botas blancas de ante, que le llegaban a las rodillas. Debi¬do a que ese tipo de botas no podían ser limpiadas conve¬nientemente, ya que después de dos o tres días de uso ine¬vitablemente quedaban salpicadas de lodo, Craso tenía su propio taller de zapatería donde trabajaban cuatro escla¬vos dirigidos por un jornalero. El gasto valía la pena, ya que con la túnica azul y las blancas botas tenía una apariencia muy atractiva. En vista de que el tiempo se estaba poniendo caluroso, decidió prescindir de la toga y, después de tomar un desayuno liviano, consistente en frutas y galletas, se hizo llevar en litera a la casa en que residían los tres jóvenes. Estaba un poco avergonzado y perturbado por la forma en que había tratado a Helena y, después de todo les había prometido atenderlos en Capua.
Una o dos veces Craso había estado antes en aque¬lla casa y conocía superficialmente al tío de Helena, de modo que, al llegar, el esclavo de la puerta principal le dio una cálida bienvenida y lo hizo pasar al patio en que la fa¬milia y sus huéspedes estaban aún desayunando. Helena se ruborizó al verlo y perdió esa compostura juvenil que tan cuidadosamente mantenía. Cayo parecía realmente contento de verlo y el tío y la tía, apreciando profunda¬mente el honor que les hacía el general, dieron muestras de toda su hospitalidad. Solamente Claudia lo miró astu¬ta y cínicamente con un destello un tanto malicioso en la mirada.
–Si no tenéis compromisos para hoy –dijo Craso–, me gustaría haceros conocer una fábrica de perfumes. Sería una lástima haber venido a Capua y no haber visitado uno de estos establecimientos. Sobre todo si se considera que nuestra pobre ciudad es famosa tan sólo por sus gladiado¬res, sus perfumes y muy poco más.
–Combinación bastante extraña –comentó Claudia sonriendo.
–No tenemos compromiso alguno –dijo Helena con rapidez.
–Helena quiere decir que tenemos planes, pero los cancelaremos gustosos para salir con usted.
Cayo miró con dureza y casi con enojo a su herma¬na. Craso explicó que, por supuesto, la invitación incluía también a los mayores, pero ellos se disculparon. Las fá¬bricas de perfumes no eran novedad para ellos y la matro¬na de la casa dijo que el aspirar demasiado los perfumes le producía dolor de cabeza.
Poco más tarde salieron en dirección a las fábri¬cas de perfumes. Las literas fueron conducidas hacia el barrio antiguo de Capua. Las calles se hacían más estrechas y los edificios eran cada vez más altos. Eviden¬temente no se cumplían allí ni las más elementales or¬denanzas de la urbe, ya que los edificios se elevaban cual disparatadas construcciones infantiles de cubos de ma¬dera. Muy a menudo parecían unirse en lo alto, donde se los apuntalaba con maderos. Aunque era de mañana y el cielo estaba claro y azul, aquellas calles estaban in¬mersas en una triste penumbra. Las calles estaban sucias; los desperdicios eran arrojados al centro de las mismas des¬de las viviendas, donde se pudrían, y el desagradable olor de la putrefacción se mezclaba de manera creciente con la dulzona y nauseabunda fragancia de los aceites perfu-mados.
–Ya veis –dijo Craso– dónde están nuestras fábricas y por qué. El olor cumple un propósito útil.
En aquellas calles no se veían esos esclavos bien ves¬tidos y de aspecto saludable que se observaban en los me¬jores barrios de la ciudad, ni tampoco se veían muchas li¬teras. En las acequias jugaban niños sucios y semidesnudos. En los puestos de las aceras, mujeres po-bremente vestidas regateaban el precio de los alimentos o estaban sentadas en las puertas de las casas de vecindad alimentando a sus criaturas. Se oía el murmullo de curio¬sas charlas y de las ventanas salían los olores de extra¬ños alimentos en cocción.
–¡Qué lugar más horrible! –dijo Helena–. ¿Es cierto entonces que los perfumes salen de esta sentina?
–Así es, querida. Más y mejores perfumes que los que puedan hacerse en cualquier otra ciudad del mundo. Y en cuanto a la procedencia de esta gente, la mayoría son si¬rios y egipcios, pero hay también algunos griegos y judíos. Hemos tratado de hacer funcionar nuestras fábricas con esclavos, pero no da resultado. A un esclavo se le puede forzar a trabajar, pero no se le puede obligar a que no arrui¬ne lo que hace. Y esto a él no le preocupa. Entréguele un azadón o una guadaña o un hacha o un martillo y verán lo que hace y, de todos modos, herramientas como ésas es difícil estropearlas. Pero entréguenle seda para tejer o fi¬nos hilos de lino o delicadas retortas o póngasele a reali¬zar mediciones exactas o désele parte en el trabajo de una fábrica y, seguro como que hay Dios, echará a perder el trabajo que hace. Y en cuanto a nuestros propios proleta¬rios, ¿qué incentivo tienen en el trabajo? De todos modos, hay diez candidatos para cada puesto. ¿Por qué ha de tra¬bajar uno si los otros nueve viven mejor en el paro y se pa¬san los días apostando o en el circo o en los baños? Se en¬rolarán en el ejército porque allí hay algunas perspectivas de riqueza, si se tiene suerte, pero aun en el ejército hay que recurrir cada vez más a los bárbaros. Pero no irán a una fábrica, debido a los salarios que podemos pagar. Des¬truimos sus gremios, porque, si no lo hacíamos, hubiéra¬mos tenido que renunciar a nuestras fábricas. De modo que ahora contratamos a sirios, egipcios, judíos y griegos, y aun ellos trabajan tan sólo hasta que logran ahorrar lo suficiente para comprar la ciudadanía a algún caudillo po¬lítico de barrio. No sé en qué terminará todo esto. Pero tal como están las cosas, las fábricas se están cerrando, no abriendo.
Ya estaban en la fábrica. Se trataba de un feo edificio de madera, desproporcionadamente bajo, levantado en medio de las casas de vecindad. Tenía poco menos de ca¬torce metros cuadrados de superficie, y se veía sucio y des¬tartalado. La madera estaba podrida en algunas partes y en otras faltaban algunas tablas. Del techo emergía un ver¬dadero bosque de chimeneas humeantes. En un costado había una plataforma para carga y junto a la plataforma estaban alineados varios carromatos. Sobre ellos se apila¬ban grandes cantidades de paquetes de cortezas, canas¬tas con frutas y recipientes de barro cocido.
Craso ordenó que las literas fueran llevadas hasta el frente de la fábrica. Una vez allí, las amplias puertas de ma¬dera de la entrada fueron abiertas de par en par, y Cayo, Helena y Claudia tuvieron la primera impresión del inte¬rior de una fábrica de perfumes. El edificio consistía en un gran cobertizo cuyo techo sujetaban vigas de madera, y gran parte del mismo tenía aberturas para que se reno¬vara el aire y entrara la luz. La atmósfera estaba recargada por el calor y el resplandor de los hornos abiertos. Sobre largas mesas había cacharros y crisoles, y la masa de ser¬pentinas de condensación que salía de los alambiques pa¬recía una visión sacada de un fantástico sueño. Y dominán¬dolo todo se sentía el rico y nauseabundo olor de los aceites perfumados.
Los visitantes también quedaron impresionados al ver a centenares de trabajadores en plena labor. Eran hombres pequeños, de piel morena, muchos de ellos bar¬budos, desnudos a no ser por sus taparrabos, que se ocu¬paban de los alambiques, alimentaban los hornos o per¬manecían ante las largas tablas donde desmenuzaban cascaras y cortezas de frutas o se dedicaban a llenar con la esencia pequeños tubos de plata, vertiendo gota a go¬ta el precioso líquido, para terminar sellando cada tubo con cera caliente. Otros pelaban frutas o desmenuzaban blancas tiras de grasa de cerdo.
El capataz de la fábrica –un romano al que Craso pre¬sentó con el nombre único de Avalo, sin la dignidad de otro nombre– dio la bienvenida al general y a sus invita¬dos con una mezcla de celo fingido, codicia y cautela. Unas cuantas monedas dadas por Craso hicieron que se volviera más ansioso de agradarlos y así fue como los con¬dujo atentamente de un lado a otro de la fábrica. Los obre¬ros continuaron con su trabajo, los rostros duros, concen¬trados y ceñudos. Cuando miraban de soslayo a los visitantes, aparentemente no se advertía un cambio en su expresión.
De todo cuanto vieron, lo que pareció más extraño a Cayo, Helena y Claudia, fueron los trabajadores. Nunca habían visto antes tal clase de hombres. Había en ellos al¬go diferente y aterrador. No eran esclavos ni eran roma¬nos. Tampoco se parecían al decreciente número de cam¬pesinos que todavía permanecían ligados a pequeñas parcelas de tierra en lugares dispersos de Italia. Eran hom¬bres diferentes, y tal diferencia era digna de preocupación.
–Aquí realizamos –explicó Craso– el proceso de des¬tilación. Esto debemos agradecérselo a los egipcios, pero ellos nunca llegaron a transformar el proceso de destila¬ción en producción en masa. Es Roma la que organiza las cosas.
–Pero ¿es que alguna vez fue distinto? –preguntó Ca¬yo.
–¡Oh, sí! En tiempos pasados, el hombre debía de¬pender de la producción natural de esencias, en especial de la oliva, la mirra y, por supuesto, el alcanfor. Todas ellas son resinas gomosas y son exudadas por la corteza de los árboles. En Oriente, por lo que he oído decir, la gente tie¬ne plantaciones de esos árboles. Hacen incisiones en la corteza de los árboles y recogen la goma en forma regu¬lar. Fundamentalmente esas esencias se las quemaba co¬mo incienso. Entonces los egipcios inventaron el alambi¬que, que no solamente nos proporciona el aguardiente y un camino más corto para llegar a la embriaguez, sino tam¬bién perfumes.
Los condujo hasta una de las mesas donde un tra¬bajador estaba cortando cascaras de limón en láminas tan finas como si fueran hojas de papel. Craso puso al trasluz una de aquellas láminas.
–Si observáis con atención, veréis los diminutos de¬pósitos de aceite. Y, por supuesto, ya conocéis la fragancia de la cascara de limón. Ésta es la base (no solamente el limón, desde luego, sino cientos de frutas y cascaras distin¬tas) para obtener la preciosa quintaesencia. Ahora, seguid¬me si os parece...
Entonces los condujo hacia uno de los hornos. Allí se estaba poniendo en cocción un gran recipiente con pedacitos de cascaras. Una vez colocado en el horno, éste era cerrado herméticamente con una tapa de metal. De la tapa salía un tubo de cobre enroscado sobre sí mismo has¬ta un lugar en que quedaba sometido a una lluvia de agua. El final del tubo se ajustaba a otro recipiente.
–Éste es el alambique –explicó Craso– en que se hier¬ve el material, trátese de cortezas, hojas o cascaras de fru¬tas, hasta que se abran los diminutos depósitos de aceite. Entonces sube en forma de vapor y éste se condensa con la lluvia de agua.
Craso los llevó hasta otro horno, en que el alambique estaba destilando, y prosiguió:
–Por ahí vendrá el agua. Cuando se ha obtenido un recipiente con ella, la enfriamos y el aceite se condensa en la superficie. El aceite es la quintaesencia y ésta se ex¬trae cuidadosamente y se guarda sellada en esos tubos de plata. Lo que queda es la fragante agua que tan de moda está en nuestros días como bebida a la hora del desayu¬no.
–¿Así que eso es lo que nosotros bebemos? –gritó Claudia.
–Más o menos. Se la corta con agua destilada, pero le aseguro que es muy saludable. Además esas aguas son mezcladas para obtener distintos gustos, del mismo modo que se mezclan los aceites para obtener otros perfumes. Tal como está ahora, se la emplea como agua de tocador.
Vio que Helena lo miraba y sonreía y le preguntó:
–¿Cree que no les estoy diciendo la verdad?
–No, no. Simplemente estoy admirada de sus cono¬cimientos. Puedo recordar la cantidad de veces que en mi vida oí decir la forma en que se hacían las cosas. Siempre pensé que no habría nadie que supiera cómo se hacen las cosas.
–Mi misión es saberlo –replicó Craso serenamente–. Soy un hombre muy rico. No tengo vergüenza de serlo, co¬mo ocurre con muchos. Mucha gente, querida mía, me mira en menos porque me he dedicado a hacer dinero. Eso no me preocupa. Me gusta enriquecerme. Pero a di¬ferencia de mis colegas, yo no considero que las fincas rús¬ticas sean una fuente de riqueza, y, cuando me ordenan hacer la guerra, el objetivo que me asignan no es conquis¬tar ciudades, como ocurrió con Pompeyo. Me ordenaron sofocar la rebelión de los esclavos, que fue muy poco pro¬vechosa, por cierto. Cada uno de esos tubos de quintae¬sencia vale diez veces su peso en oro puro. Un esclavo co¬me vuestro alimento y muere. Pero estos trabajadores se convierten en oro. No tengo que preocuparme por su alo¬jamiento o alimentación.
–Sin embargo –dijo Cayo especulativamente–, pue¬den hacer lo que hizo Espartaco...
–¿Una sublevación de trabajadores? –dijo sonriendo Craso al tiempo que movía la cabeza–. No, eso nunca ocu¬rrirá. Fíjese en que no son esclavos. Son hombres libres. Pue¬den ir y venir a voluntad. ¿Por qué habrían de sublevarse?
Craso miró en torno al gran cobertizo y agregó–: No. En efecto mientras duró la rebelión de los esclavos, jamás apa¬gamos estos hornos. No hay lazos de unión entre hombres y esclavos.
Mas, cuando abandonaron el lugar, Cayo estaba in¬quieto. Aquellos extraños y silenciosos hombres barbudos, que trabajaban con tanta rapidez y eficacia, lo habían lle¬nado de temor y desconfianza. Y no sabía por qué.

SÉPTIMA PARTE
Que trata del viaje de regreso a Roma de Cicerón
y Graco, de lo que hablaron durante el camino,
y del sueño de Espartaco y de cómo le fue contado
a Graco

I

Mientras Cayo, Craso y las dos muchachas emprendían via¬je hacia al sur por la vía Apia en dirección a Capua, un po¬co más temprano, Cicerón y Graco partían hacia el norte, en dirección a Roma. Villa Salaria quedaba a algo menos de un día de viaje de la ciudad y, con el transcurso del tiem¬po, se la consideraría ubicada en los suburbios. En con¬secuencia, Cicerón y Graco viajaron sin prisa en sus literas, colocadas éstas una junto a la otra. Cicerón, que tenía in-clinación a proteger a los demás y que en cierto modo era un esnob, se impuso el tratar respetuosamente a aquel hombre que tanto poder tenía en la ciudad y, para decir verdad, resultaba difícil para cualquiera no responder a la gracia política de Graco.
Cuando un hombre dedica toda su vida a conquistar el favor de la gente y a evitar su enemistad, está destina¬do a desarrollar ciertos atributos de convivencia social, y Graco difícilmente había encontrado a persona alguna a quien no pudiera conquistar. Cicerón, en cambio, no era un hombre excesivamente agradable; se trataba de ese ti¬po de joven inteligente que nunca permite que los princi¬pios interfieran con el éxito. Si bien Graco era igualmen¬te oportunista, difería de Cicerón en que respetaba los principios; los consideraba meramente como un inconve¬niente que había que evitar. El hecho de que Cicerón, que gustaba considerarse a sí mismo como materialista, se ne¬gara a reconocer vestigio alguno de decencia en el ser hu¬mano, hacía de él un individuo menos realista que Graco. Ello le permitía también escandalizarse, de vez en cuan¬do, ante la suave malicia del obeso anciano. La verdad es que Graco no era más malvado o vicioso que cualquiera. Simplemente había combatido con mayor fuerza el autoengaño, habiendo encontrado que era un obstáculo a sus am¬biciones.
Por otra parte, Graco sentía por Cicerón menos des¬precio del que podría haber sentido. En cierta medida, Ci¬cerón lo intrigaba. El mundo estaba cambiando; Graco sa¬bía que en el transcurso de su propia vida se había producido un nuevo gran cambio, no solamente en Roma, sino en el mundo entero. Cicerón era un precursor de tal cambio. Cicerón era parte de toda una generación de jó¬venes inteligentes y despiadados. Graco era despiadado, pero dentro de su falta de piedad había cabida para cier¬to reconocimiento de la compasión, un sentido de la pie¬dad que existía aunque no realizaba actos basados en esa piedad. Pero aquellos despiadados jóvenes no podían per¬mitirse ni piedad ni compasión. Parecían tener una arma-dura sin hendedura alguna. Algo de envidia social había de por medio, ya que Cicerón era excesivamente bien edu¬cado y tenía buenas relaciones; pero había también un ele¬mento de envidia por la frialdad concreta que se percibía. En cierta medida, Graco envidiaba en Cicerón una zona de fortaleza en la que él era débil. Y sobre esto meditaba y recapacitaba.
–¿Está usted durmiendo? –preguntó Cicerón suave¬mente. Los cadenciosos movimientos de la litera le hacían amodorrarse y le producían somnolencia.
–No, simplemente pensaba.
–¿Sobre importantes asuntos de Estado? –pregun¬tó con ligereza Cicerón, imaginándose que aquel viejo pirata estaba tramando la perdición de algún inocente senador.
–Sobre nada que tenga importancia. Pensaba en una vieja leyenda, para ser exacto. Un cuento muy viejo, algo tonto, como son siempre los viejos cuentos.
–¿Por qué no me lo cuenta?
–Estoy seguro de que le aburriría.
–Solamente el paisaje aburre a los viajeros.
–De todos modos, es una historia moral, y nada es más cansador que un cuento moralizador. ¿Cree usted que los relatos moralizadores tienen cabida hoy en nuestras vi¬das, Cicerón?
–Son buenos para los niños pequeños. Mi cuento favorito se refiere a un posible pariente lejano. La madre de los Gracos.
–Sin parentesco alguno.
–Por aquel entonces, recuerdo, yo tenía seis años. A los siete años lo puse en duda.
–Usted no pudo haber sido tan malo a los siete años –dijo Graco sonriendo.
–Estoy seguro de que lo era. Lo que más me gusta de usted, Graco, es que nunca ha comprado para usted un ár¬bol genealógico.
–Fue por economía, no por virtud.
–¿Y el cuento?
–Me temo que sea usted demasiado mayor.
–Inténtelo –repuso Cicerón– nunca me han defrau¬dado sus cuentos.
–¿Aun cuando no tengan sentido alguno?
–Nunca carecen de sentido. Tan sólo hay que ser lo suficientemente inteligente para hallarles el sentido.
–En ese caso se lo contaré –dijo Graco riendo–. Se re¬fiere a una madre que sólo tenía un hijo. Era alto, bien for¬mado y bien parecido y ella lo amaba más que madre al¬guna haya amado jamás a su hijo.
–Yo creo que mi madre encontró en mí un obstácu¬lo para sus fantásticas ambiciones.
–Digamos que esto ocurrió hace mucho tiempo, cuan¬do las virtudes eran posibles. Esta madre amaba a su hijo. El sol nacía y se ponía en él. Entonces él se enamoró. Per¬dió su corazón en manos de una mujer que era tan her¬mosa como perversa. Y, como era muy perversa, puede es¬tar seguro de que era hermosísima. Para el hijo no tenía ella, sin embargo, ni una mirada, ni siquiera un saludo. Absolutamente nada.
–He conocido algunas mujeres así –dijo Cicerón.
–De modo que estaba loco por ella. En cuanto tuvo una oportunidad le dijo qué es lo que haría por ella, qué castillos le construiría, qué riquezas reuniría. Eran cosas algo abstractas y ella le dijo que nada de eso le interesaba. En cambio, pidió un regalo que estaba totalmente dentro de sus posibilidades satisfacerlo.
–¿Un regalo corriente? –preguntó Cicerón.
A Graco le gustaba narrar historias. Tomó en consi¬deración la pregunta y luego asintió.
–Un regalo muy sencillo. Le pidió al joven que le tra¬jera el corazón de su madre. Y él lo hizo. Tomó un cuchi¬llo, lo hundió en el pecho de su madre y le arrancó el co¬razón. Y entonces, avergonzado por el horror de lo que había cometido y muy nervioso, corrió por el bosque en que vivía la malvada y hermosa mujer. Y, mientras corría, tropezó en una raíz y cayó, y, al caerse, el corazón saltó de sus manos. Corrió para recoger el precioso corazón que habría de darle el amor de aquella mujer, y al inclinarse para recogerlo, oyó que el corazón le decía: «¿Hijo mío, hijo mío, te hiciste daño al caer?».
Graco se echó hacia atrás en la litera, unió los ex¬tremos de los dedos de ambas manos y los contempló.
–¿Y entonces? –preguntó Cicerón.
–Eso es todo. Le dije que se trataba de un cuento moralizador sin propósito alguno.
–¿Perdón? No es un cuento romano. Nosotros, los ro¬manos, no somos dados a perdonar. De todos modos, ésa no es la madre de los Gracos.
–No se trata de perdón, sino de amor.
–¡Ah!
–¿Usted no cree en el amor?
–¿Por encima de todas las cosas? ¡De ningún modo! Tampoco eso es romano.
–¡Cielos, Cicerón! ¿Puede usted clasificar todas las benditas cosas que hay sobre la tierra en las categorías de romano y no romano?
–La mayoría de las cosas –respondió de modo satis¬fecho Cicerón.
–¿Y usted lo cree?
–Para decir verdad, no –dijo Cicerón riendo.
Graco pensó: «No tiene sentido del humor. Ríe por¬que cree que es el momento oportuno para reír». Y agre¬gó en alta voz:
–Iba a aconsejarle que abandonara la política.
–¿Sí?
–De todos modos, no creo que mi consejo le afecte en modo alguno.
–De modo que usted cree que nunca tendré éxito en la política, ¿verdad?
–No. Yo no diría eso. ¿Ha pensado usted alguna vez en la política? ¿Qué es la política?
–Me imagino que es muchas cosas. Ninguna de ellas muy limpia.
–Tan limpia o sucia como cualquier otra cosa. He pa¬sado mi vida siendo político.
Graco pensó: «No le gusto. Le ataco y me contraata¬ca. ¿Por qué será tan difícil para mí aceptar el hecho de que no les gusto a algunos?».
–He oído decir que su gran virtud –le dijo Cicerón a su obeso interlocutor– es una enorme memoria para los nombres. ¿Es cierto que usted puede recordar los nombres de cien mil personas?
–Otra ilusión acerca de la política. Apenas si conoz¬co a cien personas por su nombre.
–He oído decir que Aníbal recordaba los nombres de todos los soldados de su ejército.
–Sí. Y a Espartaco le atribuiremos una memoria simi¬lar. No podemos admitir que nadie alcance la victoria por¬que sea mejor que nosotros. ¿Por qué le gustan tanto a us¬ted las grandes y pequeñas mentiras de la historia? –¿Es que son todas mentiras?
–La mayoría –dijo Graco en un rugido–. La historia es una explicación basada en la astucia y la codicia. Por eso, nunca es una explicación honesta. Por ese motivo lo interrogué sobre la política. Alguien dijo en Villa Salaria que en el ejército de Espartaco no había política. Allí no podía haberla.
–Ya que usted es un político –dijo Cicerón sonrien¬do–, ¿por qué no me dice qué es un político?
–Un farsante –respondió Graco secamente. –Por lo menos usted es franco.
–Es mi única virtud y es extremadamente valiosa. En un político la gente la confunde con la honestidad. Como usted sabe, vivimos en una república. Y esto quiere decir que hay mucha gente que no tiene nada y un puñado que tiene mucho. Y los que tienen mucho tienen que ser de¬fendidos y protegidos por los que no tienen nada. No so¬lamente eso, sino que los que tienen mucho tienen que cuidar sus propiedades y, en consecuencia, los que nada tienen deben estar dispuestos a morir por las propiedades de gente como usted y como yo y como nuestro buen an¬fitrión Antonio Cayo. Además, la gente como nosotros tie¬ne muchos esclavos. Esos esclavos no nos quieren. No de¬bemos caer en la ilusión de que los esclavos aman a sus amos. No nos aman y, por ende, los esclavos no nos prote¬gerán de los esclavos. De modo que mucha, mucha gen¬te que no posee esclavos debe estar dispuesta a morir pa¬ra que nosotros tengamos nuestros esclavos. Roma mantiene en las armas a un cuarto de millón de hombres. Esos soldados deben estar dispuestos a marchar a tierras extrañas, marchar hasta quedar exhaustos, vivir sumidos en la suciedad y la miseria, revolcarse en la sangre, para que nosotros podamos vivir confortablemente y podamos incrementar nuestras fortunas personales. Los campesinos que murieron luchando contra los esclavos se encontra¬ban en el ejército, en primer lugar, porque habían sido de¬salojados de sus tierras por los latifundios. Las casas de campo atendidas por esclavos los convirtieron en misera¬bles sin tierras y ellos murieron para mantener intactas es¬tas casas de campo. Por lo que nos vemos tentados a ase¬gurar que todo esto es una reductio ad absurdum. Porque usted debe considerar lo siguiente, mi querido Cicerón: ¿qué perderían los valerosos soldados romanos si los escla¬vos vencen? En verdad, ellos los necesitarían desesperada¬mente, ya que no hay suficientes esclavos para trabajar ade-cuadamente las tierras. Habría tierras de sobra para todos y nuestros legionarios lograrían aquello con que sueñan, su parcela de tierra y una pequeña casita. No obstante, mar¬chan a destruir sus propios sueños, para que dieciséis es¬clavos transporten a un viejo cerdo obeso como yo en una cómoda litera. ¿Niega usted la verdad de todo lo que he dicho?
–Creo que si lo que usted dice lo dijera un individuo cualquiera en el Foro, tendríamos que crucificarlo.
–Cicerón, Cicerón –dijo riendo Graco–, ¿se trata de una amenaza? Soy demasiado obeso, pesado y viejo para ser crucificado. ¿Y por qué se pone usted tan nervioso an¬te la verdad? Es necesario mentirles a los otros. Pero ¿es necesario que nosotros creamos en nuestras propias men¬tiras?
–Tal como usted lo plantea. Usted simplemente omi¬te la cuestión fundamental: ¿un hombre es igual a otro o distinto a otro? Hay una falacia en su breve discurso. Us¬ted parte del supuesto de que los hombres son tan iguales entre sí como las peras que hay en una canasta. Yo no. Hay una élite, un grupo de hombres superiores. Si los dioses los hicieron así o fueron las circunstancias, no es cuestión para ponerse a discutirla. Pero hay hombres aptos para mandar y como son aptos para mandar, mandan. Y debi¬do a que el resto son como ganado, se comportan como ganado. Ya ve; usted ofrece una tesis, pero lo difícil es ex¬plicarla. Usted ofrece un cuadro de la sociedad, pero si la verdad fuera tan ilógica como su cuadro, toda la estruc¬tura se desmoronaría en un día. Lo que usted no logra es explicar qué es lo que mantiene unido a este ilógico rom¬pecabezas.
–Sí que lo logro –respondió Graco–. Yo lo mantengo unido.
–¿Usted? ¿Usted solo?
–Cicerón, ¿cree usted realmente que soy un idiota?
–He vivido una larga y azarosa vida y aún me mantengo en la cúspide. Usted me preguntó antes qué era un político. El político es el centro de esta casa de locos. El patricio no puede hacerlo por sí mismo. En primer lugar, piensa en la misma forma que usted, y los ciudadanos romanos no gustan de que se los considere como ganado. Y, no lo son, cosa que algún día usted comprenderá. En segundo lugar, el patricio nada sabe sobre los ciudadanos. Si se la dejara a su cargo, la estructura se desmoronaría en un día. Por eso él acude a gente como yo. El no podría vivir sin nosotros. Nosotros volvemos racional lo irracional. Nosotros conven-cemos al pueblo de que la mejor forma de realizarse en la vida es morir por los ricos. Nosotros convencemos a los ri¬cos de que tienen que ceder parte de sus riquezas para con¬servar el resto. Somos magos. Creamos una ilusión y la ilu¬sión es infalible. Nosotros le decimos al pueblo: vosotros sois el poder. Vuestro voto es la fuente del poderío y la glo¬ria de Roma. Vosotros sois el único pueblo libre del mun¬do. No hay nada más precioso que vuestra libertad, nada más admirable que vuestra civilización. Y vosotros la con¬troláis; vosotros sois el poder. Y entonces ellos votan por nuestros candidatos. Lloran cuando nos derrotan. Ríen de alegría ante nuestras victorias. Y se sienten orgullosos y su¬periores porque no son esclavos. No importa lo bajo que caigan; si duermen en cloacas; si permanecen sentados en los asientos públicos en las carreras y en el circo las veinti¬cuatro horas del día; si estrangulan a sus hijos al nacer; si vi¬ven de la caridad pública y si nunca mueven un dedo, en to¬da su vida, para cumplir una jornada de trabajo. Están sucios, Pero, cada vez que ven a un esclavo, su ego se eleva y se sien¬ten llenos de orgullo y de poder. Entonces saben que son ciudadanos romanos y todo el mundo los envidia. Y en eso consiste mi arte, Cicerón. Nunca subestime la política.

II

Todo esto no hizo que Graco conquistara la estimación de Cicerón, y cuando finalmente llegaron a la primera gran cruz, que se encontraba a pocos kilómetros de las murallas de Roma, Cicerón señaló a un hombre gordo que estaba sentado cabeceando bajo un toldo y le hizo notar a Graco.
–Evidentemente se trata de un político, por la apa¬riencia y la actividad que desarrolla.
–Evidentemente. En efecto, es un viejo amigo mío.
Graco ordenó que se detuvieran las literas y trabajo¬samente bajó de la suya. Cicerón hizo otro tanto, conten¬to de tener una oportunidad de estirar las piernas. Era al atardecer y desde el norte avanzaban nubes que presa¬giaban lluvia. Cicerón las señaló.
–Si lo desea, continúe –dijo Graco.
Ya no sentía deseo alguno de hacerse grato a Cice¬rón. Nunca se entendieron. Los pocos días en Villa Sala¬ria le habían dejado un desagradable sabor en la boca. ¿Qué sería?, se preguntaba. ¿Se estaba volviendo viejo e in¬seguro?
–Esperaré –dijo Cicerón, y se quedó junto a su litera observando a Graco, que se acercó al hombre que se ha¬llaba debajo del toldo. Evidentemente se conocían. Exis¬tía ciertamente una extraña democracia entre las pandilla y entre los políticos. Era un mundo en sí mismo.
«Esa noche», Cicerón oyó decir a Graco. El hombre que se encontraba debajo del toldo inclinó la cabeza.
–¡Sexto! –grito Graco–. Te he dicho cuál es mi oferta, no doy dos condenados centavos por Sexto. O haces lo te digo o nunca volveré a dirigirte la palabra o a mirarte en mi vida... o mientras tú vivas. Lo que no durará mucho si continúas sentado allí bajo ese podrido toldo.
–Lo siento, Graco.
–No me digas que lo sientes. El que lo siente soy yo.
Y Graco se dirigió a su litera y se instaló en ella. Cice¬rón no hizo preguntas relativas a lo que acababa de ocu¬rrir pero cuando ya se estaban acercando a las puertas de la ciudad le recordó a Graco el cuento que le había rela¬tado al comenzar el viaje, aquel de la madre que tanto ama¬ba a su hijo.
–Era un cuento entretenido, pero usted desvirtuó par¬te de su significado.
–¿Le parece? ¿Alguna vez estuvo usted enamorado, Cicerón?
–No en la forma en que lo cantan los poetas. Pero ese cuento...
–¿El cuento? Bueno, créame, no recuerdo por qué lo conté. Debe de haber habido algún propósito, me imagi¬no, pero lo he olvidado.
Dentro de la ciudad se separaron y Graco se fue a su casa. Ya obscurecía cuando llegó y tomó el baño cuando ya estaban encendidas las lámparas. Luego le dijo a su ama de llaves que demoraría algo en cenar porque estaba esperando a un invitado. La mujer inclinó la cabeza y Graco se fue a su dormitorio y se tumbó, la vista perdida en la oscuridad. La muerte le rozó mientras estaba allí. Había un viejo proverbio latino sobre la obscuridad. Spatiem pro morte facite. Haz sitio a la muerte. A menos que uno se acostara con una mujer a quien amara. Pero Graco nunca lo había hecho. Nunca con una mujer a quien amara. Com¬praba a las mujeres en el mercado; eso es lo que hacía el viejo Graco. Eso es lo que hacía el viejo y malicioso Graco. ¿Cuándo una mujer se había acercado a él voluntaria y ale¬gremente? Se imponía a sí mismo un sentido de posesión y una corriente de identidad con las mujeres que compra¬ba como concubinas; pero nunca ocurría.
Entonces recordó aquel episodio de la Odisea en que Odiseo se venga después de haber dado muerte a los pér¬fidos pretendientes. Graco no había tenido la ventaja de contar con un maestro griego en su infancia, que le ha¬bría ayudado a interpretar debidamente a los clásicos pá¬gina a página. Llegó a ellos por sí mismo y los leyó en la forma en que los lee un hombre que se ha formado a sí mismo. De modo que siempre se había sentido intrigado por el despiadado y casi inhumano odio que Odiseo sen¬tía por sus esclavas que se habían acostado con los pre-tendientes. Recordaba en ese momento cómo Odiseo ha¬bía obligado a las doce mujeres a llevar los cadáveres de sus amantes hasta el patio y a limpiar su sangre del su¬cio suelo de la sala del banquete. Luego las condenó a muerte y encomendó a su hijo la ejecución de la sen-tencia. El hijo superó al padre. Fue Telémaco el que ima¬ginó una cuerda atada a doce cuellos y el acto de levan¬tar juntamente a las víctimas como una fila de gallinas desplumadas.
«¿Por qué tanto odio?», se preguntaba Graco. «¿Por qué ese terrible y desbocado odio?» A menos –como a me¬nudo se le había ocurrido– que Odiseo hubiera compar¬tido su lecho con cada una de las esclavas. Así que ha¬bía cincuenta esclavas en la casa y cincuenta concubinas para el moralista hombre de Itaca. ¡Y éste era el sujeto a quien habría estado esperando la paciente Penélope!
Sí, y él, Graco, había hecho lo mismo –demasiado ci¬vilizado, tal vez, para matar a una esclava que se hubiera acostado con otro, o menos preocupado por ello–, pero en esencia no era diferente en las relaciones con las mu¬jeres. En toda su larga vida nunca se había preocupado ma¬yormente por lo que una mujer era. Se había vanagloria¬do ante Cicerón de no tener miedo de reconocer la verdad esencial de las cosas, pero la verdad de las mujeres del mun¬do en que habitaba era algo que no se atrevía a enfrentar. Y ahora, por fin –haciendo de verdad una excelente bro¬ma– había encontrado una mujer que no era menos que un ser humano. La dificultad estribaba en que aún tenía que dar con ella.
La esclava golpeó a la puerta y le dijo que el invitado a cenar había llegado.
–Iré en seguida. Atiéndalo. Está sucio y harapiento, pero haré que azoten a cualquiera que lo mire en menos. Dele agua caliente para que se lave la cara y las manos y después ofrézcale una toga liviana, para que se cubra con ella. Se llama Flavio Marco. Llámelo por su nombre y háblele con respeto.
Las órdenes evidentemente habían sido obedecidas, ya que cuando Graco llegó al comedor el gordo que antes había estado sentado bajo el toldo del primer crucifijo, se hallaba reclinado en un diván, se veía bastante limpio y respetable, aunque era evidente que necesitaba afeitarse. Al entrar Graco, se frotó la barba tímidamente. «Si pudie¬ras agregar una afeitada a todo esto...»
–Tengo apetito y creo que deberíamos comer, Flavio. Puedes pasar la noche aquí y por la mañana haré que mi barbero te atienda. Será mejor después de una reparadora noche de descanso y un baño. Te dejaré una túnica limpia y un par de zapatos decentes. Tenemos casi la misma me¬dida y mis ropas te quedarán bastante bien.
Tenían la misma estatura y se veían bastante pareci¬dos. Se podría haberlos tomado por hermanos.
–Por supuesto que siempre que no tengas miedo de que Sexto te regañe por abandonar su insignificante sine¬cura y aceptar una migaja mía.
–Sí, a ti te resulta fácil decirlo –dijo Flavio con tono quejumbroso–. Las cosas te han salido bien, Graco. Rique¬za, comodidades, respeto, honores, poder. La vida es co¬mo un tazón de crema para ti, pero para mí ha sido algo muy distinto, te lo aseguro. Te puedo asegurar que un hom¬bre no se siente bien ni orgulloso si se halla sentado al pie de un cadáver podrido y debe inventar mentiras para que los viajeros le unten con algo la palma de la mano. Es co¬sa desagradable y amarga ser mendigo. Pero al final, cuan¬do se terminaba mi cuerda, conseguí algo de Sexto. Aho¬ra, cuando vaya nuevamente a verlo, me dirá: «¡Ah, conque no me necesitas! Ve a ver a tu gran protector y amigo, Gra¬co». Eso es lo que me dirá. Te odia. Y me odiará a mí.
–Déjalo que te odie –dijo Graco–. ¡Sexto es un rena¬cuajo, una cucaracha, un insignificante caudillo de barrio! Déjalo que te odie. Haz lo que yo te digo y te conseguiré al¬go, aquí en la ciudad, una escribanía, una conserjería, algo que te permita economizar y vivir decentemente. No ne¬cesitarás volver a arrastrarte ante Sexto.
–Hubo una época en que yo tenía muchos amigos, cuando les era útil. Ahora podría morirme en cualquier cuneta...
–Tú eres útil para mí –lo interrumpió Graco–. Partamos de esa base. Y ahora come tu cena y deja de gimotear. ¡Cie¬los!, si la buena suerte ya está contigo. Pero tienes miedo de decirle: «¡Hola!, ¿cómo estás?». Ignoro de qué tienes miedo.
Los alimentos y el vino ablandaron a Flavio. Graco te¬nía a una egipcia en su cocina. Su especialidad eran los pi¬chones deshuesados que rellenaba con piñones y ceba¬da. Los horneaba a fuego lento y rociaba con aguardiente y jarabe de higos. Los servía con salchichas delgadas he¬chas de picadillo de lenguas de cordero ahumadas y cas¬caras de limón, llamadas pholo, y que con justicia eran fa¬mosas en toda la ciudad. La comida comenzaba con melón y continuaba luego con esos dos platos. Luego una sopa de crema de langosta picada, suavemente perfumada con ajo. A continuación, un budín dulce de uvas y dátiles, acom-pañado con finísimas lonchas de jamón ahumado. Lue¬go hongos asados sobre una base de salmón frío y final¬mente una fuente de pasta de almendras y sésamo, como postre. A tono con ello, pan blanco caliente y buen vino tinto, y una vez que hubieron terminado Flavio se echó ha¬cia atrás, sonriente y cómodo, con el enorme vientre li¬geramente hinchado, y dijo:
–Graco, no he comido una comida como ésta en cin¬co años. La buena comida es el mejor bálsamo que existe. ¡Cielos, qué comida! ¡Y tú comes esto todas las noches! Bueno, tú eres un hombre inteligente, Graco, y yo soy un pobre viejo tonto. Supongo que te lo mereces y que yo no tengo derecho a albergar resentimiento alguno. Ahora es¬toy dispuesto a escuchar qué es lo que quieres que haga por ti. Aún conozco a alguna gente, unos cuantos pandi¬lleros, unos cuantos degolladores, unos cuantos proxe¬netas y unas cuantas dueñas de burdel. No me imagino qué puedo hacer por ti que tú no puedas hacer por ti mis¬mo o por intermedio de alguien que lo haría mejor, pero estoy dispuesto.
–Hablaremos de eso mientras bebemos el aguardien¬te –dijo Graco. Llenó un vaso para cada uno y prosiguió–: Creo que tienes virtudes, Flavio. Podría haber recurrido a algún otro que conociera a todo el mundo en Roma, de esos que trafican con cuerpos y con almas y sufrimientos, pero no deseo poner esto en manos de nadie que tenga vinculación conmigo. Quiero que sea algo hecho con dis¬creción y eficiencia.
–Yo sé callarme la boca –dijo Flavio. –Me consta que sabes hacerlo. Por ese motivo te he pedido que te hagas cargo del asunto. Quiero que me en¬cuentres a una mujer. Una esclava. Quiero que la encuen¬tres y la compres, sea cual fuere el precio. Y puedes dispo¬ner a discreción del dinero que fuese necesario para encontrarla.
–¿Qué tipo de mujer? ¡Sabe Dios!, con todas las es¬clavas que hay en el mercado! Al finalizar la rebelión de los esclavos se ha producido una superabundancia de ellas y sólo en casos excepcionales es preciso pujar por el pre¬cio de alguna. Estoy seguro de poder conseguir el tipo de mujer que quieras: negra, blanca, amarilla o morena, virgen o ramera, vieja o joven, hermosa o fea, rubia, tri¬gueña o pelirroja..., de cualquier tipo. ¿De qué clase la quieres?
–No es cuestión de clase –dijo Graco lentamente–. Quiero a una mujer determinada.
–¿Una esclava?
–Sí.
–¿Quién es?
–Se llama Varinia y era la mujer de Espartaco.
–¡Ah!
Flavio miró inquisitivamente a Graco. Luego bebió un sorbo de aguardiente. Después volvió a mirar a Graco.
–¿Dónde está? –preguntó con suavidad.
–No lo sé.
–¿Pero la conoces?
–Sí y no. Nunca la he visto.
–¡Ah!
–¡Deja de decir «ah», como un maldito oráculo! –Estoy tratando de que se me ocurra algo inteligen¬te para decirlo.
–Te estoy contratando como agente, no como anima¬dor –gruñó Graco–. Ya sabes lo que quiero que hagas.
–Quieres que encuentre a una mujer, pero no sa¬bes dónde está y nunca la has visto. ¿Sabes cómo es físi¬camente?
–Sí. Es bastante alta, bien formada, pero esbelta. Pe¬chos generosos y firmes. Es germana. Tiene ese típico ca¬bello rubio germano color de paja y ojos azules. Orejas pe¬queñas y frente alta; nariz recta pero no pequeña, profundos ojos azules y una boca amplia con el labio infe¬rior tal vez un poco grueso. Es posible que hable mal el la¬tín o trate de hacer creer que no sabe nada de latín. Ha¬bla mejor el griego, con acento tracio. Dio a luz a un niño en los dos últimos meses, pero es posible que éste haya muerto. Y aun si hubiera muerto, aún tendrá leche en los senos, ¿no es así?
–No necesariamente. ¿Qué edad tiene?
–No estoy seguro de eso. Por lo menos, veintitrés años, y posiblemente no más de veintisiete. No estoy seguro.
–Tal vez haya muerto.
–Es posible. Si fuera así, quiero que lo averigües. Quiero que me traigas pruebas de que ha muerto. Pero no creo que haya muerto. No es de las que se quitarían la vida, y una mujer como ésa sabe poner obstáculos a la muerte.
–¿Cómo sabes que no se suicidaría?
–Lo sé. No puedo explicarlo, pero lo sé.
–Después de haber sido derrotado Espartaco –dijo Flavio–, creo que su campamento fue tomado y que había en él algo así como diez mil mujeres y niños.
–Había veintidós mil mujeres y niños. Doce mil fue¬ron entregados como botín a las tropas. Es el escándalo más desagradable de ese tipo de que yo tenga noticia, pe¬ro Craso estaba detrás de ello y entregó a la hacienda pú¬blica la parte del botín que le correspondía a él para aca¬llar las protestas. No fue un gran gesto de su parte, ya que lo que le correspondió valía muy poco. Hizo un gran ges¬to no quedándose con esclavo alguno. Sabía cuáles serían las condiciones.
–¿Y Varinia estaba entre esas mujeres?
–Es posible que sí y es posible que no. Era la mujer del jefe. Pueden haber adoptado algunas medidas especia¬les para protegerla.
–No lo sé. Para los esclavos la igualdad constituye un objeto de culto.
Graco apuró su vaso de aguardiente y con el dedo se¬ñaló al otro.
–¿Estás dispuesto a hacerlo o no? Sugiere cualquier solución que quieras, Flavio. Es un trabajo difícil.
–Ya sé que lo es. ¿Y qué plazo me das?
–Tres semanas.
–¡Ah!, no... ¡Ah! –dijo Flavio abriendo los brazos–. No es un plazo razonable en absoluto. Puede que ella no esté en Roma. Tendré que enviar gente a Capua, a Siracusa, a Sicilia. Posiblemente a Hispania y África. Sé razonable.
–Soy todo lo razonable que pudiera ser. ¡Al demonio con todo esto; vete a lo de Sexto y recibe su caridad!
–Está bien, Graco. No hay por qué enfadarse tanto.
–Pero suponte que tenga que comprar unas cuantas muje¬res. ¿Te das cuenta de cuántas mujeres germanas encajan con tu descripción?
–Muchas, estoy seguro. No quiero una que se ajuste a la descripción. Quiero a Varinia.
–¿Y cuánto tengo que pagar por ella, si la encuentro?
–El precio que te pidan. Te doy mi palabra.
–Está bien. Estoy de acuerdo, Graco. Dame otro va¬so de ese excelente aguardiente, por favor.
Le sirvieron el aguardiente. Flavio se estiró en el di¬ván, bebiéndolo a sorbos mientras miraba al hombre que lo había empleado.
–Reúno algunas cualidades, ¿verdad, Graco?
–Ya lo creo.
–Pero sigo siendo pobre. Sigo siendo un fracasado. Graco, ¿puedo hacerte una pregunta, antes de terminar? Si no quieres, no contestes. Pero no te enfades.
–Pregunta.
–¿Por qué quieres a esa mujer, Graco?
–No estoy enfadado. Pero creo que es hora de que los dos nos vayamos a la cama. No somos tan jóvenes co¬mo en otros tiempos.

III

Mas en aquellos tiempos el mundo no era ni tan grande ni tan complicado como en nuestros días, y antes de que se cumplieran las tres semanas de plazo que le habían fi¬jado, Flavio apareció en casa de Graco y le anunció la exi¬tosa culminación de su misión. El dinero, como acostum¬bra decirse, tiene consistencia suave y al frotarlo limpia a los que lo reciben. Flavio era otra persona. Bien vestido, perfectamente afeitado y seguro de sí mismo, se sentía sa¬tisfecho de haber cumplido con la difícil tarea que le ha¬bían encomendado. Se sentó con Graco a degustar un vaso de vino y comenzó a jugar con lo que sabía, mientras Graco contenía su impaciencia.
–Comencé –dijo Flavio– con la difícil tarea de locali¬zar a los oficiales que participaron en el reparto del botín. Si Varinia era hermosa y bien formada, comprendí que ha¬bría sido elegida por ese grupo. Pero si se tiene en cuen¬ta que toda la cuestión de la apropiación de los esclavos era ilegal y que habían intervenido de quinientos a seis¬cientos oficiales y que muy pocos de ellos tenían deseos de hablar, advertirás que la cosa no era fácil. Sin embargo, la suerte estaba de nuestro lado. La gente se acordó. Va¬rinia dio a luz cuando llegó la noticia de que los esclavos habían sido derrotados y la gente recordaba a aquella mu¬jer que no quería separarse del recién nacido. No sabían que era la mujer de Espartaco ni que su nombre fuera Va¬rinia. Tienes que comprender que Craso había enviado a un destacamento de caballería contra la ciudad de los es¬clavos o su campamento o como quieras llamarlo, inme¬diatamente después de que finalizara la batalla. A conti¬nuación fue la infantería. Las mujeres y los niños que estaban allí (había algunos muchachos de trece y catorce años) no opusieron demasiada resistencia. Estaban atur¬didos. Acababan de saber que el ejército de los esclavos ha¬bía sido destruido. Pero tú sabes lo que son los soldados después de una batalla, y me imagino que pelear contra los esclavos no es ir a una merienda campestre. Entonces...
–No es necesario que hagas un análisis del estado aní¬mico de los legionarios –dijo Graco–. ¿Qué te parece si te limitas a los hechos?
–Sólo estoy tratando de describir la situación. Quie¬ro decir que hubo una insensata matanza al comienzo, de¬bido a que nuestros soldados estaban indignados y poseí¬dos aún por el calor de la lucha. Varinia acababa de dar a luz. Bien, un esclavo recién nacido difícilmente vale su pe¬so en oro en nuestros días, y lo que me dio la clave para llegar a ella fue el relato de un soldado que había tomado al bebé en sus manos y se disponía a aplastarle la cabeza contra el poste de una tienda de campaña. El propio Cra¬so lo detuvo. Craso salvó al niño y con sus propias manos golpeó al soldado hasta dejarlo medio muerto. Nadie hu¬biera imaginado que Craso hiciera algo así, ¿verdad?
–No me interesa lo que uno hubiera imaginado o no de Craso. ¿Qué clase de charlatán eres tú, Flavio? ¿Encon¬traste a Varinia? ¿Ya me pertenece? ¿La compraste? –No pude comprarla.
–¿Por qué? –gritó de pronto Graco, mientras se ponía de pie en una explosión de ira tan imprevista como amedrentadora. Mientras avanzaba hacia Flavio, éste se iba encogiendo en su asiento, y finalmente Graco lo cogió por la túnica y gritó–: ¿Por qué? ¿Por qué, gordo e incompe¬tente vagabundo? ¿Ha muerto ella? ¡Te juro que si has sa¬cado ventaja de esto, volverás a las cloacas y te pesará! ¡Te pesará!
–Ella no ha muerto...
–¡Oh!, ¡qué hinchado estás! ¡Tan hinchado estás que, en vez de hablar, resoplas! ¿Por qué no la compraste?
Graco soltó a Flavio, pero continuó de pie ante él.
–¡Calma, por favor! –dijo de pronto Flavio en alta voz–. Me encomendaste que hiciera algo y lo hice. Es po¬sible que yo no sea tan rico como tú, Graco; es posible que mi lugar esté en las cloacas, pero eso no te da derecho al¬guno a hablarme en la forma en que lo haces. No soy tu esclavo. Bastante desagradable es ya mi condición actual, para que tú quieras empeorarla. –Perdóname.
–No la compré porque no está en venta. Eso es todo.
–¿Cuestión de precio?
–No es cuestión de precio. No hay precio. Pertenece a Craso. Vive en su casa. Y no está en venta. ¿Acaso imagi¬nas que no lo intenté? Craso estaba en Capua y en su au¬sencia hice la proposición a sus agentes. ¡Ah, no! No ha¬bía nada que hacer por ese lado. Ni siquiera quisieron considerar la propuesta. Y tan pronto como se llegó a la cuestión de esa esclava, se cerraron como almejas. No sa¬bían nada de esa esclava. No quisieron hablar de precio. No hubo manera de hacerlos hablar. Unté sus manos con dinero, pero no mejoré nada con eso. Si quería al barbe¬ro o al cocinero o al ama de casa, podía llegarse a un arreglo, y hasta estaban dispuestos a cerrar un trato res¬pecto a una hermosa siria que Craso había comprado el año pasado, y arreglárselas para entregármela. Estaban muy dispuestos a hacerlo por mí, pero de Varinia, ¡ni ha¬blar!
–¿Cómo sabes entonces que es Varinia y cómo sabes que está allí?
–Le compré esa información a una de las esclavas en¬cargadas del guardarropa. No te imagines que la de Cra¬so es una hermosa y feliz familia. Tiene un hijo que odia sus entrañas, y una esposa (de la que vive separado) que lo degollaría, y las intrigas que se tejen allí son algo dig¬no de Damasco. Lo que resultó muy bien, porque pude comprar información, pero lo que no pude comprar fue a Varinia.
–¿Averiguaste por qué la compró? ¿Por qué la tiene en su poder?
–Claro que sí –dijo Flavio chasqueando la lengua–. Craso está enamorado de ella.
–¿Qué?
–Sí. El gran Craso ha encontrado un amor.
Y entonces Graco exclamó deliberadamente y con lentitud:
–¡Que Dios te condene, Flavio, si hablas de este asun¬to! Y si se hablara por ahí del asunto y si yo oyera repetir¬lo en alguna parte, ¡maldito sea yo si no hago que te cru¬cifiquen!
–¿Qué manera de hablar es ésa? No eres Dios, Graco.
–No. No, ni siquiera soy pariente lejano de ninguno de los dioses, como pretenden algunos de nuestros tontos de nacimiento. Pero estoy tan cerca de Dios como nadie lo estuvo en la política romana, y lo suficiente para hun¬dirte, Flavio, y para hacerte llevar a la cruz. Y si llega a sa¬berse algo de esto, te juro que lo haré. Recuerda mis pala¬bras.

IV

Por la tarde del día siguiente, Graco se dispuso a ir a los baños, acto de interés político que no dejaba de tener sus ventajas. Los baños públicos adquirían de día en día ma¬yor importancia como centros políticos y sociales. Se ha¬cían y deshacían senadores y magistrados en los baños; allí cambiaban de manos millones de sestercios. Tales sitios eran a la vez bolsa de comercio y club social, y el que a uno se lo viera de vez en cuando en los baños había pasado a ser una obligación. Había tres grandes y bien acondicio¬nadas casas de baños de las que Graco era cliente: el Clotum, que era más bien nueva, y otras dos que eran más an¬tiguas pero aún eran consideradas elegantes. Aunque se trataba de lugares en que no se permitía la entrada a to¬dos los ciudadanos, su precio de entrada era extremada¬mente modesto, al alcance aun de los pobres, pero se man¬tenía un determinado nivel social que alejaba a la chusma de esos lugares.
Cuando había buen tiempo, toda Roma se volcaba por las tardes a los lugares al aire libre. Hasta el número cada vez menor de trabajadores romanos terminaba sus ta¬reas una hora después de mediodía; horarios más prolon¬gados habrían hecho que prefirieran vivir de las dádivas a trabajar. La tarde era la hora de los hombres libres: los esclavos trabajaban; los ciudadanos romanos descansaban.
No obstante, Graco tenía poco interés por los espec¬táculos circenses y muy de vez en cuando iba a las carreras. Se diferenciaba de sus colegas en que no podía presenciar el drama de dos hombres desnudos, cada uno con un cu¬chillo en las manos, que se destrozaban entre sí hasta lle¬gar a un horroroso y sangriento desenlace. No compren¬día que se hallara placer alguno en presenciar el espectáculo de un hombre enredado en una red de pescar, a quien se le arrancaban los ojos o se le perforaban los intestinos con un largo tridente de pesca. Una que otra vez encontraba placer en presenciar una carrera de caballos, pero las ca¬rreras de cuadrigas, que iban convirtiéndose cada vez más en contiendas personales entre los conductores y en las que el público no quedaba nunca satisfecho a menos que al¬guien se rompiera la cabeza o fuera destrozado bajo las rue¬das, a él le aburrían. No era que tuviera mejor corazón que los demás, sino que odiaba la estupidez y para él esos es¬pectáculos eran totalmente estúpidos. El teatro no lo en¬tendía y solamente asistía a los estrenos, en los que debía estar presente en su calidad de funcionario público.
Su gran placer por las tardes consistía en caminar hacia los baños a través de las interminables, retorcidas y sucias calles de su querida ciudad. Siempre había ama¬do a Roma; Roma era su madre. Como él mismo solía decir, su madre era una ramera y él había salido del vien¬tre de su madre para ser arrojado a la suciedad de la calle. Pero hasta ese momento había amado a su madre y su madre lo amaba a él. ¿Cómo podía haberle expli¬cado a Cicerón lo que había querido significar al vol¬ver a contar aquella vieja leyenda? Primero, Cicerón ten¬dría que haber amado a Roma y ese amor tendría que haber estado relacionado con el conocimiento de lo vil y endemoniada que era la ciudad.
Aquella vileza y aquel mal era algo que Graco com¬prendía. «¿Por qué he de ir al teatro? –le preguntó una vez a uno de sus amigos intelectuales–. ¿Es posible represen¬tar en el escenario lo que yo veo en las calles de la urbe?»
Era algo digno de verse, en efecto. Por ese enton¬ces lo hacía ya como una ceremonia. Y él mismo se pre¬guntaba: «¿Con qué frecuencia tendré que seguir hacien¬do esto?».
Primero fue al mercado, donde en los puestos conti¬nuarían las ventas una hora más, antes de cerrar. Para an¬dar por aquellas calles había que abrirse paso entre las mu¬jeres y sus chillidos, pero se deslizaba suavemente entre ellas; envuelto en su blanca túnica y en su amplitud, pa-recía una nave de guerra impulsada por un suave viento. Allí estaba lo que comía Roma. Había allí montones de quesos; quesos redondos, quesos cuadrados, quesos ne¬gros, quesos rojos, quesos blancos. Allí estaban colgados los pescados y los gansos ahumados, los cerdos recién muer¬tos, grandes trozos de vacuno, los tiernos corderos, barri¬les con anguilas y arenques salados y los de escabeche, intensamente olorosos y tan exquisitos. Había allí escudi¬llas con aceite de las colinas sabinas y del Piceno, maravi¬llosos jamones de Galia, y en todas partes colgaban embu¬tidos y había grandes cuencos de madera con menudos de cerdo.
Se acercó a los puestos de verduras. Hubo un tiempo, dentro de sus recuerdos, en que cada campesino que viviera a treinta kilómetros a la redonda poseía su propio huerto de hortalizas y en que Roma comía la maravillosa variedad de verduras que traían al mercado. Pero en el pre-sente los latifundistas se interesaban solamente en los cul¬tivos más rentables, sobre todo trigo y cebada, y los pre¬cios de las verduras habían llegado a alturas que estaban al alcance tan sólo de las clases dirigentes. Aún se veían pilas de rabanitos y nabos, cinco variedades distintas de lechuga, lentejas y alubias y coles, calabazas y melones y espárragos, trufas y hongos, una enorme y pintoresca variedad de verduras y, también, frutas. Pilas de limones africanos y granadas, con un amarillo y un rojo brillantes y llamativos, manzanas y peras e higos, dátiles de Arabia, uvas y melones de Egipto.
«¡Qué placer da mirar esto!», pensó.
Siguió caminando y pasó por la orilla del barrio ju¬dío de la ciudad. Había tratado con judíos ocasionalmen¬te, como político. ¡Qué gente extraña era!... ¡Tanto tiem¬po viviendo en Roma y seguían hablando su propio idioma y adorando a su propio Dios y aun usaban barba y vestían sus largas túnicas a rayas, fuera cual fuera la temperatura que hubiera! Nunca se les veía en los juegos o en las carre¬ras; nunca se les veía en los tribunales. Apenas si se los veía, en realidad, salvo en su propio barrio. Amables, orgullo¬sos, retraídos... «Harán que corra más sangre de Roma cuando les llegue la oportunidad que lo que logró Cartago», pensaba a menudo Graco cuando los veía. Caminó hasta una calle principal y se detuvo en uno de los lados, frente a los negocios, mientras pasaba marchando una de las cohortes de la ciudad haciendo oír sus tambores y pí¬fanos. Como siempre, los niños corrieron tras ella, y tam¬bién, como siempre, apenas pudo echar una mirada de un lado al otro y ver a un árabe, a un sirio y a un sabeo obser¬vando el desfile.
Siguió caminando hasta donde las elevadas casas de vecindad cedían su lugar a los jardines y a la luz, los pór¬ticos de mármol y las frescas arcadas y amplias avenidas, en el Foro ya estaban en acción los tiradores de dados. El juego era poco menos que una enfermedad en Roma y los dados constituían la forma más maligna de dicha en¬fermedad. Todas las tardes había enjambres de jugado¬res en todas partes del Foro, haciendo rodar los dados implorándoles a los dados o hablándoles a los dados. Te¬nían un lenguaje propio. Desocupados, soldados de licencia y muchachas de catorce y quince años que andaban por toda la ciudad, sin hacer nada, criadas en pequeñas y su¬cias casas bajas, viviendo –como lo habían hecho sus pa¬dres– de las dádivas, que aumentaban con algunos ingre¬sos adicionales del indiferente ejercicio de la prostitución. Había oído decir que muchas de esas muchachas se acos¬taban con un hombre a cambio de una copa de vino y un quadrens, la moneda en circulación que valía menos. Él y muchos otros habían considerado en un tiempo que había algo terrible y monstruoso en tal situación, pero en esos días en que no se consideraba en absoluto ver-gonzoso el hecho de que un virtuoso casado tuviera una docena de esclavas para disponer de ellas a la hora de ir¬se a la cama, ya no era asunto del que hubiera que ocu¬parse o discutir.
«Poco a poco –pensó Graco– todo un mundo llega a su fin, pero nunca dejamos de maravillarnos porque así ocurra. ¿Y por qué habríamos de hacerlo? ¡Ocurre tan len¬tamente y la vida del hombre es tan corta!»
Se detuvo en algunos lugares para observar a los ju¬gadores de dados. Recordaba haber jugado a los dados cuan¬do era muchacho. En aquellos tiempos no había manera de vivir bien de las dádivas y además había ciertos aspec¬tos de ética que hacían que un hombre que se respetara no quisiera aceptar las dádivas, aun a costa de pasar hambre.
Finalmente se encaminó hacia los baños. Lo había planeado cuidadosamente. Había tres probabilidades con¬tra una de que Craso estuviera ese día en los baños y que llegara a los mismos a esa hora. Y como era de esperarse, cuando Graco entró a la apodyteria, como se llamaban los guardarropas, Craso ya estaba allí, desvestido y detenién¬dose unos instantes en la contemplación de su cuerpo alto y delgado ante los elevados espejos. Las habitaciones es¬taban repletas. Era aquella una interesante parte de la vida de la ciudad, una olla de mezclas políticas, con unos po¬cos ociosos de sangre azul pero con suficiente poder po¬lítico como para hacer conmover a la ciudad desde sus cimientos, banqueros y acaudalados comerciantes, caudi¬llos políticos, importadores de esclavos, manipuladores de votos, toda una galería de caudillejos de barrio y jefes de pandillas, una importante junta senatorial, también uno o dos lanistae, un trío de ex cónsules, un magistrado, uno o dos actores y toda una docena de militares de importan¬cia. Mezclados con ellos había suficientes individuos sin importancia particular como para dar carácter democrá¬tico a los baños, de lo que Roma tanto se enorgullecía. Los reyes y los sátrapas de Oriente nunca pudieron compren¬der el hecho de que los amos de Roma –que eran los amos del mundo– se mezclaran de manera tan informal con la gente común de la ciudad y anduvieran tan indiferente¬mente por las calles de Roma.
Mientras observaba intermitentemente a Craso, Gra¬co se echó en un banco e hizo que un esclavo le quitara el calzado. Mientras tanto respondía a los saludos, hacía in¬clinaciones de cabeza, sonreía y de cuando en cuando di¬rigía una palabra a uno o a otro. Cuando le fue pedido, dio consejo en forma breve y concisa. También, al solici¬társele, expuso en forma breve y concisa sus opiniones so¬bre los problemas en Hispania, la situación en África, la ne¬cesidad de la neutralidad de Egipto –la eterna canasta de pan de la ciudad– y qué hacer con la incesante provocación judía en Palestina. Reconfortó a los tratantes que se que¬jaban de que la baja del precio de los esclavos continuaría hasta destruir toda la economía y desmintió el rumor de que el ejército de Galia estaba tramando un complot. Pero durante todo ese tiempo observaba a Craso, hasta que fi¬nalmente el millonario, aún desnudo y haciendo ostenta¬ción de su esbelta figura, se le acercó poniendo fin a la actividad del día. Craso no podía soportar permanecer allí ante la comparación pública mientras Graco se desvestía. Cuando los esclavos le quitaron la toga propia del político, quedó en evidencia el volumen de aquel hombre, pero su presencia continuaba siendo impresionante. Cuando le qui¬taron la túnica, la patética realidad de aquel hombre por demás obeso resultó peor que la simple desnudez. Por ex¬traño que parezca, Graco nunca se había sentido avergon¬zado antes de su cuerpo.
Caminaron juntos hasta el tepidarium, es decir, la sa¬la de encuentro y conversación de los baños. Había allí ban¬cos y felpudos donde era posible tenderse y descansar, pe¬ro lo usual era caminar de un lado a otro entre una y otra inmersión en la piscina. Desde aquella amplia y elegante galería de piso de mármol y decorada con mosaicos y es¬tatuas, podía irse a la piscina de agua fría al aire libre, a los baños tibios o a las piscinas de agua caliente y a las habita¬ciones donde se tomaban los baños de vapor, y, desde to¬das ellas, a las numerosas habitaciones de ejercicios y ma¬sajes. Luego, envolviéndose en una sábana fresca, se solía andar por los jardines, la biblioteca –que era parte integran¬te de los baños–, los cuartos de descanso o el solárium. To¬do ese rutinario procedimiento estaba destinado a gentil en condiciones de pasarse horas en los baños. Graco normalmente quedaba satisfecho con una inmersión en agua fría, media hora de baño de vapor y luego un masaje.
Pero en ese momento depuso su hostilidad hacia Craso. Las palabras hirientes y los sentimientos hostiles fueron evidentemente olvidados. Desnudo, en toda su obesidad, caminaba junto al general, atento y encantador...para lo que tenía mucha habilidad.
«Tendiendo puentes», comentaba la gente al verlos, y se preguntaban qué alianza política se estaba gestando, ya que Craso y Graco no eran conocidos precisamente por su mutua camaradería. No obstante, Craso aguardaba pa¬cientemente. «Sea lo que fuere lo que anda buscando –se decía a sí mismo–, pierde el tiempo.» Se tornó un poco agresivo y le preguntó al político:
–¿Desde cuándo es usted autoridad en asuntos rela¬cionados con Egipto, como en otros temas?
–¿Se refiere usted a lo que dije antes? Bueno, bas¬tan unas cuantas generalizaciones para llenar una bolsa. Es cuestión de reputación.
Lo que ponía de manifiesto a un nuevo Graco.
–¿Reputación de saberlo todo?
Graco rió.
–Usted ha estado en Egipto, ¿no es así?
–No. Y no pretendo haber estado.
–Bien... bien. Qué sé yo, Craso. Nos atacamos y he¬rimos mutuamente. Podríamos ser amigos. Cualquiera de nosotros dos es un amigo que vale la pena tener.
–Así lo creo. Yo también soy cínico. Pero la amistad tiene un precio.
–¿Sí?
–Sí, por supuesto. ¿Qué es lo que yo tengo que hace tan preciosa mi amistad? ¿Dinero? Usted tiene casi tanto como yo.
–No me interesa el dinero.
–A mí sí. ¿De qué se trata, entonces?
–Quiero comprarle una esclava –dejó escapar Graco–. Eso es. Ya lo he dicho.
–Mi cocinero, sin duda. Si usted no fuera calvo, diría que iba tras mi peluquero, Graco. ¿Un equipo de lecticiarios? O posiblemente una mujer. He oído decir que no tiene sino mujeres en su casa.
–¡Cielos!, maldita sea; usted sabe perfectamente qué es lo que yo quiero! –gritó Graco–. Quiero a Varinia.
–¿A quién?
–A Varinia. Dejémonos de juegos.
–Mi querido Graco, usted es el que está jugando. ¿Quién le ha estado informando?
–Siempre estoy informado. –Graco se detuvo y mi¬ró a los ojos al general–. Mire, Craso, mire. Vayamos al grano. Nada de negociaciones. Se lo planteo sin rodeos. Le pagaré el precio más elevado que se haya pagado ja¬más en Roma por un esclavo. Le pagaré un millón de ses-tercios. Se lo pagaré en monedas de oro, íntegramente al contado y de forma inmediata, si usted me entrega a Varinia.
Craso cruzó los brazos y silbó suavemente.
–Como precio no está mal. Es un precio atractivo. Po¬drían escribirse poemas sobre un precio como ése. Cuan¬do un hombre puede ir al mercado y comprar una hermo¬sa muchacha de senos turgentes por mil sestercios, usted se muestra dispuesto a pagar mil veces más esa suma por una flaca muchacha germana. Es algo poco usual. ¿Pero cómo podría yo acceder a recibir esa suma? ¿Qué diría la gente? Dirían que Craso es un maldito ladrón.
–¡Déjese de bromear conmigo!
–¿Bromear con usted? Mi querido Graco, si es usted el que está bromeando conmigo. No tengo nada que usted pue¬da comprar.
–La oferta es en serio.
–Y yo le he contestado también en serio.
–¡Doblo mi oferta! –gruñó Graco–. Dos millones.
–Nunca me imaginé que en la política hubiera tanto dinero.
–Dos millones. Acéptelo o rechácelo.
–Usted me aburre –dijo Craso, y se alejó.

V

–Varinia, Varinia, ahora tenemos que vestirte. Ahora tene¬mos que vestirte, Varinia, porque el amo volverá y tendrás que sentarte a la mesa con él. ¿Por qué nos dificultas tan¬to las cosas, Varinia?
–Yo no quiero haceros difíciles las cosas.
–Pero lo haces. Ya ves cuántas dificultades nos creas, Varinia. Nos dices que eres una esclava. Que no quieres que cuatro esclavas estén esperándote. No, tú eres una es¬clava, igual que nosotras. Nos cuentas cuan desdichada eres. Tú sabes lo que es ser esclava. O tal vez, cuando esta¬bas con Espartaco, conquistando el mundo entero, olvi¬daste lo que era ser esclava. Entonces eras una reina, ¿ver¬dad, Varinia? De modo que...
–¡No volváis a hacer eso jamás! ¿Por qué lo hacéis? ¿Alguna vez he tratado de diferenciarme de vosotros?
–No tienes por qué hacerlo, Varinia. Es el amo quien quiere diferenciarte de nosotras. Somos tan sólo algo que él desea en su lecho cuando está aburrido. Una, dos, tres. Pero a ti te ama, Varinia. Por ese motivo nos creas pro¬blemas. Nos azotan si no te vestimos de este modo. A ti no te azotan. A nosotras, sí.
–¡Dejad que me azote a mí!
–Dejarlo. Nada menos que eso. Nos lo imaginamos azotándote.
–Está bien. Está bien –les dijo Varinia–. Ahora estoy amamantando a bebé. Después me dejaré vestir. De todos modos, vosotros queréis que me vista. No os crearé problemas. Pero dejadme que termine de amamantar a mi niño.
–¿Cuánto tardarás?
–No está mamando mucho. Miradlo. Ya lo hace más despacio. En media hora habré terminado. Para entonces va estará dormido. Os prometo que haré lo que vosotros queráis. Me pondré los vestidos que queráis.
De modo que la dejaron por un rato. Tres de las mu¬chachas eran hispánicas. La cuarta era sabina, y el hecho de que su propia madre la hubiera vendido en pago de una deuda la atormentaba como si padeciera un cáncer. Varinia no podía comprenderlo. Era algo terrible que los propios padres vendieran a sus hijos, y eso hacía aún más amarga la vida. Envidia, celos, amargura, eso era lo que emponzoñaba aquella casa.
Varinia alimentaba al niño y dulcemente le cantaba:

Duerme mi niño, duerme querido,
Mientras tu padre en el bosque está;
Busca a la nutria, a la nutria alancea;
Trae la piel, suavidad de medianoche;
Nunca el frío del invierno logrará
Alcanzar a mi niño, a mi adorado...

La succión se hizo más suave. Advertía menos presión so¬bre el pezón. Cuando el bebé, acicateado por el hambre, chupaba fuerte y largamente, ella sentía un estremeci¬miento en todo su cuerpo. Y entonces, poco a poco, así como se iba llenando su estómago, la sensación desaparecía. ¡Qué cosa más curiosa la del niño mamando!
Le dio el otro seno, por si aún quisiera más leche le dio unos golpecitos en la mejilla para que se reanudara el reflejo de la succión. Pero había terminado. El bebé ha¬bía cerrado los ojos y estaba poseído por la infinita indife¬rencia de las criaturas que tienen el estómago lleno. Du-rante unos instantes lo acunó contra sus senos desnudos y tibios y luego lo puso en la cuna y cerró la parte delante¬ra de su vestido.
Mientras lo miraba desde arriba pensó en cuan her¬moso era. Gordito, redondo, fuerte... ¡Qué hermosa cria¬tura! El cabello era como seda negra y los ojos eran de un azul profundo. Más tarde esos ojos se volverían obscuros, como habían sido los ojos de su padre, pero nada podía decirse de los cabellos. Cuando desaparecieran esos sedo¬sos cabellos negros con que había nacido, podrían nacer otros obscuros y rizosos o dorados y lacios.
Se durmió rápida y fácilmente. Su mundo era fácil y sencillo. Su mundo era el mundo de la vida, gobernado por las sencillas leyes de la vida, sin molestias ni complica¬ciones. Su mundo era el mundo que sobrevivía a todos los mundos...
Lo dejó y fue a donde la estaban esperando para ves¬tirla. Cuatro esclavas iban a ataviarla para que pudiera sen¬tarse a la mesa con el hombre que era dueño de ella. Per¬maneció sumisa mientras la desvestían y le pasaban la esponja por el cuerpo desnudo. Era aún un hermosísimo cuerpo, de largas piernas, y más hermoso aún por la ple¬nitud de sus senos repletos de leche. La cubrieron con una toalla y se tumbó en un diván, de modo que la ornatrix pu¬diera preparar su rostro y sus brazos.
En primer término, una capa de suave tiza sobre sus brazos y la frente, donde la tiza se esfumaba en las meji¬llas. Luego el colorete, de rojo suave en las mejillas y de rojo fuerte amarronado en los labios. A continuación se utilizó el fuligo, una pasta negra de carbón para destacar las cejas.
Una vez hecho esto, se sentó y dejó que la peinaran.
Su cabello rubio y suavemente lacio fue cuidadosamente conformado en un conjunto de rulos estáticos, manteni¬dos en su sitio gracias a una pomada y a pequeñas cintitas. Después las joyas. Estaba desnuda, sin la toalla, obe¬diente e indiferente, mientras fijaban en su cabello una diadema. Luego vinieron los aros de oro y, a continuación, un collar también de oro y zafiros, llamado monile. En los tobillos y en las muñecas le pusieron pequeños collares ha¬ciendo juego, y en el dedo meñique de cada mano un ani¬llo de diamantes. La estaban vistiendo bien, espléndida¬mente, tal como el más rico hombre de Roma hubiera ataviado a su amante, no a su esclava. No era de maravi¬llarse entonces que aquellas pobres mujeres a cargo del guardarropa no sintieran piedad por ella. ¡Miren cómo lle¬va, tan sólo enjoyas, la riqueza de un imperio! ¡Como pa¬ra tenerle lástima!
Por aquel entonces el material más apreciado en Ro¬ma no era la seda, sino unas maravillosas y delicadas telas de algodón, tejidas en la India con tal delicadeza de trama que seda alguna podía igualarlas. Por encima de la cabe¬za deslizaron una stola de algodón. Era un vestido largo de líneas sencillas, recogido alrededor de la cintura median¬te un cinturón llamado zona. El único adorno del vestido era una trencilla de oro en los bordes, y en verdad no ne¬cesitaba adorno alguno, tan sencillas y hermosas eran sus líneas. Pero Varinia no podía permanecer indiferente an¬te el hecho de que cada línea de su cuerpo se mostrara a través de él; era la desnudez lo que implicaba horror y de¬gradación, por lo que se sintió feliz de que sus senos, al descargarse, humedecieran y afearan la parte delantera del vestido.
Sobre su atuendo le pusieron un amplio chal de se¬da amarilla, que Varinia solía llevar como una túnica. Con él se cubría el vestido, y cada vez que aparecía para la ce¬na, Craso decía:
–Querida, querida, ¿por qué ocultas de ese modo tu hermoso cuerpo? Deja caer libremente tu supparum. El vestido que llevas debajo cuesta diez mil sestercios. Por lo menos me corresponde el derecho de contemplarlo si es que no lo hace otro.
Y esa noche, al entrar Varinia en el comedor, volvió a decirlo y esa noche Varinia, obedientemente, volvió a de¬jar que el chal cayera...
–Me intrigas –dijo Craso–. Me intrigas mucho, Vari¬nia. Creo haberte dicho alguna vez que tuve el placer (o el disgusto) de pasar una noche en mi campamento de la Galia Cisalpina con ese monstruoso lanista llamado Baciato. El me hizo tu descripción. Te describió cual una ga¬ta salvaje. La descripción muy realista de una mujer a quien no es posible domesticar. Pero no veo signo alguno de eso. Habitualmente eres obediente y sumisa.
–Sí.
–Me pregunto qué es lo que te ha hecho tan distin¬ta. Me imagino que no tendrás problemas en decírmelo.
–No lo sé. Se lo aseguro.
–Creo que lo sabes, pero dejémoslo. Estás adorable esta noche. Bien acicalada y bien vestida... Varinia, ¿hasta cuándo va a durar esto? Creo haber sido bueno contigo, ¿no es así? El dolor es el dolor, pero compara esto con las minas de sal. Yo podría tomar a tu hijo y venderlo en el mercado por los trescientos sestercios que me pagarían allí y enviarte a ti a las minas. ¿Te gustaría?
–No me gustaría.
–No me gusta hablar en esta forma –dijo Craso.
–Está bien. Usted puede hablar del modo que quie¬ra. Usted es mi dueño.
–No quiero ser tu dueño, Varinia. En realidad, tú eres dueña de mí por completo. Quiero que tú seas mía en la forma en que un hombre posee a una mujer.
–Yo no podría impedirlo...; tal como ninguna otra es¬clava de la casa podría impedirlo.
–¡Qué cosas dices!
–¿Qué tiene de malo lo que digo? ¿En Roma no ha¬blan todos de esas cosas?
–No quiero violarte, Varinia. No quiero poseerte en la forma en que poseo a una esclava. Sí, he tenido otras es¬clavas aquí. No sé con cuántas mujeres me he acostado. Mujeres y hombres también. No quiero secretos de tu par¬te. Quiero que me conozcas como soy. Porque si me amas, será otra cosa. Algo nuevo y hermoso. Cielos, ¿no sabes acaso que me llaman el hombre más rico del mundo? Es posible que no lo sea, pero contigo a mi lado, podríamos gobernar el mundo.
–Yo no quiero gobernar el mundo –dijo Varinia con voz baja, sin entonación. Una voz muerta, que era la que empleaba siempre con Craso.
–¿No crees que yo sería diferente si me amaras?
–No lo sé ni me interesa.
–¿Pero te interesará si le ocurre algo a tu hijo? ¿Por qué no tomas una nodriza? Mira que sentarte ahí con los senos chorreando...
–¿Por qué me amenaza siempre con mi hijo? El niño es suyo como yo soy suya. ¿Cree que amenazándome con matar a mi hijo logrará que lo ame?
–Yo no he amenazado con matar a tu hijo.
–Usted...
–Perdóname, Varinia. Siempre hablamos en torno a lo mismo. Come, por favor. Hago lo que puedo hacer. Te sirvo una cena como ésta. No me digas que no te impor¬ta. Podría comprarse una villa por el precio de esta cena. Por lo menos, come. Pica algo. Mira... Déjame que te cuen-te algo gracioso que ocurrió hoy. Por lo menos para ti se¬rá divertido. Y come un poco.
–Como cuanto necesito comer –dijo Varinia.
Entró un esclavo y sirvió pato en una fuente de pla¬ta. Otro esclavo lo trinchó. Craso tenía una mesa circular –que acababan de ponerse de moda– con una banqueta en torno a dos terceras partes de la misma. Los comensa¬les se sentaban con los pies suspendidos sobre una pila de almohadones de seda.
–Este pato, por ejemplo. Está ahumado, relleno con trufas y cocinado con melocotones agrios en aguardiente.
–Está muy sabroso –dijo Varinia.
–Sí... te estaba diciendo hace un momento que hoy ocurrió algo gracioso. En los baños se me acercó Graco. Me odia en forma tan virulenta que le resulta imposible ocultarlo. Lo raro es que yo no lo odio. Yo olvido... Tú no lo conoces. Es senador y tiene un gran poder políti¬co en Roma... o lo tenía. Su poder se tambalea ahora. Pertenece al grupo de los recién llegados, que salieron de los barrios bajos y se hicieron ricos gracias a los so¬bornos y los votos por representación. Un verdadero cer¬do. No tiene ni orgullo... ni figura; que es lo que siem¬pre ocurre. Ni sensibilidad, de modo que se sentará en su escaño hasta que se le desmoronen los cimientos. Bue¬no, inmediatamente me di cuenta de que andaba tras de algo. Hizo una gran exhibición de su enorme caparazón de grasa, paseándose de un lado al otro del tepidarium conmigo. Y finalmente dio a conocer sus intenciones. Quiere comprarte a ti. Ofreció un precio bastante elevado cuando le dije que no, duplicó la oferta. Estaba muy decidido. Lo insulté, pero fue como si no le hubiera di¬cho nada.
–¿Por qué no me vendió a él? –preguntó Varinia.
–¿A él? Pero, querida, tendrías que verlo, aunque fuera sólo una vez, transportando sus montones de carne. ¿O que eso no te importaría?
–No me importaría –dijo Varinia.
Craso apartó el plato y se la quedó mirando. Bebió un vaso de vino y se sirvió otro, y entonces, en un súbito arranque de ira, arrojó el vaso a través de la habitación. Luego habló controlando sus palabras.
–¿Por qué me odias de ese modo?
–¿Es que tengo que amarlo, Craso?
–Sí. Porque te he dado mucho más de lo que jamás tuviste junto a Espartaco.
–No, jamás –dijo ella.
–¿Por qué? ¿Por qué no? ¿Qué era él? ¿Un dios?
–No era ningún dios –repuso Varinia–. Era un hom¬bre sencillo. Un hombre corriente. Era un esclavo. ¿Sabe usted lo que eso quiere decir? Usted ha pasado su vida en¬tre esclavos.
–¿Y si te llevara al campo y te entregara a un campesino cualquiera, podrías vivir con él y amarlo?
–Solamente puedo amar a Espartaco. Nunca amé a otro hombre. Ni nunca amaré a otro hombre. Pero podría vivir con un esclavo del campo. Sería, en cierto modo, al¬go parecido a Espartaco, aunque Espartaco era un escla¬vo de las minas y no un esclavo del campo. Eso es todo lo era. Usted cree que soy muy simple, y eso es lo que soy, también soy tonta. A veces ni siquiera entiendo lo que usted dice. Pero Espartaco era más simple de lo que yo soy. Y, comparado con usted, era como un niño. Era puro.
–¿Qué quieres decir con puro? –preguntó Craso, do¬minándose–. ¡Bastante atención he prestado ya a tus ton¬terías! Espartaco era un enemigo de la sociedad, alguien que se puso al margen de la ley. Era un carnicero profesio¬nal que se convirtió en un asesino, en un enemigo de to¬do cuanto hermoso y decente ha creado Roma. Roma tra¬jo paz y civilización al mundo entero, pero ese sucio esclavo lo único que sabía era incendiar y destruir. ¡Cuántas villas yacen en ruinas debido a que los esclavos no conocieron ni entendieron la civilización! ¿Por qué lo hicieron? ¿Qué lograron en los cuatro años que combatieron contra Ro¬ma? ¿Cuántos miles de personas murieron porque los es¬clavos se sublevaron contra Roma? ¡Cuánta miseria y sufri-miento ha padecido el mundo porque esa chusma soñaba con libertad... libertad para destruir!
Ella permanecía silenciosa, la cabeza inclinada, los ojos mirando al suelo.
–¿Por qué no respondes?
–No sé cómo contestar –dijo Varinia con calma–. No sé lo que significan esas cuestiones.
–He permitido que me digas cosas que no habría to¬lerado a nadie en la tierra. ¿Por qué no me respondes? ¿Qué querías decir cuando aseguraste que Espartaco era puro? ¿Soy menos puro que él?
–No sé –dijo Varinia–. A usted no lo comprendo. No comprendo a los romanos. Sólo conozco a Espartaco.
–¿Y por qué era puro?
–No sé. ¿No cree usted que yo misma me lo he pre¬guntado? Posiblemente porque era un esclavo. Tal vez por¬que sufrió tanto. ¿Cómo puede comprender usted lo que un esclavo sufre? Usted nunca fue esclavo.
–Pero puro; tú dijiste puro.
–Para mí era puro. No podía hacer cosas malas.
–¿Y crees que era bueno organizar un levantamiento e incendiar medio mundo?
–Nosotros no incendiamos al mundo. Todo cuanto queríamos era nuestra libertad. Lo único que queríamos era vivir en paz. Yo no sé hablar como usted habla. No ten¬go educación. Ni siquiera soy capaz de hablar bien su idio¬ma. Cuando usted me habla, me confundo. Pero, cuan¬do Espartaco me hablaba, no me confundía. Yo sabía lo que nosotros queríamos. Queríamos ser libres.
–Pero eran esclavos.
–Sí. ¿Y por qué unos han de ser esclavos y otros libres?
Craso, con mayor suavidad, dijo:
–Tú ahora has estado viviendo en Roma, Varinia. Te he llevado por la ciudad en mi litera. Has visto el pode¬río de Roma, el infinito e ilimitado poderío de Roma. Los caminos romanos se extienden por todo el mundo. Las le¬giones romanas montan guardia en los límites de la civi-lización y contienen a las fuerzas de la obscuridad. Las na¬ciones tiemblan a la vista de la vara del legado, y dondequiera haya aguas, las naves de Roma dominan los mares. Tú viste cómo los esclavos aplastaron a algunas de nuestras legiones, pero aquí en la ciudad apenas si se le prestaba atención. Hablando razonablemente, ¿es conce¬bible para ti que unos cuantos esclavos pudieran haber de¬rribado al más extraordinario poder que haya conocido el mundo, un poder que todos los imperios de la antigüedad no podrían igualar? ¿Comprendes? Roma es eterna. El sis¬tema romano es el mejor sistema que haya concebido la humanidad y durará para siempre. Eso es lo que quiero que comprendas. No llores por Espartaco. La Historia dio Cuenta de Espartaco. Tú tienes que vivir tu propia vida.
–Yo no lloro por Espartaco. Nadie llorará nunca por Espartaco. Pero tampoco lo olvidarán nunca.
–¡Ah, Varinia, Varinia...! ¡Qué tonta eres! Espartaco ya no es más que un fantasma y mañana ese fantasma será llevado por el viento. Dentro de diez años nadie se acor¬dará de él. ¿Por qué habrían de recordarlo? ¿Es que hay algo de historia en la rebelión de los esclavos? Espartaco no construyó; solamente destruyó. Y el mundo recuerda solamente a los que construyen.
–Creó esperanza.
–Varinia, repites palabras como si fueras una niña. Creó esperanza. ¿Esperanza para quién? ¿Y dónde están esas esperanzas ahora? Se las ha llevado el viento, como si fueran cenizas, como si fueran polvo. ¿No te das cuen¬ta de que no hay ni habrá nunca en el mundo otro dicta-do diferente al de que los fuertes gobernarán a los débi¬les? Varinia, yo te amo. No porque eres una esclava, sino a pesar de ese hecho.
–Sí...
–Pero Espartaco era puro –dijo él con amargura.
–Sí, Espartaco era puro. »
–Dime en qué sentido era puro.
–No puedo decirlo. No puedo decirle cosas que us¬ted no entendería.
–Quiero comprender a Espartaco. Quiero combatir¬lo. Luché contra él cuando vivía y lucharé contra él ahora que está muerto.
Ella movió su cabeza. «¿Por qué se empecina conmi¬go así? ¿Por qué no me vende a otro? ¿Por qué no hace conmigo lo que quiere? ¿Por qué no me deja tranquila?»
–Te pido que me digas una cosa sencilla, Varinia. ¿Existió, en realidad, un hombre llamado Espartaco? ¿Por qué nadie puede contarme nada de él?
–Se lo he dicho...
Varinia se detuvo y él, esta vez amablemente, le dijo:
–Continúa. Varinia. Continúa. Quiero ser tu amigo. No quiero que tengas miedo de hablarme.
–Yo no tengo miedo. Nunca volví a tener miedo des¬pués de haber conocido a Espartaco. Pero es difícil hablar de él. Usted lo llama asesino y carnicero. Pero él fue el mejor y el más noble de los hombres.
–Sí, pero cuéntame. Quiero que hables ahora. Quiero saber qué es lo que hizo para que tú pienses eso de él. Es po¬sible que si llego a comprenderlo, llegue yo a ser como Es¬partaco.
Había continuado bebiendo sin probar bocado. Su ironía era ahora comedida y discreta.
–Tal vez yo pueda ser como Espartaco.
–Usted me hace hablar, pero ¿cómo explicarlo? Los hombres y las mujeres no son de la misma condición en¬tre los esclavos que entre ustedes. Entre los esclavos un hombre y una mujer son iguales. Trabajamos por igual; nos azotan con igual dureza; morimos del mismo modo y vamos a dar a la misma fosa común. Y, al comienzo, no¬sotras empuñamos las lanzas y las espadas y luchamos al la¬do de nuestros hombres. Espartaco era mi camarada. For¬mábamos una sola persona. Nos habíamos unido el uno al otro. Cuando él tenía una herida, me bastaba con tocarla para sentir dolor y que fuera mi propia herida. Y siempre éramos iguales. Cuando murió su mejor amigo, Crixo, inclinó su cabeza sobre mi regazo y gritó y lloró como un niño. Y cuando tuve mi primer hijo, que nació muerto a los seis meses, yo lloré del mismo modo y él me cuidó. En toda su vida no tuvo otra mujer que no fuera yo. Y, pase lo que pase, no tendré yo otro hombre. La primera vez que estuve en sus brazos, tuve miedo. Entonces se apoderó de mí un sentimiento maravilloso. Supe que nunca moriría. Mi amor era inmortal. Nada podía volver a dañarme Pasé a ser como él y supongo que él pasó a ser un poco co¬mo yo. No teníamos secretos entre nosotros. Primero tuve miedo de que pudiera ver las imperfecciones de mi cuer¬po. Pero entonces comprendí que esas imperfecciones eran tan puras como la piel misma. Me amaba tanto. ¿Pero qué puedo contarle de él? Quieren hacerlo parecer co¬mo un gigante, pero no era un gigante. Era un hombre co¬rriente. Era amable y bueno y lleno de amor. Amaba a sus camaradas. Cuando se encontraban solían abrazarse y be¬sarse en la boca. Entre ustedes los romanos nunca he vis¬to que los hombres se abracen y se besen, y, no obstante, aquí los hombres se acuestan con hombres tan fácilmente como se acuestan con mujeres. Fuera lo que fuese lo que Espartaco me dijera, yo lo entendía. Pero yo no lo com¬prendo a usted. Yo no comprendo a los romanos cuando hablan. Cuando los esclavos discutían y se peleaban, Es-partaco los llamaba y ellos hablaban y luego él les hablaba a ellos y ellos escuchaban. Hicieron cosas malas, pero siem¬pre quisieron ser mejores. No estaban solos. Formaban par¬te de algo; formaban parte de cada uno de ellos, también. Al principio acostumbraban robar parte del botín. Espar¬taco me demostró que nada podían hacer para impedirlo, porque provenían de lugares donde se robaba. Pero el te¬soro común nunca se cerró con llave ni tuvo que ser vigi-lado, y cuando vieron que podían disponer de cuanto ne¬cesitaran sin tener que robarlo y que no había modo de usar lo que robaban, dejaron de robar. Perdieron su mie¬do de tener hambre y de ser pobres. Y Espartaco me ense¬ñó que todas las cosas malas que hacen los hombres se de¬ben a que tienen miedo. Me mostró cómo podíamos cambiar y transformarnos en seres buenos y hermosos, con única condición de vivir fraternalmente y compartir todo cuanto se tuviera, los unos con los otros. Yo vi eso. Yo viví eso. Pero de algún modo el hombre que yo tuve siempre fue así. Por ese motivo pudo convertirse en su líder. Por eso lo escuchaban. No eran asesinos y carniceros. Eran algo que el mundo nunca había visto antes. Eran como de¬be ser la gente. Por ese motivo usted no puede herirme. Por ese motivo yo no puedo amarlo.
–¡Fuera de aquí! –le dijo Craso–. ¡Apártate de mi vis¬ta! ¡Maldita seas!

VI

Graco volvió a llamar a Flavio. Aquellos dos hombres com¬partían el mismo destino. Más que nunca tenían el aspec¬to de hermanos aquellos dos hombres ancianos y obesos. Se sentaban y se miraban comprendiéndose mutuamen¬te. Graco se daba cuenta de la tragedia de Flavio. Flavio había intentado siempre ser como otros hombres que triunfaban, pero nunca lo había logrado. Gesto por ges¬to los imitaba, pero a la postre no pasaba de ser una imi¬tación. Ni siquiera era un engaño; apenas si era la imi¬tación de un engaño. Y Flavio miraba a Graco y se daba cuenta de que el viejo Graco estaba acabado, completa¬mente acabado, y ya nunca volvería a ser lo que había si¬do. Sospechaba que algo terrible había ocurrido en la vida de Graco; se trataba tan sólo de una sospecha, pero era suficiente. Había encontrado un protector y el pro¬tector ya no podía protegerlo. ¡Vaya con las cosas que pa¬san!
–¿Qué quieres? –preguntó Flavio–. No me mires de ese modo. Se trata de Varinia. He obtenido la confirma¬ción, si es que la quieres. La mujer de Espartaco. ¿Qué quieres de mí ahora?
–¿De qué tienes miedo? –preguntó Graco–. Nunca doy la espalda a la gente que me ha ayudado. ¿Por qué de¬monios debes tener miedo?
–Tengo miedo de ti –contestó Flavio con desconsuelo – Tengo miedo de lo que vas a pedirme que haga. Po¬drías llamar a las cohortes de la ciudad si quisieras. Tienes tus propias pandillas y tus propios matones y hay barriadas enteras que podrías usar para tus fines. ¿Por qué lo haces entonces? ¿Por qué acudes a alguien como yo, que ya no es nadie? Ni siquiera eso, pues nunca pasé de ser un sinvergüenza barato, nunca. ¿Por qué no acudes a tus amigos?
–No puedo –dijo Graco–. En esto no puedo acudir a mis amigos.
–¿Por qué?
–¿No te das cuenta por qué? Quiero a esa mujer. Quie¬ro a Varinia. He tratado de comprarla. Le he ofrecido a Craso un millón de sestercios y luego dupliqué el precio. Me insultó y se rió de mí en mi cara.
–¡Oh!, no, no... ¡dos millones!
De sólo pensarlo, Flavio comenzó a temblar. Se lamió los gruesos labios y apretó y aflojó las manos repetidamen¬te.
–Dos millones. ¡Pero eso es el mundo en un saco! Llevas contigo ese dinero y consigues el mundo entero. ¿Y ofreciste eso por esa mujer? ¡Cielos, Graco!, ¿por qué la quieres? No es que quiera meterme en tus secretos. Quieres que haga algo por ti, pero te aseguro que me iré de aquí inmediatamente si no me lo dices. Tengo que saber por qué la quieres.
–La amo –respondió Graco tristemente.
–¡Qué!
Graco asintió. Ya no le quedaba dignidad. Asintió y se le enrojecieron y humedecieron los ojos.
–No comprendo. ¿Amor? ¿Qué demonios es el amor? Nunca te casaste. No hubo mujer que llegara a poner sus dedos sobre ti. Y ahora vienes y me dices que amas a una muchacha esclava al extremo de pagar dos millones de sestercios por ella. No puedo comprenderlo.
–¿Es que acaso tienes necesidad de comprenderlo? –gruñó el político–. No podrías entenderlo. Mírame y verás que soy viejo y gordo y además siempre sospechas¬te que era un capón. Tómalo como quieras. Nunca co¬nocí a una mujer que fuera un ser humano; ¿cómo son la mayoría de nuestras mujeres? Las he temido y las he odiado. Es posible que nosotros las hayamos hecho co¬mo son... No sé. Ahora quiero ir arrastrándome de rodi¬llas hasta esa mujer. Quiero que, aunque sea tan sólo una vez, me mire y me diga que significo algo para ella. No sé lo que Craso será para ella, pero comprendo lo que significa para mí. Lo comprendo perfectamente bien. Pero ¿qué puede significar él para ella? Él es el hom¬bre que destruyó a su esposo..., el hombre que aplastó a Espartaco. ¿Cómo puede ella mirarlo sin sentir despre¬cio y odio hacia él?
–Las mujeres pueden –asintió Flavio–. Craso puede elevar el precio indefinidamente. Te sorprenderías.
–¡Oh!, estás completamente equivocado, gordo ton¬to. ¡Estúpido gordo tonto!
–No empieces de nuevo, Graco.
–Entonces no hables como un idiota. Quiero a esa mujer. Ya sabes cuál es el precio.
–Quieres decir que pagarás...
–Sí.
–¿Te das cuenta de las consecuencias? –dijo Flavio cautelosamente–. No para mí. Si lo logro, tomo el dine¬ro y me voy a Egipto y me compro una villa y algunas mu¬chachas esclavas de Alejandría y vivo allí como un sátra¬pa por el resto de mis días. Yo puedo hacer eso, pero tú Graco. Tú eres Graco; eres un senador; en este momento eres la fuerza más poderosa de Roma. No puedes huir– ¿Qué vas a nacer con ella?
–Por ahora eso no me preocupa.
–¿No? Sabes lo que hará Craso. Nadie derrotó nunca a Craso. Nadie tomó nunca nada que fuera de Craso. Puedes luchar contra Craso? ¿Puedes competir con su ri¬queza? Te destruirá, Graco. Te llevará a la muerte. Te arrui¬nará y te matará.
–¿Crees que es tan grande como para lograrlo? –pre¬guntó Graco con suavidad.
–¿Quieres que te diga la verdad? Dos millones es al¬go con lo que ni siquiera he soñado, pero la verdad es que sí. Puede hacerlo y lo hará.
–Correré el riesgo –dijo Graco.
–¿Y qué es lo que obtendrás corriendo ese riesgo? Dos millones es mucho dinero. Puedo pagar para que la saquen de la casa y te la traigan. Eso no será difícil. Pero ¿cómo sa¬ber que ella no te escupirá en la cara? ¿Por qué no ha¬bría de hacerlo? Craso aplastó a Espartaco. Pero ¿quién llevó a Craso a eso? ¿Quién maniobró para que lo consi¬guiera? ¿Quién le entregó el ejército y le encomendó la ta¬rea?
–Fui yo –dijo Graco.
–Precisamente. Entonces, ¿qué obtendrás?
–Puedo obtenerla a ella...
–¿Qué es lo que puedes darle? Hay sólo una cosa que los esclavos quieren. ¿Puedes dársela?
–¿Qué cosa?
–¡Oh!, tú sabes de qué se trata –repuso Flavio–. ¿Por que no enfrentas las cosas?
–¿Te refieres a la libertad?
–No contigo. Su libertad sin ti. Eso significa su libertad fuera de Roma. Eso quiere decir la libertad fuera del alcance de Craso.
–¿No crees que ella debería darme aunque fuera un noche por su libertad?
–¿Una noche de qué?
–De amor...; no, de amor no. Honor, respeto, atenciones. No..., no es eso. Gratitud. Déjame plantearlo en esa forma. Una noche de gratitud.
–¡Qué tonto eres! –exclamó Flavio.
–Lo soy doblemente por estar aquí sentado y permitirte que lo digas –asintió Graco–. Tal vez lo sea... Tal vez no. Correré el riesgo con Craso. Tienes que convencerla de que nunca falto a mi palabra. He vivido cumpliendo mi palabra. Roma lo sabe, pero lo importante es que puedas convencerla a ella.
Flavio asintió con la cabeza.
–Tendrás que arreglar las cosas de modo que a con¬tinuación ella pueda salir de Roma. ¿Puedes hacerlo?
Flavio volvió a asentir.
–¿Adonde?
–Por lo menos hasta la Galia Cisalpina. Allí estará a salvo. En el sur las puertas estarán vigiladas. Creo que estará a salvo si se va hacia el norte, hacia la Galia. Ella es germana. Me imagino que si quiere, puede llegar a Germania.
–¿Y cómo te las arreglarás para sacarla de la casa de Craso?
–Eso no es problema. Sale al campo todas las sema¬nas, cada tres días. Un poco de dinero juiciosamente gas¬tado hará el resto.
–Solamente si ella consiente.
–Lo comprendo –convino Flavio.
–Y me imagino que querrá llevarse al bebé. Y me parece bien que lo haga. Procuraré que el pequeño esté cómodo aquí.
–Sí.
–Tú quieres que te pague los dos millones por ade¬lantado, ¿no es así?
–Me parece que es conveniente recibirlo por adelan¬tado –dijo Flavio con algo de tristeza.
–Te los puedo dar ahora. El dinero lo tengo aquí. Si quieres te doy el dinero en efectivo o, si prefieres, te entrego una orden de pago para mis banqueros de Ale¬jandría.
–Prefiero dinero en efectivo –dijo Flavio.
–Sí... Creo que tienes razón. No pienses en escapar¬te, Flavio. Te encontraré en cualquier parte donde quie¬ras esconderte.
–¡Maldito seas, Graco! Mi palabra es tan fiable como la tuya.
–Está bien.
–¡Lo único que no sé es por qué estás haciendo esto! ¡Por todos los dioses habidos y por haber, no sé por qué lo haces! No conoces a Craso si te imaginas que no va a reac¬cionar.
–Conozco a Craso.
–Entonces, que Dios te ayude, Graco. Quisiera no ser tan pesimista, pero no puedo menos que decirte la verdad.

VII

Varinia tuvo un sueño. Soñó que se la sometía a un inte¬rrogatorio en el honorable Senado. Allí estaban sentados los hombres que gobernaban el mundo. Todos estaban sentados en sus grandes escaños, envueltos en sus blancas togas, y cada uno de ellos tenía el rostro alargado, elegan¬te y duro de Craso. La suma del poder estaba expresada en todo cuanto les concernía, en la forma en que estaban sentados, inclinados hacia delante, con la mejilla apoyada en la mano, en la expresión de sus rostros, tan ceñudos y llenos de presagios, en su confianza, en su seguridad... Re¬presentaban el poder y la fortaleza y nada en el mundo po¬día oponérseles. Estaban sentados en sus blancos asientos de piedra en la amplia sala circular del Senado y bastaba verlos para sentir temor.
Varinia soñó que estaba ante ellos y que tenía que prestar testimonio contra Espartaco. Se hallaba de pie ante ellos con un fino vestido de algodón y estaba lúci¬da y dolorosamente consciente de que la leche de sus se¬nos lo estaba manchando. Ellos comenzaron a interro¬garla.
–¿Quién era Espartaco?
Iba a responder, pero antes de que pudiera hacerlo ya le fue formulada la siguiente pregunta. –¿Por qué trató de destruir a Roma?
Nuevamente trató de responder y nuevamente se le formuló la pregunta siguiente.
–¿Por qué asesinó a todos cuantos cayeron en sus manos? ¿No sabía acaso que nuestras leyes prohiben el ase¬sinato?
Trató de negar, pero antes de que de sus labios salie¬ran dos palabras desmintiendo lo afirmado en la pregun¬ta, va estaba presente la siguiente.
–¿Por qué odiaba todo cuanto es bueno y amaba to¬do cuanto es malo?
Nuevamente intentó hablar, pero uno de los senado¬res se puso de pie y señaló su pecho.
–¿Qué es eso? –preguntó.
–Leche.
Entonces se reflejó ira en todos los rostros, una terri¬ble ira, y ella se sintió más atemorizada que nunca. Y lue¬go, sin que hubiera razones para ello, al menos que ella recordara en su sueño, el temor se desvaneció. En su sue¬ño se dijo a sí misma:
–Esto sólo ocurre porque Espartaco está conmigo.
Volvió el rostro y, en efecto, él estaba a su lado. Esta¬ba vestido en la forma en que casi siempre vistió durante sus campañas. Llevaba botas altas, de cuero. Vestía una tú¬nica lisa, de color gris, y sobre sus cabellos se alzaba un pe¬queño gorro de fieltro. No llevaba armas, ya que había he¬cho cuestión de no llevar armas a menos que fuera en el campo de batalla. No usaba anillos, ni joyas ni brazaletes. Su rostro estaba bien afeitado y su rizado cabello estaba cortado al rape.
Su apariencia tenía un aire de extraordinaria tran¬quilidad y seguridad en sí mismo. Ella recordaba –en su sueño– que siempre había sido así. Espartaco se acercaba a un grupo y un sentimiento de tranquilidad se apoderaba de todos. Pero ella experimentaba una reacción distinta. Siempre que lo veía lo inundaba una sensación de alegría como si se abriera un círculo. Y cuando él aparecía, el cír¬culo se cerraba y completaba. Una vez ella había estado en su tienda de campaña. Por lo menos había cincuenta per¬sonas esperándolo. Finalmente, él llegó y ella se hizo a un lado mientras atendía a la gente que lo había estado espe¬rando. Se limitó a observarlo, pero su felicidad fue en cons¬tante aumento, y cada palabra que él decía y cada movi¬miento que él hacía en su tienda de campaña contribuían a intensificar ese placentero estado de ánimo. Llegó un momento en que no pudo continuar así y salió de la tien¬da y buscó un lugar donde estar sola.
En su sueño, Varinia experimentaba un sentimien¬to algo similar.
–Pero ¿qué estás haciendo aquí, querida mía? –le pre¬guntó él.
–Me están interrogando.
–¿Quiénes?
–Ellos. –Y señaló a los honorables senadores–. Me asustan. –Y advirtió en ese momento que los senadores es¬taban completamente inmóviles, como si hubieran sido congelados.
–Pero puedes ver que están más asustados que tú –le dijo Espartaco. ¡Lo que era tan típico de él! Veía algo y lo definía lisa y llanamente. Y luego solía asombrarse de que ella no lo hubiera visto del mismo modo. Por supuesto que ellos estaban atemorizados.
–Vamos, Varinia –dijo Espartaco sonriente. Le puso el brazo en la cintura y ella hizo lo mismo con él.
Salieron del Senado y entraron en las calles de Ro¬ma. Caminaron por ellas y nadie los advirtió ni los detuvo. En su sueño, Espartaco le dijo:
–Siempre que estoy contigo ocurre lo mismo. Cada que estoy contigo te deseo. ¡Oh, cómo te deseo!
–Cada vez que me desees, puedes tenerme.
–Lo sé, lo sé. Pero es difícil recordarlo. Me imagino se debería dejar de desear lo que se sabe que se pue¬de obtener. Pero yo sigo deseándote. Cada vez te deseo más y más. ¿Tú me deseas en la misma forma?
–En la misma forma.
–¿Siempre que me ves?
–Si.
–Eso es lo que yo siento. Siempre que te veo.
Caminaron un poco más y entonces Espartaco le dijo:
–Tengo que ir a un lugar. Debemos ir a algún lugar y acostarnos.
–Conozco un lugar donde podemos ir –dijo Varinia en su sueño.
–¿Dónde?
–A la casa de un hombre llamado Craso; yo vivo allí.
El se detuvo y retiró el brazo. Se volvió hacia ella y buscó su mirada. Y entonces advirtió la mancha de leche sobre su vestido.
–¿Qué es esto? –le preguntó, olvidando aparentemen¬te lo que le había dicho ella sobre Craso.
–La leche con que alimento a mi hijo.
–Yo no tengo ningún hijo –dijo él. De repente, sintió miedo y retrocedió, alejándose de ella, y luego se marchó. Entonces el sueño llegó a su fin y Varinia despertó y en torno a ella no había sino obscuridad.

VIII

Al día siguiente, Craso se fue al campo, y al atardecer Flavio llevó a Varinia a casa de Graco, tal como lo habían con¬venido. Cuando llegaron, Graco estaba cenando solo. Una esclava le anunció que afuera había dos personas, Flavio y una mujer. Y que la mujer tenía una criatura en brazos.
–Sí –dijo Graco–. Sí, lo sé. Hay un lugar dispuesto pa¬ra el niño. Hazlos entrar. –Y luego agregó–: No, no. Lo ha¬ré yo mismo.
Casi corriendo fue del comedor a la puerta de entra¬da. Los invitó personalmente a que entraran. Se mostró muy amable, muy considerado, y les dio una bienvenida digna de invitados merecedores del máximo respeto.
La mujer vestía una larga túnica y, en la sombra del corredor de entrada, a Graco le fue imposible distinguir su rostro. Los acompañó adentro y le dijo a la mujer que podía entregarle al niño o llevarlo personalmente a la ha¬bitación del bebé. Ella acunaba al chico en sus brazos y Graco tenía temor de hacer o sugerir algo que pudiera re¬sultarle aprensivo respecto a su preocupación por el niño.
–Tengo aquí a una niñera profesional, para que lo atienda –dijo–. Tengo una pequeña cuna y todo cuanto pueda desear. Estará cómodo y a salvo y nada puede ocurrirle.
–No es mucho lo que necesita –respondió Varinia.
Era la primera vez que Graco oía su voz. Era una voz suave, pero rica en matices y muy profunda; una voz agradable. Echó hacia atrás la capucha de su túnica y él pudo verle el rostro. Llevaba el largo cabello rubio atado hacia atrás, sobre la nuca. No tenía afeite alguno en el rostro, lo que, por extraño que parezca, hacía que los delicados rasgos de su rostro resultaran más perceptibles y más hermosos.
Mientras Graco la observaba, Flavio observaba a Gra¬co. Flavio se mantuvo a un lado, interesado, displicente y también intrigado. No se sentía cómodo allí y, tan pron¬to como tuvo ocasión de hablar, dijo:
–Ahora tengo que hacer los demás preparativos, Gra¬co. Volveré cuando amanezca. Espero que para entonces estarás listo.
–Estaré listo –asintió Graco.
Flavio partió y Graco condujo a Varinia a la habita¬ción que había preparado para el bebé. Había allí una esclava, sentada, y Graco la señaló y le explicó:
–Estará aquí toda la noche. No quitará sus ojos del niño. De modo que nada tiene que temer. Si el niño llora, la llamará inmediatamente. No tiene por qué preocuparse.
–El niño dormirá –dijo Varinia–. Usted es muy amable, pero el niño dormirá.
–Pero usted no necesitará estar atenta por si él niño llora. Tan pronto como ocurra, ella la llamará. ¿Tiene us¬ted apetito? ¿Ha comido?
–No he comido, pero no tengo apetito –respondió Varinia después de haber colocado al niño en la cuna–. Es¬toy demasiado nerviosa para sentir apetito. Es como si es¬tuviera soñando. Al principio tenía miedo de confiar en ese otro hombre, pero ahora le creo. No me explico por qué hace usted esto por mí. Temo estar durmiendo y me parece que en cualquier momento puedo despertar.
–Siéntese conmigo mientras termino mi cena y posi¬blemente quiera luego comer algo después.
–Sí, haré eso.
Volvieron al comedor y Varinia se sentó en un diván colocado en ángulo recto con el de Graco. Él no podía re¬clinarse; se sentó bastante tieso, sin poder quitarle los ojos de encima a Varinia. Advirtió con cierta sorpresa que en modo alguno se sentía inquieto ni tenía aprensión, sino que, por el contrario, experimentaba una gran felicidad, como nunca había conocido antes en su vida. Estaba con¬tento. En toda su existencia nunca había sabido lo que era estar contento. La parecía que todas las cosas andaban bien en el mundo. Las dolorosas incongruencias del mundo ha¬bían desaparecido. Se sentía en su hogar, en su casa de su bendita ciudad, en su maravillosa urbe, y sentía un gran cariño por la mujer que estaba sentada frente a él. No in¬tentó establecer cuál era el complejo que había hecho que el único acto de amor de su existencia recayera en la mujer de Espartaco; pensó que lo comprendía, pero no sintió de¬seo alguno de demostrárselo a sí mismo y analizarlo. Comenzó a hablar de la comida.
–Temo que la encontrará bastante sencilla, en com¬paración con la mesa de Craso. Suelo comer frutas y car¬ne y pescados sin condimentar, y luego algo especial. Es¬ta noche tengo langosta rellena, que es muy buena. Y un buen vino blanco, que bebo con agua...
Ella no lo escuchaba, pero con percepción poco co¬mún, él dijo:
–Usted no entiende, ¿verdad? cuando nosotros los romanos hablamos de alimentos.
–No –admitió ella.
–Me doy cuenta por qué. Nosotros nunca hablamos de lo vacías que son nuestras vidas. Y eso es debido a que de¬dicamos tanto tiempo a llenar nuestras vidas. De todos los actos naturales de los bárbaros, comer y beber, amar, reír, de todas estas cosas nosotros hemos creado un gran ritual y las hemos hecho objeto de culto. Ya nunca tene¬mos hambre. Hablamos del hambre, pero nunca la expe¬rimentamos. Hablamos de la sed, pero nunca tenemos sed. Hablamos de amor, pero no amamos y tratamos de encontrarle un sustituto al amor en todas nuestras inter¬minables innovaciones y perversiones. Entre nosotros la distracción ha ocupado el lugar de la felicidad y cuan¬do una distracción deja de serlo debemos buscar algo más atractivo, más emocionante..., más y más y más. Nos he¬mos embrutecido al extremo de ser insensibles a lo que hacemos, y esa insensibilidad crece. ¿Entiende lo que es¬toy diciendo?
–Algo entiendo –respondió Varinia.
–Y yo tengo que comprenderla a usted, Varinia. Ten¬go que comprender por qué tiene miedo de que esto sólo sea un sueño. Usted tiene mucho que ganar con Craso. Pienso que hasta se casaría con usted, si usted realmente se lo propusiera. Craso es un gran hombre. Es uno de los hom¬bres más grandes de Roma, y su poder y su influencia son casi increíbles. ¿Usted sabe lo que es un faraón egipcio?
–Sí, lo sé.
–Bueno, en este momento, Craso tiene más poder que un faraón egipcio. Y usted podría ser más grande que una reina egipcia. ¿Le causaría eso alguna felicidad?
–¿Con el hombre que mató a Espartaco?
–¡Ah!, pero considere... Él no lo hizo personalmen¬te– Ni conoció a Espartaco ni sentía odio alguno por él. Yo soy tan culpable como él. Roma destruyó a Espartaco. Pero Espartaco está muerto y usted vive. ¿No desea lo que Craso puede ofrecerle?
–No lo quiero –respondió Varinia.
–¿Qué es lo que usted quiere, mi querida Varinia?
–Quiero ser libre –dijo ella–. Quiero irme de Roma y nunca más volver a ver Roma en mi vida. Quiero ver a mi hijo creciendo en libertad.
–¿Tanto significa ser libre? –preguntó Graco, genuinamente intrigado–. ¿Libre para qué? ¿Libre para morir¬se de hambre, para ser asesinado, para carecer de hogar... Libre para trabajar la tierra como la trabajan los campe¬sinos?
–No sé cómo decírselo –manifestó Varinia–. Traté de decírselo a Craso, pero no supe cómo hacerlo. Ni sé como decírselo a usted.
–Y usted odia a Roma. Yo amo a Roma, Varinia. Ro¬ma es mi sangre y mi vida, mi madre y mi padre. Roma es una prostituta, pero me moriría si tuviera que dejarla. Lo siento en este momento. Y porque usted está sentada allí, mi ciudad me domina. Pero usted la odia. Me pregunto ¿por qué? ¿Espartaco odiaba a Roma?
–Estaba contra Roma y Roma estaba contra él. Usted lo sabe.
–Pero cuando derribara a Roma, ¿qué se proponía construir en lugar de Roma?
–Quería un mundo en el que no hubiera esclavos ni amos, sino sólo personas que vivieran juntas, en paz y hermandad. Decía que tomaría de Roma lo que fuera bue¬no y hermoso. Construiríamos ciudades sin murallas, y to¬dos los hombres vivirían en paz y hermandad, y no habría más guerras ni más miseria ni más sufrimientos.
Graco permaneció un rato silencioso y Varinia lo ob¬servó con curiosidad y sin temor. Porque a pesar de su obesidad exterior, de su enorme masa, era un hombre en quien quería confiar y al que consideraba distinto a todos cuantos había conocido antes. Había en él una peculiar honestidad, una honestidad puesta del revés. Era una cua¬lidad que, en cierto modo, le hacía recordar a Espartaco. No era nada que pudiera especificarse. Nada físico, ni si¬quiera un modo. Era más bien un ejemplo de su manera de pensar y, en ciertos momentos, solamente en ciertos momentos, decía cosas como las hubiera dicho Esparta¬co.
Permaneció silencioso durante bastante tiempo y cuando volvió a hablar lo hizo comentando lo que ella ha¬bía dicho antes, como si no hubiera transcurrido tiempo alguno.
–De modo que ése era el sueño de Espartaco –di¬jo–. Hacer un mundo en que no hubiera más látigos y na¬die a quien azotar... sin palacios y sin chozas de barro. ¡Quién sabe! ¿Qué nombre va a ponerle a su hijo, Varinia?
–Espartaco. ¿De qué otro modo podría llamarlo?
–Espartaco es un nombre adecuado. Sí, por supues¬to. Y será alto y orgulloso y fuerte. ¿Y le contará sobre su padre?
–Sí, le contaré.
–¿Qué le dirá? ¿Cómo le explicará? Vivirá en un mun¬do en que no hay hombres como Espartaco. ¿Cómo le ex¬plicará qué fue lo que hizo de su padre un hombre puro y noble?
–¿Cómo sabe usted que Espartaco era puro y noble? –le preguntó Varinia.
–¿Es tan difícil saberlo? –respondió Graco asombra¬do.
–Para cierta gente es difícil saberlo. ¿Sabe lo que voy a decirle a mi hijo? Creo que usted me comprenderá. Le diré una cosa muy sencilla. Le explicaré que Espartaco era puro y noble porque hizo frente al mal y se opuso al mal y combatió contra el mal... y que nunca en su vida hizo las paces con lo que estuviera equivocado.
–¿Y eso lo hizo puro?
–No soy muy inteligente, pero creo que eso haría puro a cualquiera –contestó Varinia.
–¿Y cómo sabía Espartaco lo que era justo y lo que era injusto? –inquirió Graco.
–Lo que era bueno para su gente era justo. Lo que les hacía daño era injusto.
–Ya veo –asintió Graco–, el sueño de Espartaco y la manera de ser de Espartaco. Soy demasiado viejo para so¬ñar, Varinia. De otro modo soñaría demasiado sobre lo que yo he hecho con esa única vida que se da al hombre para que viva. Una vida... y parece tan corta, tan sin sentido, tan sin objetivo. Es como un momento. El hombre nace y mue¬re, sin poesía ni razón. Y aquí estoy yo, sentado con este obeso y feo cuerpo que tengo. ¿Era Espartaco un hom¬bre muy guapo?
Ella sonrió por vez primera desde que entró en la ca¬sa. Sonrió y luego comenzó a reír y luego la risa se trocó en lágrimas y apoyó el rostro en la mesa y lloró.
–Varinia, Varinia... ¿Qué es lo que dije?
–Nada –se enderezó y secó sus lágrimas con la servi¬lleta–. No es por nada que haya dicho usted. Amaba tan¬to a Espartaco. Él no era como ustedes los romanos. Ni tampoco como los hombres de mi tribu. Era tracio, de ros¬tro ancho y aplastado, y cierta vez, al ser golpeado por un capataz, se le rompió la nariz. La gente decía que por eso tenía aspecto ovejuno, pero para mí era como debía ser. Eso es todo.
Las barreras habían desaparecido entre ellos. Graco extendió la suya y le tomó la mano. Nunca en su vida se había sentido tan cerca de una mujer ni tampoco tan con¬fiado en ella.
–Querida, querida –dijo–, ¿sabes lo que me he dicho a mí mismo? Primero, que quería una noche de amor con¬tigo. Después lo rechacé. Después quise una noche de dis¬tinción y respeto. También rechacé eso. Todo cuanto que¬ría entonces era gratitud. Pero hay algo más que la gratitud, ¿verdad, Varinia?
–Sí, hay más –dijo ella con franqueza.
Y entonces él comprendió que en ella no había ni du¬plicidad ni artificio. No tenía otra manera de hablar que la de expresar lo que pensaba. Le tomó las manos y se las besó y ella no las retiró.
–Esto es lo que quiero –dijo él–. Lo tendré hasta el amanecer. ¿Quiere estarse aquí sentada conmigo y hablar conmigo y beber un poco de vino y comer algo? Hay tan¬to que quiero decirle y tanto que quiero oírle decir. ¿Se sentará conmigo hasta el amanecer, y entonces vendrá Flavio con los caballos, y usted dejará Roma para siempre? ¿Hará eso por mí, Varinia?
–Y también por mí –dijo ella–; quiero hacerlo.
–No intentaré darle las gracias, porque no sé cómo agradecérselo.
–No tiene nada que agradecerme –dijo Varinia–. Me está haciendo tan feliz como nunca imaginé que podría volver a ser. Nunca pensé que podría volver a sonreír des¬pués de la muerte de Espartaco. Siempre pensé que la vi¬da sería como un desierto. Y, sin embargo, él acostumbra¬ba a decirme que la vida era más importante que cualquier otra cosa. Nunca llegué a comprenderlo tan bien como lo comprendo ahora. Ahora quiero reír. No puedo compren-derlo, pero quiero reír.

IX

Cuando regresó Flavio, estaba a punto de amanecer; era la hora gris y solitaria en que la vida llega al borde y las co¬sas alcanzan su punto más bajo antes de comenzar de nue¬vo. Sin decir palabra, el ama de llaves lo condujo a donde se hallaban Graco y Varinia. Graco estaba despatarrado en una silla, fatigado, con el rostro pálido pero con una expre¬sión satisfecha. Varinia, sentada en un diván, amamanta¬ba a su hijo. También ella tenía aspecto de fatiga, pero se la veía hermosa, sentada allí con la regordeta y rosada cria¬tura succionando su pezón. Cuando Graco vio a Flavio, pu¬so un dedo sobre sus labios y aquél permaneció quieto, a la espera. No pudo impedir, sin embargo, quedar cautiva¬do por la belleza de la mujer. Sentada allí a la luz de la lám¬para, alimentando al niño, parecía la evocación de una ima¬gen de una Roma muy alejada en el tiempo.
Cuando hubo terminado, cubrió su pecho, envol¬vió a la criatura dormida y la puso en una canasta. Graco se puso de pie ante ella y durante largo rato Varinia lo es¬tuvo mirando.
–Me decidí por el carro –les dijo Flavio–. En esa for¬ma viajaremos más rápido: cuantos más kilómetros nos ale¬jemos de la urbe, más posibilidades tendremos de lograr nuestro propósito. En un carro he puesto suficientes man¬tas y almohadas para que estemos cómodos y abrigados, pero tenemos que partir inmediatamente. Hemos hilado muy fino, excesivamente fino.
Ellos parecían no oírlo. Se miraban el uno al otro; la hermosa mujer de Espartaco y el obeso político romano. Entonces Varinia se volvió hacia el ama de llaves y le dijo:
–¿Quiere sostener al niño un momento?
El ama de llaves tomó a la criatura y Varinia se volvió hacia Graco. Le acarició los brazos y luego elevó las manos y le tocó el rostro. El se inclinó hacia ella y ella lo besó.
–Ahora tengo que decirle una cosa –expresó Varinia–. Le doy las gracias por lo bueno que ha sido conmigo. Si us¬ted viene conmigo, trataré de ser buena con usted tam¬bién... tan buena como podría serlo con cualquier hombre.
–Gracias, querida.
–¿Viene usted conmigo, Graco?
–¡Oh, querida, gracias y bendita seas! Te quiero mu¬cho. Pero yo no serviría para nada fuera de Roma. Roma es mi madre. Mi madre es una ramera, pero, aparte de ti, es la única mujer a la que he amado. No soy desleal. Soy un viejo obeso. Flavio tendría que recorrer toda la ciudad pa¬ra encontrar un carro para mí. Vete, querida.
–Les he dicho que tenemos el tiempo medido –dijo Flavio con impaciencia–. A estas alturas ya hay cincuenta personas que están enteradas de lo que estamos haciendo. ¿Creen ustedes que nadie va a hablar?
–Cuídala bien –dijo Graco–. Ahora serás un hombre rico, Flavio. Vivirás confortablemente. De manera que cum¬ple con lo último que te pido. Cuida bien de ella y del ni¬ño. Llévalos hasta el norte, hasta que lleguéis a las faldas de los Alpes. Los campesinos galos que viven allí en los va¬lles son gente sencilla, buena y trabajadora. Encontrará donde vivir entre ellos. Pero no la abandones hasta que veas los Alpes nítidamente recortados contra el cielo. Y date prisa. Azota a los caballos. Mátalos si es necesario y compra otros nuevos, pero no te detengas por ningún mo¬tivo. ¿Harás eso por mí, Flavio?
–Hasta ahora no he faltado nunca a mi palabra.
–No, nunca. Adiós.
Los acompañó hasta la puerta. Ella tomó al niño en brazos. Él se quedó en el corredor de entrada, bajo la luz grisácea del amanecer, y los vio subir al carro. Los caballos estaban nerviosos y alertas. Con sus cascos golpeaban el pavimento.
–Adiós, Varinia –le gritó.
Ella lo saludó con la mano. Los carros partieron, rechinando por las estrechas calles desiertas, despertando con su ruido a todo el vecindario...
Graco se dirigió a su despacho. Se dejó caer en su gran asiento, muy fatigado, y durante un rato mantuvo ce¬rrados los ojos. Pero no dormía. Su satisfacción no había pasado. Cerró los ojos y reflexionó sobre muchas cosas. Pensó en su padre, un pobre zapatero, perdido en un pa-sado que parecía haber desaparecido para siempre, cuando los romanos trabajaban y estaban orgullosos de su tra¬bajo. Recordó su aprendizaje político en las calles, las sangrientas luchas de pandillas, el entrenamiento en la cí¬nica compra y venta de votos, la forma en que se había aprovechado de las masas y cómo había escalado posicio¬nes hasta alcanzar el poder. Nunca el poder fue suficien¬te; nunca el dinero fue suficiente. En aquellos días aún ha¬bía romanos honestos que luchaban por la República, que luchaban por los derechos del pueblo, que denunciaban valientemente en el Foro la injusta expropiación de las tie¬rras de los campesinos y el establecimiento de grandes fin¬cas rústicas con esclavos. ¡Denunciaban! ¡Tronaban! ¡Saca¬ban la cara contra la tiranía! Graco lo había comprendido.
Ésa había sido su gran virtud: haber comprendido y haber reconocido la justicia de su causa. Pero también sabía que aquélla era una causa perdida. No se puede hacer retroce¬der el reloj de la historia; avanza siempre, y él se había uni¬do a las fuerzas que habían depositado sus esperanzas en la formación de un imperio. Había enviado a sus pandillas a destruir a los que hablaban de las viejas libertades. Ha¬bía asesinado a los hombres justos y de principios.
Estaba pensando en eso, pero sin pena ni lamenta¬ciones, sino con el deseo de comprender. Luchaban por las viejas libertades aquellos enemigos suyos de los pri¬meros días. ¿Pero es que había viejas libertades? Allí esta¬ba aquella mujer que acababa de irse de su casa y en ella ardía el fuego de la libertad. A su hijo lo había llamado Es¬partaco y éste le daría el nombre de Espartaco a su propio hijo... ¿Y es que alguna vez los esclavos se resignarían a ser esclavos? Para él no había respuesta ni solución que pudie¬ra plantearse a sí mismo, pero esto tampoco hizo que se lamentara. Había vivido plenamente la vida y no lo lamen¬taba. Tenía un sentido de la historia, un sentido del rápi¬do transcurrir del tiempo en el cual él era sólo un instan¬te, y esto lo consolaba. Su querida ciudad perduraría. Duraría para siempre. Si Espartaco volviera alguna vez y derribara sus murallas, para que los hombres pudieran vi¬vir sin temor, esos hombres comprenderían que alguna vez hubiera habido hombres como Graco, que habían amado la ciudad aunque aceptaron sus males.
Pensó luego en el sueño de Espartaco. ¿Viviría? ¿Per¬duraría? ¿Eran verdaderas las extrañas aseveraciones que Varinia había formulado? ¿Era cierto que los hombres po¬dían llegar a ser puros y desinteresados si combatían el mal? Nunca había conocido hombres así; pero nunca lle¬gó a conocer a Espartaco. Pero había conocido a Varinia.
Y ahora Espartaco se había ido y Varinia se había ido. Era como si se hubiera tratado de un sueño. Apenas si había tocado los bordes del raro conocimiento de Varinia. Pe¬ro para él no existía; no podía existir.
Entró el ama de llaves. La miró con extrañeza.
–¿Qué quieres, anciana? –le preguntó amablemente.
–Su baño está listo, amo.
–Hoy no me bañaré –le explicó, y se asombró ante la sorpresa y consternación de la esclava–. Hoy todo es dife¬rente, anciana, mira –prosiguió diciendo–: sobre aquella mesa hay una fila de bolsas. En cada bolsa hay un certifi¬cado de manumisión para cada uno de mis esclavos. En ca¬da bolsa hay veinte mil sestercios. Quiero que entregues las bolsas a los esclavos y que les digas que se vayan de mi casa. Quiero que lo hagas ahora mismo, mujer.
–No lo comprendo –dijo ella.
–¿No? ¿Por qué no me comprendes? Lo que he di¬cho es perfectamente claro. Quiero que todos vosotros os vayáis. Sois libres y tenéis algún dinero. ¿Es que alguna vez os he permitido desobedecer mis órdenes antes?
–Pero ¿quién le preparará la comida? ¿Quién lo aten¬derá?
–No me hagas tantas preguntas, anciana. Haz lo que te he dicho.
Para Graco transcurrió una eternidad hasta que to¬dos abandonaron la casa, y entonces se produjo un pro¬fundo silencio, un silencio extraño y nuevo. Salía el sol. Las calles estaban llenas de vida y de ruidos y sonidos, pe¬ro la casa de Graco estaba silenciosa.
Volvió a su despacho, se acercó a un armario y abrió la cerradura. De su interior cogió una espada, una cor¬ta espada hispánica, como la que llevaban los soldados, pero hermosamente labrada e introducida en una vaina finamente decorada. Le había sido entregada hacía mu-chos, muchos años, en alguna ceremonia, pero no tenía la menor idea del motivo ni la ocasión del regalo. ¡Qué extraño era que sintiera tal desprecio por las armas! Mas no era tan extraño, teniendo en cuenta que la única ar¬ma en que había confiado en toda su vida eran sus pro¬pios puños.
Sacó la espada de la vaina y probó el filo y la punta. Estaba suficientemente afilada. Luego volvió a su silla, se sentó y, contemplando su enorme abdomen, comenzó a reírse ante la idea del suicidio. No había dignidad en un acto como aquél. Era totalmente ridículo. Y dudó seria-mente de que tuviera el valor necesario para hundirse la hoja a la otrora honorable manera romana. ¿Cómo podía saber si solamente alcanzaría a cortar la grasa y entonces perdería el coraje y caería cubierto por su propia sangre y entonces comenzaría a gimotear pidiendo socorro? ¡Aquél no era un momento adecuado en la vida de un hombre para comenzar a matar! En toda su vida nunca había ma¬tado a nadie..., ni siquiera a una gallina.
Entonces comprendió que no era cuestión de ner¬vios. Sólo ocasionalmente había temido a la muerte. Des¬de la infancia se había burlado de las ridículas historias acerca de los dioses. Como hombre, había aceptado con facilidad los puntos de vista de la gente culta de su clase, de que no había dioses y que después de la muerte no había otra vida. Había decidido qué era lo que iba a hacer y lo único que le preocupaba era no llegar a ejecutarlo dig¬namente.
Pensando en esas cosas debió de quedarse dormido. Fue despertado por alguien que golpeaba la puerta de la calle. Se sacudió, para despertarse bien y escuchó.
–¡Qué carácter! –pensó–. ¡Qué carácter tienes, Craso!
¡Qué justa indignación! ¡Que este loco gordinflón se bur¬le de ti y te quite tu gran conquista de la guerra! Pero tú no la amabas, Craso. Quisiste que Espartaco fuera clavado en una cruz y cuando no pudiste lograrlo, la quisiste a ella. Quisiste que ella te amara, que se arrastrara a tus pies. ¡Oh, Craso, qué tonto eres..., qué estúpido y torpe necio! Y, sin embargo, la gente como tú es la gente de este tiem¬po. No hay duda.
Buscó la espada, pero no pudo encontrarla. Entonces se arrodilló y la halló bajo la silla. Se arrodilló con la espa¬da en sus manos y entonces, con todas sus fuerzas, se la hun¬dió en el pecho. Fue tal el dolor, que gritó sin poder conte¬nerse, pero la espada se hundió y entonces cayó hacia delante sobre ella, de modo que se hundió en toda su longitud.
En esa posición estaba cuando Craso echó abajo la puerta y entró. Fue necesaria toda la fuerza del general pa¬ra darle vuelta. Y entonces el general vio que el rostro del político había quedado fijo en una mueca o en una son¬risa burlona...
Después de aquello, Craso regresó a su casa lleno de ira y odio. Nunca en su vida había odiado tanto a nadie co¬mo odiaba al difunto Graco. Pero Graco estaba muerto y nada había que Craso pudiera hacer.
Cuando Craso llegó a su casa, descubrió que tenía un huésped. El joven Cayo lo estaba esperando. Cayo nada sa¬bía de lo ocurrido. Tal como le explicó de inmediato al ge¬neral, acababa de regresar de sus vacaciones en Capua y había ido directamente a visitar a su querido Craso. Se acer¬có a él y comenzó a acariciarle el pecho. Y entonces Craso dio con él por tierra de un puñetazo.
Craso irrumpió en la otra habitación y volvió con un látigo. Cayo estaba levantándose del suelo, sangrando por la nariz; su rostro reflejaba sorpresa, dolor e indignación.
Y entonces Craso comenzó a azotarlo.
Cayo gritaba. Gritaba sin parar, pero Craso siguió azotándolo. Sus propios esclavos tuvieron que sujetarlo final¬mente y entonces Cayo, tambaleándose, salió de la casa, llorando como un niño dolorido por haber sido azotado.


OCTAVA PARTE
En que Varinia encuentra la libertad

I

Flavio cumplió su convenio con Graco. Provisto de las me¬jores credenciales, firmadas por el propio Graco, los ca¬rros corrieron hacia el norte y luego hacia el este. Varinia tuvo escasos recuerdos del viaje, ya que la mayor parte del primer día la pasó durmiendo con el niño entre los brazos. La vía Casia era una ruta excelente, suave y bien pavimentada, y los carros rodaban fácil y cómodamente. Durante la primera parte del día, el conductor no tuvo pie¬dad con los caballos; al mediodía cambió de tiro y el resto de la jornada fue hecho a carrera rápida, casi al trote. Al caer la noche, estaban ya a ciento sesenta kilómetros al nor¬te de Roma. Ya obscuro, volvieron a cambiar de caballos y durante toda la noche los carros corrieron a la luz de la lu¬na, devorando distancias.
En varias oportunidades fueron detenidos por patru¬llas militares, pero el mandato senatorial que Graco había dado a Flavio siempre fue suficiente para que los dejaran pa¬sar. Durante la noche, Varinia estuvo sentada durante horas en el tambaleante vehículo, con el bebé plácidamente dor¬mido a sus pies, envuelto en mantas y recostado sobre almo¬hadones. Veía el paisaje alumbrado por la luna deslizarse ve¬loz y vio el rápido curso de los torrentes caer a los lados mientras corrían por encima de los espléndidos puentes ro¬manos. El mundo dormía, pero ellos continuaban.
Cuando se ocultó la luna, pocas horas antes del ama¬necer, se detuvieron en un pequeño prado a orillas del ca¬mino, les quitaron los arneses y manearon a los caballos y después de comer un poco de pan y beber un poco de vino se tendieron en el suelo sobre una manta y descansa¬ron. Varinia tardó en dormirse, pero los exhaustos conduc¬tores se durmieron inmediatamente. A Varinia le pareció que acababa de cerrar los ojos cuando fue despertada por Flavio. Mientras volvían a atar los caballos, dio de mamar al bebé, en tanto que los hombres trabajaban lenta y dis¬plicentemente, como todo aquel que apenas se ha repues¬to de su agotamiento, y una vez que lo hubieron hecho vol¬vieron los carros al camino y prosiguieron la marcha hacia el norte. El sol se levantaba cuando en una estación ca¬minera se detuvieron para estirar las piernas y volver a cam¬biar de caballos. Poco más tarde pasaron junto a una ciu¬dad amurallada y durante toda la mañana los conductores fustigaron a los caballos. El interminable vaivén de los ve¬hículos comenzó a producir su efecto. Varinia vomitó va¬rias veces y se apoderó de ella el temor de que pudiera re¬tirársele la leche. Pero, por la tarde, Flavio obtuvo de un granjero leche fresca y queso de cabra –alimentos que Va¬rinia podía soportar– y como el cielo estaba encapotado, descansaron casi toda la noche.
Nuevamente volvieron a levantarse antes del amane¬cer y se pusieron en marcha, y al mediodía llegaron a un lugar donde una amplia ruta cruzaba aquella por la que iban, en forma de T. Viajaban ahora hacia el norte y el oes¬te, y cuando el sol se estaba poniendo vio Varinia por vez primera las nevadas cumbres de los Alpes a la distancia. Esa noche brillaba la luna, y prosiguieron sin apurar mu¬cho a los caballos. Durante la noche se detuvieron para cam¬biar las caballerías por última vez y, antes de que llegara el alba, abandonaron la carretera principal y se interna¬ron por un camino de tierra hacia el este. El sendero des¬cendió por un valle y cuando salió el sol Varinia pudo ver en toda la extensión del valle neblinoso el curso de un río que lo cruzaba por el centro y, a ambos lados, la falda de los montes. Ya estaban cerca de los Alpes.
No se podía seguir muy rápido, ya que los carros se inclinaban de un lado a otro en el accidentado camino de tierra. Varinia, sentada sobre los almohadones, sostenía al niño en brazos. Cruzaron el río por un puente de made¬ra y comenzaron la lenta ascensión de las montañas. Du¬rante todo el día, los caballos lucharon contra la pendien¬te en el tortuoso camino montañoso. Los campesinos galos que los veían hacían un alto en su labor para ver pasar aque-llos dos grandes carros y los hermosos caballos que tiraban de ellos, y nunca faltaron chicos pelirrojos que llegaron co¬rriendo a la orilla del camino para quedarse mirando, con los ojos abiertos de par en par, el insólito espectáculo.
Después, avanzada ya la tarde, cuando el camino se había convertido en un estrecho sendero, llegaron a la cumbre y vieron que a sus pies se extendía un ancho y her¬moso valle. Aquí y allá, Varinia pudo distinguir una peque¬ña aldea, numerosas viviendas y, a cierta distancia, grupos de chozas de campesinos. Había amplias franjas de bos¬que, numerosos riachuelos y, vagamente insinuada en la distancia, se alzaba la silueta de una ciudad amurallada. La ciudad se perfilaba hacia el oeste; ellos siguieron su ca¬mino hacia abajo y hacia el norte, en dirección a los Alpes, que parecían aún muy distantes.
Tan difícil resultaba descender como lo había sido ascender, ya que había que frenar a los caballos, y el cami¬no era accidentado y serpenteante. Había obscurecido cuando llegaron al fondo del valle, y allí se detuvieron a descansar y a esperar a que saliera la luna. Viajaron un po¬co durante la noche, a la luz de la luna, y volvieron a dete¬nerse, para proseguir más tarde con la primera luz del ama¬necer. Allí todos los caminos eran realmente intransitables Anduvieron y anduvieron..., y finalmente llegaron a las pri¬meras estribaciones de los Alpes.
Allí Flavio se separó de Varinia, despidiéndose de ella una mañana, a primera hora, en un lugar donde comen¬zaba un camino que se extendía hacia lo lejos, por don¬de no se veía más que campos y bosques.
–Adiós, Varinia –le dijo–. He cumplido lo que le pro¬metí a Graco, y, creo que me he hecho merecedor en par¬te del dinero que me pagó. Espero que ni tú ni yo volva¬mos a ver Roma, ya que esa ciudad no será muy saludable para ninguno de los dos de aquí en adelante. Te deseo suerte y felicidad; lo mismo le deseo a tu pequeño. A po¬co menos de dos kilómetros, subiendo por este camino, hay una pequeña aldea de campesinos. Es preferible que no te vean llegar en carro. Aquí tienes una bolsa con mil sestercios, con lo que podrás pagar el sustento y el aloja-miento durante un año en estos lugares. Los campesinos son gente sencilla y, si quieres cruzar las montañas para ir a tu país, ellos te ayudarán. Hay gente indómita que vi¬ve en las montañas y que odia a los extranjeros. Además, nunca volverás a encontrarte con tu gente, Varinia. Las tri¬bus germanas deambulan por los bosques de un lugar a otro, y es imposible saber dónde se encontrará la misma tribu al año siguiente. Por otra parte, he oído decir que los húmedos, obscuros e insalubres bosques del otro lado de los Alpes no son un lugar apropiado para criar a un ni¬ño. Yo me decidiría a vivir en algún lugar de las inmedia¬ciones, Varinia. Confieso que eso no me agradaría a mí, pero esto era lo que tú querías. ¿No es así?
–Esto es lo que yo quería –asintió ella–. Te estoy muy agradecida, Flavio.
Y entonces hicieron girar en redondo los carros y Va¬rinia se quedó allí con el bebé en los brazos, hasta que de¬saparecieron tras una nube de polvo, hasta que las estriba¬ciones del terreno los ocultaron de su vista.
Entonces se sentó a la orilla del sendero y amaman¬tó al niño. Luego emprendió la marcha por el camino. Era una agradable y fresca mañana de verano. El sol se esta¬ba elevando en el cielo limpio y azul y los pájaros canta¬ban, y las abejas iban de flor en flor, libando el néctar y lle¬nando el aire con su suave rumor.
Varinia se sentía feliz. No era la felicidad que había conocido junto a Espartaco, pero de él había recibido el conocimiento de la vida y la rica recompensa de la exis¬tencia. Estaba viva y en libertad; de modo que, en verdad, estaba contenta y miraba hacia el futuro con esperanza e ilusión.

II

Eso fue lo que le ocurrió a Varinia. Una mujer no puede vivir sola, y en la aldea a la que llegó, una aldea de senci¬llos campesinos galos, encontró refugio en casa de un hom¬bre cuya esposa había muerto al dar a luz. Es posible que la gente supiera que se trataba de una esclava que había huido. No tenía importancia. Tenía los pechos rebosantes y le dio vida al recién nacido. Era una buena mujer, y la gente la quería por su fortaleza y su extravertida sencillez. El hombre en cuya casa había ido a vivir era un hom¬bre sencillo, que no sabía ni leer ni escribir y que lo único que había aprendido era la lección del trabajo. No era Espartaco, pero tampoco se diferenciaba mucho de Espartaco. Tenía la misma paciencia ante la vida. Era lento en mon¬tar en cólera y amaba profundamente a sus hijos, a los propios y al que Varinia había llevado con ella.
A Varinia la adoraba, porque había llegado a él des¬de lejos y con ella le había llegado una esposa. Y con el tiempo ella aprendió a conocerlo y a sentir por él algunos de esos sentimientos. Con mucha facilidad aprendió el nuevo lenguaje, con una base de latín y muchas palabras galas; se amoldó a sus costumbres, que no eran muy dife¬rentes de las de su propia tribu. Cultivaban la tierra y reco¬gían la cosecha. Ofrecían parte de ésta a los dioses de su al¬dea y otra parte la entregaban al recaudador de impuestos y a Roma. Vivían y morían; bailaban y cantaban y lloraban y se casaban, y sus vidas transcurrieron dentro del invaria¬ble ciclo de las estaciones.
Grandes cambios se estaban produciendo en el mun¬do pero entre ellos esos cambios se sentían tan lentamen¬te que en realidad nada resultaba alterado.
Varinia era prolífica. Cada año dio a luz un nuevo ni¬ño, y tuvo siete hijos con el hombre que tomó por marido, antes de dejar de concebir. El joven Espartaco creció con ellos, alto, fuerte y derecho, y, cuando cumplió siete años, su madre le contó por vez primera quién había sido su pa¬dre y la historia de lo que éste había hecho. Le sorprendió que lo comprendiera tan bien. Nadie en esta aldea había oído jamás el nombre de Espartaco. El mundo había si¬do conmovido por grandes hechos que eran totalmente ignorados en aquella aldea. Y al crecer los otros niños, tres de los cuales eran muchachas y cuatro varones, Varinia vol¬vió a contar muchas veces la historia, a contarles cómo un hombre sencillo, que era esclavo, hizo frente a la tiranía y a la opresión y cómo durante cuatro años el poderío de Roma tembló ante la sola mención de su nombre. Les con¬tó sobre las horrendas minas en que había trabajado Es¬partaco y de cómo había luchado en las arenas del circo con un puñal en la mano. Les contó cuan amable, bueno y atento era, y ella nunca separó la figura de Espartaco de la gente sencilla con la que ella vivía. Más aún, cuan¬do hablaba de los camaradas de Espartaco, acostumbraba a señalar a uno u otro aldeano del lugar como ejemplos. Y cuando contaba aquellas historias, su esposo escuchaba maravillado y con envidia.
No fue vida fácil la que vivió Varinia. Trabajó desde el amanecer a la puesta del sol, escardando, cavando, limpian¬do, hilando, tejiendo. Su tez clara obscureció quemada por el sol y su belleza desapareció; pero ella nunca le había dado mayor importancia a su belleza. Cada vez que se detenía a pensar y a recordar el pasado, se mostraba agrade¬cida por lo que la vida le había dado. Ya no lloraba a Espartaco. Su vida con Espartaco se había convertido en algo parecido a un sueño.
Cuando su primer hijo tenía veinte años, la atacó la fiebre y, al cabo de tres días, falleció. Su muerte fue rápi¬da y sin muchos sufrimientos, y una vez que su esposo, sus hijas y sus hijos la hubieron llorado, la envolvieron en una mortaja y la enterraron en la tierra.
Y fue después que ella hubo muerto cuando se pro¬dujeron los cambios en aquel lugar. Los impuestos crecie¬ron, y el incremento continuó indefinidamente. Un vera¬no hubo sequía y se perdió casi toda la cosecha, y entonces llegaron los soldados romanos. Las familias que no podían pagar los impuestos eran sacadas de sus casas como gana¬do y arrancadas de sus tierras y encadenadas de cuello a cuello, y se las hacía marchar a la urbe, donde eran vendi¬das para pagar a Roma.
Pero no todos los que habían perdido sus cosechas por la sequía aceptaron mansamente aquel destino. Espar¬taco, sus hermanos y hermanas huyeron de la aldea y se refugiaron en los bosques que había al norte, bosques que se extendían hasta las alturas agrestes de los Alpes. Allí vivieron una vida de privaciones y sufrimiento, alimentán¬dose de raíces y frutos silvestres y de lo poco que podían cazar, pero cuando se construyó una gran villa en las tie¬rras que habían sido de su propiedad, descendieron y la incendiaron y se apoderaron de cuanto en ella había.
Los soldados se lanzaron a los bosques y los campe¬sinos se unieron con las tribus de las montañas para lu¬char contra los soldados. Esclavos que se habían fugado se unieron a ellos, y año tras año la guerra de los desposeídoss se propagó con furia. A veces las fuerzas rebeldes fueron aplastadas por los soldados, pero en algunas oportunidades el poder de los insurgentes llegó a tal grado pudieron lanzarse hacia la llanura a incendiar, sa¬quear y robar.
Este tipo de vida fue el que vivió el hijo de Esparta¬co y vivió y murió como su padre... Murió luchando y en medio de la violencia en que había hallado la muerte su padre. Los relatos que hizo a sus hijos fueron menos cla¬ros, menos precisos. Los relatos se convirtieron en leyen¬das y las leyendas se convirtieron en símbolos, pero la gue¬rra de los oprimidos contra los opresores continuó. Fue una llama que se propagó hacia las alturas o decayó, pe¬ro nunca se extinguió, y el nombre de Espartaco pervivió. No era ya cuestión de descendencia a través de la sangre, sino de descendencia a través de la lucha común.
Llegaría un día en que Roma sería arrasada, no sola¬mente por los esclavos, sino por esclavos, siervos, campe¬sinos y bárbaros libres que se les unirían.
Y en tanto que el hombre trabaje y otros hombres to¬men y usen el fruto de los que trabajan, el nombre de Es¬partaco será recordado, susurrado algunas veces y pro¬clamado en voz alta y clara otras veces.

Nueva York, junio de 1951

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